La Venganza (Mundo Umbrío 3)

Jaime Alfonso Sandoval

Fragmento

Mundo Umbrío 3. La venganza

PRÓLOGO

SECRETOS

Hablemos de adolescentes y secretos.

La infancia parece casi desprovista de ellos pero con la adolescencia los secretos brotan, se expanden y se vuelven tan comunes como los granos. Algunos jóvenes ocultan la identidad de quién pisa el acelerador de su corazón, o de quién simplemente lo pisa. Anhelos, sueños, deseos que se entierran en el fondo hasta encontrar un mejor momento para compartir lo que ni siquiera se puede nombrar.

Rosalina Posada Martín, de casi quince años, guardaba algunos secretos. A simple vista parecía pequeña y pobre como una rata, solitaria como un sepulcro y tan inofensiva como un cachorro.

Nada de eso era cierto.

Bastaba verla con detenimiento para detectar algo raro en esa muchacha que se escondía para leer en las salas de espera o en solitarias iglesias. Siempre cargaba libros viejos, con títulos tan raros como Compendio de la guerra umbría de las tres cicatrices, Criaturas subterráneas horribles o Principios básicos sobre el uso correcto de redivivos y mantenimiento, famoso manual del Dr. Cipriano el Quisquilloso.

Otra pista era su aspecto raro: pálida, con nariz sinuosa, el cabello de un castaño rojizo sin forma definida (lo más parecido sería tal vez una escoba de paja) y con cuerpo delgado como un tallo de bambú. Los piadosos dirían que era una “belleza incomprendida”; otros, más honestos, asegurarían que era fea como un demonio maorí. Sin embargo, una mirada atenta podría entrever que a cierta hora y con precisas condiciones de luz, Lina irradiaba un aura poderosa, casi sobrenatural. Sus manos, pequeñas, con algunas raras marcas de quemaduras y uñas mordidas, alguna vez empuñaron el arma más poderosa de una civilización oculta. Y sus labios, tan finos y tristes, todavía latían por los besos de dos pasiones. Dos hombres, aunque uno de ellos ni siquiera podría llamarse humano. Uno la salvó; otro la destruyó.

Nadie sospechaba que Lina fuera especial. Para los vecinos del barrio de Santa María la Ribera, era una adolescente de aspecto desaliñado, sin amigos, tensa, ensimismada, que vivía en casa de su tía Berta y estudiaba la preparatoria por su cuenta, con manuales de sistema abierto. Después de mucho pensarlo, la tía aceptó que trabajara en su salón de belleza. Fue un desastre: la joven siempre estaba demasiado distraída y provocó incontables accidentes con las secadoras y la cera para depilar. Al tercer día tía Berta la echó a la calle.

—Y qué bueno, la verdad, ¡porque me ponía de los nervios! —murmuró una clienta mientras le decoloraban el renegrido cabello—. Dicen que desde que murieron sus padres quedó mal de la cabeza.

Otra clienta, en proceso de una permanente, aseguró que el problema era que Lina debía de ser tan tonta y hueca como una cubeta:

—Si al menos fuera bonita, se compensaría… pero ni eso. ¡Qué cruz, pobre criatura!

Los niños del parque la seguían llamando el fantasma, pero Lina apenas prestaba atención al mundo diurno y cotidiano. Pero era muy distinto cuando el sol se ponía. Cada noche escapaba por una de las ventanas de la casa. A veces la veían cruzar a un costado del Kiosco Morisco alrededor de la una de la mañana. Y no era raro verla abordar el último metro. Así era todas las noches, y siempre iba sola.

Pero la Ciudad de México no es precisamente un campo de flores en lo que a seguridad se refiere. Aunque Lina parecía no tener miedo de nada, eso no impedía que pudieran ocurrir cosas, como lo de aquella noche.

En realidad todo comenzó un poco antes. Ya la habían detectado. Dos hombres que se ponían a beber fuera de un destartalado edificio. La habían estado observando durante más de una semana cruzar por la calle que desembocaba en las puertas del Panteón Francés.

Tal vez la muchacha no fuera especialmente hermosa, pero era mujer, era muy joven y estaba sola: eso bastaba para divertirse un rato. Uno de ellos aseguró que le harían un favor. Según él, a las feas les gustaba ser tomadas en cuenta.

Las primeras noches le dijeron algunas cosas al paso. Vulgares, pero sinceras. Se ofrecieron a hacerle compañía, a darle un poco de calor… la joven los ignoró y apretó el paso.

Eso los molestó. ¿Tan fea y con esos aires de princesa? ¿Quién se creía esa narigona orejas de duende? Tal vez necesitara una lección. Y la idea prendió en sus cabezas como hierba reseca.

La oportunidad llegó cuando uno de ellos, el más grande, moreno y con la cara picada por la viruela, consiguió un coche prestado. El otro, joven y gordo, le sugirió, entre broma y no, que podrían usarlo para dar un paseo con un six de cervezas y una mujer gratis.

Se miraron cómplices. Sabían dónde conseguir a la mujer.

Cerca de las dos de la mañana apareció la joven fea. Caminaba a toda prisa. El picado y el gordo se coordinaron tan bien que cualquiera habría dicho que tenían práctica. Se abrió la puerta del auto y desde el interior el picado tomó a la joven de la cabeza. Desde el exterior el gordo la empujó, y en pocos segundos la treparon al auto.

Los hombres esperaban que la muchacha gritara, así que ya tenían preparada una enorme navaja para asustarla un poco… o para lo que se ofreciera. El picado y el gordo reían divertidos. ¿No que no los iba a acompañar? Ahora era suya, y lo sería todo el tiempo que quisieran.

—Están cometiendo un error —advirtió la chica fea, con una tranquilidad fuera de lógica—. Déjenme ir ahora mismo.

Era una orden.

El gordo resopló y dijo:

—Te vas a ir cuando nosotros digamos y solo si quedamos contentos —envalentonado, desplegó la navaja. Y para que quedara claro quién daba las órdenes, con la otra mano la sujetó del cabello—. Más te vale que le bajes dos rayitas.

—No me entienden —dijo la chica fea, sin miedo, aunque parecía molesta—. No estoy sola. De noche nunca lo estoy.

—Estás con nosotros —dijo el picado al volante y le dio un trago a una cerveza—. Segurito nunca has estado tan acompañada. Te vas a divertir como nunca, carafea.

Barbotó una risa, divertido por su insulto poco original.

—Esto es peligroso para ustedes —advirtió de nuevo la joven, sin mosquearse—. No lo voy a repetir. Debo salir ahora mismo.

—¿O qué? —preguntó el gordo, desafiante, y le metió una mano vasta y rasposa debajo de la blusa, buscando su piel joven y tersa.

El picado volvió a reír.

—Carafea, carafea —canturreó.

Se distrajo un momento: lo que tardó en ver por el retrovisor y darle otro trago a la cerveza. Entonces frenó de golpe.

—Órale, ¿ya estás pedo o qué? —gritó el gordo. Se había dado un golpe contra el asiento.

—Iba a atropellar a un güey —intentó explicar el de la cara picada. Pero ahí delante, en plena madrugada, no había nadie en la calle.

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