¿Es fea España?
¿Qué tiene que ver el caos urbano con la democracia? ¿Hasta qué punto un territorio define la forma en que vivimos y las injusticias que padecemos? ¿Cuántas catástrofes puede evitar un paisaje bello? Andrés Rubio, periodista y autor de «España fea» (Debate), cruce brillante de crónica periodística, libro de viajes y ensayo político sobre las barbaridades cometidas en el patrimonio español desde el final de la dictadura de Franco hasta la actualidad, responde las cinco preguntas de LENGUA sobre la voracidad de la construcción en el país, a la que no duda en calificar como «una catástrofe cultural sin precedentes» provocada por generaciones de políticos incultos y constructores enamorados del cemento.
Por Miguel Aguilar
El Algarrobico, en la costa de Almería. Crédito: Ben Roberts.
Miguel Aguilar: ¿Es España fea o es que la hemos afeado?
Andrés Rubio: España ha sido maravillosa por su variedad de climas y relieves, pobre pero sexy, como dijo un ex alcalde de Berlín sobre su ciudad. Para adaptarse a esa geografía española, los maestros albañiles y los artesanos anónimos crearon en los pueblos distintos tipos de edificaciones de una variedad y una armonía extraordinarias. Las ciudades también reflejaron esa rica tradición en sus núcleos históricos y en los ensanches decimonónicos. Pero ya a principios del siglo XX se comenzaron a destruir, desmantelar y exportar elementos significativos del patrimonio, algo que se exacerbó en el franquismo. Cuando a finales de los años cincuenta se produjo el big bang de la construcción a nivel global, el régimen, retrógrado e inculto, fue incapaz de manejar este hecho determinante. Si antes de la guerra civil Francia y Alemania eran los focos culturales de los que se nutrían los españoles, en el franquismo ese foco se volvió hacia Estados Unidos. Y el modelo americano de planificación urbana desregulado y favorecedor de la corrupción (liderado por las corporaciones privadas y por los estados, y no por el gobierno central de Washington), se aplicó en España con resultados especialmente negativos. Así se vio, por ejemplo, en el proceso de deterioro sistemático de la costa para la creación de la industria turística. Lo traumático fue que en democracia esta deriva no solo no se detuvo sino que se aceleró, sobre todo porque la Constitución de 1978 fijó las competencias de urbanismo en las comunidades autónomas, que comenzaron a actuar a base de normas que parecían ser concebidas principalmente para ser infringidas. Hasta llegar a la deplorable situación territorial actual de poder fraudulento atomizado.
Tierra a la vista
Miguel Aguilar: En el libro recorres numerosos ejemplos de destrozos urbanísticos y paisajísticos. ¿Hay un hilo conductor entre todos ellos o son muy distintos?
Andrés Rubio: El hilo conductor es siempre la especulación caótica, la corrupción política y la incultura. Y ni siquiera se salvan enclaves estupendos e incontestables como San Sebastián, que no es ya tan bonita como la pintan porque si escarbas un poco te encuentras con numerosas sorpresas relacionadas con la sobreexplotación (y no sólo con los pintxos). Estuve allí para presentar el libro y unos amigos me dijeron que mirara hacia la playa de La Concha desde el puerto viejo, donde, por cierto, se ha colocado una fea barandilla impropia de la atmósfera marinera del lugar. A lo lejos, donde antes había villas ajardinadas bordeando el monumento natural que es esa playa única, ahora todo empieza a ser cemento: está desapareciendo el verde de la playa de La Concha. El proceso cementificador donostiarra ha llegado también al cerro de San Bartolomé, en pleno centro, donde la arquitectura basura campa a sus anchas en edificios residenciales construidos recientemente. La tradición de buena arquitectura de la ciudad se pierde en este y en otros barrios nuevos, donde no se ha tenido en cuenta como se debiera a las figuras de la arquitectura ni a los artistas en la configuración del espacio público. Asimismo, acaba de ser destruido el interior de un cine de más de cien años, el Bellas Artes, un viejo cinematógrafo de los que quedan muy pocos en Europa, y eso que la ciudad cuenta con un importante festival internacional de cine. La conclusión de todo esto es que si esta infame conspiración ocurre en San Sebastián, una ciudad culta, refinada y admirada por todos, ¿qué no ocurrirá en otros lugares españoles? Es preciso señalar que el alcalde pertenece al Partido Nacionalista Vasco y que gobierna con el apoyo del Partido Socialista de Euskadi. Así queda claro que el complot contra el territorio y el bien público se ha activado en España desde todos los partidos políticos. Sobre todo desde las filas de la derecha, en especial el Partido Popular, pero también desde los nacionalismos conservadores y la izquierda.
La icónica playa de La Tejita, en Tenerife, y el esqueleto de un hotel de lujo levantado en 2020 durante la pandemia. Crédito: Andrés Rubio.
Miguel Aguilar: Mencionas que en países vecinos hay instituciones que se dedican a proteger la riqueza del entorno. Si pudieras traer una a España, ¿cuál sería?
Andrés Rubio: Habría que traer no una, sino varias instituciones de Francia, por ser el país que con más decisión y mejores medios se ha enfrentado al proceso casi ingobernable de la expansión constructiva global. Por ejemplo, habría que crear en España un Conservatorio del Litoral, que desde 1975 compra terrenos de la costa francesa para preservarlos ecológicamente. Esta institución pública fue fundada por el presidente conservador Valéry Giscard d’Estaing, al que cuando le preguntaron qué iba a hacer el Estado con esos terrenos recuperados de las garras de los promotores, dijo: «Naturalmente, nada». También se debería crear en España un Cuerpo de Arquitectos y Urbanistas del Estado a imagen del francés, con altos funcionarios independientes e incorruptibles, cuya misión en Francia es «hacer coherente el respeto por el patrimonio y el planeamiento del territorio». Asimismo, el Ministerio de Cultura debería tener entre sus principios básicos la promoción y la difusión de la arquitectura, tal como sucede en Francia, donde la calidad arquitectónica recae en el Estado como «acto de cultura». Por último, el Estado español debería ofrecer asistencia profesional gratuita a aquellos ciudadanos sin suficientes recursos para sus proyectos, algo que ocurre en Francia. Para lograr todo esto se necesitaría un consenso político que en España parece muy lejos de poder alcanzarse, teniendo en cuenta que lo que marca la pauta es «el permanente conflicto Estado-regiones», una expresión tomada del profesor italiano Salvatore Settis, quien ha escrito que el federalismo mórbido disgregador provoca en Italia «la esquizofrenia del Estado», algo aplicable también al modelo español. Quizá el modelo descentralizado alemán, con los Lander, estados caracterizados por su transparencia y un intercambio continuo técnico-científico, podría servir de inspiración a España e Italia, pero ya hay voces de arquitectos independientes que piden también en Alemania la creación de un Ministerio de Construcción que fusione y coordine todas las políticas con el fin de enfrentarse a la terrible amenaza del cambio climático. La solución parece muy difícil, pero el planteamiento inicial debería ser, desde la búsqueda de consensos, la elaboración de un plan estratégico del Estado en materia de planeamiento territorial. En Barcelona, la arquitecta Itziar González Virós lleva años pidiendo que no se construya ninguna obra nueva y que la industria de la construcción se convierta en la industria de la deconstrucción, dándole el protagonismo a la rehabilitación, el desmantelamiento y el reciclaje. Y el colectivo madrileño n’UNDO («deshacer», en inglés) aboga porque se detenga la industria de la construcción («No hacer, rehacer, deshacer» es su lema). Ojalá la solución llegue de una acción al máximo nivel de la Unión Europea.
Miguel Aguilar: ¿Cómo repartirías las culpas entre políticos, arquitectos, constructores y ciudadanos?
Andrés Rubio: Principalmente la responsabilidad es de la política española y sus élites incultas, cuyos integrantes proceden en general de los campos del derecho y la economía. Ningún presidente de gobierno en la España democrática ha sentido curiosidad por lo que Henri Lefevbre definió ya en los años setenta como «la ciencia del fenómeno urbano», todo lo contrario que en Francia, donde hasta un presidente como el conservador Nicolas Sarkozy, pese a su tenebrosa imagen, lideró la vertebración del futuro del Gran París con un concurso de ideas de quince estudios de arquitectura internacionales. Una ciencia, la del fenómeno urbano, que se ha demostrado como eje fundamental de la contemporaneidad porque de ella depende la justicia espacial, esa que según el geógrafo Edward Soja implica que cualquier ciudadano tiene derecho a vivir en un entorno de calidad con independencia de su riqueza. Por lo demás, en España, los promotores y constructores, de no haber sido alentados por la política y cómplices de ella, no habrían participado en la conjura contra el territorio al terrible nivel alcanzado. Los arquitectos, por su parte, fueron tomados como rehenes, marginados en el proceso en vez de prestigiados en su condición de servidores públicos, expulsados de un debate que ni siquiera se ha producido desde las instancias del poder, salvo excepciones de alcaldes de ciudades como Barcelona o Santiago de Compostela, por poner dos ejemplos significativos. Por último, están los ciudadanos, que han permanecido impasibles, aletargados, lo mismo que los intelectuales y los medios de comunicación. La excepción han sido los grupos ecologistas y las pequeñas asociaciones, que no han tenido la debida relevancia dentro del caos de la construcción mala, corrupta, pretenciosa e incompetente tan característica de la España de las últimas décadas.
Miguel Aguilar: ¿Qué incluirías en un hipotético libro futuro «España guapa»?
Andrés Rubio: Las extensiones inabarcables de la España vaciada, que ojalá se conviertan en reserva natural de Europa en una sociedad descarbonizada e interespecie y en un novedoso laboratorio de prácticas medioambientales. Barcelona como modelo urbano para toda España, con la figura de Oriol Bohigas como referente desde sus posiciones socialdemócratas, el arquitecto que a partir de 1980 determinó gracias a su criterio, su decisión y su bagaje intelectual el futuro de la ciudad con sus acciones preparatorias para los Juegos Olímpicos de 1992 al frente del área de urbanismo y arquitectura. El casco histórico de Girona, que alberga la universidad. El Camino de Caballos de Menorca, recuperado por los habitantes de la isla frente a las pretensiones de Jaume Matas, el que fue ministro de Medio Ambiente de José María Aznar, que se proponía hacer paseos marítimos y encementar especulativamente muchos de los espacios naturales, ahora preservados gracias al decisivo activismo de los habitantes que se enfrentaron a estos políticos y les ganaron la batalla. Lo que queda de Lanzarote según lo concibió el artista César Manrique, una isla que tras la muerte de este defensor de la arquitectura vernácula se vio sumida en un pozo sin fondo de corrupción por parte de los caciques locales reconvertidos en «construgobernantes». Todas las construcciones de arquitectos como Víctor López Cotelo, con sus extraordinarios trabajos de rehabilitación en Santiago de Compostela, y de otros muchos profesionales que, pese a haber sido expulsados de la primera fila del poder, han conseguido realizar obras en muchos casos destacables. Madrid Río y Matadero, dos de las intervenciones más afortunadas en la capital en los últimos años. El centro sociocultural de Santiago Cirugeda en la marginal Cañada Real de Madrid, ejemplo de arquitectura conectada con lo social y lo comunitario a un nivel admirable. Los pueblos de Albarracín y Vejer de la Frontera, con sus modélicas actuaciones de preservación. Benidorm y su densidad ecológica de rascacielos alineados con vistas a la playa, frente al modelo de negatividad de La Manga del Mar Menor y de todos los focos de segundas residencias expandidas en forma de mancha de aceite antiecológica. Los parques nacionales y cada una de las reservas naturales, que deberían incrementarse al máximo. Cualquier acción de demolición en la costa para recuperarla medioambientalmente, como la que derribó las 450 construcciones del antiguo Club Med en el cabo de Creus... Hay muchísimos casos rescatables y admirables para la «España guapa», pero sin un plan estratégico del Estado la impresión general seguirá siendo muy negativa. Porque si nadie los frena, los cementificadores que están ahora mismo destruyendo la playa de La Concha de San Sebastián y tantos otros lugares culminarán su macabra labor y quedarán impunes.
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