Rescate en Rhanna (Un caso de Batracio Frogger 4)

Jorge Liquete
Andrei

Fragmento

cap-2

2

Un chófer peculiar

Mis intentos por conversar con él fueron, cuando menos, inútiles.

—¿Trabajas en SAPPO?

Silencio.

—¿Dónde está el cinturón de seguridad?

Sonrisita. Evidentemente, ese coche no tenía ninguno, como averigüé después de pasarme un buen rato buscándolo.

—¿Está muy lejos el campamento?

Silencio.

—¿Tienes que ir tan rápido?

Sonrisita. Y me pareció, aunque quizá fue solo una apreciación mía, que el desgraciado incluso pisó un poco más el pedal del acelerador.

—No eres muy hablador, ¿eh?

Silencio, acompañado de sonrisita.

Como me cansé de hacerle preguntas y de que no me contestara, yo también empecé a pasar de él. Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada.

El coche circulaba a gran velocidad, por unas carreteras que empezaron siendo buenas pero que, con el transcurso de las horas, fueron pasando de un poco estropeadas a mucho más estropeadas, hasta convertirse finalmente en un auténtico infierno sobre ruedas. Estaban sin asfaltar, llenas de fango y socavones. Pero el conductor, que seguía tan poco hablador como antes, seguía yendo a toda leche. Quizá tenía prisa y llegaba tarde a algún sitio. Pero ¿adónde? Por un momento me acordé de aquel cuento que me contaba mi madre cuando era un renacuajo. Posiblemente, a las doce, su flamante vehículo se convertiría en una calabaza, igual que en el cuento. De ahí le venía la prisa. O puede que no. Quién sabe.

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Respiré; el aire era muy diferente al de Ancas City. Mucho más puro. Lo aspiré y mientras lo hacía miré fijamente al conductor. ¿Lo habría mandado Ranabel? Seguramente sería una de las personas de confianza de la zona que solía ayudar a la organización para la que trabajaba mi novia.

Después, tras mirarlo con detenimiento, dudé. Quizá el verdadero motivo de que ocultara sus ojos tras las gafas de sol (incluso de noche) era no mostrar su mirada de asesino. ¿Y si de verdad lo era? ¿O quizá era un ladrón que recogía a los turistas perdidos (como yo) y les robaba todas sus pertenencias? Pero, entonces... ¿cómo charcas sabía mi nombre? Mi imaginación (y el cansancio y el hambre) me estaba jugando una mala pasada.

Traté de tranquilizarme. Me dije a mí mismo que seguramente todo tenía una explicación muy sencilla. Solo que yo aún no la conocía. Y ese fulano, con su mutismo, desde luego no me la daría.

Me sorprendía que fuera capaz de ver algo en la oscuridad, ya que seguía sin quitarse las gafas de sol. ¿Acaso le molestaba la luz de la luna? ¿Y si se trataba de un vampiro? ¿Existen vampiros africanos? «¡Qué cosas tienes, Batracio!»

Sin poder evitarlo, esbocé una sonrisa. Eso no debió de gustarle mucho a aquel fulano, porque, de repente, detuvo el vehículo. Giró la cabeza y, sin quitarse las gafas de sol (cosa que —no podía evitarlo— me daba aún más risa), me miró fijamente.

—¿De qué te ríes? —me preguntó con un leve acento extranjero.

—Yo, bueno... Es una risa nerviosa... —le expliqué, tratando de no reírme más.

—En mi coche, no hay risas, ¿vale? Si no, te quedas aquí —me soltó antes de que pudiera darle una respuesta más creíble.

Como vi que lo decía en serio, borré la sonrisa de mi cara de inmediato. Entonces volvió a arrancar.

Realmente el tipo no tenía nada de simpático. Pero, desde ese mismo momento, dejé de reírme, e incluso de sonreír. No era buena idea cabrear a mi chófer. Si me dejaba allí, perdido en medio de la nada, entonces sí que tendría verdaderos problemas.

A partir de ese tramo, o al menos me dio esa impresión, empezó a conducir cada vez más rápido. Mi preocupación se volvió real cuando casi (faltó muy poco) chocamos contra otro coche que venía de frente. Mi conductor evitó el fatal accidente con un brusco frenazo, con el que casi estampa mi jeta contra el cristal delantero. Después de gritarle en su lengua al otro conductor (debió de decirle de todo menos bonito), arrancó a todo gas, casi a la velocidad de la luz. La verdad es que yo estaba deseando llegar a mi destino, bajar de ese vehículo y poner mis dos ancas sobre tierra firme. Bueno, eso y abrazar a mi querida Ranabel, claro. Seguro que nos íbamos a reír mucho los dos cuando le contara todas las peripecias de mi viaje.

Un largo rato después, cuando casi estaba amaneciendo, el peculiar chófer detuvo el coche.

—Baja —me dijo.

—Pero... ¿dónde estoy? —le pregunté.

Su respuesta fue (como siempre) el silencio. Descendí del vehículo. Igual que al subir, tuve que ser yo quien sacara mi equipaje de la parte de atrás. El tipo, sin quitarse las gafas ni moverse de su asiento, arrancó y se fue a toda pastilla. Respiré aliviado. Estaba a punto de besar el suelo. Al menos mi integridad física ya no peligraba. O eso creía.

Eché un vistazo a mi alrededor. Había una enorme extensión de terreno plano, vacío. Por no haber, no había casi ni árboles. A pocos metros se divisaba una especie de barracón. Había unas letras escritas encima de una de las paredes: SAPPO. ¡Había llegado al campamento de la ONG donde trabajaba mi cuchicuchi! Ya no quería saber nada del chófer lunático que lo había hecho posible. Sin mirar atrás, animado, cogí mi pesada maleta y mi bolsa de mano y me puse a andar hacia allí. Rogué por que no hubiese ningún animal salvaje en las cercanías. El paisaje, pese a la poca vegetación que había, era bastante bonito. El sol comenzaba a calentar con fuerza. Decididamente, mi viaje no había comenzado demasiado bien. Solo esperaba que pronto mejorara. Qué equivocado estaba.

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