Afrodita inmortal de trono cincelado,
hija de Zeus, urdidora de engaños, te ruego
no domeñes con ansias ni desasosiegos
mi corazón, señora;
mas ven aquí, si alguna vez antaño
oíste mis clamores desde lejos
y dejaste la casa de tu padre
para venir a verme
en tu carro de oro. Te traían del cielo
hermosos y veloces gorriones
aleteando espesamente hacia la tierra negra
a través del aire,
y llegaron deprisa. Tú, bienaventurada,
con una sonrisa en el rostro inmortal,
me preguntabas qué me había acontecido
y por qué te llamaba,
y qué quería tanto que ocurriera
con el corazón enloquecido. «¿A quién he de convencer
de que sea tu amante? ¿Quién, Safo,
quién te atormenta?
Si ahora huye, pronto te perseguirá;
si no acepta regalos, los dará;
si no te ama, pronto te amará,
aunque ella no quiera.»
Vuelve a verme, ahora como antes,
deshazme de cuidados, y cuanto mi corazón
desea que se cumpla, cúmplelo, y tú, diosa,
sé mi aliada.
Baja a este templo santo, donde hay un bosque ameno
de manzanos, y hay también altares
que exhalan incienso;
y el agua fresca canta por las ramas
de los manzanos, y a todo el lugar
dan sombra los rosales, y al temblor de las hojas
viene el sueño;
y hay un prado que nutre a los caballos
lleno de flores, y las brisas
soplan suaves...
Ven tú aquí, Afrodita,
y vierte en copas de oro, con delicadeza,
el néctar que se sirve en las fiestas de los dioses.
Diosa de Chipre, que te encuentre más amarga
y que no se enorgullezca Dórica y proclame
que por segunda vez ha vuelto a ella
lleno de deseo.