Cristina Rivera Garza por Laura Fernández: el diálogo con Liliana que no termina, ni terminará
Ella quería que su hermana viajase. Que viajase todo lo que no pudo viajar. «Fue lo primero que le dije a mi editor inglés. Él quería saber qué había pensado para el libro, cuáles eran mis expectativas respecto a la edición inglesa. Y yo le contesté: "I want Liliana to go places". Que es como decir que quería que Liliana tuviera un futuro, que llegase lejos. Todo lo lejos que fuese posible. Porque ese ha sido mi compromiso con ella desde el principio». La que habla es Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, México), que no podía imaginar, en esa reunión con su editor, la reunión que tuvo cuando la traducción de «El invencible verano de Liliana» (Random House) estuvo lista, que ese libro que contiene, y contendrá para siempre, a su hermana, que la invoca y la vuelve «real», la coloca junto al lector, que está con él mientras lee, ganaría el Premio Pulitzer. Algo, admite, inimaginable. «Sólo ha podido ocurrir porque el libro fue escrito originalmente en ambas lenguas, inglés y español», dice. Con un pie y un pedazo de su mente, esa mente siempre inquieta, siempre en busca de algo que devolver a la vida, que reinterpretar, algo a lo que darle el espacio que se le negó, en Estados Unidos y otro en México, la escritora ha hecho Historia, con mayúsculas, con un delicado y potente, valiosísimo artefacto que sirve de amuleto para nombrar aquello que no se nombra, y para permitir que exista, y así poder huir de él, o aprender a desactivarlo. Porque no puede lucharse contra el monstruo si nadie lo está viendo. Porque el monstruo —aquí, el feminicidio, que aún no era palabra cuando ocurrió, cuando le ocurrió a su hermana Liliana— no existe si no se le nombra. O, mejor dicho, existe, pero no hay forma de darle «caza» porque se esconde en otras «formas». «En inglés sigue sin existir una palabra para el feminicidio. No hacen más que traducirme mal cuando la digo. El feminicida es un simple "killer" para ellos. Y no es así. Si mi hermana hubiera tenido las herramientas que tenemos hoy, lo que ocurrió se podría haber evitado. Habríamos visto más de lo que vimos», dice. Lo que vieron, y lo que no, está dentro de ese libro que, además de un brillante, casi palpable —su lectura es por completo sensorial, las palabras producen imágenes a la manera de un poema que estuviese «pensando» mientras se escribe— ejercicio literario, una invocación de no personaje sino «alma» de ese personaje, un alguien real al que la escritura ama, y el lector «conoce»—, es un manual de detección de monstruos, o de ese tipo de monstruos. Aquí, Rivera Garza le cuenta a la periodista y escritora Laura Fernández cómo gestó su obra, pensando siempre en el otro.
Por Laura Fernández

Cristina Rivera Garza. Crédito: Lisbeth Salas.
La mañana es una mañana cualquiera de junio. En un mes y algunos días se cumplirán 34 años desde que Liliana Rivera Garza fue asesinada. Lo único que había hecho era enamorarse de un tipo que nada tenía que ver con ella. Un tipo que pensaba demasiado en sí mismo. Un tipo que era un (YO) andante, y que no podía soportar, de tan pequeño como se sentía, y tan grande como se pretendía, que ella no estuviese a su alcance. Sabía de su valor. Y trató de quitárselo. Liliana arrastró esa relación durante años. La sufrió, casi siempre en silencio. No era la clase de chica que podía sufrir algo así. ¿O sí? ¿Existe esa clase de chica? El año era 1990, se habían conocido en 1986. Y se habían convertido en una suerte de extraña pareja. Ella, la intelectual, la lectora, la escritora, la chica con una cámara colgada, siempre lista para hacer del momento algo trascendente. Él, el chico duro, guapo, al volante a menudo de coches, el tipo al que le costaba formar parte del grupo, pura oscuridad por momentos. Nadie sabía de lo peligroso que podía llegar a resultar. Ni de cómo iba a volverse la relación una habitación cerrada. Una habitación cerrada que Liliana sufría pero que no sabía cómo comunicar. Porque era ella quien se había metido allí. Y ¿cómo era que no podía salir? ¿No salía todo el mundo? ¿No estaba intentando salir? En las últimas páginas de El invencible verano de Liliana, Cristina, su hermana, la distingue, en la distancia, tratando de salir. Y lo hace a través de lo que de ella sabe en ese momento. De lo que encuentra. De cómo la encuentra en aquello que tomaba el pulso a sus días. Las canciones que escuchaba, las cartas que escribía, las anotaciones en cuadernos, y en su diario, los recados sueltos que, cuando abrió las cajas que la contenían, salieron, literalmente, recuerda, «volando». «Ella era aficionada al origami, y hacía pequeñas bombas con sus cartas, que te saltaban encima cuando las abrías», recuerda. Eso fue lo que pasó cuando, casi 30 años después de su muerte, el año 2020, Cristina Rivera Garza entró en la casa familiar, la casa en la que el nombre de su hermana había dejado de pronunciarse, para echar un vistazo a los papeles de Liliana, con el fin de reabrir el caso. «Yo iba buscando una libreta de direcciones, para intentar dar con los amigos de entonces, y que me contasen lo que recordaban de la época. Mi intención era puramente pragmática. Pero cuando abrí la primera caja, y salieron aquellos papeles volando, fue como liberarla», dice. Recuerda que era un 9 de enero. Estaba a punto de desatarse la pandemia.
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Laura Fernández: ¿Habías intentado escribir antes sobre ella?
Cristina Rivera Garza: Sí. Lo había hecho. Tengo dos manuscritos fracasados que escribí en dos momentos distintos. Los dos están completos. Pero por fortuna pasarán el resto de la eternidad escondidos. Cuando abrí aquellas cajas y me encontré con su voz, me di cuenta de por qué aquellos manuscritos habían fracasado. Les faltaba lo más importante. Les faltaba Liliana. Les faltaba su voz. Cuando encontré todas aquellas notas, aquel archivo completo de sí misma, lo metí en una maleta y me lo llevé a Houston conmigo. La presencia de mi hermana allí era abrumadora. Supe que lo que había hecho mal era tratar de escribir un libro sobre ella. Tenía que escribir un libro con ella. Tenía que dejar la rabia de lado, mi rabia, la rabia que agrandaba al feminicida, y centrarme en la persona que había sido Liliana. Alguien que jamás se sintió una víctima. Una chica con un humor genial, que sabía disfrutar de la vida, con amigos cercanos, con amores también. Tenía que conocerla en sus términos, no proyectar desde el futuro. Tenía que detener mi voz narrativa, no quería traducirla de más.
«A Liliana le habían quitado el aire y la vida. Por eso era tan importante crear un espacio en el que devolvérselo, de alguna forma. Un espacio seguro en el que tuviera la palabra. Yo sólo debía ser la responsable de la invocación».
Laura Fernández: Hablas de traducir, y de alguna forma, eso es lo que ocurre en el libro. En la transcripción de Liliana, de todas esas notas que dejó, sus cartas, lo que de ella recuerdan los amigos y las amigas, sus otros novios, hay una mediación, hay una interpretación, pero siempre pegada a lo que se dice, pegada a la voz, que es lo que trae a tu hermana de vuelta. ¿Cómo se hace algo así, soportando a la vez tanto dolor?
Cristina Rivera Garza: Quería que las cartas estuviesen ahí tal y como son y que fuese el que las leyese el que sacase sus conclusiones. Lo que hace mi voz es reconocer las cosas que ella no podía ver ni interpretar. Lo crucial que es tener palabras para poder identificar el peligro. Se nota un malestar en sus escritos, que está empañado por un lenguaje muy concreto, el del amor romántico, muy complejo, que impide ver lo que está pasando. Es él, el lenguaje, el que decide qué vemos. Digamos que fui dejando que surgieran las reglas del libro. A Liliana le habían quitado el aire y la vida. Por eso era tan importante crear un espacio en el que devolvérselo, de alguna forma. Un espacio seguro en el que tuviera la palabra. Yo sólo debía ser la responsable de la invocación. La protagonista iba a ser ella. Y, dicho esto, transcribí, sí, todas esas cartas, y los pedazos de sus diarios. Lo transcribí todo. Me puse literalmente en su piel. Escribí cada palabra que ella había escrito. La sentí muy cerca. Y me gusta pensar que el lector la siente respirar junto a su hombro mientras lee.

Cristina Rivera Garza. Crédito: Lisbeth Salas.
Lo hace. La presencia de Liliana en el libro es poderosa. Es a ella a quien la narradora cede la palabra y quien interviene, en cada caso, desde la inocencia del momento. Una inocencia que no se sabe ahogándose pero que así se muestra, en cada escrito, en cada escena que los amigos recuerdan. Nadie, ni la propia Liliana, fue capaz de intuir el peligro. Y no lo fue, dice la escritora, porque no había forma de saber que las alarmas habían saltado. Porque estamos hablando de 1990, cuando aún la enfermera Jacquelyn Campbell, especialista en violencia doméstica, no había elaborado su lista de 22 factores de riesgo, «entre los que se cuentan, de manera preponderante», y aquí estamos escuchando la voz de Cristina Rivera Garza dentro del libro, «el consumo de sustancias tóxicas, la posesión de armas de fuego y celos extremos» [...]. «También están presentes el aislamiento de amigos y familia, las amenazas de suicidio por parte del depredador y el asedio continuo. Todo un catálogo de abuso. El mapa transparente de aquello que no vemos. O que ya vemos», dice la voz de la escritora. «La narrativa que teníamos entonces, cuando ocurrió, era dañina», dice, esa mañana de junio, ante una mesa enorme, una mesa que habría querido tener cuando abrió todas aquellas cajas, para exponer toda la obra de su hermana.
Laura Fernández: Dices que la narrativa de la época era dañina, ¿por qué?
Cristina Rivera Garza: Porque lo que se decía era que la chica lo engañó, y él reaccionó, o que la chica vivía sola, y cómo no iba a pasarle algo así si vivía sola en México. Ese tipo de narrativa estaba en el aire, y entre rumor y rumor se esparcía. Es el Catch 22 —la Trampa 22, eso de lo que no se puede escapar, pero que jamás ha tenido sentido—. Te va mal si lo cuentas, y te va mal si no lo cuentas. En la familia, cuando ocurrió, nos encerramos en nuestras obsesiones. Yo sólo me explico cómo pude vivir en Estados Unidos tanto tiempo así. Me dediqué a trabajar como una loca. No podíamos enfrentarnos a lo inconcebible. Estuvo todo muy callado. Fue por completo silenciado. El suyo era un nombre difícil de pronunciar en casa. Recuerda la Navidad en que mi madre arregló la mesa para cuatro. Hacía ya mucho que había muerto, pero ella arregló la mesa para cuatro, y cuando se dio cuenta, se echó a llorar, pero no hablamos. No podíamos hablar.
Laura Fernández: En un momento determinado del libro dices que el duelo es el fin de la soledad, porque cuando alguien como tu hermana deja de estar contigo, empiezas a mirar el mundo como lo miraría ella también, y estableces un diálogo con ella que no termina, ni terminará nunca. ¿Fue así desde el principio?
Cristina Rivera Garza: Sí, yo me acostumbré a tener un diálogo con Liliana muy particular. El duelo es estar en compañía. Es el fin de la soledad, sí. Y por eso no quiero que termine. Ese diálogo que mantengo con ella me ataca en los momentos menos pensados. Ahora mismo estoy viviendo en Berlín, y pienso que allí su presencia es más real, porque recuerdo esa película de Win Wenders, El cielo sobre Berlín, y pienso en los ángeles que escuchan todo lo que ocurre en la ciudad, y sé que están escuchando lo que hablo con mi hermana. Es más real que nunca. Pero todo cambió en casa, y en todas partes, después de publicar el libro. Ella regresó. A la conversación, a nuestras vidas. La primera Navidad que pudimos hablar de ella, traer sus retratos, recordar las cosas que hacía de niña y adolescente, el duelo se volvió algo compartido. El dolor sigue ahí, pero la realidad se expandió con su regreso, porque de repente ella jugaba un papel en nuestras vidas, las de todos.
«Me acostumbré a tener un diálogo con Liliana muy particular. El duelo es estar en compañía. Es el fin de la soledad, sí. Y por eso no quiero que termine. Ese diálogo que mantengo con ella me ataca en los momentos menos pensados».
Laura Fernández: Leyendo las cartas y los diarios de Liliana, se ve cómo la literatura, y la necesidad de contarse, estuvo en ella desde el principio. ¿Lo estuvo también en tu caso? Es fascinante cuando hablas de cómo la que contesta a menudo esos diarios es otra.
Cristina Rivera Garza: La escritura es la confirmación de un desdoblamiento, sin duda. Siempre estás con otro, cuando escribes. No tiene nada que ver con el ensimismamiento. Es lo contrario. Hace poco andaba leyendo un libro de James Scott sobre el origen del Estado, y cómo el grano de trigo lo generó todo, y le dedica un par de páginas a la escritura. La escritura nació como registro. Nació en los libros de cuentas. Es una tecnología que destruye la distancia. Acerca lo que está lejos. Y yo vengo de una familia de migrantes. Hicimos muchos viajes en carretera de niñas. Cambiábamos constantemente de casa. Siempre estábamos yéndonos. Alejándonos de comunidades que nos daban sentido, en un cochecito Volskwagen sin radio, y nos dedicamos, Liliana y yo, a construir ese mundo que se estaba yendo. Hay algo de ese anhelo de construcción de un mundo en el inicio de mi escritura. Nos dimos cuenta pronto de que esto que hacemos puede producir realidad.
Laura Fernández: ¿Recuerdas alguna lectura fundamental en ese inicio?
Cristina Rivera Garza: Imagino que, como muchas niñas, tuve una lectura fundamental que fue el diario de Ana Frank. Lo primero que pensé al leerlo fue que si ella había conseguido publicar siendo una niña, yo también podía hacerlo. Hay un paso entre el ejercicio cotidiano del diario y el what if, o el y si, que despierta la imaginación, que en mi caso se dio muy pronto. Y luego llegaron los archivos. Ahí tuve mi segunda visión. Aquello era de verdad lo que quería hacer.
Laura Fernández: ¿Los archivos?
Cristina Rivera Garza: Estudié Sociología y después Historia, y un día, en un archivo, encontré esos documentos, eran expedientes de un manicomio. Leerlos me llevó a hacerme preguntas de corte histórico y escritural. Qué estoy leyendo, me dije, y cómo debo interpretarlo, ¿debería yo poder escribir sobre una mujer pobre que vivió a principios de siglo en un manicomio en México yo, una joven estudiante becada por una universidad gringa? Me entusiasmó la materialidad del archivo, cómo se enunciaba lo que allí había ocurrido, qué espacio ocupaban las palabras en los informes, y qué representaban. Fue entonces que decidí que quería, y podía, interpretar todo eso. Que podía traer a esa gente de vuelta, y tratar de entender por lo que habían pasado, y lo que había pasado. Enlaza muy bien con cierta escritura experimental que ha estado siempre en el centro de mi corazón como escritora.

Cristina Rivera Garza. Crédito: Lisbeth Salas.
Laura Fernández: Qué interesante que la escritura haya sido desde el principio para ti una especie de interpretación, un traer de vuelta, un volver a contar, o contar con contexto, algo que sólo se esbozó, o que ni siquiera se contó, algo de lo que apenas quedó registro. ¿De dónde dirías que te viene esa necesidad?
Cristina Rivera Garza: De la incomodidad. Si pensáramos que el mundo está bien no habría necesidad de escribir. Hay una incomodidad radical en el escritor y, en lugar de anestesiarla, como harían los demás, con dinero o adicciones, o lo que sea, el escritor busca exacerbarla, explorar sus raíces. Y tiene algo de práctica ética, porque considera que algo puede ser de otra manera, no sé si peor o mejor, pero de otra manera. Cuando Annie Ernaux ganó el Premio Nobel dijo algo con lo que me sentí completamente identificada. Dijo: «Escribo para vengar a los míos». Pensé entonces, al escucharla, que es lo que yo siempre había hecho. Lo que sigo haciendo. Que es cierto. Hay una serie de experiencias, en el mundo, de razas, clases, grupos, que pasan dejando una huella que no atendemos, o que el poder busca borrar una y otra vez. Y sólo así puedo explicar lo que escribo.
Laura Fernández: Tratas de encontrar las huellas que no pudieron borrar.
Cristina Rivera Garza: A veces es incluso un trabajo físico. Para escribir Nadie me verá llorar, transcribí diarios de internos en aquel manicomio de México. Ponía un papel cebolla directamente sobre la página original y escribía con su mismo trazo, para sentir que, de alguna forma, yo también lo había escrito. Quería tener que poner el cuerpo exactamente como lo habían puesto ellos. Se notaba, en todos los casos, que habían aprendido a escribir hacía poco, porque las palabras estaban escritas de manera extraña. De manera natural, enseguida, empecé a mezclar ficción y no ficción. Escribí un libro sobre Rulfo, pero desde su lado más débil, el de su experiencia laboral, tan contradictoria. Luego escribí sobre mis abuelos migrantes, y después sobre Liliana.
«Cuando Annie Ernaux ganó el Premio Nobel dijo algo con lo que me sentí completamente identificada. Dijo: "Escribo para vengar a los míos". Pensé entonces, al escucharla, que es lo que yo siempre había hecho, lo que sigo haciendo».
Laura Fernández: ¿Y dónde quedas tú, en una obra así, tan abierta a que sean los demás quienes tomen la palabra?
Cristina Rivera Garza: Yo quedo en las decisiones. Estoy en todos lados, en realidad. No estoy presente de manera central, pero estoy ahí. En el caso de Liliana, aparezco en más de una ocasión, pero como algo secundario, porque era importante no estar, no arrebatar la atención. No me gusta cierta literatura del yo que suele ser muy ensimismada. No me gusta cuando parte del yo como hecho aislado, como si ya lo conociera todo. No me interesa la idea de la inmediatez, sino la idea de la mediación. La inmediatez que rechaza la mediación es parte del ciclo del capital contemporáneo. Aquel a quien sólo le interesa su historia personal porque cree que es lo único que le pertenece. Para traer a Liliana de vuelta necesitaba de múltiples mediaciones. Estoy en contra del término memoir, porque es muy acotado, no parte de la experiencia personal sino de un montón de investigación, cosas que no sabía, el ir sabiendo también forma parte de la experiencia del libro, y de la escritura.
No, pese a que invoca a menudo manuscritamente a otros, Cristina Rivera Garza no escribe a mano. «No lo hago desde hace mucho. Ni siquiera mis dedicatorias son comprensibles ya. Tuve un problema de síndrome carpiano, y me resulta doloroso», dice. También dice que, si puede elegir, escribe siempre por la mañana. Justo cuando se despierta. «Es el mejor momento, entre la vigilia y el sueño», asegura. Cosa complicada para alguien que siempre ha tenido un trabajo de jornada completa como profesora universitaria. Lleva un tiempo, tal vez demasiado, dice, peleándose con una novela «que ofrece resistencia». Pero sabe que es cuestión de tiempo que la termine. ¿Y qué me dices del Pulitzer? «Que no me lo creí. Estaba en una reunión de Zoom cuando me llegó un mensaje de una amiga diciéndome que me había ganado el Pulitzer. No la creí. Ella dijo que había ido a la web oficial y que de verdad era cierto. Seguí sin creérmela, terminé la reunión, y cuando vi que me había llamado mi agente norteamericano y mi editor inglés, me dije que a lo mejor sí, y sí», responde, feliz, tranquila, la sensación de que el trabajo está hecho, de que Liliana ha llegado lejos, went to see places, y de paso, abrió una puerta enorme al español haciéndolo, porque «es cierto que eso es importante, porque la experiencia del español insiste en ser borrada en Estados Unidos, pero mi compromiso es vivir en español como escritora en Estados Unidos», dice. Y sí, así será, pero lo que importa, lo que para siempre importará, es que Liliana está viajando, finalmente, a esos sitios a los que planeó viajar, y que una parte de ella vivirá para siempre encerrada en un libro escrito para que su luz nunca se apague.
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