El mundo de Olympia 2 - La libertad enjaulada

Almudena Cid

Fragmento

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Olympia llevaba una mochila cruzada en bandolera, a los pies una maleta con ruedas y, entre las manos, una caja de cartón sin tapa, del tamaño de un microondas. De hecho, era una caja de microondas. Se la había dado Vessela para la mudanza y en un lateral todavía se podía leer parte de su antigua dirección, a unos cientos de metros de la nueva y, sin embargo, tan lejos. Por el borde de la caja asomaba la manga de una sudadera gris, buena parte de una cinta de rítmica ya vieja pintada de rosa, y varios hilos de lana verdes, turquesas y blancos de su último intento de hacer algo con las agujas de punto. Al menos algo distinto a usarlas como jabalinas contra las paredes.

Se había mudado hacía ya casi tres semanas a la residencia Blume para deportistas. Tiempo suficiente para coger distancia de todo lo que había pasado, o eso creía, pero algo dentro de ella no estaba tan de acuerdo. A veces se sentía furiosa. Otras, se ponía a llorar viniese o no a cuento, como una especie de riego escacharrado. Podía ser al acordarse de la sonrisa de Mario, o al pensar en los helados Häagen-Dazs de vainilla con dulce de leche, o al despertarse y no oír ninguna otra respiración en su cuarto. Una tarde fue al ver de refilón una ardilla en el tronco de uno de los árboles que rodeaban esa zona de la Ciudad Universitaria. Iba con Laura, camino del entrenamiento, y le pareció tan absurdo que acabó sentada en el suelo en una mezcla de llanto y risas, con su amiga de pie a su lado esperando a que se le pasara.

Oyó pasos y miró hacia atrás por encima del hombro a tiempo de ver cómo un chico sin camiseta, en pantalón corto y zapatillas, la adelantaba con un «¡perdona!» dicho a la carrera. La Blume era justo lo que necesitaba: un sitio totalmente distinto, siempre activo, lleno de voces, de vida. Olympia se echó a un lado, flexionó una rodilla y, apoyando la caja en ella, se la reacomodó entre los brazos. Se inclinó y tiró de la cinta rosa con los dientes para no pisarla. Luego empujó con el pie la maleta. Solo otros quince metros. Su segunda mudanza en menos de un mes.

Esa mañana la había llamado el director de la residencia a su despacho de la cuarta planta. La había invitado a sentarse en uno de los sillones individuales de cuero negro y, mientras llenaba un vaso de agua para ella, le había propuesto el cambio. Una habitación nueva, más grande, en el ala que estaban empezando a reformar en su misma planta tercera, «y tendrás compañera de cuarto», le había explicado con una sonrisa. Siempre estaba sonriendo. Decía que no le daban ningún plus por estar serio.

—¿Qué me respondes? —había preguntado al fin—. ¿Hay trato? —Al ver que Oly asentía, había dado una palmada y se había dejado caer en el sillón que había enfrente del de ella—. ¡Perfecto! Solo una cosilla más.

Olympia, en el borde de su asiento, intentó no fruncir el ceño.

—Necesito que le eches un ojo a tu nueva compañera.

—¿Un ojo? —repitió.

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—Mira, Olympia. —El director se había inclinado hacia ella—. Llevas aquí poco tiempo, pero me han hablado muy bien de ti. Sé que eres de fiar y que estás acostumbrada a la disciplina de un deportista profesional.

Olympia sintió el peso del vaso de cristal entre las manos y dio un sorbo solo por rehuir su mirada. En el mundo del deporte, las gimnastas tienen fama de obedientes y responsables, y a veces eso puede convertirse en un incordio. Aquello sonaba a «parece que no, pero te voy a encargar un trabajo extra». Cuando tragó, el agua casi se le va por el otro lado y acabó tosiendo. El director siguió como si nada:

—Serena es un año más joven que tú. No te había dicho su nombre, ¿no? —Como en un juego de espejos tramposos, él asintió mientras Oly negaba con la cabeza—. Serena —repitió—, así se llama. Es una promesa del tenis, acaba de ganar el campeonato del mundo júnior. Si fuese más disciplinada...

La frase quedó incompleta, él resopló y sonrió de nuevo. Insistió en que Serena era una tenista con gran proyección. Era de Marbella y sus padres le costeaban la estancia en la residencia lejos de casa para que viviera en un ambiente de concentración absoluta. También pagaban al entrenador. El director hablaba con rodeos, ¿estaba diciéndole algo sobre el dineral que soltaban cada mes para que su hija estuviera allí? No era claro. Volvió a alabar la disciplina de Olympia, su compromiso. Oly volvió a removerse en el asiento de cuero.

—¿Cuento contigo para ver si podemos «contagiarla»? —preguntó él al fin, remarcando la palabra.

—Pero, pero... ¿quieres que sea su canguro o algo así? —Era norma en la residencia: daba igual que fuese el mandamás y que ya peinase canas, al director se le tuteaba.

Él se había encogido de hombros.

—Canguro no. Solo una buena influencia.

Pero ¿cómo iba a hacerlo? Se había ido del piso con la intención de sentirse más libre y ¿ahora le pedían que controlara a su compañera?

Aun sin tenerlas todas consigo, había aceptado. Claro que había aceptado. En primer lugar, porque su antigua habitación, la 314 —«la Pi», la llamaban, la tres catorce—, era la más pequeña de toda la residencia. Tenía por ancho el largo de la cama, y dos pasos de separación entre esta y la puerta; ni siquiera sería grande como armario escobero. Además, no tenía ni cuarto de baño propio, así que una hora antes de dormir Oly no podía beber agua, para ahorrarse salir al pasillo y recorrerlo entero de noche. Y en segundo lugar, y sobre todo, había aceptado el trato porque no le iría mal tener a alguien.

«Te has mudado para conocer gente nueva, cambiar de aires», se recordaba mientras doblaba el codo que hacía el pasillo cargada como un sherpa. Le empezaban a doler los brazos. Estaba pensando que tendría que haber hecho dos viajes, cuando una puerta se abrió a su paso, una chica salió en tromba y casi se choca con ella. Espalda ancha, cuello fuerte, ¿nadadora? Aún no conocía a casi nadie, a Oly le gustaba jugar a adivinar qué deporte practicaban sus compañeros de residencia.

Dos pasos más y ya estaba.

Miró bien el nuevo número: 321. Tuvo que abrir la puerta con el codo, y girarse para empujarla del todo con la cadera antes de patear dentro la maleta con ruedas y soltar sin más la caja encima del colchón de la derecha. Se oyó el clin-clin de las agujas metálicas al entrechocar en su interior.

—Esto es otra cosa... —dijo plantada en medio, mientras daba la vuelta lentamente sobre sí misma y se frotaba los brazos acalambrados.

Su segundo cuarto en la Blume era luminoso y amplio, cuarenta metros cuadrados sin más muebles que dos mesas de abedul con sus respectivas sillas para estudiar, colocadas a los lados del marco de la puerta del baño, y dos camas individuales, nada de literas. Dos ventanales grandes daban a la pista de atletismo y al verde de los árboles que rodeaban el centro de alto

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