Pedro Almodóvar y el espíritu de Lucio
A principios de septiembre de este 2024, Pedro Almodóvar conquistó la Mostra de Venecia y se llevó el León de Oro con su primera película rodada en inglés, «La habitación de al lado». La historia es la que sigue: Ingrid (Julianne Moore) y Martha (Tilda Swinton) fueron amigas en su juventud, trabajando en la misma revista. Con el tiempo, Ingrid se convirtió en novelista de autoficción y Martha en reportera de guerra. Tras años sin contacto, se reencuentran en Nueva York en una situación crítica pero extrañamente dulce: Martha, madre imperfecta, se enfrenta a una grave enfermedad. Ingrid la acompañará durante meses, hablando sobre la muerte, la amistad y el placer sexual. Ahora, a finales de octubre, con la cinta en cines de medio mundo, el sello Reservoir Books ha publicado el guion de la película, el cual se basa en la novela «Cuál es tu tormento» de Sigrid Nunez. El libro, además del guion, imágenes de rodaje y fragmentos del storyboard, cuenta con un epílogo firmado por el propio Pedro Almodóvar, un texto inédito que LENGUA tiene el placer de compartir bajo estas líneas: en él, el cineasta reflexiona sobre el duelo y el acompañamiento a través de la historia y los recuerdos compartidos con un gato, el suyo, de nombre Lucio.
Por Pedro Almodóvar
Octubre de 2024. Pedro Almodóvar asiste a una proyección especial de La habitación de al lado en el Vue Cinema de Londres, Inglaterra. Crédito: Getty Images.
Estoy despidiéndome de Lucio, mi gato. Me basta mover unos centímetros la cabeza y sobrepasar la línea de la pantalla de ordenador para verle, tendido sobre la alfombra marroquí azul, junto a la mesa de cristal. Está con los ojos cerrados, parece profundamente dormido, después de haberle acariciado el lomo obsesiva y delicadamente, y rascarle la coronilla, algo que siempre le ha gustado.
Le digo: «Lucito, tesoro, ¿estás bien?». (Mi voz suena débil, suplicante y amorosa). Aunque parezca dormido mueve la cola. Cuando escucha mi voz mueve la cola. Mover la cola significa estoy vivo y te oigo.
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Dos o tres días después es miércoles y Lucio ya no está con nosotros. Estos dos últimos días he hablado con él más que en todos los meses del año. Le he acariciado continuamente, a lo largo del día. Hoy he dilatado la vuelta a casa, después de las entrevistas que tenía en la oficina para promocionar La habitación de al lado. Sin ningún entusiasmo, lo decide Lola por mí, me voy al chalet con Fernando. Hemos nadado y he conseguido concentrarme en una revista de decoración, The World of Interiors, mientras Fernando hacía sus cientos de rutinas acuáticas.
No quería mirar el reloj, pero el reloj estaba ahí, en la mesa blanca del porche, muy cerca de la revista. He visto cómo pasaba la hora acordada por el médico para sedar a Lucio. Llamo a Osama, que lo ha trasportado a la clínica, para que me cuente cómo ha ido el trámite. Me dice que ha sido muy rápido. Durante varios momentos del día he luchado contra las lágrimas, tengo que mantenerme firme, al menos durante las entrevistas. Y lo he conseguido, aunque era consciente de la debilidad de mi voz grabándose en el móvil del periodista. Débil y trémulo, por el recuerdo de Lucio pero que se solapaba perfectamente con la materia de la que hablábamos, la agonía vital de Martha (Tilda Swinton) en la película de la que hablábamos, una emoción tapaba la otra. En ambos casos se trataba de eutanasia. La eutanasia en la película y la eutanasia en mi vida.
Lo más duro era volver a casa. Afortunadamente estaba Fernando conmigo. De no ser así habría pedido ayuda, compañía, ese es otro de los temas principales de la película. Estar al lado, en silencio, pero estar. Cuando he entrado por la puerta Pepito, mi otro gato, de seis años, estaba situado a un lado de la mesa de cristal que los dos gatos han disfrutado diariamente. Su cuerpo pegado al cristal, en cada uno de los lados, perfectamente simétricos. Hoy estaba Pepito solo.
Esta misma mañana, a las 13 horas, antes de salir para la oficina, he ido al cuarto de invitados para despedirme de Lucio. Estaba reposando sobre la almohada de la cama, despierto. Me ha mirado con esos ojos enormes, sin pestañear. Estaba vivo, más delgado, pero a mis ojos parecía lleno de vida. Anoche mismo, algo que ya no hacía en las últimas semanas, vino a pedirme de cenar dos veces. Yo no hubiera accedido en otras circunstancias, pero anoche era la última noche.
La butaca descalzadora de esa habitación también era uno los lugares favoritos de Lucio. Últimamente. Y en el gimnasio, en el centro de la alfombra de Sonia Delaunay que aparecía en La piel que habito, la película en la que nos conocimos. He acercado mi cabeza a la suya, ese era su modo de saludar, cuando era yo quien estaba en la cama, buscando mi mano con la cabeza y frotando su cabeza en la palma de mi mano. Después se colocaba a los pies de la cama, rozándome las piernas, y normalmente no le bastaba un saludo, lo repetía dos o tres veces, hasta decidirse a quedarse dormido a los pies, siempre en contacto con mi piel.
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Hace catorce años rodábamos La piel que habito en un cigarral, cerca de Toledo; un lugar enorme, perfecto para esconderse o que nadie te vea, tienes que atravesar tres cancelas hasta llegar al cuerpo de la vivienda, donde vive y experimenta con la transgénesis el Dr. Ledgard, interpretado por Antonio Banderas. Además de la vivienda, enorme y con dos alturas, el lugar está rodeado por un jardín y varias dependencias separadas que encajaban perfectamente con el tipo de historia que ocurría allí. Un guarda cuidaba del complejo cuando no rodábamos. A este hombre le llevaban muchos gatos recién nacidos. En muchas ocasiones me encontraba algunos de ellos, que se sentían atraídos por el bullicio del rodaje. Tania, del equipo de arte, solía coger alguno y se lo metía en el delantal, convertido en bolsa marsupial al unirlo a la cintura. Uno de esos gatitos, que no medía más de una cuarta, era Lucito. Bueno, entonces se llamaba Lucía. Yo le cogía con frecuencia y ambos nos sentíamos muy a gusto en esos breves descansos del rodaje. Le pregunté al guarda cómo debía llamarle. Lucía, me contestó, me lo trajo una niña y me pidió que le llamara así, Lucía, como ella lo había bautizado.
El cigarral daba a una autovía, que algunos gatos se atrevían a atravesar guiados por el olfato, porque al otro lado había un restaurante. Y la mayoría morían arrollados por los coches. Me estremeció el comentario que el guarda nos dijo como algo natural. Tania decidió que cuando terminara la película se llevaría a la gatita que vivía todo el rodaje en su mandil. Una noche de fin de semana (todavía no había terminado el rodaje), la auxiliar de producción se presentó en mi casa con un arenero, recipientes para el agua y el pienso y plantó a Lucía en la cocina. Incrédulo, por el atrevimiento, le expliqué que yo no había convivido nunca con un animal, que no sabía qué hacer con aquella preciosidad, pero la auxiliar no me dio opción al rechazo. Acepté, pensando que mi hermana tiene dos gatos y que no le importaría adoptar a uno más.
Conviví con Lucía, que resultó ser Lucio, todo el fin de semana. Y ya no me separé de él en los catorce años siguientes.
Venecia, 2 de septiembre de 2024. Desde la izquierda: Alessandro Nivola, Tilda Swinton, Pedro Almodóvar, Julianne Moore y Alvise Rigo en la alfombra roja de La habitación de al lado, filme estrenado durante el 81º Festival Internacional de Cine de Venecia, donde ganó el León de Oro a la Mejor película. Crédito: Getty Images.
Hoy, el día después de la sedación, por la mañana, Rosalía, la chica que me ayuda en la casa, ha borrado las huellas de Lucio en los cojines grandes (anoche la forma de su cuerpo era tan clara, tan perfecta, que de algún modo Lucio estaba allí, de un modo fantasmal pero cercano y muy elocuente). No le dije previamente nada a Rosalía, pero hubiera preferido que no borrara la huella de Lucio del cojín grande. Cuando lo descubrí ya era tarde, el cojín estaba perfectamente mullido. El molde del cuerpo de Lucio había desaparecido. No me quejo, simplemente lo anoto con pena. El tiempo se encarga de borrar las huellas, aunque no creo que borre, por muchos años que pasen, los recuerdos de estos catorce años.
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El guion de Dolor y gloria empezaba con una escena (que desapareció en el montaje) en que Antonio y su asistente, Nora Navas, enterraban un gato a la sombra de un árbol, en un paraje natural y acogedor. Después se sentaban en un banco y ante la enorme tristeza de Antonio, Nora le proponía como consuelo adoptar un nuevo gato. Y Antonio, operado de la espalda, como yo, rechazaba la idea diciéndole que no debes tener un gato si no eres capaz de inclinarte para acariciarle cuando el animal está en el suelo.
Antes de anoche, es decir, la noche antes, aprovechando que Fernando estaba en casa, le dije que me hiciera una foto con Lucio. Me arrodillé sobre la alfombra de Sonia Delaunay con esfuerzo, y después me senté en el suelo, en una postura difícil para mí. Pero Lucio se había decidido por la alfombra y yo no quería molestarle llevándole a otro sitio. Hicimos la foto. Durante el lunes y el martes, hoy ya es jueves, le hice más vídeos y fotos de los que le he hecho durante los últimos catorce años. Mientras le grababa yo escuchaba mi propia voz con una dulzura y una ternura desconocidas para mí, nunca me había oído a mí mismo así, diciéndole «Lucito, tesoro, ¿estás bien, mi amor?». Todavía no soy capaz de ver esos vídeos. El dolor y la tristeza por su ausencia no tienen prisa en desaparecer, aunque tendré que darme una tregua los cuatro días del Festival de Venecia, y espero que tanto el uno como la otra me lo permitan. Lo importante es tener la mente ocupada, y seguro que la tendré rebosante, en el Lido me esperan decenas de entrevistas.
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He ido a la habitación de invitados para mirar en el asiento de la descalzadora, otro de los lugares donde Lucio pasaba varias horas al día, preferiblemente por la noche. Descubro que Rosalía no ha limpiado el asiento. Ahí sigue adherido parte de su pelaje. Le he dejado una nota a Rosalía en la cocina para que mañana no limpie esa butaca. No sé si me estoy portando de un modo morboso. Por si acaso ella no lee mi pósit, le he hecho fotos al asiento, tratando de hacer foco en los pelillos blancos, esparcidos como una constelación por la superficie del asiento de la butaca. No hay gran cantidad, pero se ven a simple vista. Lamenté no haberle hecho fotos también al hueco que el cuerpo de Lucio había dejado la noche antes, cuando a unos tres metros de distancia yo estaba tumbado en el sofá, frente a él. Estuvimos mirándonos largo rato. Sin darme cuenta estaba repitiendo parte de la reacción del personaje de Victoria Abril, cuando (en Tacones lejanos) confiesa en un telediario que ha matado a su marido. Y que después hizo fotos que muestra a la cámara, de su bolsa de deporte, del hueco que había dejado en su sillón favorito. En mi gesto encuentro resonancias de ese delirio amoroso del personaje de Victoria. Yo no he matado a Lucio, ella sí mató a su marido, pero esta reacción mía me demuestra el enorme valor que las fotografías entrañan para mí.
Venecia, Italia. 7 de septiembre de 2024. Pedro Almodóvar recibió el León de Oro de la 81ª edición de la Mostra de Venecia por su primera película en inglés, La habitación de al lado. Crédito: Getty Images.
Hoy después de la sesión de entrevistas he ido a Maribel Yébenes para una sesión de estética facial, básicamente consiste en ponerme un montón de distintas cremas y una electroestimulación del óvalo de la cara para reafirmarla. Una hora y cuarto. No me gusta hablar cuando me están toqueteando. Ni cuando el fisioterapeuta semanal se ensaña con mi cuerpo para distender las tensiones y fracturas. El silencio de hoy (durante la sesión de estética facial) me ha llevado inevitablemente a pensar en Lucio. He tratado de desviar mi pensamiento porque me hubiera echado a llorar ante el desconcierto de la chica que alimentaba mi cara con cremas. Hay muchos momentos en que inevitablemente pienso que ya los he vivido en alguna de mis películas. En la última, la que dentro de tres días iré a estrenar al Festival de Venecia, hay una secuencia en que Julianne Moore va a un gimnasio, cerca de la villa que comparte con Martha, el personaje de Tilda Swinton. El entrenador que la acompaña en sus ejercicios le comenta que la encuentra en muy buena forma física. Julianne, Ingrid en la película, permanece doblada por la cintura, casi sin aire, en silencio. El entrenador le pregunta si se encuentra bien. Y aunque nada en el contexto dé sentido a lo que dice, Ingrid responde que un corazón fuerte, en caso de enfermedad terminal, lucha con cada latido por sobrevivir. La agonía de un enfermo con un corazón fuerte es más larga. El entrenador se la queda mirando perplejo. Ingrid recupera la verticalidad y murmura suavemente, pero a bocajarro: «Vivo con una amiga que se está muriendo». Pensando en esta escena de la película, imaginaba que, si por debilidad se me escapaba una lágrima, tendría que darle una explicación a la chica que se encargaba de mi rostro y debía evitarlo.
Mis películas y mi vida. Me ocurre con frecuencia, por eso digo en algún pressbook que las películas tienen algo de premonitorio. Más de una vez me he visto repitiendo algo que ya había rodado con anterioridad años atrás.
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Vigilo a Pepito, el compañero de Lucio que ahora tiene unos seis años, vividos siempre en compañía de su hermano. Lo observo por si detecto algo que me indique que sabe lo que ha ocurrido en la casa donde vive. En su casa. Ahora somos solo dos. Cuando le he puesto la cena inevitablemente pienso en Lucio.
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Ha pasado más de una semana de todo esto. Cuatro viajes en avión a Venecia y Madrid, respectivamente, múltiples desplazamientos en incómodos vaporettos del aeropuerto al Lido, y del Lido a otra isla donde nos alojamos todo el equipo. Isolla delle rose. La isla de las rosas entera para nosotros. El lugar, planificado y construido de un modo raro, con espacios descompensados, evidenciaba que antes había tenido una vida distinta a la actual, y que su rareza era el resultado de la suma de esas dos existencias. En algún momento Tilda me dice que en el siglo XIX la isla era el lugar donde confinaban a los enfermos de cólera, y tuberculosis. Y que las otras islas cercanas también fueron sanatorios para tratar distintas enfermedades. A mí me recordaba a una cárcel, o algún lugar soñado por Italo Calvino en uno de sus relatos.
Victoria Abril y Pedro Almodóvar en una imagen de enero de 1992, pocos meses después del estreno de Tacones lejanos. Crédito: Getty Images.
Los festivales de cine, como Cannes o Venecia, son tan vertiginosos, que, a pesar del relumbrón, no tienes tiempo para el glamour ni la celebración. Siempre recuerdo los últimos momentos de estos festivales, al borde de un colapso nervioso. Solo en estos días tan acelerados, hablando italiano o inglés, el recuerdo de Lucio se ha desplazado.
Cuando he vuelto a casa he tenido la sensación, un poco triste, de que mi duelo había llegado a su fin. Entre los dos viajes a Venecia ha habido un intervalo en Madrid y aunque le decía a mi gente que no estaba esperando nada, que recuperaba mi vida donde la dejé antes de irme al festival, realmente se me han hecho dos días muy largos, porque sí que estaba esperando que llegara el viernes para saber si el jurado nos había concedido algún premio.
Y el viernes llegó, con el mensaje de que debíamos volver al Lido, a recoger un premio el sábado. No sabíamos cuál, pero desde luego merecía la pena desplazarse. Y mereció la pena. Nos otorgaron el León de Oro, máximo galardón del festival, y fue una emoción inmensa, no solo por el premio en sí, sino porque tanto el público del festival como mis paisanos españoles habían deseado intensamente ese premio y lo habían hecho suyo.
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Pocos minutos después de recibirlo, Tilda me dijo en una conversación por FaceTime que este león dorado venía a sustituir en mi vida a Lucio. Que desde más allá de la nieve, recurrente epifanía en nuestra película, Lucio me enviaba a este felino alado y dorado. Recuerdo que poco después de morir mi madre, mi película de entonces, Todo sobre mi madre, obtuvo un Oscar y varios premios Goya, entre muchos premios internacionales. Más de una amiga me dijo algo parecido a las palabras de Tilda. Esto, los premios, te los envía tu madre. Los premios eran el modo en que mi madre, recién fallecida, me animaba a seguir adelante. Es un sentimiento que alivia bastante, pero no lo entiendo como algo literal, representa más bien la voluntad de los amigos por consolarte, manteniendo vivo el recuerdo del que se ha ido.
Los que se han ido no nos olvidan, parecen decir, pero creo que es al revés, los que nos quedamos no olvidamos a los que se fueron y que ellos, como Martha en mi película, encuentran el modo de reencarnarse. En La habitación de al lado Martha se reencarna (además de en su propia hija) en la nieve esponjosa que cae sobre el bosque que rodea la casa de Ingrid y Martha. En mi caso, Lucio se ha reencarnado en la forma de un león alado y dorado.
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Hace tiempo que no me siento tan acompañado como ahora. Y de eso va La habitación de al lado, de acompañar, de estar al lado, aunque sea en silencio. Hay momentos importantes en la vida en que es lo máximo que podemos hacer por los demás. Saber acompañar es una de las grandes virtudes del ser humano.
Cannes, Francia. Mayo de 2006. Desde la izquierda: Blanca Portillo, Lola Dueñas, Penélope Cruz, Pedro Almodóvar, Carmen Maura y Yohana Cobo. La película Volver logró de forma colectiva el premio a la Mejor interpretación femenina y el premio al Mejor guion en la 59ª edición del Festival de Cine de Cannes.
Ahora vivo con Pepito, el hermano menor de Lucio. Lo observo buscando alguna señal que me indique que es consciente de lo que ha pasado. Aunque me visita y me ronronea al principio de la noche, la mayor parte de la misma se la pasa solo. Lucio ya no está con él. No sé si en su cabecita cabe este pensamiento.
Cuando me siento en un rincón del sofá, no importa donde esté Pepito, a los pocos minutos lo tengo encaramado sobre el pecho, ronroneando y masajeándome el cuello y el pecho como si fuera el vientre de su madre.
Ahora hablo mucho más con él. Le repito que ahora estamos los dos solos y duplico mis atenciones como si Pepito contuviera dentro de sí a un Lucio invisible. El espíritu de Lucio.
Cuando he vuelto la segunda vez de Venecia le he dicho a Rosalía que podía limpiar la butaca del cuarto de invitados, que extrajera todos los pelos de Lucio adheridos a su asiento. Ya no habría huellas orgánicas del gato. Cierro ese capítulo, esto no significa que lo haya olvidado, el duelo que creía superado por el ajetreo de semana posterior al sacrificio ha vuelto, pero esta vez más suave, es un recuerdo placentero.
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La otra noche, mientras leía antes de dormir, con Pepito hurgando en mi cuello en el escaso espacio que hay entre mi cuerpo y el libro que estoy leyendo, me vino a la mente el recuerdo de mi propia voz diciéndole a Lucio palabras llenas de cariño, en un registro que yo no me conocía. Es extraño que además de la imagen del gato, mirándome con sus ojos enormes, sin pestañear y reaccionando siempre a mis caricias, mantenga un recuerdo tan vívido de mi propia voz. Creo que nunca me he referido a otro ser vivo con la misma ternura y la misma dolida delicadeza. Recuerdo una y otra vez mis últimas palabras a Lucio. Las guardo como un tesoro.
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