El mundo de Olympia 4 - El coraje oculto

Almudena Cid

Fragmento

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«El Circo del Sol. ¿Qué hago yo en el Circo del Sol?».

—Siempre has sido un poco payasa, Olympia —le pareció oír a su amigo David, aunque él no estaba a su lado.

Allí arriba no había nadie.

No podía haber nadie.

Solo ella, con el pelo moreno recogido en una corona de trenzas y vestida con un maillot rojo con destellos plateados y punteras negras.

—No es ese tipo de circo, listo —protestó entre dientes mientras volvía a mirar hacia abajo. La plataforma era un recuadro de cincuenta centímetros por lado y estaba demasiado alta. Había al menos diez metros hasta el suelo.

«Si me caigo desde aquí, me pego un trompazo delante de todos mis amigos», pensó.

Ortzi estaba ahí, como parte del equipo del Circo. También estaban Serena, Laura, Ardilla, Marc, Iratxe..., incluso Vessela y Maya, que había venido con su marido Simeón en tren nocturno desde Bulgaria solo para verla.

No podía fallarles.

«Tranquila», se dijo cuando empezaron a sonar los primeros acordes de La tieta de Serrat. Cogió aire, como hacía siempre antes de entrar al tapiz, aunque los ojos se le iban hacia las gradas.

Seis focos apuntaban a la pista central en un círculo concéntrico y la deslumbraban. Desde allí arriba Olympia no veía caras, solo sombras en distintos tonos de gris.

Aquel era su debut. Su primer salto.

Ella no quería subir al trapecio, pero era una tradición, como un rito de paso. Era algo que tenían que hacer todos los que iban a entrar en la familia del Circo.

A lo mejor no tendría que haber aceptado.

Miró hacia atrás por encima del hombro.

Aún estaba a tiempo de bajar por la escalera de cuerda, desandar los cien escalones hacia abajo y sentarse entre el público.

—¡Salta! —gritó de pronto alguien desde las sombras.

La música era cada vez más fuerte.

Su música. Conocía de memoria cada acorde, cada nota.

—¡Salta! —se unió otra voz.

Esta vez sí la reconoció, aunque solo la había oído una vez antes. Era Inna, la nueva seleccionadora del equipo nacional de rítmica, llegada de Ucrania. Intentó forzar la vista, pero seguía viendo borrones, manchas.

—¡Salta! —escuchó ahora a Rita, su primera entrenadora en Madrid.

—¡Salta!

—¡Salta!

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Las voces se iban mezclando unas con otras.

La música se aceleraba, no debería ir tan rápido, ¿por qué iba tan rápido?

Abajo todos gritaban lo mismo: salta, salta, salta, salta..., y el recuadro de la plataforma cada vez parecía más pequeño.

Oly se puso en relevé. Sentía que ya casi no cabían las punteras.

«Esto es bueno. Puedes hacerlo, puedes hacerlo», pensó para armarse de valor.

—¡Salta! —rugió otra vez la sombra—. ¡Salta!

Y Olympia cogió aire, apretó los puños, tomó impulso y se lanzó hacia el vacío en un spagat perfecto.

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—Hoy he vuelto a soñar lo mismo —decía Oly mientras entrenaba en la barra de ballet con espejos que ocupaba la mitad de la pared de hormigón.

Llevaba dos semanas despertándose sobresaltada, desde que recibió la propuesta del Circo del Sol.

Tras cada ciclo olímpico, los responsables del espectáculo solían ponerse en contacto con gimnastas profesionales para proponerles trabajo. Una salida laboral muy atractiva, porque permitía partir de su experiencia como atletas para reconvertirse en artistas y así sacarle rendimiento a tantas horas de esfuerzo y trabajo. A ella la habían llamado también, y ahora, por su culpa, se pasaba las noches en lo alto del trapecio.

En el sueño, unas veces quería saltar y otras no.

Unas veces se lanzaba desde la plataforma, y otras notaba que unas manos invisibles la empujaban entre esos gritos de «salta, salta, salta». Nunca se daba la vuelta y el final siempre era el mismo. Dos semanas despertándose con esa sensación de caer al vacío que te deja el corazón a mil por hora y tarda un rato en desaparecer, como si el sueño se hubiese colado en el mundo real.

—¿Eso es normal? —preguntó.

Iratxe se limitó a levantar una ceja y clavar de nuevo el tenedor en el táper de ensalada oriental que sujetaba entre las piernas. Llevaba de todo: arroz, pollo, cebolla crujiente, tres tipos de lechuga y gajos de mandarina. El olor competía con el del esparadrapo y el del tapiz, que ya dejaba notar sus varios años de pies descalzos.

Marisa, centrada en los movimientos de Oly, tampoco contestó. Dijo:

—Bien así, pero abre el pecho, enseña el collar de perlas que llevas. —Últimamente le decía ese tipo de cosas.

El hecho de que a Olympia le creciera el pecho antes que a sus compañeras le había dejado una secuela: echaba los hombros hacia delante y se encogía. Iratxe había probado de todo, hasta ponerle una cuerda enredada y atada entre los hombros para que no los venciera al frente.

—Enseña ese cuello de cisne —insistió la profesora de ballet, alzando la voz sobre la música que llenaba el polideportivo Abetxuko de Vitoria.

Se parecía al IVEF en el que Oly entrenó de pequeña, pero este tenía dos pistas separadas por un almacén de rejas, donde guardaban colchonetas, balones, aparatos de gimnasia y un montón de accesorios para las clases de mantenimiento y extraescolares que se daban allí cuando quitaban el tapiz de rítmica.

De todos modos, ahora eran las dos y media de la tarde y allí solo estaban ellas tres: la ritmiquera, la profesora de ballet y la entrenadora.

Habían vuelto a entrenar juntas.

Durante los días que pasó en la casa australiana de los Maravillas, al pie de las Montañas Azules, Olympia había tomado una decisión. En Madrid se sentía sola y aún sería peor con Laura retirada y Serena en el CAR de Barcelona. Necesitaba salir de allí y rodearse de cariño, para recuperarse por dentro y por fuera, así que había vuelto a Vitoria, y había formado su propio equipo.

Iratxe y Marisa intentaban que mantuviese el mismo nivel que en el nacional, aunque organizarse era casi tan complicado como hacer un giro en dorsal desde el suelo y mantenerse al final en equilibrio.

Su entrenadora había conseguido escapar de un puesto de pega que la tenía haciendo fotocopias en la Federación, y volvía a ser profesora de Educación Física en el colegio en el que trabajaba antes de ir a Madrid. Un puesto provisional, Oly bien lo sabía. Aprovechaba el descanso de mediodía para entrenarla, y volvían a verse cuando terminaba las clases de la tarde: era la única forma de hacer dos sesiones de entrenamiento al día.

Oly la veía llegar siempre con su chándal y a la carrera, como si se le hubiese olvidado andar despacio. A ella también le pa

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