Bat Pat 5 - El monstruo de las cloacas

Roberto Pavanello

Fragmento

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1

CUANDO LOS LAGOS HIERVEN h, maravillosa, ociosa, somnolienta tarde de domingo.

¿Qué hay más bonito que estar colgado de una rama cabeza abajo observando a los habitantes de Fogville mientras están de picnic en los prados de Castle Park, el parque público más bonito de la ciudad?

Aquel día de primavera, alrededor de la vieja fortaleza medieval, decenas de familias habían extendido sus mantas sobre la hierba y, mientras los pa

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pás leían el periódico y las mamás charlaban con las amigas, un tropel de niños felices correteaba tras un balón o hacía volar sus cometas.

La familia Silver no era la excepción: Elizabeth estaba recogiendo los últimos restos del picnic antes de que Leo se comiese también el mantel y George ojeaba tranquilamente el periódico; mientras tanto, Martin y Rebecca estaban en la orilla del lago dando de comer a los peces.
—¡Qué derroche! —comentó Leo—. ¡Tirar todas esas migas de pan, cuando vuestro hermano todavía tiene tanta hambre!

—¡Corta ya, Leo! —le respondió Martin—. ¡Acabas de comer como un cerdito!

—¡Andando, blandengue! —continuó

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Rebecca—. ¡Mira qué pez tan gordo hay aquí… Es tu vivo retrato!

Leo se acercó al agua tambaleándose mientras una nube de mariposas amarillas atravesaba el cielo azul. ¡Qué espectáculo!

Mis parpados subían y bajaban como dos persianas y apenas tuve tiempo de oír a Martin, que preguntaba:

—¿Quién quiere jugar un rato al frisbee? Dieciocho segundos después, a pesar de los gritos de aquellos tres, yo estaba roncando como un lirón.

De modo que no vi que el lago del parque empezaba a… ¡hervir!

Los niños fueron los primeros en darse cuenta. Luego se acercó también algún adulto y, en un minuto, todos los presentes se habían agolpado alrededor del lago para ver lo que estaba sucediendo.

—¡Mira qué burbujas, mamá! ¡Son enormes! —gritó una niña, entusiasmada.

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—¿Puedo bañarme, papi? —preguntó otro pequeñajo, que ya se estaba quitando la ropa.

También los hermanos Silver miraban asombrados la superficie del lago, que borboteaba como una olla al fuego. Martin tuvo que quitarse las gafas para poder ver algo, ya que estaban completamente empañadas. Y esto solamente podía significar una cosa: ¡problemas a la vista!

—¿Me equivoco, o el lago está cambiando de color? —exclamó el señor Silver.

—¡Es cierto! —confirmó una señora mayor, cuya perra no dejaba de ladrar a los peces—. Se está volviendo rojo… no, naranja… no, ¡amarillo!

—¡Qué barbaridad! —berreó Leo.
—¡Qué espectáculo! —añadió, sonriéndole, una chica «robusta» como él.

Los únicos que no compartían el entusiasmo general eran Martin y Rebecca, que se habían dado cuenta enseguida de que los peces se comportaban

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de un modo muy extraño: se habían juntado todos en el centro del lago y parecían muy asustados.

En un instante, la neblina que se había formado en la superficie del agua se hizo más espesa. De blanca e inodora pasó a amarillenta, y empezó a propagar un hedor nauseabundo: más o menos co

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mo un kilo de salmonetes podridos y una docena de huevos puestos al sol más de seis meses. En definitiva, ¡una peste para salir corriendo!

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2

UN FRISBEE EN EL COCO i no hubiera sido por Martin y por su habilidad con el frisbee, quizá yo hubiera muerto envenenado.

En efecto, en cuanto mis amigos se dieron cuenta de que me había quedado allí arriba cogieron de la mochila de Leo tres máscaras antigás y volvieron valientemente a buscarme.

—Míralo, allí —dijo Rebecca, al verme enseguida entre las hojas.

—Se ha desmayado —se alarmó Leo.

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—No, está durmiendo —le tranquilizó Martin—. Tenemos que despertarle antes de que el humo le intoxique.

—¡BAAAT! ¡DESPIERTA, BAAAT! —se pusieron a gritar los tres.

Pero yo no me enteraba.

Soñaba que sobrevolaba el pantano neblinoso donde vivía mi viejo amigo Alasal, que para cenar había preparado su especialidad: ¡tortilla de algas de aguas muertas! Yo intentaba decirle que los huevos debían de estar más muertos que las algas porque la tortilla olía horriblemente.

Él se ofendió y me tiró un plato en pleno hocico.

Me desperté sobresaltado y con un fuerte dolor de cabeza. ¡La niebla había subido bastante y olía a huevo podrido como la tortilla de mi amigo! En la rama que tenía encima de mí vi el plato de plástico rojo. ¡Un momento! ¿Qué diablos hacía yo colgado de un árbol?

—¡Bat! —oí cómo llamaban. Aquella no era la voz de Alasal—. ¡Bat! ¡Soy yo, Martin!

«¿Qué Martin?», hubiese querido responder, pero no me salía la voz.

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