«Se le respeta y se le teme»: Chaplin a ojos de Carlos Saura
Nombre imprescindible de la historia del cine español, Carlos Saura falleció el 10 de febrero de 2023, apenas unos días antes de recibir el premio Goya de Honor a toda su carrera. Tenía 91 años y dejaba atrás siete décadas repletas de películas y reconocimientos en cinematografía, pero también en teatro, ópera, literatura y fotografía. Sus memorias, tituladas «De imágenes también se vive» y publicadas por Taurus, son el testimonio textual y gráfico de una vida extraordinaria por la que desfilaron muchos de los grandes nombres del cine y la cultura del siglo XX. Entre ellos, el de Charlie Chaplin: entre 1967 y 1979, Saura y Geraldine Chaplin, la primera hija que Charlie tuvo con Oona O'Neill (tuvieron ocho retoños en total), mantuvieron una relación amorosa, la cual permitió al cineasta aragonés convivir y compartir experiencias con el director de clásicos como «Tiempos modernos» o «El gran dictador». Lo que aquí sigue es el relato en primera persona de uno de esos momentos en la intimidad de la familia, donde el creador de Charlot se mostraba tal y como era: «un viejo león de ochenta años (...) caprichoso, ególatra y obsesivo, inteligente y trabajador voluntarioso».
Por Carlos Saura

Charlie Chaplin caminando por la playa de Waterville, en Kerry, Irlanda, circa 1963. Chaplin y su familia visitaron Waterville por primera vez en 1959; después, regresaron de vacaciones todos los años durante más de una década. Crédito: Getty Images.
Mientras en el jardín atardece, un atardecer frío e invernal, en la pantalla desplegada por Gino en el salón se proyecta una película. A los mandos del proyector de 16 mm Böwe Bell & Howell, Oona Chaplin observa la proyección, vigila las bobinas que giran con lentitud, corrige el enfoque… Como en un juego de espejos en el que el tiempo salta en sucesivos reflejos que finalmente conducen a la infancia, en la pantalla de proyección la niña Oona O'Neill, alrededor de su padre Eugene, disfrazada de gran dama. La fiesta en el jardín, tan anglosajona, tan Katherine Mansfield, tiene un algo irreal, pertenece a otro espacio, a otro tiempo. Chaplin contempla aquellas imágenes del pasado de su mujer con fascinación. Le miro de reojo para observar sus reacciones. Acabo de llegar a Suiza y me interesa cualquier cosa de él y de ella. Oona es una mujer maravillosa, cálida, afectuosa, inteligente. Escribe como los ángeles, si los ángeles supieran escribir. Chaplin observa con atención a esa niña que es ahora su mujer. La imagen, tomada sin duda por un amateur, tiene el encanto de algunos álbumes familiares cuando los protagonistas irradian misterio, sensibilidad… No puedo evitar que cierta ternura me invada al preguntarme por lo que les sucedió a esos niños y niñas que miran a la cámara. En este caso, la niña que baila disfrazada tiene los mismos ojos oscuros, la misma boca, la misma estructura filiforme: los rasgos que la definen apenas se han modificado con los años.
Termina la proyección y Chaplin dice que ya no quiere ver más películas familiares. Cuando se enciende la luz y alguien corre la cortina de uno de los ventanales, es casi de noche y la luz artificial se adueña del salón, falta muy poco para que Gino cierre las contraventanas preparando el salón para la noche. «Odio todo eso», me dice en voz baja Chaplin comentando la proyección, cuando ha estado una hora contemplando fascinado las imágenes del pasado familiar.
Este hombre de ochenta años que tengo frente a mí es caprichoso, ególatra y obsesivo, inteligente y trabajador voluntarioso que dice que no quiere dormir: «Dormir es morir, a mi edad». Está obsesionado con la muerte. «Ya no me quedan amigos, todos han muerto». «Cuando me muera —añade— no quiero que me incineren, quiero que me entierren en la tierra para que me coman los gusanos». El tema de la muerte es tabú en la casa, aunque más de una vez Chaplin hablaba conmigo de la muerte con respeto y resignación de viejo. Pero ahora, Chaplin, que se ha cansado de ver películas familiares, tiene otras preocupaciones más urgentes. La primera es la película que próximamente pretende hacer y que se llamará The Freak. Esta tarde quiere leerme la última versión del guion. Y yo, profundamente halagado, le he dicho que me gustaría muchísimo escucharlo.
Mientras coloca con cuidado el guion sobre el atril conventual y enciende la lámpara que lo ilumina, me arrellano en el sillón y abro la copia del guion que tengo entre mis manos hasta la primera página. Hay un silencio de expectación que yo aprovecho para mirar a mi alrededor. El ambiente en el salón no puede ser más confortable: hay fuego en la chimenea, cómodos sillones, bebidas en las copas, y las luces cuidadosamente dispuestas por la amplia y afelpada habitación que amarillean las paredes y las alfombras. Puedo imaginarme que afuera hace un frío invernal, y veo fugazmente esa hermosa postal que es el lago y las nevadas montañas que sirven de frontera con Francia. Un lugar paradisiaco y una noche muy adecuada para contar historias increíbles, para inventar monstruos, una noche para la confidencia y la intimidad. Él sabe de mi escaso inglés y no le importa. Tengo la ayuda de Geraldine que, pacientemente, me irá traduciendo aquellos pasajes que no entienda.
Uno de los (más) grandes
La historia que empieza a leer no deja de generarme una cierta fascinación: en un pueblecito de la costa de Sudamérica aparece una noche en que hay una tremenda tempestad una niña-pájaro. El hecho conmueve al mundo. La ciencia y la Iglesia se disputan la posesión del prodigioso ser. Ángel o demonio, encarnación del futuro o salto atrás… Un tema que más parece un cuento que otra cosa. «Había una vez…». Tengo la sensación de que el guion empezaba así, a modo de cuento. Quizá: «Érase una vez, en un país lejano…».
Mientras Chaplin lee las páginas del guion, las interpreta. Algunos diálogos y situaciones se los sabe de memoria y no tiene que recurrir a la lectura minuciosa. Cuando la niña-pájaro salta por el suelo para emprender el vuelo, Chaplin se convierte en pájaro, grazna y da saltitos sobre la alfombra. Acompaña a su niña-pájaro en sus viajes trasatlánticos y yo, que sabía que él quería que su hija Victoria, de grandes y asustados ojos azules, fuera la protagonista de la historia —difícilmente se podía encontrar actriz más idónea— veo cómo se convierte en su propia hija. Su capacidad de transformismo es increíble. Interpreta todos los papeles, cambiando de voz, de gesto, se encoge o se yergue para dar más verosimilitud a lo que cuenta.
Yo me acordaba de una vez que me quisieron contratar para dirigir una película sobre Napoleón —¡qué disparate es a veces esto del cine!—. El guionista era americano y, para convencerme de la bondad de su guion, durante más de dos horas me dio la tabarra interpretando a Napoleón con toda vehemencia… La diferencia, claro está, es que ahora se trataba de Chaplin, el más grande actor que ha tenido el cine en su historia.
Este hombre de ochenta años que tengo frente a mí es caprichoso, ególatra y obsesivo, inteligente y trabajador voluntarioso que dice que no quiere dormir: «Dormir es morir, a mi edad». Está obsesionado con la muerte. «Ya no me quedan amigos, todos han muerto».
Yo estoy tan fascinado que apenas si sigo el texto. Además mi inglés es, para mi desgracia, lamentable. Me abandono a la fascinación que aquel viejo león de ochenta años me produce: es hermoso verlo tratando de convencer al escaso auditorio familiar de lo maravilloso que es su guion. Una voluntad casi demoniaca le permite seguir incansable página tras página, sin descansar, impelido por sus propias imágenes, arrastrado por una prosa rigurosa y escueta. De su urgencia por volver a trabajar y hacer una nueva película, habla a las claras el orden que ha impuesto en su vida. Su puntualidad es cuartelaria y a las cinco de la mañana se sienta ante la mesa de trabajo con varios libros de ornitología abiertos, unas hojas de papel y un montón de lápices recién afilados, dispuesto a llenar la plana. Escribe siempre con lápices de mina de grafito, que afila una y otra vez con ayuda de un afilador eléctrico. Escribe con letra pequeña, minuciosa, y borra los errores con la goma de borrar. Me veo a mí mismo en el colegio, cuando era un crío, borrando una y otra vez hasta que se desgarraba la página de caligrafía. Todo ese trabajo cotidiano está ahora en esas hojas cosidas y mecanografiadas que tengo entre mis manos. Trabaja hasta la hora de comer y nadie le importuna; su aislamiento es total, pero aun en su aislamiento ejerce una amansada tiranía sobre toda la familia. Se le respeta y se le teme. De una u otra manera, todo en la casa gira alrededor de él, incluso aquellos familiares que tratan por todos los medios de sacudirse la pesada carga de su personalidad dominante, a veces al borde de la locura, no pueden sustraerse a su fascinación. Solo Oona, su mujer, es capaz de apaciguar sus extemporáneos raptos de furia, a veces tremendamente injustos y caprichosos. De joven, y más allá de su elegancia natural y de su atractivo físico, debió de ser igual de caprichoso y colérico. Claro que es fácil creerse un genio cuando a los veinte años se es millonario, ídolo de multitudes y se tiene todo aquello que uno desea tener. Chaplin debió de ser un joven duro como el pedernal, acostumbrado a las dificultades y educado en la pragmática escuela anglosajona del no digas lo que vas a hacer: hazlo. Dureza adquirida en la calle y en los teatruchos londinenses de mala muerte, atemperada por una extremada sensibilidad que le hacía vulnerable y a punto de estallar en cualquier momento. Esa combinación es la que configura a los grandes-pequeños hombres. Esos estados de crispación, de inestabilidad, que solo sus allegados comentan y con reserva, son los que a menudo producen la obra extraordinaria.

Irlanda, circa 1963. Chaplin junto a Oona, su cuarta esposa, y dos de sus hijas, Geraldine (a caballo) y Jane. Crédito: Getty Images.
Lee con calma. Tiene una voz convincente. Interpreta los diálogos dándoles el matiz justo y en las descripciones adopta el adecuado tono impersonal, justo para situar a sus personajes donde deben estar.
A veces se detiene y, como ve que todos estamos muy serios —yo, por respeto y también deslumbrado por el show—, se pregunta así mismo: «¿No es divertido?». No espera contestación porque enseguida añade: «¡Es muy divertido! ¡Será una gran película, estoy convencido!». ¿Lo está realmente? Tiene sus dudas, que afloran a veces en su voz, en el gesto de indecisión, en la mirada de reojo que me dirige. Yo sonrío, naturalmente, tratando de darle ánimos. ¡Cómo quiero y admiro en ese momento a este hombre que parece un envejecido y fiero león de blanca melena que no quiere ser domesticado! Ahora está nervioso. Miro a Oona, que me mira a su vez y me sonríe. Es una mujer que irradia fragilidad, parece que se va a romper en cualquier momento, siempre indecisa, temerosa de algo, esposa y madre de un hombre viejo que no puede vivir sin ella. Un día me dijo Chaplin: «Yo vivo porque ella vive conmigo». ¿Se puede hacer una mayor declaración de amor?
Sus ojos azules brillan todavía agudos, vivaces. Pasa las páginas hasta encontrar lo que busca. Como Oona se sabe el guion de memoria, siempre a la sombra, su otro yo, musita el texto que Chaplin no encuentra. Apunta a su marido, ahora con discreción, con humor, con elegancia… El tiempo se alarga. Al fin, Chaplin retoma la historia y el tono. Algo ha sucedido. La interrupción le ha hecho perder la seguridad con que empezó y el resto del guion parece tener menos fuerza, menos ideas, menos gracia… Quizá es que esa «gracia» dependía de su personalidad, se desprendía de su brillantez como actor. Nos lee el final, que ya conozco porque Geraldine me lo había contado: el mar, la niña-pájaro desapareciendo en el Atlántico… Cierra el guion y me pregunta: «¿No es bonito?». Sí, realmente es bonito, maravilloso ver a Chaplin tratando de poner en pie una nueva película a sus ochenta años.
Claro que es fácil creerse un genio cuando a los veinte años se es millonario, ídolo de multitudes y se tiene todo aquello que uno desea tener. Chaplin debió de ser un joven duro como el pedernal, acostumbrado a las dificultades y educado en la pragmática escuela anglosajona del no digas lo que vas a hacer: hazlo.
Más tarde conversamos sobre su proyecto. Me dice que The Freak es «a very Spanish film». Supongo que lo dice porque toca problemas religiosos… Me dice que a su edad se ven las cosas de otra manera:
—Yo he sido siempre un hombre sencillo y mis películas son sencillas. Ahora las cosas son diferentes… No tengo la seguridad que antes tenía. Ahora me interesan la religión, el misterio. Hay misterio en la religión. Me gustaría ir a misa y creer en ello. Me gustaría ser sinceramente religioso. La Biblia, que he leído mucho últimamente, es muy hermosa. Pero yo no soy un hombre religioso. El mundo ha cambiado enormemente. El día en que vi en la televisión cómo era la Tierra desde la Luna, rodeada de nubes, me di cuenta de que todo había cambiado radicalmente y que ya Shakespeare pertenecía a otra época, ya no me interesaba. Ahora creo que estamos verdaderamente rodeados de nubes: todo son nubes alrededor nuestro. Me gustaría ser un hombre religioso para tener unas convicciones firmes en que apoyarme, yo solo veo que hay misterio en todas las cosas, en la vida, cualquier ser vivo es un misterio… Yo le cuento que tuve una conversación similar con Luis Buñuel hace quince días y que él me decía que una mosca era un ser maravilloso y que era capaz de permanecer horas extasiado contemplando sus evoluciones.
—Yo no pienso así —me contestó Chaplin—. Si tengo que matar una mosca, la mato y en paz. Y lo mismo si tengo que matar a cualquier animal que me agreda. Aunque, naturalmente, no suelo ir matando animales por la vida. —Y se echó a reír.
Una vez, en Londres, le acompañamos en su recorrido por la ciudad. Cada vez que Chaplin iba a Londres solía hacer el mismo itinerario. ¿Es egoísmo el de la vejez, o simplemente la necesidad de no perder un instante en aquello que ya no merece la pena? Su itinerario londinense era la reconstrucción de la película de su infancia: «En ese pub fue la última vez que vi a mi padre… Allí estaba el Saint James Hospital, donde murió mi padre… Allí vivíamos… Allí, mi madre… Bueno, ya no existe la casa, claro, pero aquel era el lugar exacto…». Los viejos vuelven a la infancia, los jóvenes quieren salir de ella…
Ahora, a sus ochenta años, Chaplin saltaba a veces sobre el tiempo. Recuerdo un día que estábamos en Londres comiendo en el restaurante del hotel The Connaught, hablando de Mary Pickford, a propósito de D. W. Griffith y de un par de películas de los años 1909 a 1912 que yo había visto en casa de Gonzalo Menéndez-Pidal. Mary Pickford con Douglas Fairbanks y Charles Chaplin se asociaron para formar la United Artists en los años veinte. De repente, Chaplin se puso pálido y dejó de comer. Nos señaló la mesa que había enfrente. «Allí está Mary Pickford», nos dijo asustado. Miramos hacia la mesa. Efectivamente, allí sentada estaba Mary Pickford, a sus veinte años, rodeada de admiradores, como si se hubiera reencarnado en una muchacha inglesa actual.
Ahora, más tarde, veo a Chaplin en el jardín de su casa de Vevey en Suiza, una pradera de hierba bien cuidada entre enormes árboles centenarios desordenadamente dispuestos. Un jardín maravilloso iluminado por el sol otoñal. Se ha recostado en un sillón de mimbre y duerme con el sombrero puesto y un abrigo de cuadros. Sus pequeños zapatos negros apenas llegan al suelo —tiene los pies y las manos muy menudas, los huesos finos—. Parece un niño malo que descansa después de haber hecho una travesura. De repente se despierta como si tuviera un mal sueño, mira a su alrededor sin saber muy bien dónde está, eso dura un rato, hasta que localiza una imagen familiar: un gato birmano de lustrosa piel marrón oscura, que tiene agorafobia y que se asoma a la puerta que da al jardín con desconfianza. El encuentro lo reconforta. Da la impresión de que ha hallado el fino hilo que le une a la cotidiana realidad. Y sonríe. Sonríe para decir: «The cat! Sweet animal!».

Calanda, Teruel, España, 1977. Geraldine Chaplin y Carlos Saura durante un descanso del rodaje de la película Elisa, vida mía. Carlos y Geraldine, la primera de los ocho hijos que Chaplin tuvo con Oona O'Neill, mantuvieron una relación amorosa entre 1967 y 1979. Tuvieron un hijo: Shane Saura. Crédito: Getty Images.
Los primeros diez minutos de The Idle Class, de 1921, escrita, producida, dirigida e interpretada por Charlie Chaplin, una película de media hora con Edna Purviance como protagonista femenina, es de las cosas más extraordinarias que yo he visto en el cine. Quizá por su apretada intensidad, por su estructura milimétrica, cartesiana —nunca he visto yo un encadenado de gags tan ingeniosos como perfectamente dosificados—, pero sobre todo porque hay allí una soterrada maldad que la emparenta con esa obra maestra —por cierto, imperfecta, como todas las obras maestras— que es Monsieur Verdoux, maldad que tan poco prodigó Charles Chaplin después, quizá dolido y escarmentado por el desastroso resultado de público y crítica de la película. Más de una vez me lamenté de ello con el propio autor. Las veces que he sacado el tema, Chaplin me respondía que recordaba Monsieur Verdoux con amargura; me decía que pertenecía a una época muy dolorosa de su vida, que era una película demasiado larga y que, después del desastre que había supuesto la experiencia, no había querido seguir ese camino.
Pero lo cierto es que para mí con Monsieur Verdoux se cierra una etapa en la filmografía de Chaplin. La sociedad americana —la europea no es tan diferente— tiende a edulcorar sus productos. Los grandes productores conocen mejor que nadie a su público y saben cuán peligroso es presentar la cara desagradable de la vida. El sarcasmo, el humor a lo Stroheim, no es bien recibido en nuestra sociedad puritana e hipócrita. «¡La vida es hermosa y el camino para gozar de ella está en tratar de olvidar las cosas desagradables!», he aquí una consigna generalizada. Huir del trabajo, de los problemas familiares, de las complicaciones de todo tipo. ¡Bastantes problemas tenemos ya!
Ese camino que escogió Chaplin en Monsieur Verdoux, el de un humor más despiadado, hubiera sido una salida perfecta para él. ¡Y lo sabía! Pero también sabía hasta dónde se podía llegar: un poco más lejos y era el fracaso y la incomprensión. Se arriesgó en Monsieur Verdoux y llegó más lejos de lo que el público y la crítica del momento estaban dispuestos a aceptar. Conclusión: borrón y cuenta nueva. Quizá era pedirle demasiado a un hombre embriagado por el éxito que hubiera persistido en un cine más cruel que le venía como anillo al dedo, pero más allá estaba el vacío, el rencor de los biempensantes, el rechazo y la interminable espera.
A mí me parece que lo que humaniza a un artista son sus desfallecimientos, sus dudas, sus angustias. Esa sensación que daba Chaplin de plenitud, de fortaleza y de seguridad se disipaba en cuanto se le conocía, en cuanto se hablaba con quienes habían colaborado con él.
En algunas de sus memorables películas supo Chaplin conjugar dos cosas difíciles de aunar: el humor suave con algunas gotas sentimentales, y la crueldad —envuelta en brillante papel— de quienes han practicado la comedia dura. No se decantó por ninguno de los dos caminos. Mejor dicho, sí, con los años se inclinó hacia un humor más sentimental y facilón, aunque siempre impregnado de ciertas gotas de amargura.
No sé si fue Jung quien dijo que el hombre normal es aquel capaz de sobrevivir en cualquier circunstancia de la vida. El personaje que crea Chaplin se las arregla para vivir en las circunstancias más adversas. Esa «normalidad» tiene la gran ventaja de que cualquiera puede identificarse con él. El hambre, la miseria, el amor, la injusticia, la guerra, el dinero… Todos esos grandes temas se entrecruzan en sus películas. El protagonista que Chaplin interpreta es un vividor que utiliza cualquier argucia con tal de salir adelante. Agudiza su astucia y bordea el «fuera de la ley» en un equilibrio tan sabio como difícil de mantener. Vive un presente adverso y sabe que solo con la astucia puede sobrevivir. Destellos de inteligencia, sensibilidad y sabiduría, de minuciosa observación del ser humano, son perceptibles en cualquiera de sus películas. Todo ello conseguido con un afán de perfeccionismo insospechado. No hace mucho se programó en TV en varias jornadas un documental sobre cómo trabajaba Charles Chaplin sus películas. El reportaje enseñaba parte del material que desechaba por no ofrecer la calidad necesaria. Era fascinante ver cómo, con meticulosidad de miniaturista, iba puliendo esto o lo otro hasta llegar a un resultado satisfactorio. Yo he tenido acceso, en su casa de Suiza, a un cuaderno privado donde se anotaban los días de trabajo de cada película, y me sorprendió la cantidad de meses, incluso de años, que se invertían en la realización de una de sus películas largas.
A mí me parece que lo que humaniza a un artista son sus desfallecimientos, sus dudas, sus angustias. Esa sensación que daba Chaplin de plenitud, de fortaleza y de seguridad se disipaba en cuanto se le conocía, en cuanto se hablaba con quienes habían colaborado con él. Su deseo de perfeccionismo era proverbial, aunque no saltara al dominio público. Bajo una apariencia de ligereza y frivolidad, fomentada por una incontenible ansia de éxito y reconocimiento, Chaplin batallaba día tras día para obtener la perfección deseada.

París, marzo de 2016. Carlos Saura, siempre con su cámara, visita una muestra fotográfica en la galería Cinema Anne-Dominique Toussaint. Crédito: Getty Images.
Me pregunto qué mecanismos hicieron que un hombre que vivía en un confort de multimillonario, que tenía éxito en cuantos negocios emprendía, que era adorado y mimado por la sociedad, se lanzara a una empresa tan delicada y extrema como fue hacer Monsieur Verdoux. Hay aquí un riesgo que no existía en su anterior filmografía y un intento de romper el molde y de crear una nueva imagen de Chaplin, la de un cínico personaje capaz de matar a una mujer para heredar su dinero. Quizá había algo de ese Petiot en su verdadera personalidad. Hay algo que me molesta de Monsieur Verdoux y que es consecuencia de sus dudas; debió de sonar la alarma en su cabeza para avisarle de lo peligroso de la aventura: el que monsieur Verdoux sea criminal y a la vez modelo de pater familias, protector y defensor de su mujer y de sus hijos, para anteponerlo a esa otra personalidad criminal y corrosiva, dinamitador de la sociedad. Creo que esa duplicidad perjudica a la película. Ese querer al mismo tiempo lavar y tender la ropa crea fricciones en la historia y el personaje de monsieur Verdoux se debilita en su doble faceta de doctor Jekyll y mister Hyde. ¡Mister Hyde es mucho más atractivo y tentador!
Hay numerosos ejemplos que nos hablan de la misoginia de monsieur Verdoux, pero en pocas escenas queda tan bien ejemplarizada como en la del lago. El decorado y el drama que en él se desarrolla es tema querido por escritores y cineastas americanos. No estoy seguro, pero creo que la cosa comienza en Una tragedia americana, novela de Theodore Dreiser. Chaplin la llevó al límite de lo grotesco en Monsieur Verdoux; me refiero al hombre que, en un bote de remos, trata de matar a una mujer ahogándola en las misteriosas aguas del lago. Esa escena estaba ya en Un lugar en el sol y en otras muchas películas; yo mismo hice un remake en El jardín de las delicias.
Esa misoginia, ese odio a las mujeres que hay en la película —con la excepción ya señalada de la edulcorada relación que mantiene con su mujer e hijos, idílica y ridícula representación del bienestar burgués mostrado con cierta ironía, no en vano Chaplin era un hombre muy inteligente y sabía que era mejor atemperar el sentimentalismo con algunas gotas de poesía-humor— tenía sus antecedentes en películas como The Idle Class, y debió de corresponder a una época en que las mujeres le hicieron mucho daño y él trató de vengarse… Hay un personaje premonitorio en la película y es el de la joven, presunta víctima, a la que Chaplin perdona la vida y que más tarde podría ser su ángel salvador. Hasta tiene un cierto parecido con Oona ONeill de joven. Quizá ella, tan maravillosa, modificó sin saberlo lo que pudo haber sido una línea más dura en el cine de Chaplin… ¿Pura especulación?
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