Oppenheimer por Nolan: manual para (no) destruir el mundo
Robert Oppenheimer otorgó a la humanidad un poder inmenso para luego ser castigado por esa ofrenda. El libro «Prometeo Americano», de Kai Bird y Martin Sherwin (publicado este año por Debate por primera vez en español), y la reciente película de Christopher Nolan inciden en la figura de este Prometeo del siglo XX.
Por Carlos Hortelano
El actor irlandés Cillian Murphy como Robert Oppenheimer en una imagen promocional de Oppenheimer. Crédito: cortesía de Universal Pictures.
Espacio. En los cuatro puntos cardinales sólo se atisban kilómetros de yermo donde, por no haber, no hay ni estepicursores rodantes que certifiquen que allí no hay nada, salvo un puñado de hombres. Estos, inmersos en un proyecto pionero, se disponen a comprobar en mitad del desierto de Nuevo México si el ingenio que ha trastocado sus vidas, sus carreras y sus familias, y ocupado sus días y sus noches desde hace tres años, funciona. Si el poder de destrucción, devenido ya objeto de apuesta, corresponde con lo que su país precisa para -dicen- acabar esta guerra y quizá todas las guerras, las presentes y las futuras. Estos hombres saben que a esa capacidad arrasadora de la bomba hay que referirse con prefijos, es decir, que la tonelada de TNT que sirve de referencia para medir la energía liberada por la explosión se ha quedado corta. Aparte de eso no se sabe mucho más, y esto bien lo demuestra la amplia horquilla que manejan en sus predicciones: los más cautos hablan de tres kilotones, otros suben el envite a veinte. Pero ni el más osado se atreve a asumir la apuesta máxima: que en cuanto explote esa mole de plutonio de nombre Trinity va a incendiar la atmósfera y, efectivamente, va a acabar con las guerras por la vía rápida, desahuciando también a quienes las provocan y combaten en ellas. Los encargados de hacer los cálculos dicen que la probabilidad de que esto ocurra es prácticamente nula, pero nunca un prácticamente ha asustado tanto.
Tiempo. El atmosférico y el cronológico. En esta noche de julio el primero no acompaña, pese a que el verano ha sido, hasta el momento, especialmente seco y caluroso. El segundo, el cronológico, está sujeto a la evolución de la tempestad que se ha desatado en esta parcela de desierto en medio del desierto. Detonar la bomba durante esta tormenta queda descartado: en una situación donde la incógnita campa a sus anchas sería insensato añadir más variables incontroladas. El principal peligro es el viento, que azotando a cincuenta kilómetros por hora se convertiría en aliado de la radiación, esparciendo su poder deletéreo.
La biografía definitiva
Y, de repente, el temporal amaina. Son las cinco de la mañana del lunes 16 de julio de 1945. La detonación se programa para media hora después. Quedan, mientras tanto, treinta minutos en los que no se sabe muy bien qué hacer más que esperar. ¿Qué se hace en el tiempo muerto antes de liberar una explosión de plutonio?
Arriba, fotograma de Oppenheimer. Abajo, el director de la película, Christopher Nolan (en el centro, con el brazo levantado), le da indicaciones a Cillian Murphy. Crédito: cortesía de Universal Pictures.
Christopher Nolan quiso prescindir de los gráficos generados por ordenador (una técnica conocida como CGI) para recrear la explosión de la bomba. En su lugar optó por una real y a pequeña escala que, después de un fino y exhaustivo trabajo de artesanía, simulase una detonación nuclear. Sobra decir que nadie en la sala de cine ha visto nunca una, y es por ello que quienes asistimos al pase participamos de la cuenta atrás con emoción y, por qué no decirlo, un punto de temor a que al final no sea para tanto. En la película son las cinco y media de la mañana. A esa hora uno de los hombres del proyecto Manhattan se encarga de pulsar el botón rojo del detonador, y es inevitable creer que en ese instante fugaz que supone accionar un botón este hombre piensa que será lo último que hará en su vida. Pero no es eso lo que ocurre: sí el advenimiento de una luz cegadora, un fuego que del blanco pasa al amarillo y luego al naranja, una columna fungiforme que se eleva a kilómetros del suelo y tiene como capitel una nube que oscila entre el negro y el violeta. Y más de un minuto después, el estruendo, un calor sofocante y el silencio.
Son las cinco de la mañana del lunes 16 de julio de 1945. La detonación se programa para media hora después. Quedan, mientras tanto, treinta minutos en los que no se sabe muy bien qué hacer más que esperar. ¿Qué se hace en el tiempo muerto antes de liberar una explosión de plutonio?
Robert Oppenheimer, el niño que creció en un judaísmo laico, el alumno macilento y enjuto de ojos de agua, el estudiante poco ducho en la física experimental que a causa de una frustración mal digerida quiso envenenar a su profesor de laboratorio valiéndose de una manzana condimentada con sustancias tóxicas —pasaje que sucedió y se recoge en Prometeo americano, la biografía escrita por Kai Bird y Martin Sherwin, pero que en la película de Nolan se adorna hasta el punto de que es Niels Böhr el que casi ingiere la fruta envenenada— había liderado uno de los más grandes experimentos de la historia. Oppenheimer estaba exultante al comprobar que, técnicamente, el proyecto Manhattan se había cerrado con un rotundo éxito, y esto era lo único que importaba en ese instante. No era el momento de las consideraciones morales. Con Hitler suicidado en el búnker berlinés y Alemania fuera del tablero, lo que Estados Unidos decidiera para conseguir la capitulación de Japón y finalizar la Segunda Guerra Mundial ya no era de la incumbencia de un científico. Y es que Oppenheimer, trasunto modernísimo de Prometeo, había obtenido de la naturaleza una fuerza monstruosa que donó a los hombres para que, libres, dispusiesen de ella.
Pero bien es sabido que el Prometeo mitológico fue castigado por los dioses encadenado a una roca y eviscerado por las carroñeras.
«Now I am become Death, the destroyer of worlds» [Ahora me he convertido en la Muerte, destructora de mundos]. J. Robert Oppenheimer, 1965. Crédito: cortesía de Universal Pictures.
Hay dos frases en la película de Nolan que, en cierto modo, presagian el destino de Oppenheimer, y ninguna de ellas sale de los labios su protagonista: «La brillantez compensa casi todo» y «la genialidad no implica sensatez». Oppenheimer era, sobra decirlo, un genio que, sin haber recibido nunca el premio Nobel, contribuyó decisivamente a la física del siglo XX. Se trataba, además, de alguien que de forma casi chamánica espoleaba la inteligencia de quienes estaban a su alrededor, haciéndoles sacar lo mejor de sí mismos. Pero en ese «casi» que falta para compensarlo todo estribaba su punto débil, el que supuso su descenso a los infiernos. Fueron su presunción, el escaso control de sus emociones y su tendencia a humillar al sentirse herido los clavos de su ataúd, actitudes que se concretan en dos momentos cruciales de la vida del científico. El primero fue el fatídico affaire Chevalier, una conversación casual en una cocina en la que se le tentó con la posibilidad de pasar secretos nucleares a la Unión Soviética. El segundo fue el escarnio público al que sometió a Lewis Strauss —el mismo que le abrió la puerta del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde Oppenheimer coincidió con una pléyade de científicos como difícilmente la ha habido en un mismo lugar—, ya cuando Oppenheimer había tomado conciencia del peligro de una escalada nuclear en la que los dos escorpiones, con tal de eliminar al otro, acabasen también consigo mismos.
Oppenheimer era, sobra decirlo, un genio que, sin haber recibido nunca el premio Nobel, contribuyó decisivamente a la física del siglo XX. Se trataba, además, de alguien que de forma casi chamánica espoleaba la inteligencia de quienes estaban a su alrededor, haciéndoles sacar lo mejor de sí mismos.
Oppenheimer, que durante toda su vida adulta había sido objeto de vigilancia oficial a causa de sus simpatías izquierdistas, proporcionó con los episodios de Chevalier y Strauss la munición que sus enemigos buscaban. En un proceso celebrado en plena caza de brujas macartista y que a todas luces puede calificarse de kafkiano, el físico vio como su reticencia a la proliferación de armas nucleares provocaba la revocación de sus credenciales de seguridad, las que le daban acceso a la información clasificada de la Comisión de Energía Atómica. El acto de desagravio se produjo en 1963, cuando el presidente Johnson otorgó a Oppenheimer el premio Enrico Fermi de la Comisión de la Energía Atómica, la misma que diez años antes decidió que el creador de la bomba atómica suponía un riesgo para la seguridad nacional y, por ende, no debía acceder a los secretos nucleares de su país.
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