Perfecta... o casi (Clase de Ballet 2)

Elizabeth Barféty

Fragmento

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La sala de danza de parqué azul está inundada de luz. Frente a la pared, en primera posición, con las manos y los ojos pegados a la barra, Constance escucha el piano. Tendrá que girarse la primera, en un instante. «Si meto la pata, arrastro a todo el mundo conmigo», piensa, concentrada.

A todo el mundo, es decir, a las otras ocho alumnas del sexto nivel, el primer año de la Escuela de Danza de la Ópera de París. Ahora. Constance reconoce las notas que estaba esperando. Eleva lentamente los brazos formando una corona. «No corras», se repite a sí misma. «Sé flexible.» Luego realiza un dégagé con la pierna derecha. «Extendida hasta la punta del pie, hacia delante. Y mantén la espalda recta.»

La clase de la señorita Hetter lleva semanas ensayando. En cada clase, Constance escucha con atención los consejos de la profe de danza y los ensaya una y otra vez. Es difícil recordarlo todo. Pero nadie ha dicho que la danza clásica sea fácil...

Constance avanza en la punta de la V que forman las nueve alumnas. «Cabeza alta, como si estuvieras atada al techo con un hilo imaginario.» Luego llega el momento de la pirueta. «Un bonito plié para coger fuerza en el suelo y miras fijamente un punto», piensa Constance.

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La joven bailarina se detiene en la quinta posición, sin aliento, y se muerde el labio preocupada. Le ha temblado la pierna. «Pero si ayer lo hice sin problemas...», se dice frunciendo el ceño.

A veces es frustrante no entender por qué un día conseguimos hacer un ejercicio, y al siguiente no.

—¡Muy bien, niñas! —las felicita la señorita Hetter.

La profe de danza da varios consejos individuales, luego se vuelve hacia Constance y añade:

—Recuerda sonreír y será perfecto.

La niña siente el rubor subiéndole por las mejillas y asiente. «No es la primera vez que me lo comenta», se reprocha. No puede evitar que se le dispare el cerebro: ¿y si la señorita Hetter decidiera cambiarla de sitio?

Constance está preocupada, porque desde hace unas semanas todos los alumnos de la escuela se preparan para un acontecimiento muy especial: las exhibiciones. Se trata de tres funciones que tienen lugar cada año, durante tres fines de semana consecutivos. Los alumnos salen al escenario del Palacio Garnier ante más de dos mil personas para mostrar lo que han aprendido en sus estudios.

—Es una versión abreviada del curso, por así decirlo —les explicó la señorita Hetter cuando empezaron las clases.

A diferencia de lo que sucede en un espectáculo, no se asignan papeles. Los profesores suelen dividir a los alumnos en grupos, según su nivel en ese momento del año, y también deciden la posición de cada uno en el escenario. Constance es consciente de que el lugar que le han asignado a ella hace que destaque. Es a la que verán mejor los espectadores.

Las alumnas, agrupadas en un rincón de la sala de danza, beben agua antes de cambiarse. Una niña con la piel oscura y ojos castaños y brillantes apoya la mano en el hombro de Constance.

—¡Bravo, has estado genial, como siempre!

—Gracias, Maïna. Eres muy amable —le contesta con una mueca de duda.

—¡Querrás decir que ha estado perfecta! —exclama Zoé, una pequeña pelirroja con rizos, acercándose a ellas.

Las tres niñas comparten habitación en el internado, y son muy amigas. Forman parte de «la pandilla», un grupo de seis alumnos que están tan unidos... como los dedos de una mano. Los otros tres miembros de la pandilla son Sofia, una italiana rubia que acaba de llegar a Nanterre, donde está la Escuela de Danza, y dos chicos: el guapo y misterioso Colas, y Bilal, el único externo del grupo, que siempre está de buen humor. Los seis son alumnos del sexto nivel. Y aunque tienen caracteres muy diferentes, se adoran.

Constance suspira mientras se pone el chándal y las botas encima del maillot y de las zapatillas.

—Pues no, ya has oído a la señorita Hetter. Si sigue pareciendo que bailo sobre cristales rotos, acabará colocándome al fondo.

Aunque lo dice con sentido del humor, la verdad es que le da miedo que eso pase. «Seguro que la profe no querrá dejar en primera fila a una bailarina que no sonríe», piensa. La danza clásica no es solo un deporte exigente, sino también un arte que debe transmitir emociones. «Sobre todo no debe notarse que es difícil», se repite Constance, muy enfadada consigo misma.

—No te preocupes —la tranquiliza Sofia mientras salen de la sala de danza—. Estoy segura de que lo conseguirás.

—Sí —añade Zoé sonriendo abiertamente—. ¡Haz como yo, mira!

Ante la mueca de su amiga, Constance no puede evitar soltar una carcajada.

Se tranquiliza un poco y se promete a sí misma hacerlo mejor al día siguiente. Entretanto, no hay tiempo que perder. La segunda clase de la tarde las espera. Hoy toca danza folclórica. Pero antes las niñas tienen que volver a pasar por el vestuario para ponerse la falda larga que tanto les gusta.

Después de cambiarse, las cuatro alumnas se dirigen a la gran escalera del luminoso edificio de danza. Zoé gruñe:

—Otra vez a ensayar la coreografía de las exhibiciones. Ahora mismo me da la impresión de que todos los días hacemos lo mismo.

—¡Eh, chicas, esperadnos!

La potente voz de Bilal resuena en la escalera. Las cuatro bailarinas se paran a esperar a sus dos amigos. En la escuela, las clases de danza clásica no son mixtas.

—El señor Borel nos ha dejado hechos polvo —dice Colas al llegar a su altura.

—Lo dirás por ti, blandengue —se burla Bilal—. ¿Y vosotras? ¿Os ha ido bien la clase?

El grupito sigue charlando mientras entra en la sala de danza de la tercera planta, donde se reúnen con los demás alumnos del sexto nivel. A los pocos minutos entra la señorita Donietska, su profe de danza folclórica.

—¡Niños, a vuestros puestos!

En unos segundos, los diecisiete alumnos se colocan en la sala. Todos ellos saben lo que tienen que hacer.

Constance se pone justo delante de la profe, frente a Colas. Aunque llevan semanas ensayando esa coreografía, aún le da vergüenza coger al niño de la mano. Pero él parece cómodo y le lanza una sonrisa de ánimo mientras giran al ritmo de la música.

—¿Qué os dije la última vez? —exclama la señorita Donietska—. ¡Miraos! Bailáis juntos, no uno al lado del otro. ¿Entendido?

«Lo dice por mí», piensa inmediatamente Constance levantando la mirada.

Basta ese comentario para que empiece a dudar. «Qué horror. Hoy no me sale nada bien.»

Constance no se quita esa idea de la cabeza, y sigue dándole vueltas después de la clase, cuando sale al parque de la escuela con su pandilla.

Los seis amigos se sientan en un banco a charlar. Empieza a hacer frío, pero, como hace sol, apetece estar al aire libre. Sin embargo, Constance tiene la desagradable impresión de que no consigue disfrutar de esa breve pausa antes de tener que ponerse a hacer los deberes de la tarde. Nota la nariz tapada y no respira bien. «Debo de ser alérgica a algo», se dice. Últimamente, le ha pasado algunas otras veces. Mueve la cabeza e inte

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