El mundo de Olympia 3 - Boomerang hacia Sídney

Almudena Cid

Fragmento

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—¡Olympia! ¡Vamos!

La voz de Mina salió del salón, torció a la izquierda, recorrió el pasillo y se coló en tromba en la cocina, donde Oly terminaba de lavarse las manos.

—¡Un segundo! —gritó ella antes de cerrar el grifo y, a falta de un paño cerca, secarse las palmas en el pantalón de pijama que llevaba puesto.

—¡Y trae las uvas! —escuchó a su hermano Israel.

Sobre la encimera, un total de sesenta uvas de la suerte en cinco cuencos de cristal que solo se sacaban en las ocasiones especiales. Esta lo era. Iban a dar las doce de la noche y en la casa de Vitoria todo estaba listo para recibir el Año Nuevo. Y no era un año cualquiera: un año olímpico.

—Siempre lo deja para el final —dijo Tomás, ya con resignación.

Olympia odiaba pelar las uvas con tiempo y que la oxidación las volviese de un color tirando a marrón antes de la medianoche. Quería comerlas recién peladas, como nuevas, para no empezar el año «oxidada».

¿Quién de la familia iba a tener que levantar la pierna?

Ella.

Pues ella decidía cómo y cuándo hacerlo y no quería a nadie por medio.

Decía que no tenía manías, pero estaba claro que esa era una. Otra era tomárselas de pie sobre una silla. Y otra más, comenzar el día 1 atravesando el bosque de Armentia rumbo a la cumbre del Zaldiaran para comer una naranja con su padre y ver Álava entera a sus pies. «Empiezo a parecerme a Laura», pensó mientras se colocaba un cuenco sobre la cabeza, cogía dos más en cada mano y echaba a correr con pasitos cortos, descalza y en relevé por el pasillo.

—Hija, ¿quieres venir ya? —Mina asomó la cabeza por la puerta del salón—. ¡Pero dónde vas así! Anda, trae, trae.

—¿Ya la estaba liando? —preguntó su hermano mayor, Miguel, sentado en una punta del sillón. Iba a salir y estaba muy guapo con su pantalón negro de traje, pajarita desanudada y camisa blanca remangada hasta los codos.

—No estaba liando nada.

—Chsst —chistó Tomás desde su sillón al lado del sofá y sin quitar ojo a la pantalla, donde los presentadores de cada año estaban elegantísimos pero helados de frío. Sujetaba la primera uva a tres centímetros de la boca, listo y en tensión como los atletas cuando van a dar el pistoletazo de salida.

Mina se hizo un hueco entre Isra y Miguel, y negó con la cabeza al ver que su hija se encaramaba a la silla. Iba a sonar la primera campanada y recordó a todos:

—Ahora son los cuartos. ¡No hagas como el año pasado, Olympia!

Y es que hacía años que se confundía. En la rítmica los ejercicios se separan en cuartos, mitades y enteros, así que cuando sonaban los cuartos se quedaba quieta esperando los medios, y el año anterior con el desajuste acabó atragantándose en la tercera uva y casi termina en urgencias del hospital Txagorritxu. Aunque el «caos de la uva» no había sido solo por eso.

—Empiezan —avisó Isra.

Y empezaron.

¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres!...

A Olympia, la cuenta de los presentadores de la tele le recordaba la cuenta atrás de Serena a la batería. Mientras comía las uvas, le retumbaba en la cabeza la frase que Mina le había dicho: No hagas como el año pasado, Olympia. Y, así sin más, cada nueva campanada le fue trayendo un trocito del año anterior.

Lo primero, la imagen de Marc, porque justo hacía un año, unos días antes de Nochevieja, se había inclinado sobre ella para besarla a la salida del Liberty. Y atado a ese recuerdo llegó otro en el que ella le devolvía el beso y Liebre, que acababa de asomarse a la puerta a ver dónde se habían metido, los silbaba sin cortarse lo más mínimo porque resulta que no era medio ciego, sino que veía de sobra. Lo veía todo.

Aquella noche, Laura salió detrás de Liebre a la puerta del Liberty, a avisar de que ya había empezado el concierto de Serena. «Déjalos, que están liados», le había dicho Liebre, muy oportuno. «No, ya vamos, ya vamos», había zanjado Olympia, y Laura, tan despistada como siempre, se había dado por satisfecha. Menos mal que su amiga había decidido quedarse en Madrid y no dejar el equipo como hizo Ardilla después del Mundial de Bulgaria. ¿Cómo le iría por Extremadura?

En Vitoria, las uvas habían ido pasando todas, una tras otra, del cuenco de cristal a la boca y ya iban por la nueve.

Olympia se olvidó del Liberty y regresó al presente, porque, aunque había pelado las uvas, se le estaban haciendo bola. Miró el cuenco de su hermano Isra: a él le quedaban tres y era el Excel de la casa, así que tragó y se metió dos uvas más de golpe para igualar la cuenta. Entre sus dos hijos, Mina se las comía como si fueran pipas peladas, hasta le sobraba tiempo.

—¡Diez! —gritaban en la tele.

El número de la perfección, y eso quería Oly: un año perfecto. Aunque quedaban nueve meses y medio para los Juegos y aún podía ocurrir de todo. A fin de cuentas, Belén se había afianzado como gimnasta individual y venía pisando fuerte... ¿Y si pasaba a ser la primera del equipo español? ¿Y si ella se lesionaba o si...?

Sacudió la cabeza.

De pie sobre la silla del salón, Olympia se estaba poniendo nerviosa, aunque seguía masticando y masticando y masticando. Era una sensación parecida a la de la gimnasta cuando está llegando al final del ejercicio y hace el último lanzamiento con la pelota. Para recogerla, en un momento de tanta tensión, necesita tener todos los sentidos puestos en esa décima de segundo. Si no, el fallo está garantizado... Y ella, ahora, con una uva camino de la boca y otra más en el cuenco, tenía la cabeza a pájaros.

Justo cuando en la tele contaron «¡Once!», Oly saltó de la silla al suelo.

—¿Dónde vas? —Tomás la miraba intrigado.

A Olympia se le había escurrido entre los dedos la uva número once y había rodado hasta colarse debajo de un mueble.

—¡Doce! —gritaron los presentadores de la tele.

—Urte berri on! —gritaron todos.

Oly, que ni estirada en el suelo llegaba a la uva fugada, cogió la del cuenco, la partió en dos mitades, se las metió en la boca y las tragó sin masticarlas.

—Urte berri on! —gritó a su vez.

—Olympia empieza el año haciendo trampas —la pinchó Miguel.

—No, hermanito —replicó ella—, lo empiezo buscando soluciones.

Todos reían, se abrazaban y se felicitaban y en un rato se juntarían para estrenar el nuevo año tirando por la ventana del sexto los trocitos del calendario del previo, mientras pedían un deseo. O varios.

—Hija, yo lo que deseo es que tu sueño se cumpla —le dijo Mina mientras le daba un beso en la frente y la miraba emocionada.

Oly había terminado diciembre rodando por el suelo detrás de la uva perdida. Ahora mismo solo esperaba no empezar el año olímpico corriendo detrás de una pelota fuera del 13x13. Pegó un salto, se subió otra vez a la silla y se cogió la pierna.

—¡Quiero llegar a lo

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