César Aira: condenado a vivir ahí
Sutil, moderno, en apariencia leve, César Aira es la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas: al menos dos generaciones de escritores trabajan bajo su influjo, su obra despierta devoción en lectores y críticos que siguen su prolífica publicación. Sin embargo, Aira pareciera reírse y escapar de todo eso. Habla poco y no explica demasiado. Por eso, esta entrevista con Alan Pauls es de colección. Poco antes de ganar el premio Formentor y a punto de publicar «La ola que lee» (sus artículos y reseñas inéditas en libro), Aira habla de su universo, su iniciación literaria en un pueblo de provincia, el tono infantiloide como cáscara perfecta, sus fetiches, su reivindicación impenitente del surrealismo, sus años como traductor de «best sellers», los finales «decepcionantes» de sus libros, su idea de escribir «bien» o «mal», su auténtica ambición, y la literatura como ese lugar en el que se encontró condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida.
Por Alan Pauls

Crédito: Ricardo Ceppi/Getty Images. Ilustración de Max Rompo.
Por ALAN PAULS
Como muchas de las cosas que antes, para bien o para mal, solíamos hacer frente a frente, compartiendo un pedazo de presente y todos sus equívocos, esta entrevista terminó haciéndose online, con César Aira encerrado en su feudo de Flores, Buenos Aires, y yo en un apartamento subalquilado de Kreuzberg, Berlín. La hicimos por correo electrónico, la sucursal del mundo virtual que más ha quedado pegada a los usos y costumbres de la vida arcaica, en especial al delay, esa prorrogativa de la que el Kafka escritor de cartas supo sacar tanto jugo como el Kafka procrastinador profesional. Fueron cuatro idas y vueltas con, en el medio, tiempos muertos sensatos y amables, que Aira, entre otras cosas, supongo, aprovechó para cumplir años (setenta y dos) y yo para comprobar que un anónimo vendedor argentino vendía en Abebooks un ejemplar de Moreira, su primera novela (1975), por dos mil quinientos dólares. Se lo comenté en un aparte entre dos preguntas, pero no se dio por enterado. Preferí eso, ese silencio, a la respuesta con que dio por no viables de una vez por todas un par de preguntas con las que yo venía porfiando: «Definitivamente, por más que me estrujo el cerebro, no se me ocurre nada más».
Las respuestas de Aira me llegaron siempre en archivos .odt, formato que yo no conocía y en el que tardé un poco en reparar, en parte porque mi Word lo abría automáticamente, sin contratiempos. (Lo llamé Oddity, una ocurrencia a la que Aira tampoco se mostró especialmente receptivo.) Una vez lo convertí a Word y ya no pude volver a abrirlo. Tuve que seguir trabajando en .odt, y cada vez que quería guardar los cambios aparecía un cartel que advertía que algunas características del archivo eran incompatibles con Word, y podían perderse si yo insistía en guardar el documento como pretendía guardarlo.
Mucho Aira
Alan Pauls: Tus libros suelen estar fechados en un presente más o menos cercano. Lugones es de 1990 y se publicó treinta años después. ¿Por qué?
César Aira: El año pasado hice un poco de orden en la montaña de carpetas con escritos inéditos que se habían acumulado. Sucede que de cada tres novelas que empiezo termino una, y los restos de las otras me da lástima tirarlos y los dejo ahí juntando polvo. Encontré varias terminadas, que no había querido publicar por un motivo o por otro (generalmente porque habían salido mal). Entre ellas esta. La leí y me pareció que valía la pena publicarla. Creo que tiene esa euforia salvaje de escritura que yo tenía antes, y que ha quedado enterrada bajo capas sucesivas de desencantos y desánimos. No sé por qué no la publiqué en su momento. Puede ser que porque hubo una época, que quizás fue esa, en que aparecieron muchas novelas ficcionalizando personajes históricos, o sus parientes, el primo de Hitler, la tía de Verlaine, cosas así, y no quise participar.
Alan Pauls: La novela tiene una cierta voracidad, un engolosinamiento, y también se mete con la vulgaridad y lo obsceno, algo que en vos, escritor más bien sobrio, llama la atención, aunque se liga con ciertos escritores sobre los que escribiste (Lamborghini, Copi).
César Aira: Sí, quizás eso también contribuyó a que no la publicara en su momento. Ese lenguaje chabacano era, y sigue siendo, el más común en la narrativa argentina. Ahora me pregunto por qué tengo ese prurito de no hacer lo que hacen los demás. Si estaba de moda escribir sobre la tía de Verlaine, ¿por qué yo no lo hice? Si todos escribían con palabrotas y sexo, ¿por qué yo no? Y mi negativa era tan fuerte que sacrificaba dejándola inédita, una novela que seguramente me había llevado unos buenos meses de trabajo. No podía ignorar, no era tan ciego, que si seguía la corriente y escribía como los demás mis libros se iban a vender más y yo iba a ganar más y ser más feliz. Además, podía hacerlo, con este Lugones me lo había probado. Pero seguí en la mía. Creo que cuando uno se hace una idea personal de la literatura es inevitable que termine saboteando su carrera. Sería preferible no hacerse ninguna idea, ¿no?
Alan Pauls: ¿Cuál sería tu idea?
César Aira: Una idea de alta cultura. Elitista. Lo lamento, pero es así, objetivamente.
Alan Pauls: ¿Se aprende algo escribiendo a lo largo de cincuenta años? ¿Se acumula experiencia?
César Aira: En nuestro oficio, aprender es aprender a hacer trampas, a disimular deficiencias de la idea y crear falsas elegancias del lenguaje, a llenar el vacío. Si hay algo de veras bueno en lo que hacemos, está al principio, cuando todavía no se ha vivido y la literatura está plena y sin mezcla. Después lamentablemente hay que vivir, y la experiencia se cuela en lo que escribimos, con sus miserias y mezquindades.
Alan Pauls: ¿Qué sería, en tu caso, una novela que «sale mal»? ¿O qué sería en cualquier caso, puesto que la única novela buena posible es la que quedó ahí, al «principio», en ese «antes» casi de la escritura?
César Aira: Creo que una novela sale mal cuando la idea que tuve para empezar a escribirla es mala. Me doy cuenta de que la idea era mala cuando voy por la mitad y siento una desgana profunda para seguir. El problema es que siempre que voy por la mitad de una novela siento esa desgana profunda, así que es un sentimiento que no me sirve para saber si voy bien o no.
Alan Pauls: Ideas... ¿Qué hay de tan importante en una idea? ¿No se puede escribir sin ideas?
César Aira: No, no creo. Por supuesto, depende de la definición de «idea», que no es más que una palabra. Según mi definición personal, la idea en el sentido operacional, no ideológico, es el argumento con el que hacer literatura en un momento dado. Un buen ejemplo, que es más que un ejemplo, como todos los buenos ejemplos, sería la idea de Pierre Ménard: «Transcribir un texto ajeno como si lo estuviera escribiendo uno». O, ya que estamos, «leer novelas y creérselas».
Alan Pauls: ¿Qué imagen tenés de tu obra? ¿Cuarenta y cinco años después del Moreira, ¿cómo te la representás?
César Aira: Como he sido leído por tan pocos, y por casi nadie del círculo familiar en el que vivo, siento como si la literatura hubiera sido mi vida secreta, de la que nadie sabe nada. Como si todo lo que escribí estuviera en clave, y ni yo mismo supiera cómo descifrarla, o me hubiera olvidado.
Alan Pauls: ¿La cantidad de libros formaba parte del plan original?
César Aira: No, nunca hubo un plan. Fue orgánico, como se dice ahora del yogur y las aceitunas. De hecho, mis primeras novelas no eran tan breves. Se fueron acortando como en un proceso de crecimiento al revés.
«Como he sido leído por tan pocos, y por casi nadie del círculo familiar en el que vivo, siento como si la literatura hubiera sido mi vida secreta, de la que nadie sabe nada. Como si todo lo que escribí estuviera en clave, y ni yo mismo supiera cómo descifrarla, o me hubiera olvidado.»
Alan Pauls: ¿Cuál es la escena del Aira escritor-niño más precoz que recuerdes?
César Aira: Recuerdo que me lucía en las redacciones en la escuela. Pero no lo sentía como una capacidad especial para escribir, sino como un don de las lecturas. Desde muy chico leía mucho, y era gracias a la lectura que podía escribir y pensar, imaginar, salirme con la mía, tener buenas notas sin estudiar, todo. Era una actividad mágica, que me daba poderes. Pero debía de tener algunas lagunas. Una, muy curiosa, me quedó grabada. Sería en cuarto o quinto grado, yo debía de tener diez u once años, no era tan chico, ya había leído mucho, no solo todo Salgari, también la Ilíada, la Odisea, mil cosas más, lo que hace más extraño lo que me pasó. Habíamos escrito redacciones con tema libre. La maestra le hizo leer la suya a un compañero, Lito Miganne. Lo que leyó era sobre la cacería de un oso, en un bosque, con no sé qué peripecias. Y terminaba así: «Esa noche, junto al fuego de la chimenea, recordamos la aventura con sus peligros y emociones», o algo así. Punto final. La maestra lo felicitó. Yo estaba perplejo. Había esperado el «Y entonces me desperté», pero no hubo despertar. Eso había sucedido realmente, aunque yo sabía sin sombra de duda que Lito jamás había ido a un bosque a cazar un oso. Lo peor era que todos a mi alrededor no notaban nada raro, ni la maestra ni los otros chicos. Yo no podía creerlo, no entendía. Noté que se abría un abismo frente a mí, y la fascinación y el horror que sentí debían de provenir de la sospecha de que estaba condenado a vivir ahí.
Alan Pauls: Se conoce que tenías competidores.
César Aira: Me da la impresión de que los chicos de aquel entonces (la década del cincuenta) éramos más articulados con el lenguaje. A falta del material audiovisual que existe hoy (no teníamos más que el cine, los domingos), la palabra tenía que trabajar más. La ejercitábamos y se robustecía. Cualquiera podía contar o escribir una historia convincente. Y estaban los dos registros, el que contenía malas palabras y el formal, y no se mezclaban nunca; de ahí que el registro formal, que era el que usábamos en la escuela, tuviera la riqueza de algo vigilado.
Alan Pauls: Al menos para mi generación, vos y Arturo Carrera son los que introdujeron el diminutivo en la literatura argentina —con un efecto de impudor increíble—. Hasta entonces, la infancia eran los niños y los niños eran puro objeto de ficción, personajes. El diminutivo, en cambio, era algo que venía del autor: era el escritor hablando como un niño. ¿Qué dirías de esa mitología niño?
César Aira: No lo había pensado nunca, pero puede ser que haya habido la busca de un tono faux naïf, infantiloide, quizás como reacción a la exhibición de virilidad responsable a la David Viñas. En mi caso, siempre adopté como modelo la gracia de invención de los niños chicos. Es la cáscara perfecta para encerrar todo lo peor de nosotros.
Alan Pauls: ¿El acento estaría en el faux? ¿El niñismo como art brut, perversión inocente, genialidad sin intención?
César Aira: Esa ingenuidad no era tanto falsa como cultivada, como lo que ahora se llama «desaprender». Salir de las reglas de la vida adulta, pero con los instrumentos del adulto.
Alan Pauls: ¿Qué tipo de placer encontrabas de chico al escribir?
César Aira: No me parece que la palabra sea placer. Había algo de empeño, de ambición, y sobre todo de insatisfacción. Como lector había llegado a un grado de exigencia que me jugaba en contra. (No sé por qué lo digo en pasado.)
Alan Pauls: ¿Te acordás de la primera idea de ficción que hayas tenido?
César Aira: Lo primero que recuerdo, es decir que no recuerdo, fue un cuentito de dos o tres páginas, a mis diecisiete años, que escribí para un concurso de una revista de Buenos Aires, Testigo, que dirigía Sigfrido Radaelli. El concurso era de cuento y poesía. Arturo y yo, todavía viviendo en Pringles, mandamos nuestras contribuciones, y ganamos los dos, él en poesía, yo en cuento. Los poemas de Arturo se publicaron en el siguiente número de la revista. Dejaron mi cuento para el próximo, pero no hubo próximo número, como suele pasar con las revistas literarias. Creo que esta volvió a salir varios años después, pero ya se habían olvidado de mi cuentito, o se les había traspapelado. Sé que se llamaba El espejo oval, sospecho que inspirado en Poe. No recuerdo nada del contenido.
Alan Pauls: Pringles, la ciudad de campo, el pago, la periferia. ¿Tu caso fue parecido al de Puig y General Villegas? ¿Eras un pringlense agente doble, con un pie en el lugar y otro afuera, que lo miraba todo con los rayos X de los libros?
César Aira: Si bien sufrí bullying por ser el único chico con anteojos entre los mil alumnos de la Escuela 2, no me resentí, y mi relación con el pueblo es excelente. Me nombraron Ciudadano Ilustre, el diario local publica noticias sobre mí, tengo lectores. Si no me pasó lo de Puig fue porque no escribí sobre escándalos pringlenses, y si no lo hice fue porque no me enteré de los escándalos, como que me pasé todos mis años en Pringles con la nariz metida en los libros.
Alan Pauls: ¿Qué te decidió a irte a Buenos Aires?
César Aira: En Pringles me habría quedado sin interlocutores, o habría tenido que llevar una doble vida, o encerrarme. Así que vine a Buenos Aires, donde me las arreglé para quedarme sin interlocutores a pesar de los cientos de interlocutores que me salían al paso todo el tiempo, y pude llevar una cómoda doble vida y al fin quedar encerrado a salvo.
«Siempre adopté como modelo la gracia de invención de los niños chicos. Es la cáscara perfecta para encerrar todo lo peor de nosotros.»
Alan Pauls: Cuando empezabas a escribir, ¿te interesaban los escritores? ¿O te interesaba la práctica, la experiencia de escribir?
César Aira: Cuando yo era joven los escritores tenían un aura de prestigio un tanto misterioso, porque había que imaginárselos. Las entrevistas eran muy raras, cuanto más podía vislumbrarse una foto en blanco y negro en la solapa de un libro, algún dato biográfico, nada más. Eran solo sus libros. Me he preguntado más de una vez si yo volvería a sentir el llamado de la vocación hoy, con los escritores en la televisión mostrando su vulgaridad y su ignorancia y lo poco misteriosos que son.
Alan Pauls: De todos los padecimientos míticos del escritor (la página en blanco, sentarse a escribir, terminar), ¿cuál es el tuyo?
César Aira: No se me ocurre ninguno grave. Doy muchas vueltas antes de ponerme a escribir, como si empezar fuera meterse en un lugar del que después va a ser difícil salir. Sé que les pasa a muchos. Se lo oí decir a Puig. Pero todo es ponerse. Una vez que tracé las primeras palabras, todo fluye sin problemas.
Alan Pauls: ¿Cuál fue el tiempo máximo que pasaste sin escribir?
César Aira: Nunca pasé tiempo sin escribir. Quizás unos pocos días, y creo que ni siquiera eso. Es el puro ejercicio, porque la mayoría de lo que escribo no sirve para nada. Son anotaciones, ideas sueltas, doodling.
Alan Pauls: ¿Cómo seguís escribiendo cuando tenés problemas para seguir? Buñuel decía que cuando no sabía cómo seguir ponía un sueño.
César Aira: Cuando no sé cómo seguir, la experiencia me ha enseñado que la única solución es seguir. Si me paro a pensarlo, no se me va a ocurrir nada así pasen cien años. En cambio, si sigo escribiendo, algo sale, siempre. Escribo solo cuando estoy escribiendo. Pensar, proyectar, imaginar, no me sirve de nada. En cambio, el ejercicio neuropsicomotor de la mano con la lapicera lo hace todo por mí.
Alan Pauls: Yendo al «método Aira»: tema corrección.
César Aira: No corrijo mucho. Un poco sí, porque siempre queda algo por emparchar. Sucede que como voy inventando a medida que escribo, tengo que pensar, y eso me obliga a ir lento, y me da tiempo para hacer frases elegantes y buscar palabras raras. Después, no encuentro nada o casi nada que cambiar. Claro que podría cambiarlo todo, pero ¿para qué? Una cosa es quedar insatisfecho con lo que uno hizo, otra es ponerse a averiguar por qué. La autocrítica me parece un gesto de narcisismo presuntuoso. Además, no tiene ninguna importancia, el mundo no va a cambiar porque mis libros estén mejor o peor escritos. Ni siquiera creo que a nadie le importe.
Alan Pauls: La famosa fuga hacia delante.
César Aira: Una de las felicidades de la literatura es que después de un libro siempre hay otro. Vale tanto para el lector como para el escritor. Pero hay felicidades de doble fondo. Hay un cuento de Henry James que se llama precisamente así, The next time, la próxima vez, donde está, en clave humorística, esa lógica sobre la que vivimos: la próxima vez me va a salir bien. En el cuento, un personaje se juega entero a que la próxima vez le salga mal (para que se venda y su familia no quede en la miseria), y le sale mejor que nunca; y su antagonista se juega entera a que le salga bien (no le importa que no se venda porque ya se ha hecho rica con sus libros malísimos), y le sale peor que nunca. Conclusión: no hay próxima vez, la próxima vez ya pasó.
Alan Pauls: Los desenlaces apurados por el aburrimiento.
César Aira: Darle tanta importancia a un buen final revela que se concibe el libro (la novela, el cuento) como un producto, que como producto vendible y consumible debe responder a criterios de calidad. No hice nunca antes de ahora este razonamiento, pero creo que intuitivamente estuve resistiéndome a esa lógica productivista con mis finales decepcionantes.
«No corrijo mucho. Claro que podría cambiarlo todo, pero ¿para qué? Una cosa es quedar insatisfecho con lo que uno hizo, otra es ponerse a averiguar por qué.»
Alan Pauls: Insertar un trozo de realidad inmediata (levantás la vista de la libreta, mirás y metés lo que mirás en el texto) para desbloquear.
César Aira: Me han preguntado más de una vez cómo podía escribir en los cafés, en medio del movimiento y las conversaciones. Era principalmente un recurso para evitar la concentración, que encuentro muy peligrosa. El escritor concentrado no va a tener más remedio que escribir sobre lo que tiene dentro, en su miserable cajita de recuerdos e impresiones. Ahora ya no escribo más en los cafés, así que cualquier día de estos termino abriendo la cajita miserable.
Alan Pauls: ¿Y qué pensás encontrar?
César Aira: Bueno, están los recuerdos, las opiniones, las impresiones. Mis opiniones son las que puede tener cualquiera, así que no tienen ningún interés; impresiones, hay pocas y desvaídas, porque soy más bien de tipo distraído. Y los recuerdos, como bien se sabe, son todos encubridores. Yo tengo una memoria implacable, lo que significa que tengo mucho que encubrir.
Alan Pauls: ¿Cuál es el libro que más has releído?
César Aira: Puede ser la Aurelia de Nerval. Pero hay poetas que releo todo el tiempo. Y hace años que ya no leo, solo releo. No. Exagero. Pero no tanto. Digamos que de diez libros que leo, nueve son relecturas.
Alan Pauls: ¿El libro que te acompaña desde siempre?
César Aira: Baudelaire... y otros. Detesto hacer listas. Detesto que me pongan a mí en una lista. La crítica literaria, la académica y la otra, consiste en poco más que en hacer listas y sacar conclusiones de la lista. A los escritores habría que tratarlos como las particularidades absolutas de los astrofísicos.
Alan Pauls: Sin embargo, tus libros conversan bastante con la crítica y la academia. ¿Te gusta cómo te han leído? ¿Algo escrito sobre vos te hizo releerte de una manera inesperada?
César Aira: La única gratificación genuina que me viene de los lectores es cuando me mencionan un episodio o un momento o un personaje de mis libros. Las interpretaciones o elaboraciones críticas me dejan frío. Hace poco vino a casa un motociclista de una farmacia a traer unos remedios, bajé a atenderlo, me pidió el documento para llenar unos papeles y, cuando vio mi nombre, me preguntó si yo era ese César Aira. «Yo lo leo —me dijo— ahora estoy con el Pequeño Birrete.» Me salvó el día. Qué digo el día. El año.
Alan Pauls: ¿Hay un libro que te vio hacerte escritor?
César Aira: Cuando cumplí catorce años, estábamos en Mar del Plata, mi abuela quiso que eligiera un regalo, fuimos a una librería y elegí la Antología de la Poesía Surrealista, de Aldo Pellegrini, que había aparecido un año o dos antes, y fue mi fetiche desde entonces.
Alan Pauls: Sos uno de los pocos escritores que sigue reivindicando el surrealismo. ¿Es por fetichismo, nostalgia, militancia?
César Aira: Sí, puede haber algo de nostalgia, o de lealtad al joven que fui. En los años sesenta se respiraba surrealismo en Buenos Aires. Había que ver el silencio que se hacía en los cafés de la calle Viamonte cuando entraba Aldo Pellegrini, el Papa subrogante. Y la gente sensata ya entonces decía que el surrealismo estaba muerto, que era un cadáver apolillado, que no podía ser más que un objeto de nostalgia. Pasaron sesenta años y siguen diciendo lo mismo, lo que hace pensar que es el más sano y fresco de los cadáveres apolillados.
Alan Pauls: ¿Te interesan las vidas de escritores? ¿Es posible que te interese la vida de un escritor pero no su obra?
César Aira: Para los que le damos más importancia al escritor que a sus libros, la lectura de una biografía, lo mismo que la de sus diarios y su correspondencia y los testimonios de sus contemporáneos, y los libros que él leía, son necesarios para poder decir que uno lo ha leído realmente. Solo cuando esa constelación existe es que se puede decir que ese escritor existe.
Alan Pauls: Se sabe que sos rousselliano, duchampiano, cageano, etc. ¿Qué te pasa con otros escritores de procedimiento? ¿Queneau, Perec, el Oulipo?
César Aira: Los juegos de Oulipo me parecen la cosa más idiota del universo. Y deberían lavarse la boca con jabón Lux antes de pronunciar el nombre de Roussel. Ponerse restricciones y reglas es todo lo contrario de lo que hizo Roussel. En el último círculo del infierno literario lo obligan a uno a escribir todo un libro sin determinada letra. ¿A quién se le puede ocurrir hacer algo así voluntariamente?
Alan Pauls: Solés protestar contra el giro autobiográfico y la literatura del yo y el énfasis en el autor y la presencia de los escritores en los medios. ¿Cómo juega el mito del escritor —uno de tus caballitos de batalla— en relación con ese estado de cosas?
César Aira: Menos mal que el giro autobiográfico se dio cuando ya se habían escrito muchas obras maestras. Se habría perdido mucho si Dante, Shakespeare, Proust o Kafka hubieran dado el giro. Hoy tendríamos mucha información sobre unos señores intensamente neuróticos, y poca literatura.
Alan Pauls: Fuiste traductor profesional durante años. ¿Jugó algún papel esa práctica a la hora de escribir? Tenés fama de haberte tomado tus libertades traduciendo.
César Aira: Hice traducciones como trabajo alimentario, fácil y rentable haciéndolo tan rápido como lo hacía yo. Mi carrera de traductor coincidió con el vuelco de los lectores hacia la mala literatura, cosa que me lo hizo mucho más fácil todavía: esos best sellers que yo traducía están escritos en una prosa premasticada, de trescientas palabras, y tienen muchísimas páginas. Y no, no me tomé ninguna libertad. Vivía de ese trabajo, mantenía a mi familia con él, no iba a ser tan irresponsable como para jugar con el techo y la comida de mis hijos solo por hacerme el vivo. Los que se tomaban libertades eran los editores, que sabían bien la basura con la que estaban mercando, y solían pedirme que acortara esos horribles mamotretos. Libros buenos, habré traducido una media docena, cuando dejé de hacerlo profesionalmente, por pedido de algún editor amigo, y por nostalgia de un trabajo que hice durante treinta años. Como lector evito las traducciones; de hecho, el grueso de mis lecturas son en inglés o en francés.
Alan Pauls: Tus libros están llenos de teorías. Apenas tienen un segundo, tus personajes se ponen a teorizar.
César Aira: Siempre se me están ocurriendo teorías sobre esto o lo otro, pero cuando se las he expuesto a alguien he recibido esa mirada de compasión que se reserva para los idiotas incurables. Puestas en boca del personaje adecuado, en cambio, suenan ingeniosas, y hasta inteligentes. ¿No será que escribí novelas solo para tener a mano un muñeco con el que hacer ventriloquía teórica? Esas teorías mías siempre son un poco absurdas, eso lo noto yo mismo. Las dejo así para sacarles ese filo competitivo que tienen las teorías, que suelen no tener otra razón de ser que mostrar que su inventor es más inteligente que el vecino.
Alan Pauls: ¿Qué pasa cuando esa compulsión tuya se cruza con los años setenta, década teórica por excelencia?
César Aira: Hoy día no puedo creer, mejor dicho, no puedo entender, cómo pude leer tantas decenas de miles de páginas de Lacan, Deleuze, Foucault, Barthes, Derrida, Lyotard, Tel Quel (la compraba religiosamente, el adverbio corresponde), Sollers, Kristeva. Qué pérdida de tiempo. El único libro que releería ahora es El pensamiento salvaje, de Lévi-Strauss.
Alan Pauls: Pero en vos teorizar tiene una carga lírica fuerte. ¿No hay un resto de los setenta ahí? ¿Como si te hubieras quedado con una especie de teoría infantilizada?
César Aira: Está el placer irresponsable de pensar, como en esos versos del Martín Fierro, «con oros copas y bastos, juega allí mi pensamiento». Hay gente que se gana la vida haciendo eso. En mí es una tentación constante, pero yo me gano la vida, o al menos la justifico, escribiendo historias, no jugando con la baraja de los conceptos.
Alan Pauls: Una de las primeras cosas que me impresionaron de tus libros era que todos tus personajes —un indio, un pintor, un repartidor de pizzas, un niño— tenían el mismo derecho a teorizar y lo ejercían en cualquier momento, incluso, o sobre todo, cuando la acción era más vertiginosa. La teoría, gran momento de aceleración intelectual, servía para ralentizar la acción.
César Aira: Puede ser que esos momentos reflexivos, de filosofía de entrecasa, sirvan como purple patches, adornos intercalados para detener la acción. Si es así, no lo hice de modo premeditado. Pero nada lo hago de modo premeditado: si pienso me paralizo, como el mosquetero.
Alan Pauls: Tu panteón de artistas/escritores tiene dos líneas muy claras: los inventores (los originales, los únicos) y los clásicos menores (los escritores de evasión): Roussel y Stevenson, Carroll y Lear, etc. Todo lo que habría en el medio parece ser objeto de cierto desdén. ¿Cuándo y cómo se arma ese sistema?
César Aira: Los escritores son solo una parte del cotillón artístico que fui juntando con los años, para ocupar el tiempo y consolarme de lo malo que me pasa. También hay música, pintura, cine... Es cierto que los escritores son lo más importante, pero como todo lo que es importante, cansan un poco. Cierro un libro y voy a sacar de la biblioteca una Artforum vieja para hojear, me dejo llevar por otra clase de ensoñaciones, literatura de colores, vidas paralelas. A veces me pregunto si no me convendría remplazar todas esas Pléiades, y Penguins y obras completas por libros de arte, que se pueden recorrer siguiendo cualquier orden, o quedarse una hora en una página, o mirarlos pensando en otra cosa. Y además tienen más valor de reventa.
Alan Pauls: ¿Y el hermetismo? Creo que el primer texto que publicaste fue una traducción de Mallarmé.
César Aira: Qué manía pequeñoburguesa, esa pretensión de entender. En literatura tengo una marcada preferencia por lo que no entiendo, y me he preguntado por qué será. Debe de haber un componente de negación, de no querer enterarse de ciertas cosas, y frente a un poema de Browning, por ejemplo, no hay peligro de enterarse de nada. Pero, sin entrar en profundidades freudianas, lo incomprensible también es promesa. Mientras que lo que se entiende se puede dejar atrás, lo no entendido sigue con uno, haciéndole compañía.
Alan Pauls: ¿Por qué no hablar de tus contemporáneos? Omitirlos suena casi tan significativo como aludir a ellos, para medirse —a la Fogwill—, para bajar línea, para lo que sea. Hubo aquella nota tuya de la revista Vigencia, a principios de los ochenta, en la que entrabas a sablazo limpio en el campo literario y arremetías contra las figuras del momento: Piglia, Asís... Es cierto: eras joven, empezabas a publicar, etc. Después hubo intervenciones ya clásicas sobre excéntricos (Copi, Emeterio Cerro), muertos (Osvaldo Lamborghini), exargentinos (Puig), íconos un poco freezados (Pizarnik). ¿Por qué la alternativa es el sablazo o el silencio? ¿No hay otro modo de relacionarse con los pares?
César Aira: Uno está relacionado con sus contemporáneos, lo quiera o no. Íntimamente. El trabajo mismo es un diálogo con los otros. O con los otros trabajos. Si yo no hago más explícito ese diálogo es porque necesito privacidad, espacio desocupado de gente y voces, para poder ir tan lejos como quiero.
Alan Pauls: Hablaste antes (inicios del escrito) de ambición. ¿Cuál sería tu ambición ahora? ¿Cuánto más lejos querrías ir?
César Aira: Lo que escribo ahora no es tan bueno como lo que escribía antes. Pero eso según las escalas de calidad con las que me manejaba antes. Ahora estoy usando otros criterios, más laxos y a la vez, paradójicamente, más ambiciosos, como que ahora puedo hacer uso pleno de la libertad.
«Sin entrar en profundidades freudianas, lo incomprensible también es promesa. Mientras que lo que se entiende se puede dejar atrás, lo no entendido sigue con uno, haciéndole compañía.»
AIRA ENSAYISTA
Alan Pauls: Quizás haya cierta herencia de los años setenta en tu práctica de ensayista. ¿No es escribiendo ensayos como conseguís lo imposible: conservar cierta magia en la teoría?
César Aira: La lección más permanente que me quedó de aquellas lecturas fue la regla de los formalistas rusos: ver cómo estaba hecha la obra. Si eso se elucidaba, todo lo demás saldría por añadidura. En fin, no es necesario ir tan lejos a buscar esa lección. Ya lo decía el Superagente 86 Maxwell Smart cuando planeaba evitar un golpe de Kaos: si sabemos el cómo, sabremos el cuándo, y si sabemos el cuándo sabremos el dónde, etc. Con la obra literaria, si llegamos a saber el cómo, eso nos dirá el qué y el porqué. (El cuándo y el dónde están en la Wikipedia.)
Alan Pauls: La mayoría de tus ensayos parten también de una idea, una de esas ideas-paradojas que pueblan tus ficciones. ¿Dónde se separan ficción y ensayo?
César Aira: Cuando escribo mis novelas, el tema puede ser cualquier cosa de las que pasan en mar, tierra o aire, en el presente, el pasado o el futuro. En cambio, cuando escribo ensayo, el tema siempre es el mismo: la literatura. Claro que cuando escribo novelas, el tema, más allá de los temas, siempre es la literatura. Pero de un modo más discreto, más púdico.
Alan Pauls: El Copi, el Pizarnik, el Lear... Tus ensayos monográficos son operaciones de apropiación ambiciosas, casi histriónicas. Se podría hablar del Copi de Aira como se habla alguna vez del Hamlet de Olivier o el Otelo de Welles.
César Aira: Leyendo los artículos y reseñas que escribí a lo largo de los años y que ahora ha recopilado María Belén Riveiro, veo que todo eso está marcado por la ambición de hacer valer mi opinión o mi gusto, de darme importancia, de lucir inteligente... En contraste, admiro la dignidad de la ficción, al mantenerse aparte de todas esas mezquindades psicosociales, sin pedirle nada a nadie más allá del mínimo de atención con que se sigue un cuento. Y en mis novelas, aun de esa atención he tratado de pedir el mínimo, haciendo lineal el relato, con un principio y un fin, todo claro y explicado.
OTROS CONTENIDOS DE INTERÉS: