La novela de Tarantino: literatura bastarda con gloria
Quentin Tarantino dijo una vez que sus libros preferidos son las novelas basadas en películas, quizás el más bastardo de los géneros literarios, más cercano a la mecanografía que a la escritura. Un fenómeno en los años setenta, cuando todavía no existía el videocassette y no había otra forma de volver una y otra vez a un film, resulta lógico que el desembarco del director en la literatura sea la novelización de su último trabajo en el cine, «Érase una vez en Hollywood», con una operación auténticamente tarantinesca: no contar nada tal como aparece en la pantalla. La llegada de la película a Netflix en América Latina es el pretexto perfecto para releer esa primera novela (publicada en 2021 por Reservoir Books) que, ya sabemos, no será la última: Tarantino prometió filmar solo una vez más antes de abandonar el cine para dedicarse exclusivamente a escribir y confirmar que es el único sobreviviente de Hollywood con un estilo de escritura reconocible desde el primero hasta el último minuto de su obra.
Por Hernán Ferreirós
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Crédito: Getty Images.
Las novelizaciones de películas existen desde los inicios del cine, pero se volvieron mucho más frecuentes en la década de los 70, antes de la era del videocasete, cuando eran la única forma realmente a mano de regresar a un filme. La llegada de los blockbusters como Tiburón hizo evidente que había que aprovechar comercialmente el inagotable interés del público por estos sucesos cinematográficos fuera de toda escala, expandiendo su mundo a un conjunto de productos satelitales como secuelas, series de televisión, cómics, videojuegos, juguetes y, claro, novelas.
La novelización acaso sea el más bastardo de los géneros literarios, más cercano a la mecanografía que a la escritura, ya que pareciera que solo pone en papel el argumento de una película, aumentando los detalles en las biografías de los personajes o en las historias secundarias. Sin embargo, no es infrecuente que las novelizaciones tomen desvíos inesperados con respecto a sus fuentes y presenten cierto grado de independencia, no tanto por un ímpetu creativo de los novelistas contratados para el trabajo, sino porque suelen ser perpetradas a partir de un borrador del guion y sin conocer el filme, de modo que el trabajo de descripción de la película no tiene más remedio que recurrir también a la imaginación. Es sabido que uno de los escritores más activos en este rubro, el autor de ciencia ficción Alan Dean Foster, debió completar su novelización de Alien sin tener ni idea de qué aspecto tenía el monstruo en la película.
Sus autores suelen ser escritores de géneros populares en busca de dinero rápido. Algunas veces, también los guionistas del filme, que aprovechan para meter en el libro todas las páginas de su guion que quedaron fuera de la película. Muy ocasionalmente, están atribuidas al director: la novelización de Encuentros cercanos del tercer tipo está firmada por Steven Spielberg, la de La guerra de la galaxias por George Lucas y la de Rocky por Sylvester Stallone, pero es altamente improbable que hayan hecho algo más que poner su nombre mientras que el trabajo recaía sobre los tangibles hombros de un escritor fantasma. Hay novelistas que filmaron sus propios libros, como Clive Baker, Pier Paolo Pasolini o Catherine Breillat. Sin embargo, el caso de Érase una vez en Hollywood parece único. Es la primera vez que un director (y guionista) encara verdaderamente la transformación de su propia película en una novela.
Ficciones
Quentin Tarantino declaró que las novelas basadas en películas son su lectura favorita. No resulta sorprendente, entonces, que su primera incursión en la literatura sea la novelización de su último trabajo en el cine y, además, propuesta como un tributo al rubro. La versión norteamericana del libro fue publicada directamente en una edición de tapa blanda a pedido del director (saltándose la publicación de tapa dura, mucho más redituable para la editorial), porque tal era el modo en que aparecían tradicionalmente las novelizaciones de películas, así como todos los estratos más bajos de la literatura popular. El diseño retro del libro, con fotos de las estrellas en la tapa, confirma tal estirpe. A diferencia de toda otra novelización, esta asume que el lector vio la película y no cuenta nada tal como aparece en la pantalla: cuando se narra una escena que llegó al corte final, siempre tiene elementos nuevos y está presentada desde un punto de vista distinto del que conocen los espectadores. El texto no es solo la transposición del guion en formato de prosa sino una auténtica novela que complementa y expande la película.
Si bien hay algunos otros realizadores de Hollywood con una evidente facilidad para la palabra, volcada no solo en guiones sino también en novelas o cuentos, como es el caso de Ethan Coen o David Cronenberg, Tarantino acaso sea el único con un estilo de escritura propio que es reconocible en toda su obra.
El director (que obtuvo sus dos Oscars como guionista, uno por Pulp Fiction y otro por Django sin cadenas) declaró que filmará tan solo una película más y luego, antes de que comience lo que anticipa como una inevitable decadencia, abandonará el cine para dedicarse exclusivamente a escribir novelas. Se puede afirmar, sin embargo, que con sus filmes ya lo venía haciendo. Si bien hay algunos otros realizadores de Hollywood con una evidente facilidad para la palabra, volcada no solo en guiones sino también en novelas o cuentos, como es el caso de Ethan Coen o David Cronenberg, Tarantino acaso sea el único con un estilo de escritura propio que es reconocible en toda su obra. Sus películas son como novelas en el sentido de que no respetan la estructura tradicional de los tres actos, presentan narrativas no lineales, se entregan a largas digresiones y, sobre todo, inventaron una forma de hablar, un nuevo tipo de diálogo cinematográfico que es también novelístico y constituye su marca registrada.
Los celebrados devaneos de sus personajes sobre «Like a Virgin» de Madonna, los nombres de las hamburguesas o la ascendencia negra de los mafiosos sicilianos, no son realmente diálogos funcionales, ya que no proporcionan información imprescindible, no hacen avanzar la acción, no contribuyen a delinear al personaje y ni siquiera representan de una manera realista la forma de hablar de nadie. Son pura escritura, un habla artificial que goza de su artificio, una forma de prosa que requiere de oficio literario y que es la manifestación más notable del estilo de Tarantino. Claro que como Tarantino no solo es un escritor dotado sino también un cineasta de gran talento, no detiene su filme para exhibir sus monólogos ingeniosos sino que estos están integrados en la narrativa y ubicados en momentos de máxima emoción, generalmente dilatando y por esto potenciando la llegada del clímax de la escena. Cuando Bill (David Carradine) le explica a La Novia (Uma Thurman), durante varios minutos, que el débil, torpe y temeroso Clark Kent no es la personalidad secreta de Superman sino el modo en que un superhombre interpreta a los humanos está, con este aparente desvío, recargando la tensión de un duelo inminente que estuvimos esperando durante dos películas enteras.
Tarantino pone a sus personajes en diferentes escenarios, con poco que los una, y los utiliza como excusa para entregarse a un ejercicio nostálgico de restauración de su infancia.
Según dijo Tarantino, la idea para Érase una vez… le vino durante el rodaje de A prueba de muerte, en la que Kurt Russell interpreta a Stuntman Mike, un doble del cine de acción y, también, un asesino psicótico que mata mujeres con su automóvil: un inédito cruce entre J. G. Ballard y Roger Corman. Para llevar adelante las escenas ultraviolentas de este doble, Russell tenía a su propio doble de riesgo, con el que trabajó casi toda su carrera. El vínculo en el set de estos dos hombres de mediana edad, vestidos y peinados del mismo modo, que trabajan juntos con la familiaridad y la naturalidad de quienes se conocen desde siempre pero que, a la vez, comparten la certeza de que ese vínculo está llegando a su fin, fue el germen de esta película. Así nacieron Rick Dalton (Leonardo Di Caprio), un actor que alcanzó cierto éxito a mediados de los 50 pero cuya estrella, quince años más tarde, se está apagando, y Cliff Booth (Brad Pitt), su mejor amigo, su asistente personal y su doble, un antiguo héroe de guerra que quizás haya matado a su mujer en una discusión marital y a quien, salvo por Dalton, nadie contrata.
El plan original era construir un thriller con estos personajes pero, a poco de comenzar el guion, Tarantino decidió que Dalton y Booth eran lo suficientemente interesantes para sostener la película sin necesidad de una trama policial que la atravesara, de modo que descartó buena parte del argumento y se quedó con ellos. Si el resultado parece una deriva sin demasiada estructura es porque eso es precisamente lo que es. Tarantino pone a sus personajes en diferentes escenarios, con poco que los una, y los utiliza como excusa para entregarse a un ejercicio nostálgico de restauración de su infancia: hace una reconstrucción minuciosa y erudita de Los Ángeles en 1969, y se divierte calcando westerns televisivos, musicales y copias italianas del cine de Hollywood, probablemente todo lo que veía cuando chico (de hecho, el niño Tarantino tiene una breve aparición en la novela, como un fan de las películas de Dalton). Si bien cada escena es disfrutable por sí misma, la forma libre de la película hace que sea difícil entregarse completamente al relato. De todos modos, sabemos que Sharon Tate y Charles Manson son dos de los personajes centrales, así que está claro hacia dónde se dirige.
Así como es una celebración de su época, la película desprecia la contracultura de los 60: «Fucking hippies» es un mantra que Dalton repite frecuentemente. Hay un enfrentamiento generacional entre este actor maduro, tan moldeado por costumbres del pasado que ya empieza a ser una reliquia, y los representantes de la nueva era, todos hippies sin atributos positivos: son traicioneros, delirantes, manipulables, aprovechadores y sucios. Y, como les si faltara algo, son miembros del clan Manson. Entre un representante del Hollywood clásico y los asesinos de Sharon Tate no hace falta aclarar dónde deposita Tarantino sus simpatías.
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Tarantino delante de un afiche de la película Érase una vez en Hollywood. Crédito: Getty Images.
Esta batalla cultural (y eventualmente física) entre dos generaciones reproduce una más actual entre la generación de Tarantino (los boomers, los X) y los millennials, los abanderados de la corrección política y la inclusión. La película en su totalidad se hace eco de los sentimientos de Dalton y es un «fuck you» al Hollywood woke. Deliberadamente toma el camino opuesto a toda la normativa vigente según la que ahora se evalúan las películas: los protagonistas son dos hombres blancos, heterosexuales, cisgénero y de mediana edad (la «crítica» llegó a contar la cantidad de palabras que dice el personaje de Margot Robbie —menos que Di Caprio— para demostrar hasta qué punto la película es sexista); no hay inclusión de minorías desfavorecidas salvo por un personaje asiático, Bruce Lee (Mike Moh), que es ridiculizado para lograr un efecto cómico (la hija de Bruce Lee denunció el racismo de Tarantino en esa escena) y, como si esto fuera poco, en el clímax, los héroes literalmente muelen a palos y luego incineran a una mujer, una asesina que previamente intentó matarlos. Esta escena es tan granguiñolesca, tan excesiva que no puede ser confundida con nada real como la violencia de género. Es una violencia de dibujo animado que señala que el cine no es la vida, que en una ficción pueden suceder estas cosas y nadie sale lastimado.
Esta distinción básica es esencial en la obra de Tarantino. El aforismo más conocido del filósofo Jacques Derrida afirma que «no hay nada afuera del texto», una reposición del giro lingüístico que señala que todo signo remite a otro. En el caso de Tarantino podría parafrasearse como «no hay nada afuera del cine» o, de modo más amplio, de los artefactos de la cultura popular. A falta de una mitología, los Estados Unidos tienen su cultura pop. Las películas de Tarantino no remiten al mundo real sino al mundo como lo muestra la pantalla: la historia o la política solo aparecen en su obra tal y como fueron explicadas por el cine. Sus gánsteres, sus esclavos o sus oficiales nazis no tienen ninguna pretensión de realismo: son personajes de ficción que toman sus rasgos de otros personajes de ficción. El credo estético y político de Tarantino nunca es más claro que en el final de Bastardos sin gloria, cuando Hitler es asesinado por una sobreviviente judía en un cinematógrafo. Es decir, el mundo real sale eyectado por la ventana porque el cine tiene uno mucho mejor que ofrecernos. El final de Érase una vez en Hollywood ejerce un revisionismo histórico-cinéfilo similar.
Las películas de Tarantino no remiten al mundo real sino al mundo como lo muestra la pantalla: la historia o la política solo aparecen en su obra tal y como fueron explicadas por el cine.
La novela Érase una vez en Hollywood es inequívocamente una obra de Tarantino, tanto como la película que le dio origen. Su estilo es notable en cada página. El monólogo en que un proxeneta francés le explica a Cliff Booth qué debe hacer para vivir de las mujeres está a la altura de cualquiera de sus mejores escenas en el cine y si no aparece en Érase una vez… es porque fue escrito después de que el filme estuviera terminado. Así como la película no tiene una estructura convencional, la novela parece construida como el conjunto de «extras» de un DVD reproducidos de modo aleatorio. Hay una total ruptura con la dinámica de enigmas y revelaciones que llevan de la nariz a los lectores de los relatos tradicionales. De hecho, antes de concluir el primer tercio del libro, se revela el final de la película, la escena que cruza a Dalton con sus odiados hippies. No solo eso, el narrador detalla las consecuencias de estas acciones hasta el final de la carrera del actor. Mucho más que la película, el libro rechaza apoyar su arquitectura en suspense o incógnitas. Aquello que nos impulsa a seguir leyendo es la voz de Tarantino, no la resolución de una historia.
En la película, el realizador juega a filmar los duelos de los westerns de los 50 o las persecuciones en auto de los eurothrillers. Del mismo modo, en la novela no obedece los dictados de la lógica narrativa sino que, más bien, persigue su disfrute como autor. Así, el exsoldado y doble de acción Cliff Booth se revela también como un cinéfilo avezado que reflexiona de modo igualmente sólido sobre el clásico erótico de Vilgot Sojman Soy curiosa (amarillo) como sobre el cine de Akira Kurosawa, al tiempo que se reserva duras palabras para la obra de Michelangelo Antonioni. En los abundantes pasajes en que alguien habla de cine, ya sea sobre directores desconocidos del cine de acción, spaghetti westerns o la obra de Roman Polanski, no hay una distinción entre la voz del narrador y la de los personajes. Quien habla es Tarantino. Incidentalmente, se reveló que el realizador firmó con su editorial un contrato por dos libros y que el segundo sería uno de crítica cinematográfica. Este también funciona como un anticipo de ese otro.
Así como la película no tiene una estructura convencional, la novela parece construida como el conjunto de «extras» de un DVD reproducidos de modo aleatorio.
La novela es un conjunto de largos desvíos con la forma de capítulos que expanden y muchas veces resignifican la película. Los personajes centrales, en particular Cliff, son totalmente redimensionados. Por ejemplo, se explicita si mató a su mujer, se detalla su experiencia en la guerra, su vida como expatriado en Francia y su actividad como organizador de peleas de perros. El individuo ambiguo del filme se vuelve aquí despiadado al punto de que se permite matar a dos mafiosos a sangre fría solo para ver si puede salirse con la suya. Sus escenas en la novela no desentonarían en una de Elmore Leonard, autor favorito de Tarantino, al que adaptó en Jackie Brown.
También los personajes secundarios, como Roman Polanski o Sharon Tate (Margot Robbie en el film) aquí ganan espesor, en particular Tate, quien despliega una voz y una interioridad equivalente a la de cualquier personaje masculino, seguramente no tanto como una respuesta a las críticas de sexismo de la película, sino porque es lo que Tarantino consideró que el personaje requería en este nuevo formato. Roland Barthes escribió un célebre artículo llamado «El placer del texto» en el que reivindicaba la lectura como una actividad fundamentalmente hedonista. En Érase una vez en Hollywood, tanto la película como el libro, Tarantino tomó una aproximación similar como autor y claramente decidió ocuparse solo de aquello que le da placer. Si uno comparte los gustos del director, es un placer que se contagia.
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