UN SUEÑO EN LLAMAS
la vieja biblioteca pública de Los Ángeles
quedó reducida a cenizas
la biblioteca del centro
y con ella perdí
gran parte de la
juventud.
estaba allí sentado en uno de los bancos
de piedra cuando mi amigo
Baldy me
preguntó:
–¿te alistarás
en la brigada Abraham
Lincoln?
–claro –le
dije.
pero al darme cuenta de que no era
un intelectual ni un idealista
político
me eché
atrás.
era un lector
entonces
iba de sala en
sala: literatura, filosofía,
religión, incluso medicina
y geología.
pronto supe
que quería ser escritor,
creía que me ganaría
la vida
fácilmente
y los grandes novelistas no me
parecían
gran cosa.
Hegel y Kant
eran más duros de roer.
lo que me molestaba
de todos
ellos
es que les llevara tanto
decir
algo lúcido y/
o
interesante.
creía que a mí
se me daba
mejor.
descubriría dos
cosas:
a) la mayoría de los editores confundía
lo aburrido con lo
profundo.
b) necesitaría décadas de
vivencias y literatura
antes de ser capaz
de plasmar
una frase
que se aproximase
a lo que quería
decir.
así,
mientras otros jóvenes perseguían
señoritas
yo perseguía viejos
libros.
era un bibliófilo, aunque
estaba
desencantado
y eso
y el mundo
me formaron.
sin embargo,
la vieja biblioteca del centro
era mi lugar predilecto…
al menos durante el día:
resacoso y des-
nutrido.
vivía en una choza de contrachapado
detrás de una pensión
por 3,50 dólares semanales
y me sentía como Thomas
Chatterton
metido dentro de una especie de
Thomas Wolfe.
mi mayor problema eran
los sellos, los sobres, el papel
y
el vino,
con el mundo al borde
de la segunda guerra mundial.
las mujeres aún
no me habían
confundido, era virgen
y escribía entre 3 y
5 relatos por semana
y todos me llegaban
de vuelta
de The New Yorker, Harper’s,
The Atlantic Monthly.
había leído que
Ford Madox Ford empapelaba
el cuarto de baño con las
notas de rechazo
pero yo no tenía
ni cuarto de baño así que las metía
en un cajón
hasta que había tantas
que apenas podía
abrirlo
así que tiré
todas las notas
junto con los
relatos.
aun así,
la vieja biblioteca pública de Los Ángeles era
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
usábamos los aseos
con discreción y nos limpiábamos
el trasero
con cuidado
y solo echaban
a quienes
se quedaban dormidos
en las mesas
de la
biblioteca… nadie ronca como un
vagabundo
salvo que sea tu
pareja.
bueno, no era exactamente
un vagabundo, tenía el carnet
de la biblioteca y sacaba y
devolvía
los libros muy rápido,
pilas de libros
siempre el máximo
permitido
y sacaba
y devolvía
a mis camaradas:
Aldous Huxley, D. H. Lawrence,
e. e. cummings, Conrad Aiken, Fiódor
Dos, Dos Passos, Turguéniev, Gorki,
H. D., Freddie Nietzsche, Art
Schopenhauer, Robert
Green,
Ingersoll, Steinbeck,
Hemingway
y
demás…
siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: «qué buen gusto,
joven…»
pero aquella vieja desgraciada
y acabada ni siquiera sabía quién
era ella misma
y mucho menos
yo.
pero aquellas paredes albergaban
un tesoro extraordinari