El mundo de Olympia 1 - La fuerza de los cambios

Almudena Cid

Fragmento

OlympiaCambios-2.xhtml

cap1.jpg

Había un gigante en la puerta.

Uno del tamaño del monte Zaldiaran, con camiseta y pantalones negros.

Olympia miró hacia su derecha, al mostrador lleno de tarros de cristal herméticos, pesos de balanza y cuencos con granos de café, y luego de vuelta hacia esa mole que tapaba la luz de fuera y, de paso, la salida. El eclipse humano debía de medir más de dos metros y tenía los hombros tan anchos que habrían hecho falta dos gimnastas de rítmica para abarcarlos. Tres, si una de ellas era Carmen, la más bajita del equipo. El gigante miraba alrededor buscando a alguien, y al descubrirla, algo en su gesto hizo que instintivamente Olympia se encogiera.

Nada más aterrizar les habían dejado claro que algunos barrios era mejor visitarlos de día y acompañadas, porque por la noche podían ser peligrosos. Pero ¿no era de día cuando entró en la tienda?

—Ahí está —escuchó a Zaldiaran.

Del susto, Oly dio un salto en el sitio, y luego miró hacia atrás, porque la esperanza es lo último que se pierde, pero allí no había nadie. A todo esto, ¿dónde se había metido la dueña? Estaba ahí hacía un segundo, la había visto, era una señora muy sonriente con brazaletes y el pelo blanco sujeto con una cinta verde. ¿Y si le había llamado ella?

—Venga acá —ordenó el gigante, que no le quitaba ojo.

—¿Es a mí?

—¿Adónde cree que iba?

—¿Quién?

—Usted.

—¿Yo? —Olympia sonrió sin poder evitarlo.

Ya llevaban una semana en Colombia, pero le seguía haciendo gracia eso de que todos los adultos les hablasen como si fuesen mucho más mayores. El gigante se separó de la puerta y avanzó a zancadas. A ella se le borró la sonrisa.

Una estantería llena de muestras partía la tienda en dos mitades. No era lo bastante alta como para haberla ocultado, pero sí lo suficiente como para sacarle algo de partido, así que, cuando él se le acercó por la derecha, Oly rodeó la estantería por el lado contrario y echó a correr hacia la salida, sin dejar de mirar por encima del hombro. Por eso, cuando chocó contra algo, lo primero que pensó fue que había calculado mal dónde estaba exactamente la puerta. Luego notó que una fuerza tiraba de ella hacia arriba, como si el brazo de una grúa la hubiese enganchado de la mochila.

Con la cabeza echada del todo hacia atrás, y moviendo las piernas como si corriese los cien metros lisos en versión aérea, Oly cayó en la cuenta de que Zaldiaran no venía solo. Otro igual de grande y vestido también de negro la había alzado en vilo y la miraba con la misma cara de haber pasado una mala noche.

—¡Eh, suéltame! ¡Suéltame! —Y decía a la dueña, que por fin había salido de la trastienda y observaba con los ojos como platos—: ¡No pienso recomendar este sitio!

—¡Oly! —escuchó entre el jaleo que estaba montando—. Aquí abajo.

Carmen la saludaba con la mano al lado de Zaldiaran-2, como una niña de cinco años junto a su padre.

—Pero ¿qué está pasando?

—Que tenemos guardaespaldas.

—¿Eh? —Suspendida por los aires no entendía nada, pero al menos dejó los gritos.

—¿No les han dicho que no se alejen de las entrenadoras? —preguntó con cara de malas pulgas el primer gigante—. ¿Qué hacía aquí usted sola?

—Comprar caramelos de café de Colombia.

—No iban a ser brasileños —se rio Carmen.

—No, tienen que ser de aquí, es para regalarlos en el colegio Altagracia, en Madrid, y si no, no se van a creer que he estado.

Una vez superado el susto, la dueña de la tienda negaba con la cabeza, mientras pesaba una bolsa transparente de caramelos de café sobre un platito de la balanza.

pag12.jpg

—Si quieres uno, solo tienes que pedirlo —le dijo Oly a la grúa humana—: Están muy ricos y van bien para el aliento y también cuando vas a comprar una colonia, porque si te pasas uno por la nariz entre colonia y colonia te borra la memoria y así puedes seguir oliendo... La memoria de la nariz, no la tuya. Imagínate que fuese eso, ¿no? —Y le entró la risa, por los nervios.

—Está prohibido que se separen unas de las otras. Tienen que ir con su entrenadora —la interrumpió Zaldiaran-2 mientras la dejaba en el suelo.

Olympia miró a las torres desde abajo.

—¿Sabéis? Nos habríais ido fenomenal para ayudarnos con las maletas en Atlanta —dijo mientras se acercaba al mostrador a por sus caramelos—. Seguro que habríamos llegado a tiempo a la clausura.

Cinco minutos después, ya en las calles soleadas, Ardilla y Laura le dieron la razón.

—Esas maletas de la Federación eran enormes y las ruedas no rodaban.

—Si el seleccionador de rugby nos hubiera visto arrastrándolas por toda la Villa Olímpica, nos habría fichado a las ocho.

—¿El de rugby o el de lanzamiento de peso? —preguntó Laura.

—Los dos —dijeron a la vez Ardilla y Carmen.

—Este invierno voy a usar la mía para tirarme por la nieve. —Olympia ya se imaginaba descendiendo las laderas de los montes de Vitoria.

—Eso tendríamos que haber hecho con Maya. Sentarla en una y tirar de ella entre todas, como un trineo. Seguro que así se habría librado de médicos.

—Ahora estaría gritándonos.

—«¡Chicas, no corráis! ¡¡Chicas!!» —la imitó Ardilla.

—Se lo ha perdido.

Tras el buen resultado del equipo nacional en los Juegos Olímpicos, ese era un viaje en forma de premio que la Federación Española les había organizado para conocer otro país, otras costumbres, otros olores, sabores y climas, a cambio de una exhibición, pero la seleccionadora no había podido acompañarlas porque terminó agotada tras los Juegos Olímpicos, y la habían obligado a descansar. Tampoco iba con ellas Rita; la entrenadora de individual había dejado la selección casi sin despedirse y Olympia estaba segura de que no iba a echarla de menos: ya desde su primer año había tenido la impresión de que no conseguía entenderse bien con ella.

A cambio, María, la entrenadora del conjunto, había invitado a Iratxe a viajar con el grupo. «¿Te vas a quedar con nosotras cuando volvamos?», le habían preguntado Carmen y Olympia en el vuelo, pero Iratxe se había limitado a decirles que no las acompañaba como miembro de la selección, sino como entrenadora-canguro: con un par de ojos extra, más la ayuda de los guardaespaldas, era más fácil controlar a las chicas.

Eso intentaron ella y María entre paseos por las ciudades, pabellones de gimnasia y algunas visitas turísticas. La rítmica le estaba dando a Olympia la posibilidad de viajar por el mundo y darse cuenta de lo grande que era. De momento estaban en Cali, y antes habían conocido Bogotá, desde donde las habían llevado de visita a las tierras cafeteras de Zipacón. Pasado mañana salían rumbo a no recordaba qué sitio costero del

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos