«Big Little Lies»: mamis del cole desesperadas
Basada en el libro «Pequeñas mentiras» de la australiana Liane Moriarty, «Big Little Lies» fue en 2017 una de las primeras ficciones televisivas pensadas para un público global cuyo protagonista es ese sujeto sociológico contemporáneo conocido como «las mamis del cole». En aquel relato, sus claudicaciones como madres, sus alianzas y sus odios dentro de su propia clase social servían como contrapunto a la perfección exterior de sus vidas. Ahora le llega el turno a «Nueve perfectos desconocidos», la última novela de Moriarty, en la que Nicole Kidman y Reese Witherspoon vuelven a ese mundo, cada vez más decididas a convertir a esta escritora en un nuevo subgénero televisivo.
Por Dolores Graña

Desde la izquierda: Shailene Woodley, Zoë Kravitz, Reese Witherspoon, Nicole Kidman y Laura Dern. Cortesía de HBO.
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Por DOLORES GRAÑA
Es difícil conciliar la televisión con la fealdad, pero eso es precisamente lo que suelen entregar con infalible regularidad las adaptaciones de las novelas de la escritora australiana Liane Moriarty (Sidney, 1966). No El corazón de las tinieblas, no las pasiones extremas como fascinante marco para la experiencia humana, no el tira y afloja entre crimen y castigo que es territorio de novelistas ocupados en la naturaleza del bien y el mal: esos rasgos desagradables que pasamos toda una vida tratando de ocultar con buenos modos, estrategias de marketing y apelaciones seductoras, para observar cómo nuestra cuidada presentación al público se desarma cual casa desvencijada en película muda al momento en que dejamos de hacer pie. Y, como el accidente de tránsito en la esquina, una vez al descubierto, no le podemos quitar los ojos de encima.
Eso es lo que ocurre en el inicio de Big Little Lies, adaptada por el cotizado David E. Kelley de su novela Pequeñas mentiras (Suma, 2014). En el centro, como es habitual en las novelas de Moriarty, no hay una heroína, sino un grupo de personas que ocuparán en distintos momentos de la trama ese lugar, pero también el del antagonista: cinco mujeres, que serán conocidas luego por el atractivo apodo criminal de «las cinco de Monterrey» (por el acaudalado destino californiano en el que residen en la serie, trasladado de las playas del norte de Sídney en el original literario). Ellas entablan una tentativa amistad a través de sus hijos, que concurren a la misma escuela y tienen la horrible costumbre de ponerse mutuamente en evidencia con eso que en los años setenta se llamaba sus «zonas erróneas». Todas tienen un secreto sobre el que han construido su persona pública —de perfección matrimonial, de éxito profesional, de descontracturado hipsterismo— sellado por un asesinato que las desvelará (el homicidio ocurre en una fiesta de padres, todos luciendo disfraces de Elvis Presley y Audrey Hepburn) a medida que la presión por mantener el pacto de silencio termine despertando a la bestia interior.
Los propios niños de cada una de ellas, víctimas o victimarios de abusos como sus madres en el plano escolar (o, por el contrario, destinatarios forzados de los sueños postergados de estas), terminan por despertar a sus madres de su sonambulismo chic, enfrentándolas con las consecuencias trágicas de su inacción y su silencio. El resultado no es poético ni trascendental: es feroz y horrible, pero honesto. Las cinco de Monterrey no son grandes mentes criminales ni exitosas mujeres de mundo decididas a ajustar cuentas con sus abusadores o con el mundo que las obliga a querer más de lo que son. Son apenas, con suerte, ellas.
Cosas de «mamis»
En 2017, Big Little Lies fue una de las primeras ficciones televisivas pensadas para un público global (las dos temporadas de la serie están disponibles en HBO) cuyo protagonista es el sujeto sociológico contemporáneo conocido como «las mamis del cole». Sus claudicaciones confesadas como madres, sus alianzas y sus odios intraclase servían como contrapunto a la perfección exterior de sus vidas, algo que se podía decir perfectamente de los lectores/televidentes, que oscilaban entre el placer del arquitecture porn de sus mansiones balconeando al Pacífico y el schadenfreude ante sus colapsos muy públicos en un cumpleañitos de seis.
Sus propios hijos terminan por despertar a estas de su sonambulismo chic, enfrentándolas con las consecuencias trágicas de su inacción y su silencio. El resultado no es poético ni trascendental: es feroz y horrible, pero honesto.
Big Little Lies fue uno de esos éxitos tan redondos, tan adorados por el público y sus responsables (las también productoras Reese Witherspoon, como una perfectamente aliterada Madeline Martha Mackenzie, y Nicole Kidman, como la gélida Celeste Wright), que decidieron no aceptar el punto final de la novela. La segunda temporada fue construida sobre una escaleta de Moriarty, quien también se preguntaba qué sería de las amigas cuando estuvieran al descubierto (la escritora confesó que escribió el personaje de la siniestra suegra de Celeste para Meryl Streep, usando el nombre real de la actriz, Mary Louise, pensando que jamás conseguiría que interpretara el papel, pero así es Hollywood).
El pozo negro de demandas de la maternidad y la facilidad con la que ese rol termina aniquilando cualquier otro en la imagen que tienen las mujeres de sí mismas (como ocurre en El secreto de mi marido) es una de las constantes de las novelas de Moriarty, definidas eternamente como chick-lit en el mercado editorial anglosajón aunque no haya nada menos chic que las rotundas preocupaciones «de mediana edad» de sus criaturas.
Nueve perfectos desconocidos (Suma, 2021), escrita tras el éxito descomunal de su predecesora, es entre otras cosas un ejercicio de catarsis literaria para Moriarty, que elige aquí contar un misterio de Agatha Christie sin detective, con la obsesión por ser la mejor versión de uno mismo como arma homicida y una novelista romántica rechazada como lazarillo del lector.
«Quería escribir sobre el papel de la suerte, cómo transforma nuestras vidas. Hay a quien le toca la lotería y hay quien sufre el suicidio de un hijo», explicaba Moriarty al diario El Mundo sobre la génesis de la novela, publicada en inglés en 2018. Ese destino es precisamente lo que lleva hacia el balneario Tranquillum House a dos de las parejas que componen ese universo de nueve extraños, reunidos ante la propuesta de una transformación total de cuerpo y mente en apenas diez días. Entre los cinco pacientes solitarios se encuentra un jugador retirado de fútbol australiano, una madre de cuatro hijas pequeñas, un abogado especialista en divorcios y Frances, quien huye al spa escapando de una estafa de internet, de una reseña asesina (en un rapto de sinceridad, confiesa que sentía debilidad por los adjetivos y los adverbios: «Los esparcía por sus novelas como quien lanza cojines sobre la cama») y especialmente del rechazo editorial del manuscrito de su novela número 19, que la lleva a replantearse seriamente la vocación surgida con la célebre revelación al lector de —cuándo no— Jane Eyre.
Nueve perfectos desconocidos, escrita tras el éxito descomunal de Pequeñas mentiras, es un ejercicio de catarsis literaria para Moriarty, que elige contar un misterio de Agatha Christie sin detective, con la obsesión por ser la mejor versión de uno mismo como arma homicida y una novelista romántica rechazada como lazarillo del lector.
No es difícil leer un divertido ajuste de cuentas de Moriarty en las múltiples escenas en las que los autores serios «esnobean» a Frances en distintas vernissages y entregas de premios, quien (acaso el peor pecado de todos) es acusada de no incluir escenas de sexo suficientemente tórridas en sus romances y así desilusionar hasta a sus incondicionales fanáticos o en las observaciones de la escritora ante la misoginia de quien cree su par masculino, un autor de thrillers a quien trata de perdonar por «sus generosas descripciones de hermosos cadáveres».
Como dar la vuelta a una piedra lisa para encontrar una colonia de gusanos, los clientes se ponen en manos de la dueña del spa, la enigmática Masha, que entrega lo que ofrece, aunque no del modo recatado que sus clientes pretenden. Nueve perfectos desconocidos es también un plano de la ínfima distancia que puede separar la transformación ofrecida de la catarsis encontrada.
La identidad de Masha fue también cuestión de suerte (la posibilidad de nombrar al personaje fue ofrecida como premio en una subasta benéfica, ganada por Maria Dmitrichenko), pero es imposible no pensar que el sinuoso magnetismo y ánimo mesiánico de la dueña de Tranquillum House no fuera concebido específicamente para Nicole Kidman, quien la interpretará en la adaptación televisiva de la novela, que se estrenará este mismo año. Los derechos de Un domingo como otro cualquiera, la cuarta novela de Moriarty —ambientada en una barbacoa memorable para sus participantes— siguen en poder del dúo Kidman/Witherspoon, quienes parecen decididas a convertir a la escritora en un subgénero televisivo.
* Dolores Graña es editora jefe de Espectáculos del diario La Nación.
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