Binding 13 (Los chicos de Tommen 1)
El sports romance más épico, emocional y adicti...
«Ella era la luz en su oscuridad...». Ya está (casí) aquí la cuarta entrega de «Los chicos de Tommen», la aclamada saga de romance deportivo que ha enamorado al universo BookTok. Editado de nuevo por Montena, la nueva novela de Chloe Walsh estará disponible en librerías y plataformas digitales a partir del 3 de octubre de 2024. A continuación os adelantamos los dos primeros capítulos. ¿Qué ocurrirá con la historia de amor de Joey y Aoife en esta ocasión?
Redeeming 6 (Los chicos de Tommen 4), el nuevo libro de Chloe Walsh, estará disponible el 3 de octubre de 2024, pero puedes adquirirlo en preventa pinchando en este enlace.
1
SIGO INTENTÁNDOLO
Joey
—Joey, hijo, estás muy callado.
—Todo va genial, Tony.
—¿Seguro? Estás pálido como un fantasma y casi no has abierto la boca en toda la semana.
—Estoy bien.
—¿Tú y Aoife no habréis…? —Dejó que sus palabras se fueran apagando, pero no despegó los ojos de mí, a la espera de una explicación.
—Nos va genial, Tony. —Le ofrecí la mentira que quería oír antes de volver a centrarme en la llave de carraca que tenía en la mano—. Todo va genial.
—Gracias a Dios. —El alivio se reflejaba en su mirada—. Entonces ¿no sabrás por casualidad qué bicho le ha picado? Anda por casa con cara de pocos amigos.
—Ni idea.
«Vaya trola».
—¿En serio? —Confuso, se rascó el mentón—. Normalmente eres el primero en saber cuándo hay drama.
—Creo que se peleó con Casey durante las vacaciones de Navidad.
—¿Ah, sí?
No sabría explicar por qué las palabras «Hemos roto» se negaron a salir de mi boca. Ni, lo que es peor, por qué mentí y le eché la culpa a su mejor amiga. Pero así fue.
—Sí. —Asentí con la cabeza, siguiendo con la mentira—. Algo de eso he oído.
—Joooder, pues la pelea debe de haber sido tremenda —afirmó mirándome desde el otro lado del coche en el que trabajábamos—. Lleva días histérica. Casi todas las noches se queda dormida llorando.
«Mierda».
—¿De verdad?
Su padre dijo que sí con la cabeza.
El corazón se me cayó a los pies.
—Madre mía.
—Deberías hablar con ella —añadió centrándose de nuevo en la tarea que tenía entre manos—. A ti te escucha. Intenta que arregle las cosas con Casey antes de que me inunde la casa de lágrimas.
—Sí, yo…, eh…, la llamaré después del trabajo —logré balbucear, a pesar de lo difícil que me resultaba respirar, cuánto más hablar.
Porque era culpa mía.
Yo era el culpable de las lágrimas de Molloy.
Todo ese puto lío se debía a que era incapaz de reprimir los impulsos de mi ADN de mierda.
Con el corazón tan oprimido que pensé que me iba a explotar, dejé la llave de carraca en el suelo y me dirigí hacia la puerta de atrás.
—Vuelvo en cinco minutos.
—¡Guarda esos putos cigarrillos hasta el próximo Año Nuevo! —gritó tras de mí, por suerte en un tono bastante jovial.
En cualquier caso, los dos sabíamos que no iba a dejar de fumar.
Ya había renunciado a demasiadas cosas.
Escabulléndome hacia la parte de atrás, me pasé el cigarrillo que llevaba en la oreja a los labios y saqué un mechero del bolsillo del mono. Lo encendí, le di una profunda calada y me dejé caer contra la pared, sintiendo cómo me atravesaban un millón de emociones diferentes.
Mientras exhalaba una nube de humo, en mi interior libraba una batalla para no tirar la toalla y hacer justo lo que sabía que haría. Al final, apenas tardé unos minutos en coger el teléfono, el mismo que le había arrancado de entre los dedos a mi hermano por la mañana.
Lancé un suspiro de frustración y desbloqueé la pantalla. Rechacé otra llamada de Shane, busqué el nombre «Molloy» en mis contactos y le di a llamar.
Lo cogió al cuarto tono, pero no me saludó. No la culpo. No merecía que me saludara. En todo caso, merecía que me colgara.
—Soy yo —dije en voz baja dándole otra calada al cigarro—. ¿Puedes hablar?
El bullicio que oía de fondo me dio a entender que estaba en el trabajo. Cuando el ruido se atenuó al otro lado de la línea, supe que se había ido a algún lugar más tranquilo.
—Vale —contestó por fin a través del aparato—. Te escucho.
—¿Estás trabajando?
—No —soltó en un tono cargado de venenoso sarcasmo—. He salido por la ciudad con mi nuevo novio.
Encajando su mala leche sin decir ni pío, le di otra calada al cigarro antes de preguntarle:
—¿Y cómo te trata?
—Mucho mejor que el último gilipollas del que cometí el error de enamorarme —fue su respuesta de listilla—. ¿Qué quieres, Joe?
—Yo solo…
—Moví la cabeza hacia los lados y lancé un agónico suspiro antes de decirle—: Quería saber cómo estabas.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué, Molloy. —Encogiéndome de hombros con impotencia, me concentré en una mancha de suciedad que había en el suelo—. No le he dado a un interruptor y he apagado mis sentimientos…
—No vayas por ahí —dijo con voz ahogada—. Aún me quedan por delante tres horas de trabajo.
Reprimí un gruñido de dolor y cambié de tema.
—Tony me ha dicho que has estado llorando.
—¿Y?
—¿Cómo que «y»? —Volví a mover la cabeza hacia los lados—. Pues que me parte el puto corazón oír eso. No quiero que llores, Molloy.
—Bueno, por desgracia es lo que suele hacer una chica cuando su novio la deja.
—Para ya. —Me estremecí; no podía soportar ni sus palabras ni el dolor que transmitía su voz—. Yo no te he dejado.
—Cortaste conmigo, Joey —repuso con tono áspero—. Puedes adornarlo tanto como quieras, pero al final eso fue exactamente lo que hiciste.
—Te sigo queriendo.
La oí inhalar con brusquedad, pero no dijo nada hasta pasados unos instantes.
—No hagas eso.
—Joder, te quiero, Aoife Molloy —repetí mirando fijamente una mancha de aceite que había en la pared de atrás del taller—. Siempre te querré.
—Pues retira lo que dijiste.
—No puedo. —Negué con la cabeza; parecía que el corazón se me iba a partir en dos—. No te hago ningún bien.
Lo único que deseaba era ir corriendo hasta el Dinniman y envolverla entre mis brazos, pero no podía permitirme cometer otro error con ella. Bastante la había machacado ya.
—¿Estás limpio?
Cerré los ojos y asentí ligeramente con la cabeza.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—No he tocado nada desde aquella noche.
—¿Porque estás pasando página?
—Porque me avergüenzo de mí mismo —admití sin rodeos—. Por las cosas a las que te expuse. Por cómo te traté.
Se hizo un largo silencio, durante el que juro que oía mis propios latidos retumbándome en los oídos, y luego ella habló de nuevo.
—Así que dos semanas sin meterte nada, ¿eh?
Volví a asentir.
—Sí.
—Vale, dame cinco minutos —la oí decir—. Voy a hacer la pausa para el cigarro… Sí, Julie, ya sé que no fumo, pero yo a ti te cubro como mínimo siete veces al día cuando haces la tuya, así que me voy a tomar un descanso. —La línea quedó amortiguada unos segundos hasta que ella volvió—. Vale, aquí estoy. Es que Julie se está comportando como una zorra egoísta.
—¿De bronca con los compañeros de trabajo, Molloy?
—No más de lo habitual.
—Tenía un tono cortante que no trataba de ocultar—. ¿Y Shane Holland? ¿Cuántas semanas llevas limpio de él?
—Las mismas.
—¿Cómo puedo saber que dices la verdad?
—No lo sé. —Exhalé un intenso suspiro—. Lo único que tengo es mi palabra.
—Quiero creerte, Joe —susurró al otro lado del teléfono—. Desesperadamente.
«Pero no puedes».
—Lo entiendo —respondí aclarándome con fuerza la garganta—. Ambos sabemos que no he sido el tipo de tío en quien se puede confiar.
—No me has llamado. —En su voz resonaba un tono acusador—. Ni una sola vez.
—No he podido. —Con una mueca que reflejaba dolor físico, me obligué a decirle mi verdad—. He recuperado el teléfono esta mañana.
—¿Quién lo tenía?
—Tadhg.
Hizo una pausa.
—¿Por qué tenía Tadhg tu teléfono?
—Porque necesitaba no tenerlo yo.
—¿Por qué?
Hice una mueca.
—Ya sabes por qué.
—Joe. —Respiró con agitación al otro lado del teléfono, y no me hacía falta estar allí para saber que un temblor le atravesaba el cuerpo. Lo sabía porque también atravesaba el mío—. ¿De verdad estás limpio?
—Sí, Molloy. —«Por ti»—. De verdad que sí.
—Entonces ¿qué estamos haciendo? ¿Por qué yo estoy aquí y tú no?
—Necesito más tiempo.
—¿Para qué? —espetó—. ¿Para irte a follar por ahí?
—Para reformarme —la corregí con firmeza entrecerrando los ojos—. No sé cómo puedes decir eso cuando sabes que ni siquiera miro a nadie más.
—Pero, si estás limpio, ¿por qué no podemos…? —Se calló de golpe, exhaló de forma entrecortada y continuó—: ¿Sabes qué? Olvídalo. No voy a volver a suplicarte. Si no me has llamado para que volvamos a estar juntos, entonces ya puedes colgar el teléfono.
—Molloy.
—Lo digo en serio, Joe. No vuelvas a llamarme. A menos que cambies de idea.
La línea se cortó, y yo dejé caer la cabeza contra el muro de hormigón.
«Mierda».
Respiraba de forma rápida y trabajosa, pero me resistí a volver a marcar su número y darle lo que quería. La única forma de evitarlo fue siendo consciente de que, aunque puede que me deseara, desde luego no me necesitaba.
En ese momento no.
Todavía no.
Nunca, si era capaz de controlarme.
2
SIRVIENDO PINTAS A CAPULLOS
Aoife
Finalicé la llamada, me metí el teléfono en el bolsillo del delantal negro y sacudí las manos en un intento desesperado por frenar mis emociones antes de que se apoderaran de mí.
Había pasado una semana entera desde que puse un pie en la puerta de Joey en Nochevieja, y seguía siendo un desastre con patas porque no había cambiado nada en absoluto.
Seguíamos sin estar juntos.
Él seguía desaparecido.
Yo seguía destrozada.
«Mantén la calma, Aoife».
«Estás en el trabajo».
«Ya llorarás cuando llegues a casa».
«¡No te atrevas a ponerte en evidencia!».
Negándome a ceder ante la acuciante necesidad de dejarme caer en el rincón de la zona de fumadores y mecerme sobre mí misma, eché los hombros hacia atrás, levanté la barbilla y volví a entrar en el bar con paso tranquilo. Puede que me estuviera desmoronando por dentro, pero iba a hacerlo con dignidad, joder.
«No es más que un chico».
«Solo un chico».
«Puedes sobrevivir a esto».
—Vigila la barra —murmuró Julie pasando discretamente por mi lado cuando volvía a mi puesto—. Voy a echarme un piti.
Desde que cumplí los dieciocho el pasado septiembre, había pasado mucho tiempo detrás de la barra y había tirado las pintas suficientes como para desenvolverme bien con el tirador. Cuando empezaron a llegar las comandas, las atendí fácilmente mientras coqueteaba, sonreía y sacaba pecho, como la profesional que era.
Por desgracia, una de esas comandas la hizo un hombre que me ponía los pelos de punta.
—Un Jameson solo, sin hielo —pidió el padre de Joey desde su asiento en la barra.
Obligándome a mantener la sonrisa, me puse de inmediato manos a la obra para prepararle su bebida mientras trataba de reprimir el escalofrío que me provocaba sentir sus ojos en mi espalda.
—¿Qué? —se burló Teddy cuando dejé su bebida sobre el posavasos que tenía delante—. ¿A mí no me das palique?
—Serán tres euros, por favor —repuse con la mandíbula dolorida del esfuerzo que estaba haciendo por conservar la sonrisa.
Se metió la mano en el bolsillo del vaquero, sacó un puñado de monedas y las estampó frente a mí contra la barra desparramándolas por todas partes.
—Chavala, sabes contar, ¿no?
—Por supuesto —contesté sin intención de dejar que me arrastrara a una discusión mientras deslizaba las monedas hacia mí con el dedo—. Disfruta tu bebida.
—La disfrutaría mucho más si te desabrocharas algún botón de la blusa.
En ese momento sí que me entraron escalofríos.
—Teddy, ¿no tienes una mujer en casa a la que cuidar? —Me desplacé hasta la caja registradora, hice la cuenta de la consumición y dejé caer las monedas en el cajón antes de cerrarlo con estrépito—. Una mujer embarazada.
Estaba acostumbrada a que los clientes me hicieran proposiciones; iba de la mano con el trabajo. Pero ese era el padre de Joey. Hasta donde él sabía, yo era la novia de su hijo.
No era la primera vez que intentaba persuadirme para que saliera a echar un polvo rápido con él, pero eso no lo hacía menos inquietante. Resuelta a hacer caso omiso de sus comentarios, recogí algunos vasos y me puse a limpiar la barra. Lo que fuera con tal de alejarme de él.
—Dime una cosa. —Recolocándose en el taburete, se cruzó de brazos y me echó una tórrida mirada—. ¿Qué haces con él?
—Supongo que te refieres a Joey —especulé, consciente de que no iba a dejarme en paz hasta que le respondiera.
Asintió fríamente con la cabeza sin apartar en ningún momento sus despiadados ojos marrones de mí. Yo tenía clarísimo que abrirle mi corazón a ese hombre era perder el tiempo, así que, como no estaba dispuesta a quedarme sin trabajo por su culpa, esbocé una sonrisa y dije:
—Ya te lo he dicho. Tu hijo es más que capaz de tenerme satisfecha.
—Es un crío.
—¿Y yo qué soy? —fue mi cortante respuesta—. ¿Una mujer de mediana edad?
—Si yo fuera tu padre, no estarías trabajando detrás de una barra.
—La verdad es que tienes edad suficiente para ser mi padre.
Se le dilataron las fosas nasales.
—No sabes lo que te pierdes.
—Vale, para ya. —Mi sonrisa se desvaneció y lo miré con aplomo—. Si Joey supiera que me hablas así, te…
—¿Qué? —Me cortó con tono amenazante—. ¿Qué iba a hacerme, chica?
—Te rompería el puto cuello —escupí con voz grave—. Así que ya está bien.
—Bueno, no veo a mi chavalín por aquí, ¿no? —Apoyó los codos en la barra y se inclinó hacia mí—. ¿A qué hora sales del trabajo?
—A las carne y hueso.
—¿Eso qué quiere decir?
—Quiere decir que nunca —le espeté—. Es como decir «ni de coña». «Ni en tus mejores sueños». Así que ¿por qué no te acabas esa copa y te largas a uno de los pubes de enfrente? Porque lo que sea que estés buscando, yo no te lo voy a dar.
—Calientapollas.
Superada por el asco, me fui hasta el otro extremo de la barra para dejar el máximo de espacio posible entre nosotros. Ese hombre me ponía la piel de gallina, así que, cuanto antes volviera Julie, mejor.
Unos minutos después, vi que curvaba el dedo para señalar su vaso vacío. Conteniendo las ganas de gritar, volví de mala gana al extremo de la barra en el que se encontraba y lo miré con expresión ausente.
Teddy estrelló de nuevo un puñado de monedas sobre la barra.
—Otro.
Me dirigí hacia la caja contando el dinero y lo eché dentro antes de servirle otro vaso del veneno que había elegido.
«Whisky».
—Sabes que es un desastre, ¿verdad? —farfulló Teddy rodeando con las manos el vaso que le había plantado delante—. No puede evitarlo. Lo lleva en la sangre.
Sabía que hablaba de Joey, pero me negué a seguirle el juego. Independientemente del estado en el que se encontrara nuestra relación o del daño que me hubiera hecho Joey al marcharse, yo estaba dispuesta a defender mi inquebrantable lealtad hacia él con uñas y dientes.
—El chaval está mal de la cabeza —prosiguió antes de darle un sorbo al vaso—. Siempre ha sido así. Desde el primer día, con él todo han sido problemas.
—Por qué será.
Se me quedó mirando con esos ojos vacíos que tenía.
—Te crees que lo sabes todo, ¿eh?
—Sé lo suficiente —repuse manteniéndome firme.
—Tú no sabes una mierda. —Se le dibujó una sonrisa llena de crueldad—. Va a acabar matándose o matando a alguien.
—Esperemos que sea a ti. Mi respuesta le sorprendió, y levantó una ceja. —No me tienes miedo, ¿verdad?
—Los hombres no me asustan —repliqué devolviéndole la mirada—. Porque el hombre con el que estoy sabe tratar a una mujer.
—Ya te he dicho que mi chaval no es más que un crío.
—Es más hombre que su padre.
Al darse cuenta de que yo no tenía ninguna intención de dejarme intimidar por él, Teddy hizo un giro de muñeca para indicarme que me fuera mientras murmuraba algo ininteligible entre dientes.
Más aliviada que molesta, me dirigí de nuevo al otro extremo de la barra y me acabé de tranquilizar cuando vi que Julie volvía de la pausa para fumar.
—Ay, qué bien que ese aún esté aquí. —Dejó el paquete de tabaco debajo de la barra, se ahuecó el pelo y sonrió—. Algo a lo que mirar esta noche.
Sabía que se refería a Teddy, y la idea hizo que me entraran ganas de vomitar el almuerzo.
Para el ojo inexperto, supongo que se lo podría considerar un hombre guapo. Era alto y rubio, de piel dorada y complexión fuerte y musculosa, pero cuando lo conocías un poco, cuando vislumbrabas el mal que acechaba bajo la superficie, ya no volvías a confundir su aspecto con la belleza.
No sé cómo logró engendrar a cinco seres tan memorables, pero así fue, y sus cuatro hijos varones se parecían asombrosamente a él. Shannon era la excepción a su conjunto de genes, ya que de aspecto era clavada a Marie.
Mi mente volvió a centrarse en Joey, y buena parte del rencor que pesaba sobre mis hombros se aligeró. Tener delante a su padre, un hombre al que Joey había tenido que soportar toda la vida, hizo que se me erizara la piel y debilitó mi determinación.
¿Cómo iba a enfadarme con él cuando estaba luchando por evitar convertirse en ese trozo de mierda que ahora mismo empinaba el codo en la barra? Tenía miedo de que acabáramos como sus padres y había tomado medidas drásticas para evitarlo.
«Para protegerme».
No estuvo bien que antes me dijera por teléfono que me quería, esas mierdas debería guardárselas para él, pero mentiría si afirmara que no mitigó el dolor que sentía en el pecho.
«Solo un poquitín».
—¿Estás embarazada? —Esa fue la primera pregunta que me hizo mi madre cuando entré por la puerta el viernes por la noche después de trabajar.
—¿Que si estoy qué? —dije yo dejando el bolso sobre la mesa de la cocina y girándome para mirar a mi madre, boquiabierta.
—Embarazada —repitió apoyando a un lado la plancha—. Me lo puedes decir, Aoife. —Se limpió las manos en los pantalones, dio la vuelta alrededor de la tabla de planchar y se acercó a mí—. No voy a gritarte, cariño, te lo juro. Pero prefiero enterarme ahora que más adelante.
—No, no estoy embarazada —me apresuré a asegurar con gesto confuso mientras colgaba el abrigo en el respaldo de la silla de la cocina.
—Pero eres sexualmente activa.
—¡Por Dios! —gruñí quitándome los tacones—. ¿Qué intentas decir, mamá?
—Tienes relaciones sexuales.
Le eché una mirada que decía: «¿Cómo te atreves a sugerir algo así?» y luego añadí:
—Y, aunque así fuera, que para nada, tomo la píldora, ¿te acuerdas? Me llevaste al médico para que me la dieran a los catorce años.
—Pero para mejorar tus reglas, que eran muy abundantes —me recordó—, no porque te estuviera dando luz verde para acostarte con Paul.
—Y no lo hice. —Me encogí de hombros con aire tímido—. Con Paul.
—Pero ahora sí lo estás haciendo. —Me ofreció una sonrisa de comprensión—. Con Joey.
Resoplé.
—No.
Mamá arqueó una ceja.
—¿Te crees que nací ayer? No estás hablando con tu padre. Deja de intentar engañarme, jovencita. Sé muy bien lo que pasa cuando ese chico se queda a dormir.
—Dios mío.
—Si eres sexualmente activa con Joey, no tienes por qué ocultármelo —siguió diciendo—. Ya lleváis juntos un tiempo. No estoy enfadada, mi amor. Tan solo me preocupo.
—¿Y qué pasa si me estoy acostando con él? —repuse sofocada ruborizándome—. Ya no tengo catorce años, mamá. Tengo dieciocho, no sé si lo sabes.
—De acuerdo —contestó ella forzando la voz—. Gracias por contármelo.
—¿De… nada?
—¿Y estáis teniendo precauciones?
—Tomo la píldora —repetí lentamente—. ¿Qué otras precauciones quieres que tenga?
—Condones.
Arrugué la nariz con embarazosa incomodidad.
Mamá abrió los ojos de par en par.
—Aoife…
—¿Qué? —Levanté las manos—. Tenemos precauciones.
—Entonces ¿te has estado tomando la píldora cada día a la misma hora? —insistió con tono preocupado—. ¿Religiosamente?
Me resistí a contestar.
—No entiendo por qué me preguntas todo esto.
—Porque estás de mal humor, te pasas el día encerrada en tu cuarto, comes como un caballo y parece que estás a punto de romper a llorar en cualquier momento.
—¿Y por eso crees que estoy preñada? —exigí saber con los brazos en jarras—. ¿Qué será lo siguiente? ¿También me vas a decir que he engordado?
—Aoife.
—No, mamá. No estoy embarazada, por Dios. —Moviendo la cabeza hacia los lados, me acerqué a la nevera y la abrí de golpe, ofendida—. Me vino la regla antes de Navidad.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Estás segura?
—Sí, mamá. —Puse los ojos en blanco—. Me acuerdo perfectamente porque esa semana había ido de compras con Casey y no me compré una falda blanca preciosa de The Modern que me quería poner para el cumpleaños de Katie, aunque costaba diez euros y era una ganga total, porque sabía que no me podía arriesgar a llevarla.
Los ojos de mi madre reflejaban alivio.
—Ay, gracias a Dios.
—Por cierto, te agradezco el voto de confianza. De verdad que me alegra saber que tienes tanta fe en que no voy a arruinar mi vida. —Agité una mano en el aire—. Espero que a Kev le des el mismo discursito, porque él también es un cabrón malhumorado que apenas sale de su habitación.
—No seas tonta. —Mamá dio un golpe en el aire con la mano como si fuera la cosa más ridícula que había oído en su vida—. Tu hermano no me puede traer un nieto a casa en la barriga.
—¿Y crees que Joey y yo somos tan imbéciles como para hacerlo?
—Creo que vosotros os habéis visto arrastrados por la fuerza del primer amor. —Sus ojos y su voz se suavizaron cuando agregó—: Y creo que se pueden cometer muchos errores cuando los sentimientos pasan por encima de la lógica.
—Pues eso demuestra lo poco que sabes —respondí cerrando con fuerza la nevera—. Porque ahora mismo Joey y yo ni siquiera estamos juntos.
—¿Ah, no? —Los ojos se le abrieron como platos—. Ay, cariño, no lo sabía.
—Pues ya lo sabes —repuse con frialdad encaminándome hacia la puerta—. Lo que tengo es el corazón roto, mamá, no a tu nieto en la barriga.
—Aoife —dijo mientras me iba—. Espera, cielo, podemos hablarlo si quieres. Aquí me tienes para lo que necesites, mi amor.
—No quiero hablar de ello —le solté por encima del hombro mientras subía la escalera estrepitosamente.
«No puedo».
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