Olympia y las Guardianas de la Rítmica 3 - Olympia y las auténticas deportistas

Almudena Cid

Fragmento

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Desde el principio de los tiempos, solo en tres ocasiones los monitores de la sala de control de Niké se habían combinado para proyectar una única imagen.

La primera fue durante un stadion, la prueba más importante de los antiguos Juegos Olímpicos: esa tarde la diosa de la Victoria se preparó un cuenco de uvas y se tumbó en una especie de hamaca para ver cómo Corebo de Élide vencía a sus rivales, y cómo también por primera vez el nombre del ganador de la carrera se inscribía en las tablas olímpicas.

La segunda fue 2.635 años más tarde, en 1859, cuando invitó a unos amigos para aplaudir el regreso de los Juegos tras más de dos milenios sin ellos. Hermes llevó túnicas iguales para todos; Apolo y su hermana Artemisa se encargaron del néctar de los dioses; Oportunidad preparó sillones de plumas y Niké cocinó un banquete con ambrosía, cabrito en su jugo, palomitas y montañas de fruta.

Para esta tercera no había ni sillas.

Niké y Oportunidad permanecían de pie frente a los monitores. Oportunidad negaba con la cabeza, calva salvo por un largo flequillo. A su lado, la diosa Justicia daba la espalda a las pantallas, con los ojos vendados y toda oídos.

En la imagen gigante, las cuatro guardianas que habían resistido el ataque del Relojero en el monte Fuji estaban a punto de separarse: Olympia y Cinty por un lado, Botti y Sogy por otro. «Volveremos dentro de dos días», les llegaba la voz siempre confiada de la francesa.

—Será una victoria difícil —murmuró Niké.

Se estaba poniendo complicado. Estaba en juego el futuro de la gimnasia rítmica y, si el retorcido plan de sus enemigos funcionaba, el de todo el deporte.

Niké se giró hacia Oportunidad.

—Tenemos que ayudar a las guardianas. Se están esforzando mucho.

—Nada de ayudas —se coló la tercera—, no sería justo.

—¿Y es justo que el esbirro de Hades haya secuestrado a dos de ellas y se las haya llevado a...?

—Eso es parte de su batalla —la interrumpió Justicia—. No podemos caer en su juego. Mientras se juegue limpio, quién sabe qué es éxito y qué es derrota —añadió tan misteriosa como de costumbre.

Niké desplegó las alas y las sacudió con los puños apretados. Fue como un pisotón de rabia en el suelo, pero en versión alada. Le quedó divino.

—Tienen que ganar o todo estará perdido.

En la pantalla, Sogy y Botti avanzaban por las calles de Osaka, sin dejar de hablar sobre cómo rescatar a Hula y a Mazy de las garras del Relojero. La diosa de la Victoria se volvió de nuevo hacia su amiga calva, para ver si la apoyaba, y ella le dio unas palmaditas en las plumas blancas del ala que tenía más cerca.

—Tú las elegiste, Niké. Son listas y siguen aprendiendo. No podemos influir. Con algo de suerte, ellas solas encontrarán alguna oportunidad para salir adelante —le prometió mientras le guiñaba un ojo, medio escondido detrás del flequillo.

Niké soltó un suspiro.

—Alguna oportunidad, sí. Espero que sepan aprovecharla.

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Hula y Mazy paseaban en círculo. 1.327 pasos hacia un lado, media vuelta, 1.327 pasos hacia el otro, media vuelta... Seguían secuestradas, aunque les habían dado libertad total para moverse. Al fin y al cabo, tampoco tenían dónde ir, porque fuera solo estaba el espacio.

Por lo que habían deducido, su prisión tenía forma de letra «D», y toda la parte curva la recorría un pasillo con entrada a habitaciones y a corredores secundarios, y con vistas panorámicas a la Luna. Eran un satélite del satélite, una jaula con forma de cuarto creciente, que a saber cómo se mantenía en el sitio.

Al principio no quitaban ojo a esa bola blanca y con manchas que se veía mucho más cerca que nunca, pero pronto centraron su atención en recopilar todos los datos posibles sobre el funcionamiento y los puntos débiles de su cárcel galáctica, si es que los tenía. Preferían pensar que sí, porque pretendían fugarse.

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Por ahora habían descubierto dos cosas.

La primera, que se podía echar de menos dormir encima de una colchoneta, como hicieron en el club Nix. En su cuarto, esa cosa donde dormían era más dura que una pista de hielo, aunque a cambio tenían un mando lleno de botoncitos para inclinarla o agrandarla a gusto de uno, y expulsaba aire caliente si se te quedaban fríos los pies.

La segunda, que la Base Hades, como lo llamaban allí, no tenía mucha actividad que se diga, y la poca que había no sabía nada de modales.

—Buenas tardes, Hans —saludó Hula cuando se cruzaron con un robot mayordomo grande como un gorila de montaña, pero sin pelo, y con uniforme blanco y negro y pajarita que parecía pintada directamente sobre el metal.

Hans ni la miró, no le hizo ni caso.

—Deja ya de saludarlos —refunfuñó Mazy, de malas—. Y no les pongas nombre.

—Hay que ser educadas —se defendió Hula, que había decidido que todos los robots gigantes con uniforme de mayordomo se llamaban «Hans», los zancudos todo hierros y largas pinzas tenían pinta de «Clark», y los diminutos silenciosos con ruedas o minialas y casco eran «Gupis».

—No es por educación. Son máquinas, no se le dan las buenas tardes al microondas, ni siquiera si sale andando de la cocina.

—Eso no puede hacerlo un microondas —se plantó Hula von Rueden.

Mazy gruñó por lo bajo. Ya no estaba tan segura de qué podía hacer o no cualquier cacharro. El problema es que llevaba todo el día realizando cálculos mentales de sus posibilidades de escapar de ahí, y solo le salían ceros. Se sentía como una guardiana jubilada en su caminata espacial de media tarde.

Ya no tenían sus poderes, sin sus aparatos poco podían hacer y no los encontraban, así que andaban de acá para allá con los monos galácticos de color blanco que les habían encasquetado, y con los ojos muy abiertos.

—Me están sonando las tripas —cambió de tema la rusa, mientras el robot mayordomo giraba hacia la derecha y lo perdían de vista por uno de los pasillos.

—A mí también. ¿Vamos a merendar?

En su habitación —una estancia fría, sin cuadros ni sofás ni una vela aromática para hacerlo más agradable— podrí

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