Garras del paraíso

Charles Bukowski

Fragmento

garras-1

UN SUEÑO EN LLAMAS

la vieja biblioteca pública de Los Ángeles

quedó reducida a cenizas

la biblioteca del centro

y con ella perdí

gran parte de la

juventud.

estaba allí sentado en uno de los bancos

de piedra cuando mi amigo

Baldy me

preguntó:

–¿te alistarás

en la brigada Abraham

Lincoln?

–claro –le

dije.

pero al darme cuenta de que no era

un intelectual ni un idealista

político

me eché

atrás.

era un lector

entonces

iba de sala en

sala: literatura, filosofía,

religión, incluso medicina

y geología.

pronto supe

que quería ser escritor,

creía que me ganaría

la vida

fácilmente

y los grandes novelistas no me

parecían

gran cosa.

Hegel y Kant

eran más duros de roer.

lo que me molestaba

de todos

ellos

es que les llevara tanto

decir

algo lúcido y/

o

interesante.

creía que a mí

se me daba

mejor.

descubriría dos

cosas:

a) la mayoría de los editores confundía

lo aburrido con lo

profundo.

b) necesitaría décadas de

vivencias y literatura

antes de ser capaz

de plasmar

una frase

que se aproximase

a lo que quería

decir.

así,

mientras otros jóvenes perseguían

señoritas

yo perseguía viejos

libros.

era un bibliófilo, aunque

estaba

desencantado

y eso

y el mundo

me formaron.

sin embargo,

la vieja biblioteca del centro

era mi lugar predilecto…

al menos durante el día:

resacoso y des-

nutrido.

vivía en una choza de contrachapado

detrás de una pensión

por 3,50 dólares semanales

y me sentía como Thomas

Chatterton

metido dentro de una especie de

Thomas Wolfe.

mi mayor problema eran

los sellos, los sobres, el papel

y

el vino,

con el mundo al borde

de la segunda guerra mundial.

las mujeres aún

no me habían

confundido, era virgen

y escribía entre 3 y

5 relatos por semana

y todos me llegaban

de vuelta

de The New Yorker, Harper’s,

The Atlantic Monthly.

había leído que

Ford Madox Ford empapelaba

el cuarto de baño con las

notas de rechazo

pero yo no tenía

ni cuarto de baño así que las metía

en un cajón

hasta que había tantas

que apenas podía

abrirlo

así que tiré

todas las notas

junto con los

relatos.

aun así,

la vieja biblioteca pública de Los Ángeles era

mi hogar

y el hogar de muchos otros

vagabundos.

usábamos los aseos

con discreción y nos limpiábamos

el trasero

con cuidado

y solo echaban

a quienes

se quedaban dormidos

en las mesas

de la

biblioteca… nadie ronca como un

vagabundo

salvo que sea tu

pareja.

bueno, no era exactamente

un vagabundo, tenía el carnet

de la biblioteca y sacaba y

devolvía

los libros muy rápido,

pilas de libros

siempre el máximo

permitido

y sacaba

y devolvía

a mis camaradas:

Aldous Huxley, D. H. Lawrence,

e. e. cummings, Conrad Aiken, Fiódor

Dos, Dos Passos, Turguéniev, Gorki,

H. D., Freddie Nietzsche, Art

Schopenhauer, Robert

Green,

Ingersoll, Steinbeck,

Hemingway

y

demás…

siempre esperaba que la bibliotecaria

me dijera: «qué buen gusto,

joven…»

pero aquella vieja desgraciada

y acabada ni siquiera sabía quién

era ella misma

y mucho menos

yo.

pero aquellas paredes albergaban

un tesoro extraordinari

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