Bat Pat 1 - El tesoro del cementerio

Roberto Pavanello

Fragmento

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1

HUYE, BAT, HUYE!

!ra noche cerrada. Desde hacía por lo menos un par de horas estaba allí, delante de una hoja en blanco, con la pluma de oca en la mano, el tintero cerca y sin tan siquiera una miserable idea para mi próxima historia. Patético, ¿verdad? Decidí levantarme e ir a tomar el aire en busca de un poco de inspiración: ¡era una noche fantástica! Hice un par de vuelos panorámicos sobre mi territorio y, ya que estaba, aproveché para hacer un pequeño

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tentempié a base de mosquitos (¡no os podéis imaginar cuánto me gustan los mosquitos!), a continuación fui a colgarme cabeza abajo en una gruesa rama de la vieja encina, muy cerca de la tapia: a vosotros, los seres humanos, os sienta mal que la sangre os suba a la cabeza, ¡pero a nosotros, los murciélagos, hace que nos vengangrandes y excelentes ideas! Veía el cielo al revés, pero era igualmente bello: ¡un gran manto negro plagado de perlas brillantes! ¡Guau, que frase

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tan poética! Quizá estaba recobrando la vena artística. Lástima de aquella neblina pegajosa que cubría casi por completo las tumbas y de la cual solo asomaba la parte superior de las viejas lápidas de piedra. Cerré los ojos y me puse a escuchar los rumores de la noche con mi fabuloso oído de murciélago: el soplo ligerísimo del viento entre las hojas de los cipreses, el cricrí de algún grillo noctámbulo y finalmente el zumbido de las serpientes entre las piedras del cementerio. Luego, de repente, todo se calló. Yo, suspendido en mi rama, continuaba meciéndome impertérrito, cuando, de improviso, un chirrido horrendo me puso la piel de gallina: ¡alguien había abierto la vieja verja del cementerio!

¡Miedo, remiedo! ¿Quién había sido? Mi cerebro hizo un cálculo rápido y dedujo que solo había dos posibilidades: quedarme quieto, simulando ser una hoja, o bien lanzarme de cabeza hacia

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el misterio y… ¡el peligro! Quién sabe por qué, preferí la primera solución.

De repente vi asomarse por entre la niebla una figura encorvada y encapuchada, cubierta hasta los pies por una gran capa negra. Llevaba sobre sus espaldas un viejo saco de yuta.

Se paró delante de una lápida más grande que las demás. Dos manos huesudas y blanquísimas

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abrieron el saco y extrajeron un pico. Clavó la punta de la herramienta bajo la losa de piedra y empezó a hacer palanca para levantarla.

Estaba de espaldas a mí y vi cómo temblaba debido al esfuerzo. Al final logró abrir un paso ancho de al menos medio metro. Dejó caer el pico y retrocedió dos pasos, respirando afanosamente. Después, de modo inesperado, levantó la vista al cielo lanzando una llamada muy aguda: ¡Kraaaaaa!

Esperó tan solo un instante, hasta que del cielo oscuro se asomó un gran cuervo negro que fue a posarse silenciosamente en la lápida más cercana.

–¿Lo has encontrado? –preguntó el encapuchado. El cuervo sacudió la cabeza y agitó las alas, como para responder que no. El hombre apretó los puños, lleno de rabia.

Empezaba a sentirme un poco mal y hubiera querido esfumarme a toda ala, pero no tenía siquiera el valor de respirar por miedo a que me vieran.

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La figura encapuchada, entre tanto, se acercó de nuevo a la tumba y descendió por el pequeño paso que había abierto. No podía ver lo que ocurría allí abajo, pero del estruendo que provenía del interior comprendí que aquel tipo estaba buscando algo…

Al final salió de la fosa y fue precisamente en aquel momento cuando levantó la cabeza en mi dirección y pude ver su horrible cara: ¡una calavera blanca y hueca!

¡Miedo, remiedo! No pude contener un gemido a la vista de aquel rostro horripilante, y este fue mi único error. Era un gemido suave, suave, os lo juro, pero él lo oyó igualmente. Aún con medio cuerpo dentro de la tumba extendió un brazo hacia mí, señalándome a su pajarraco con uno de sus largos y finos dedos. No hacía falta ser un genio para saber que aquel gesto significaba «¡Coge a este entrometido, vivo o muerto!» y,

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en efecto, el cuervo salió como un cohete en mi persecución.

Mi cerebro hizo otro cálculo rapidísimo y llegó a la conclusión de que esta vez solo tenía una salida: ¡huir a toda ala!

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2

ESPECTACULARES NÚMEROS DE ACROBACIA as campanas de Fogville acababan de dar las tres y Martin Silver todavía no había pegado ojo. Intentó concentrarse en algo bonito: las vacaciones en Francia, por ejemplo. Pero le vino a la cabeza aquella vez en que probó los caracoles en un restaurante y le vinieron

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