Así empieza «La Babilonia, 1580», la nueva novela de Susana Martín Gijón
Vuelve Susana Martín Gijón (¡por fin!) con «La Babilonia, 1580» (Alfaguara), un «thriller» monumental que esconde un secreto que pudo cambiar la Historia. A continuación compartimos una nota previa de la autora en la que le da contexto al libro, así como un proemio y el primer capítulo íntegro.

Una nota previa
A lo largo de los tiempos, han sido muchos los escritores con la enorme fortuna de hallar un manuscrito que los transportara a una historia fascinante. Ya le ocurrió en el siglo vii antes de Cristo al rey Josías de Judá con el Deuteronomio, o a Lucio Septimio hace mil setecientos años con las crónicas sobre la guerra de Troya narradas por Dictis Cretense. En la recta final de la Edad Media sobrevino otra ráfaga de buena suerte para todos aquellos que tropezaron con textos sobre increíbles aventuras caballerescas en cuevas y sepulcros, desde el Amadís de Gaula hasta el Cristalián de España. Sin olvidar, cómo no, la de carambolas que hubieron de acaecer para que las peripecias de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha llegaran a manos de Miguel de Cervantes y, con ello, a las nuestras. También Umberto Eco gozó de esa fortuna al hallar Le manuscrit de Dom Adson de Melk o, apenas unos años antes, Camilo José Cela al toparse con las memorias de Pascual Duarte en una farmacia almendralejense. Por no hablar de aquellos en cuyas manos cayeron atadijos de epístolas extraordinarias, como las Cartas marruecas a las que tuvo acceso José Cadalso tras la muerte de su amigo.
Cómo iba yo a imaginar, una modesta escritora de novela negra contemporánea, que pudiera el destino depararme tamaña dicha. A mí, que no me ha tocado nunca ni el peluche de la tómbola, no hablemos ya de los boletos vendidos por los estudiantes para sufragar su viaje de fin de curso o de una mísera pedrea en la lotería de Navidad.
Pero halladas por una azarosísima casualidad estas páginas en el Colegio de Gramáticos de Cuerva —edificio abandonado al que mi curiosidad temeraria me había llevado a introducirme en aras de comprobar el estado ruinoso que arrastró a la Lista Roja del Patrimonio el lugar donde ya se impartían clases de gramática hace cuatrocientos años—, una intuición poderosa —y algo cleptómana, para qué engañarnos— se adueñó de mí. No dudé en guardarlas en mi mochila y salir pitando hasta la casa rural donde me hospedaba. Solo allí, en la privacidad previamente apoquinada de una habitación individual, me atreví a abrir el manuscrito. Estaba fechado en el siglo xviii, mas el transcriptor aseguraba haber realizado una copia fiel de un manuscrito del xvi. Esto fue determinante, pues la escritura paleográfica de tal época hace legibles los textos para una muy selecta minoría, de la cual no puedo jactarme de formar parte.
Así, a pesar de encontrarse el legajo en un estado de conservación paupérrimo y tener un estilo muy alejado del de nuestros días, era al menos inteligible. Mi entusiasmo creció al comprobar que el relato transcurría en la época dorada de mi ciudad natal, y se convirtió en absoluto fervor cuando fui descubriendo los hechos que refería. En los días que permanecí en aquel hospedaje, salí del dormitorio únicamente para comer —más por no desaprovechar la media pensión que ya tenía pagada que por genuina necesidad, tal era mi embeleso— y volví de nuevo a recluirme. Me volqué en la historia con la misma pasión con que otras veces lo hice con amores de carne y hueso. Dormí pegada a ella, me desveló en las madrugadas y la retomé sin saciarme nunca, la admiré de la mañana a la noche, me llevó a querer saber más y más de ella y, en última instancia —y quizá es aquí donde comienzan las diferencias—, a querer compartirla con todos.
Durante los dos últimos años me he dedicado con vehemencia a estudiar cada uno de sus personajes y momentos históricos y a crear una versión actualizada del texto. Me he sumergido en la época hasta sentirme dentro de ella como solo esa locura consustancial a algunos escritores permite. Lo he trasladado a un lenguaje fácilmente comprensible, permitiéndome incluso algunos breves excursos solo tolerables desde la contemporaneidad de esta publicación que hoy ve la luz. De otro lado, he considerado útil para la agilidad de la trama trocar algunos términos en desuso por otros reconocibles que no requieran un esfuerzo extraordinario por parte del lector. Si bien he de insistir en que esta historia no me pertenece a mí, como tampoco al transcriptor intermedio, sino a una gran escritora del xvi caída en el olvido. Como tantas. Mi deseo de visibilizarla justamente se sobrepone, por tanto, a la vanidad de otorgarme algún mérito en esta historia.
Susana Martín Gijón
Sevilla, junio de 2023
Ver mas
Proemio
Mis viejos enemigos no se han dado por vencidos, y hoy sé que la Desnarigada por fin va a aliarse con ellos. En los que serán probablemente mis últimos momentos de paz, concluyo el texto que siempre quise escribir, pero que fui posponiendo año tras año. Los deberes interminables ansí me forzaron a ello, aunque, en honor a la verdad, también lo hizo la grandísima turbación que me mortificó desde que tuve conocimiento de esta historia. Vencer el miedo ha sido una de mis mayores conquistas.
A lo largo de mi vida he tomado la pluma para plasmar hartas cosas. A algunas de ellas me he sentido obligada; con las más, lo he hecho por puro goce. Pero estas páginas son las que debía a mi conciencia, y también a quienes existieron en aquella época y lugar.
Hace dos días me han comunicado mi destierro, y llega la hora de partir. He sido una extranjera demasiado tiempo, vilipendiada y perseguida desde que me encomendé a esta misión. Primero lo fui en esa ciudad populosa del sur donde me encarcelaron, como hicieron también en la metrópoli portuguesa. Mi salud flaquea y, en el caso de que lograra llegar a destino, sospecho que ellos no me permitirían seguir con vida. Moriré en paz y con resignación, tal como me han enseñado. He cumplido con lo que se esperaba de mí de la mejor forma que supe y jamás pretendí nada a cambio. Que no me pidan tampoco más.
Si tan solo me atreviera a desear algo, sería que este legajo no se perdiera entre aquellos que el Santo Oficio depura. Que algún día pueda ser conocido y ansí se haga justicia, aunque se trate de una justicia histórica porque sea lo único que reste ya. Mientras ese día llega, es menester que permanezca oculto.
Una señora de Toledo
Lisboa, octubre de 1603
Primera parte
I
26 de abril del año del Señor de 1562
El calor se abate como plomo derretido sobre la muchedumbre.
Sin embargo, no parece importar a los miles de personas aglutinadas en la plaza. Desde la aristocracia hasta los más desamparados de la sociedad, nadie quiere perderse el espectáculo.
Hace tres jornadas que está llegando el público, tanto que en toda Sevilla no se hallan posadas y muchos han trasnochado a la intemperie. La ciudad está engalanada de punta a punta. Balcones, fachadas y ventanas lucen tapices y colgaduras para festejar la ocasión. Aun así, tan solo los más adelantados entre los pecheros han logrado un buen sitio en el andamiaje. Los palcos están reservados para las autoridades, que comienzan a aparecer con sus comitivas. Ellas no necesitan madrugar; los marqueses, señoras y caballeros muy principales tampoco: tienen su emplazamiento en una grada preparada a tal efecto. Para quien posee los dineros, pero no la condición, se cuece un tejemaneje de subastas en las que más de uno desembolsa sus buenos ducados.
La mayoría de la concurrencia conversa en grupos alegres. Hay quien comisquea altramuces o piñones que ofrecen a voz en grito los vendedores ambulantes. También quien le da de buena gana a las vituallas que ha portado consigo, o quien se ha hecho con una empanada de puerco adobado o un poco de aloja para amenizar la espera.
No faltan las hordas de mendigos, amén de tullidos, ciegos, cojos y mancos, aunque la mitad de las veces tan solo lo son durante el tiempo que se prolonga su exposición pública. Todos, los fingidos y los reales, se lamentan con igual empeño. No cejan en sus plañidos hasta hacer soltar alguna moneda o bien acabar increpando con una sarta de obscenidades que harían escandalizarse al estibador más curtido.
Tampoco escasean los ladronzuelos que hurtan el lienzo o la bolsa al primero que se despista. No en vano la picaresca es la forma de supervivencia de estos tiempos.
Entre toda esa marabunta, un hombre permanece apostado en una esquina con un bebé de piel oscura en los brazos. Tan solo cuando la cría arranca a llorar, se balancea torpemente para acunarla. Su semblante duro y reseco, el ceño fruncido sobre las cejas hirsutas, la barba cerrada, los labios prietos bajo un mostacho tupido y los recios brazos le confieren el aspecto de fulano con el que uno no quiere meterse en problemas. A ello contribuye la faca envainada que cuelga del cinto a la altura de los riñones.
La plaza de San Francisco ya es un hervidero. Lejos de barruntarse el cansancio o el desagrado ante el hedor agrio de la turbamulta, la expectación es creciente. Hace casi dos años de la última celebración y se prevé una jornada memorable.
Los carpinteros se afanan en los últimos retoques. El damasco carmesí resplandece con el boato requerido para la ocasión. En cuanto al tablado, supera los sesenta pies de largo. Al fin se acerca el momento de la conclusión pública y grandiosa de todos los trabajos, que embellecen la ya de por sí elegante plaza, con el majestuoso edificio del Cabildo, su doble galería porticada y su suelo empedrado.
El barullo aumenta de volumen. Por el ala siniestra de la plaza asoma la procesión. Unos minutos después, la cruz verde se muestra expuesta en el estrado. Ahora sí, la función puede comenzar.
Más de treinta hombres y mujeres avanzan en medio de una escolta de soldados del cuerpo especial de la Zarza. Tras ellos, los familiares de la Inquisición, esos informantes al servicio de la causa. Visten distinguidos ropajes negros y portan el estandarte con orgullo. En contraposición, el andar trabajoso de los penitenciados denota el largo encarcelamiento en el castillo de Triana y las torturas sufridas en su cámara de los tormentos. Tras meses de penurias, sus carnes flacas les caen como un disfraz de pellejos que quisiera separarse del cuerpo.
La mayoría han sido acusados de herejes en un auto ejemplar. Todos llevan velas en las manos, y la coroza, ese capirote humillante, les cubre la cabeza como símbolo de castigo.
El público se enfervoriza al ver a los portadores de sambenitos negros pintados con las llamas del infierno. Son los sentenciados a muerte y fuego. Se escuchan abucheos e injurias de todo tipo. Alguien arroja una col podrida que abre la veda. Sigue una nube de frutas y verduras aderezada con palos y algún que otro pedrusco. Una piedra lanzada con puntería va a dar en la frente de un penitenciado, que cae al suelo con la sangre tiñendo su semblante de calavera. Varios familiares de la Inquisición lo levantan y lo llevan a rastras hasta el tablado. Detrás del cortejo de muerte, a caballo con gualdrapas de terciopelo, llegan circunspectos los señores inquisidores, alguaciles, jueces y secretarios. Ya no falta nadie.
Tras el sermón, sigue la lectura de las sentencias. Hay alborozo ante la severidad mostrada para con los herejes luteranos, quienes pasarán por la hoguera, ya sea en carne y hueso o en la simbólica efigie, caso de que hayan logrado huir de la justicia. Los cuerpos de nueve desdichados arderán antes de que caiga el sol. Entre ellos está el componedor de imprenta Sebastián Martínez, sentenciado por sus coplas heréticas. Los condenados en efigie son muchos y muy conocidos al pertenecer la mayoría al monasterio de San Isidoro del Campo: el sevillano Antonio del Corro o los extremeños Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera son algunos de los más abucheados. No se libran las mujeres. Nombres de la talla de Ana de Mairena o María de Trigueros pasarán también por el cadalso, así como la hereje Nali de Villanueva o la vecina de Gibraleón Leonor Gómez con sus tres hijas.
Varias horas después, en un escenario muy distinto, el hombre con el bebé ha presenciado la segunda parte del proceso. Está en el prado de San Sebastián, un llano desde el que se avista la ciudad amurallada.
Los condenados a la hoguera han pasado a manos de la justicia seglar, que ha ejecutado su misión con presteza. Las piras trágicas ya han ardido y tan solo permanecen los restos del naufragio: los postes en que ataron a las víctimas, las capas de carbón impregnado en grasa humana, una costilla calcinada, algún fragmento de tela que el aire ha salvado de la quema, la trenza chamuscada de una mujer, una medalla combada por el fuego. La ceniza sobrevuela por doquier y en el ambiente perdura el hedor inconfundible de la carne quemada.
Si no fuera por un ligero temblor en la mandíbula, el hombre bien podría pasar por una estatua como las que han ardido junto a los penados. No se movió cuando dieron garrote a los arrepentidos, antes de prender las hogueras. Tampoco cuando los cuerpos se transformaron en antorchas humanas, cuyo resplandor iluminó la tarde. Ni siquiera cuando aquella madre, pertinaz hasta el tablado, comenzó a aullar al contemplar cómo las lenguas de fuego devoraban a sus hijas.
Solo cuando los soldados han recogido los cuerpos reducidos a huesos y pavesas y los han introducido en sacos mugrientos, cuando la mayoría del público ya ha abandonado el lugar y la noche empieza a caer, el hombre emerge de su propia conmoción. Si alguien le hubiera mirado a los ojos, habría visto un dolor inconmensurable. Y un poco más al fondo, en el espacio que ocupan los más velados sentimientos, un atisbo inequívoco de culpa. Habla al bebé con una voz ronca que parece salida del infierno al que hoy han ido a parar varias almas. Ese infierno en el que, así lo desea con todas sus fuerzas, también acabarán los responsables de esto:
—Tu madre ya no está, Damiana. Ahora solo quedas tú.