Tres niños sin fronteras que vencieron al miedo

Fco. Javier Sancho Mas

Fragmento

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A mi amiga sus hijos le preguntaron, el otro día, sobre unos niños que habían visto en las noticias. Estaban solos, en una zona de guerra. ¿Por qué los habían dejado allí? La pusieron en un brete porque quería darles una explicación que pareciese natural. Ellos no concebían que otros niños («¡Mamá, eso no puede ser!») estuviesen solos. Y menos que se quedasen sin sus madres en medio de algo tan grande y triste como una guerra.

Pensé en si era o no factible que un niño pudiese comprender la soledad. Entonces me acordé de Momo, la fantástica historia de aquella niña que se enfrenta sola a una vida marginal, en una ciudad enorme, y se acompaña de una tortuga a la que se le ilumina el caparazón con palabras. Y me acordé de niños que yo mismo había conocido cuando trabajaba como periodista para Médicos Sin Fronteras en zonas de crisis. En sus historias reales están basadas las de este librito, así como en las de una enfermera, un médico y una médica que los conocieron. Son tan reales que los podréis saludar en el epílogo.

Hay muchos cuentos que empiezan con niñas o niños solos, como Alicia, o el mismo Principito. Posiblemente, la soledad ofrece no ya el fin o el resultado de algo, sino el principio de una nueva aventura. Ante ella, los pequeños no se quedan quietos. Atraviesan la soledad con una brújula interior y, algunas veces, se encuentran con una de las mejores compañías posibles: los animales o la naturaleza en general. Y, así, dialogan con todo lo que les rodea por medio de la imaginación, o de verdad, con palabras dichas en voz alta, como mi madre hacía con sus plantas. Y puedo atestiguar que las plantas la escuchaban.

En Las metamorfosis de Ovidio encontramos numerosos ejemplos en los que los dioses griegos, aturdidos por sus propios actos de salvajismo y crueldad contra los seres humanos, recurren a la última piedad de la ternura. Sus víctimas se convierten así en un árbol maravilloso junto a un río, o en un instrumento musical, o en un pájaro, por ejemplo. A otras, fatigadas por el sufrimiento, les alivian el dolor disolviéndolas por el espacio en constelaciones de estrellas, que llevan sus nombres para siempre. Los dioses no podían con ello resarcir el daño causado, pero esa era para los antiguos la manera de expresar que el corazón alberga posibilidades cuyos límites sobrepasan el dolor o la muerte.

La belleza es una prueba de ello. Que incluso exista, en medio de la brutalidad más grande jamás imaginada, supone un mensaje oculto, la posibilidad de que el mundo, a pesar de todo, puede sobrevivir por ella.

Los niños de mi amiga Raquel se referían a un bombardeo en la ciudad de Alepo, en Siria. Vieron a unos pequeños, como ellos, en estado de shock y solos. Creo que no es cierto que los niños no conciban íntegramente la soledad o la muerte. Pero sienten el miedo de los adultos al hablarles de ello. Lo que no conciben, como tampoco lo hacían los que inventaron los mitos griegos, es que no haya una segunda oportunidad para la ternura, otra forma de vida que convierta el horror en esperanza. Algo así deseó García Márquez para las generaciones condenadas a la soledad.

Por esa fe de los pequeños, con sus virtudes y contradicciones, con su inmadurez y su consuelo, muchos adultos y niños siguen perseverando frente al mayor de los miedos: la soledad que dejan las guerras, las catástrofes humanitarias, las enfermedades olvidadas y hasta los domingos por la tarde. Bien pensado, creo que ellos son más conscientes de que la soledad es una condición de ser vivo. Lástima que no sepamos educarlos en ella. Y por eso, a veces, los dejamos solos ante la soledad, de la que huimos al crecer.

Cuando nos lean dentro de mucho tiempo, descubrirán con asombro cuántos de nuestras niñas y niños se enfrentaron al miedo y cómo se convirtieron en maestros de resiliencia. Trabajando por cerrar heridas de nuestros días y de los pasados, labraron el futuro de todos. Esto es demasiado pretencioso decirlo en un libro de cuentos, pero es verdad que la fe de los niños no tiene límites.

Siempre habrá niños tan de verdad como los de estos cuentos que, aun llorando, avanzan con la valentía de las preguntas. Niñas y niños que interactúan con otros compañeros de camino en la búsqueda de esa dimensión, que solo sus miradas y las de los primeros pastores-narradores percibieron: un lugar secreto donde habita la magia de una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Esta es la historia de cómo volver a encontrarlo.

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Mireya, la niña cometa.
O el arte de irme
volando

A la doctora Araica, que atendió a la
protagonista de esta historia y fue testigo
de lo que en ella se cuenta

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