Manucraft y la invasión de los no-muertos

Manucraft

Fragmento

cap-2

1

«¡Por fin he terminado de fregar la cubierta del barco!», pensó con alegría Manu mientras depositaba en el cubo una fregona desgastada por el uso. Decidió sentarse un momento en el suelo a descansar antes de volver a las cocinas a limpiar las mesas del almuerzo de los soldados.

Manu era el encargado de limpiar el barco de arriba abajo a cambio de un plato de comida en la mesa, que recibía después de que todos los soldados y los marineros del navío hubiesen desayunado, comido y cenado. El poco dinero que ganaba por sus servicios se lo enviaba a su familia y les ayudaba poco a poco a hacerles la vida un poco más feliz.

se dijo a con una gran sonrisa en la boca.

Era duro ser el último hombre del barco, pero se sentía satisfecho cada vez que terminaba su trabajo. Él sabía que la limpieza era primordial en un buque lleno de soldados que debían mantenerse sanos y fuertes para cualquier batalla inesperada.

Pero, un momento... ¿Lo había limpiado todo todo? ¡Ay, no! ¡El puente del timón! Otra vez se le había vuelto a olvidar lo más importante. Se puso de pie enseguida y agarró el cubo con la fregona a toda velocidad. Esos escasos segundos de descanso podían costarle muy caros si alguien lo había visto relajarse sin terminar la faena. «¡Cochinarro!», le gritarían otra vez. Era la forma que tenían los soldados de insultarlo cuando se olvidaba de limpiar alguna cosa. Aunque, para ser sinceros, siempre se dejaba alguna cosa.

«¡Oh, vaya!»

De camino al puente, Manu se dio cuenta de que había tres soldados sentados en las escaleras con los platos del almuerzo. A algunos les gustaba salir al aire libre a comer para disfrutar un poco del sol y de las vistas del mar. Manu no se llevaba bien con los soldados o, más bien, a los soldados no les caía muy bien Manu... porque no era uno de ellos. Siempre que tenían la oportunidad, se burlaban de él o intentaban encerrarlo en contra de su voluntad en algún barril vacío de cerveza.

Había unas cajas de madera apiladas justo debajo de la barandilla; quizá podría subir por allí con sumo cuidado. Los soldados no le habían hecho caso esta vez, preferían seguir con sus risas bobaliconas mientras devoraban la poca comida que les quedaba en las manos. Manu decidió subir primero el cubo lleno de agua sucia a las cajas para poder trepar él después. La idea le pareció buena, pero justo cuando iba a dar el salto hacia arriba sintió una mirada clavada en su nuca.

—¡Enano! —le gritó uno de los soldados, el del parche en el ojo.

Manu se giró con fastidio, pero antes de que le viesen la cara consiguió transformar su boca en una sonrisa pacífica.

—¿Qué estás haciendo, cochinarro? —le preguntó otro soldado, el que tenía solo tres dientes.

—Iba a subir a limpiar el puente del timón... —contestó nervioso.

—¿Y por qué no subes por las escaleras, mequetrefe? —le volvió a interrogar el tuerto.

Manu odiaba las peleas y por eso dejaba que le tratasen de esa manera. Además, ser más flaco y bajito que los demás no le hacía sentirse demasiado a favor de la violencia. Aunque eso no le impedía usar otros métodos.

—Es que tenía que limpiar estas cajas también y así aprovecho para hacer un poco de ejercicio, muchachos.

Los soldados se miraron entre ellos, como si buscaran complicidad para gastarle una broma pesada a Manu.

—Manu, déjanos echarte una mano con la limpieza —dijo con una sonrisa maliciosa el soldado del garfio, que aún no había pronunciado una sola palabra.

—No, de verdad, muchas gracias. ¡Me gusta hacer mi trabajo! —contestó Manu con miedo.

De repente, uno de los soldados saltó hacia donde estaba la fregona y de un manotazo le arrojó el agua sucia a Manu, que se puso completamente perdido. Los demás soldados estallaron en sonoras carcajadas.

—se rio el tuerto con sorna.

—Sí, Manu, ¡hueles peor que un arenque! —le soltó el soldado sin dientes.

—Vaya, chicos. ¡Qué bien! —contestó Manu.

—¿Te ha gustado, Manu? —le preguntó el tercer soldado.

—Claro, chicos. Por fin puedo ser parte de vuestro grupo. Ahora olemos todos igual —respondió Manu con una sonrisa burlona.

Los soldados se quedaron pensativos al oír eso. Cuando lo entendieron, se enfadaron muchísimo y decidieron que se merecía un castigo. ¡Iban a golpearlo por su comentario! Justo entonces apareció el capitán del barco dando las voces más fuertes que habían oído en su vida.

—preguntó el capitán con gran enfado.

El capitán medía por lo menos dos metros y tenía un cuerpo demasiado grande como para ser real. Lucía una limpísima casaca blanca con preciosos detalles dorados y un sombrero militar a juego. Imponía respeto tanto por su voz rasgada como por su corpulencia.

Los soldados se arrimaron mirando al capitán con gran pavor. No era la primera vez que pasaba por la quilla a algún miembro insubordinado a la primera de cambio.

La disciplina del capitán era tan dura que a veces los prisioneros recibían mejor trato que los propios soldados. Pero, aunque lo temían, también lo admiraban.

El capitán era todo un ejemplo en combate, pues nunca se escondía detrás de sus hombres cuando había que luchar. Tenerlo en el campo de batalla era motivo suficiente para ser más valiente que de costumbre, pues si te veía temblar o dudar, él mismo te entregaba a los pies de los enemigos. Así lo había demostrado en su última batalla en la isla del Pentágono.

Su ejército se había enfrentado a los hombres de otro navío que buscaban lo mismo que ellos:

Con ese libro y una bruja hábil de su lado, cualquier ejército conseguiría convertirse en el más poderoso del mundo entero. Solo hacía falta apropiarse de él, convertirse en su dueño, y el libro respondería a tu magia. Eso sí: si otra persona se hacía con el libro, todos tus hechizos se desharían al instante. Aquel libro era una reliquia a la que algunos adoraban y muchos temían. Para conseguirlo, el capitán había tenido que dejar a muchos de sus hombres atrás... Si se trataba de conseguir algo y luchar por ello, el capitán nunca dudaba en entregarse.

Manu se rio en silencio al ver a aquellos matones haciéndose pipí encima del miedo.

—Y tú, ¿de qué te ríes? —le preguntó el capitán a Manu, más enfadado todavía—. ¿Acaso has terminado tu trabajo?

—¡Mi capi

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