Jonas Jonasson: «Me preocupa el desarrollo de las redes sociales; la sociedad democrática tradicional no las lleva muy bien»
El periodista sueco tiró la casa por la ventana hace una década, cuando decidió dejarlo todo para consagrarse a la escritura. Dicen que quien busca encuentra, y a él no le ha ido mal: su primera novela, «El abuelo que saltó por la ventana y se largó», no solo fue líder en ventas en todo el mundo, sino también un fenómeno literario que cambió su vida y que fue secundado por las tres novelas que la sucedieron. Salamandra edita ahora «Una dulce venganza», un sainete en el que concurren la avaricia, la pintura expresionista, un guerrero masái y el auge de la extrema derecha. Por favor, tomen asiento: el señor Jonasson tiene la palabra.
Por Carmen Cocina
Jonas Jonasson. Crédito: Dani Pozo.
Cuando Jonas Jonasson invita a sus lectores a dar un giro radical en sus vidas está predicando con el ejemplo. Hijo de un conductor de ambulancia y una enfermera, quien vendiera más de tres millones y medio de ejemplares con su ópera prima, El abuelo que saltó por la ventana y se largó (2009), había decidido un año antes vender su empresa de comunicación —que él mismo había fundado doce años atrás— para consagrarse a una profesión tan placentera como temeraria: escribir. Y sucedió. Cuatro novelas después, sus obras han sido traducidas a treinta y cinco idiomas, lideran las listas de ventas de todo el mundo y le han erigido a la categoría de gurú vital sin pretender él nada de eso: la ironía y la determinación como contrapunto de las mandangas zen y las palabras vacías de los alquimistas de la autoayuda pseudoliteraria.
Ahora vuelve a la carga con Una dulce venganza, un vodevil intercultural de altas y (sobre todo) bajas pasiones en el que todos, sin saberlo, bailan al unísono. Y en el que, una vez más, la resolución de unos transforma la vida de otros: la refutación del determinismo en todo su esplendor. «Todos somos responsables de nuestra propia vida», comenta Jonasson desde la pantalla de Zoom de su casa en Estocolmo un martes por la mañana. «Nosotros elegimos el camino. Solo se vive una vez, y yo recomiendo a todo el mundo que salte por su ventana, aunque sé que dar un giro radical no es tan fácil como escribirlo en una novela. Creo que parte del éxito de mi ópera prima radica en que quizá uno siente que el que cambia de vida es él. Es una vía de escape, y quizá tras leerla ya no ven tan feo pagar facturas. Aun así, creo que está en nuestras manos, o quizá en nuestra personalidad, tomar las riendas. Siempre es mejor actuar que no hacerlo. Alguna vez me han preguntado: "¿Crees que debería…?". Ahí interrumpo y digo: "Sí. Hazlo. Sea lo que sea, hazlo".»
«Nosotros elegimos el camino. Solo se vive una vez, y yo recomiendo a todo el mundo que salte por su ventana, aunque sé que dar un giro radical no es tan fácil como escribirlo en una novela.»
Actitud vital al margen, si algo llama la atención en la prosa de Jonas Jonasson es su inusitada perspicacia para la construcción de personajes, cuyos atributos de carácter son tan tangibles como implícitos. Lejos de la simpleza de calificativos y epítetos, cada uno de ellos se revela al lector a través de su conducta y, sobre todo, del uso preminente del estilo indirecto libre, que desnuda patrones mentales opuestos y estructura el relato a partir de una voz —omnisciente— que son muchas. Voces que, yuxtapuestas párrafo tras párrafo, subrayan las abismales diferencias entre unos y otros de forma tan cómica como expresiva.
Pese a su intensa fuerza expresiva, o debido a ella, Jonasson los sitúa en una esfera paralela a la de la trama a la hora de esbozar una historia: «Lo primero que hago es crear un hilo narrativo con un punto de partida, un final y ciertas paradas por el camino. Paralelamente, voy diseñando a los personajes principales. Cuando por fin interactúan surgen chispas asombrosas, y a veces cambian totalmente la historia. En El abuelo… creé al hermano tonto de Einstein y mi idea era que se muriera en 1954, pero para cuando llegó el momento me gustaba tanto que lo dejé vivir quince años más. Y al contrario: en La analfabeta que era un genio de los números (2013) había un personaje horrible y pasadas 150 páginas ya no sabía qué hacer con él, así que reescribí sus pasajes y lo maté en la página 30. Cuando eres autor puedes permitirte ser un Dios», sonríe.
En Una dulce venganza quienes salen de esa quimera son Viktor (supremacista blanco, arribista sin escrúpulos y psicópata adaptado que mide a las personas en términos de perjuicio o beneficio), su hijo bastardo, Kevin (cordial, sociable, sensible, generoso y luchador), Jenny (introvertida, conformista, pasiva y también sensible), Hugo (un escéptico cuya máxima aspiración es no volver a trabajar en su vida) y Ole, guerrero masái y principal catalizador de la ironía de Jonasson a partir de su estrambótico choque cultural con la sociedad sueca. «Ole parte de un amigo cercano que también es guerrero masái. Sudáfrica es mi segunda casa, voy al menos dos veces al año. Su cultura no es más valiosa que la mía, pero no tiene sentido negar que existen diferencias. Por ejemplo, los masái viven en casas de madera y arcilla; cuando se derrumban, al cabo de unos tres años, vuelven a construirlas. Cuentan con ello. Cuando mi amigo llegó a Estocolmo, miró a su alrededor y dijo: "Vale, lo reconozco: sabéis construir casas" (risas). En su poblado de Kenia hay más animales salvajes que en cualquier otro del planeta, y cuando fui a visitarle me dijo: "Viajar está muy bien, pero me alegro de volver a estar aquí, sano y salvo". Para un guerrero masái, la seguridad es eso. Pero esencialmente no son muy distintos a nosotros. Si hubiera que dividir a la gente en dos categorías, yo no lo haría en función de su religión, su raza o su cultura, siendo una la buena y las demás las malas, sino entre personas buenas y malas. Y ahí no aprecio diferencias entre la cultura masái y la mía.»
No todo el mundo es de esa opinión, y Jonasson es muy consciente de ello: el prólogo y el epílogo hacen alusiones nada veladas al auge mundial de la extrema derecha, encarnado a lo largo del relato en Viktor, protagonista y antagonista cuyo objetivo en la vida es terminar lo que Hitler no pudo. «Cuando Juanita dice que podríamos tener otro III Reich en cualquier momento y lugar, lo que se oye es la voz del autor», concede sonriente. «Me preocupa el desarrollo de las redes sociales; la sociedad democrática tradicional no las lleva muy bien. Lo que solía ser un diálogo se reduce a un tweet de veinte palabras. Sus usuarios no conversan, sino que se lanzan pullas unos a otros, muchos escudándose en el anonimato. Toda reflexión queda al margen. Aquí el desarrollo tecnológico no ha traído evolución, sino involución. Y temo que acabe volviéndonos tontos» (teoría, por otra parte, profusamente documentada por el sociólogo Nicholas Carr). «Desde el momento en que el presidente de Estados Unidos usa una red social para mentir e incitar a la violencia, es necesario un diálogo concienzudo sobre cómo debemos usar las redes. En las escuelas ya hay asignaturas que enseñan a verificar lo que nos llega a través de ellas.»
El guerrero sueco
La historia cuenta con otro marco contextual significativo: el mercado del arte. Jonasson recurre para ello a Irma Stern, pintora expresionista que, muerta y todo, marcará el destino de los personajes. «Stern fue un puente entre Europa y Africa. Para mí este libro es una oda a la libertad artística, y ella, como judía alemana que era, me daba pie a aludir a la destrucción de cuadros por parte de los nazis y el vilipendio de muchos artistas de la época. Lo que da miedo es que en Suecia, Hungría, Polonia, Brasil o China hay voces que dicen que el arte debe estar al servicio de la patria. Yo creo que no tienen nada que ver. Si pones coto al arte, lo siguiente serán las libertades civiles y de expresión.»
Además de este soterrado estupor ante una concepción servilista y nacionalista del arte, la novela de Jonasson recoge una correspondencia entre la personalidad de sus personajes y sus afinidades artísticas: paralelamente a su desprecio por los débiles y los colectivos diana, Viktor cree que solo el arte clásico y renacentista lo es, mientras que Kevin y Jenny se estremecen con los ismos que tanto le chirrían. ¿Cree que en la vida real se da esta correspondencia? «Diría que sí. No tengo pruebas científicas, pero me sorprendería que un patriota de extrema derecha se quedara encantado con el expresionismo, el surrealismo o el impresionismo.»
El autor se permite un guiño a la supuesta arbitrariedad del arte conceptual, ese «si Duchamp lo hizo, ¿por qué yo no?». Lo que arroja la pregunta: ¿qué hace arte al arte? Jonasson reflexiona unos instantes, abandona la pantalla y vuelve con un pequeño cuadro, un paisaje de colores nítidos y cierta ingenuidad en el trazo. «¿Ves esta litografía? Es un dibujo sencillo: una ventana con barrotes y una montaña detrás. Cuando mi hijo adolescente lo vio, dijo: "Eso puedo pintarlo yo". Y yo le dije: "Bueno. Pero quien lo pintó fue Nelson Mandela". Cada vez que miro este cuadro recuerdo los treinta años que estuvo encerrado tras esa ventana. Su lucha, el apartheid, la segregación de la gente. Lo que hace valioso a este cuadro son los sentimientos que dieron lugar a él y los que despierta en la persona que lo ve. Para mí, el sentido del arte es ese. Y nadie en el mundo, y mucho menos el Estado, debería decirle a otra persona qué debe crear o ante qué debe emocionarse.»
La lectura, por descontado, queda integrada en esa ecuación.
Jonas Jonasson. Crédito: Dani Pozo.