Fernanda Trías: «¿Qué es ciencia ficción y qué no?»
Mucho antes de que la pandemia entrase en nuestras vidas, Fernanda Trías ya imaginaba mundos distópicos que parecían tan lejanos y extraños como improbables. Entonces el mundo cambió y «Mugre rosa» (Literatura Random House) se convirtió en una suerte de retrato mestizo de las amenazas del mundo contemporáneo. Cruce de realismo psicológico, ciencia ficción y horror, donde los conflictos familiares y personales conviven con el desastre ambiental y la escasez de alimentos, la novela ganó primero el premio Bartolomé Hidalgo 2020 en Uruguay y, pocas semanas después, el Sor Juana Inés de la Cruz. En esta entrevista exclusiva para LENGUA, la escritora uruguaya recorre las formas en que la catástrofe cambia nuestra manera de vivir y nuestras relaciones: un horizonte mucho más cercano e inquietante de lo que la vida previa a la pandemia nos había hecho creer.
Por Ramiro Sanchiz
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Fernanda Trías. Crédito: Getty.
Por RAMIRO SANCHIZ
Ramiro Sanchiz: Unos días antes de que se anunciara que Mugre rosa obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz, la Cámara Uruguaya del Libro premió tu novela con el Bartolomé Hidalgo 2020. Recuerdo que ese mismo día vi en las redes la foto de nuestro editor, Julián Ubiría, sosteniendo el premio con una mano y su teléfono celular con la otra, y que en la pantalla del aparato aparecía tu cara, en vivo, agradeciendo el premio. Estaban entonces la sonrisa de Julián y la tuya, en un mosaico tecnológico-virtual que me pareció sobrecogedor. Después me puse a pensar en cómo estarías viviendo este reconocimiento uruguayo, paralelo al otro, internacional, del Sor Juana. Porque desde hace años que no vivís en Uruguay, pese a que has seguido publicando con editoriales locales, como HUM, y no solo un libro, sino tres si mal no recuerdo (La azotea reeditado, No soñarás flores y La ciudad invencible). ¿Cómo sentís entonces esa distancia y esa conexión en relación a este reconocimiento tan lindo?
Fernanda Trías: Esa imagen de la foto se sintió como «Bienvenidos al futuro». Me acuerdo de los flashes y de ver por la pantalla las grandes cámaras apuntando hacia mi imagen. Todos fotografiando un teléfono. Aquel día pensé que, antes de la pandemia, no lo hubiera hecho. Y no porque tecnológicamente no se pudiera. Nos habría parecido a todos un poco ridículo y hasta inviable dar un discurso de agradecimiento desde una pantallita de teléfono sostenida por otra persona frente a una audiencia tan amplia como la que estaba presente ese día. La virtualidad ya existía, pero la pandemia la legitimó: ahora por ser virtual no es menos «real». Para mí fue importante, a nivel simbólico, haber recibido el Bartolomé Hidalgo antes que el premio internacional Sor Juana, porque uno siempre se siente un poco triste cuando el resto del mundo ve cosas en tu esfuerzo escritural que en tu propio país aparentemente no ven. Yo me fui a Francia en 2005 y nunca dejé de esforzarme por mantener los lazos con Uruguay estrechos. Pero no es fácil, sobre todo por la falta de recursos. Normalmente mis colegas de otros países que viven en el extranjero van todos los años a sus ferias nacionales, los invitan, los llevan, hay mucho más dinero para invertir. Sin embargo, en quince años que llevo fuera del país, fui una sola vez a la Feria del Libro en Uruguay, y fue un momento muy importante porque me permitió sentir que yo pertenecía allí, fue un momento de compartir con escritores uruguayos en las charlas y mesas, de intercambiar ideas, incluso de conocerlos en persona y acceder a sus libros. Parte de ese esfuerzo fue la decisión de publicar Mugre rosa primero en Uruguay, digamos como una «primicia», antes de que saliera en el resto de los países de habla hispana.
Recorrer la ruina
Ramiro Sanchiz: Me interesa mucho esto que decís de la presencia de los escritores y sus obras en circuitos como las ferias del libro. Creo que en la medida en que aumenta el interés por parte de editoriales y colectivos editoriales no transnacionales de «visibilizarse» en una escala internacional, va produciéndose una nueva intensidad de circulación de autoras y autores en escenas que no son las locales, y esto trae aparejadas nuevas conexiones, reediciones, coediciones y quién sabe qué más iniciativas. Creo que esto acelera los procesos por los que emergen pautas en los sistemas de las literaturas, y pienso particularmente en lo que pueda estar pasando con la literatura latinoamericana, en sus nuevas configuraciones de géneros y producciones de significados en relación al presente o de construcción del futuro. Pero también, ahora que lo pienso, tus premios recientes coinciden en el tiempo con la traducción de tu novela La azotea al inglés, y las dos ediciones, en inglés y en español, que lanzó Charco Press. Así que por un lado se consolida ese reconocimiento uruguayo del que hablabas y, por otro, sos proyectada a otra lengua y a otros tantos lectores. ¿Cómo viviste esto último?
Fernanda Trías: Antes, siempre que hablaba con amigos escritores de más trayectoria, que tenían libros traducidos a otros idiomas, me sorprendía el desapego que mostraban hacia esas traducciones. ¿No estaban felices? Supongo que sí, pero ahora que me tocó a mí estar en esa situación, puedo entender lo extraño que se siente. Si ya antes el libro no te pertenecía, en otro idioma se siente completamente ajeno. ¿Quién escribió esto? Cuando leí la traducción de La azotea al inglés me parecía estar leyendo algo escrito por otra persona. Y sí, efectivamente está escrito por otra persona. A pesar de que participé muy activamente en la traducción, al punto de discutir con Annie McDermott temas como la sonoridad de tal o cual frase, el libro se convierte en otro. Como mínimo, la traducción literaria es una reescritura y un trabajo a cuatro manos. Y más grande será el extrañamiento cuando empiecen a salir las traducciones en idiomas que ni siquiera puedo leer (en total, La azotea y Mugre rosa van a traducirse a siete idiomas). Ahora entiendo un poco mejor por qué Diamela Eltit dice que las traducciones son bienvenidas, pero que, en definitiva, ella escribe para los que hablamos español. Aún está por verse cómo se leen esas otras «versiones» de mis libros desde culturas tan distintas. Yo creo que, al final, uno no sueña con la traducción en sí, sino con que se genere la extraña conexión lector-libro-autor. Bah, al menos a mí siempre me emociona hablar con muertos y con desconocidos a través de sus libros.
«Uno no sueña con la traducción en sí, sino con que se genere la extraña conexión lector-libro-autor. Bah, al menos a mí siempre me emociona hablar con muertos y con desconocidos a través de sus libros».
Ramiro Sanchiz: Es interesante lo que decís del desapego. Recuerdo que, en los años noventa, muchos escritores de ciencia ficción rioplatenses trataban de escribir «en neutro» para que fuese más fácil traducirlos al inglés; pensaban, ingenuamente, que con eso de alguna manera atraerían traductores. Porque entonces apenas había maneras de publicar textos de ciencia ficción por fuera de los emprendimientos de los propios escritores devenidos editores (como revistas, fanzines y alguna antología autogestionada), textos que circulaban en circuitos de mínima visibilidad (por no hablar del «prestigio»). Por tanto, la aspiración de todos y todas era ser traducidos al inglés para publicar en las grandes revistas estadounidenses del género, como la Asimov’s, pongamos. Ahora eso ha cambiado bastante; sin ir más lejos, vos acabás de recibir dos premios sumamente prestigiosos por una novela de ciencia ficción. O, al menos, con ciencia ficción, por usar esa vieja distinción.
Fernanda Trías: Sí, es como preguntarse si uno pide «un vaso con agua» o «un vaso de agua». Supongo que todos estos intentos por sacarle el cuerpo al género y no decir «ciencia ficción» responden a un miedo de los autores a ser encasillados en algo que se ha considerado siempre como un género menor, o a un miedo de los editores a que los lectores salgan huyendo incluso antes de abrir el libro. Si bien es cierto que estamos viviendo un momento de auge, en el sentido de que más escritores de «realismo» están escribiendo las llamadas «ficciones especulativas» (término que a vos no te gusta), y que más editoriales mainstream, no especializadas, están publicando estos libros (pienso en el reciente La vía del futuro de Edmundo Paz Soldán en Páginas de Espuma, o en Tejer la oscuridad de Emiliano Monge en Literatura Random House), no creo que eso se vea reflejado necesariamente en cantidad de lectores. Al menos no aún. Sigo pensando que muchos lectores son más bien reticentes y que dicen: «Yo no leo ciencia ficción». De ahí que los escritores y los editores prefieran evitar el término. De hecho, creo que ni los autores ni los editores, excepto los que se han dedicado a pensar el género, entendemos bien qué es ciencia ficción y qué no es ciencia ficción. Para los comunes mortales, ciencia ficción son naves espaciales y máquinas de teletransportación. La expresión «con ciencia ficción» parece querer decir que «con» ciencia ficción sigue siendo literario.
«Todos los intentos por sacarle el cuerpo al género y no decir "ciencia ficción" responden a un miedo de los autores a ser encasillados en algo que se ha considerado siempre como un género menor, o a un miedo de los editores a que los lectores salgan huyendo incluso antes de abrir el libro».
Ramiro Sanchiz: Sí, estoy totalmente de acuerdo. Pero querría primero detenerme un instante en el tema de la «ficción especulativa». No es tanto que no me guste como que lo siento dated; creo que el término responde a un momento específico en la historia del género, que es el de la expansión de la ciencia ficción a formas de escritura y pautas conceptuales más amplias y «experimentales», algo que pasó entre mediados de los cincuenta y fines de los sesenta. Ahí muchos escritores y escritoras que no querían escribir en el molde más «duro» o «científico» de un Arthur Clarke o un Asimov se preguntaban por qué retener el término «ciencia» si no había en los relatos que escribían el tipo de exposición científica que uno encuentra en, por poner un ejemplo, un cuento como «Paté de foie-gras», de Asimov, donde se explica «científicamente» cómo podría ser posible una gallina de los huevos de oro. Pero lo que pasó, justamente, fue que ese cambio en la ciencia ficción convirtió a la variante más científica del género en un subgénero bien definido, el de la «ciencia ficción dura». Si ampliamos lo suficiente los contornos del género, entonces no hace falta apelar a una designación como «ficción especulativa» porque ya «ciencia ficción» abarca textos que no son necesariamente «científicos». Quizá el problema de fondo tiene más que ver con lo difícil que es definir o caracterizar (o delimitar) la ciencia ficción. Jonathan Lethem escribió un artículo buenísimo sobre la idea de que la ciencia ficción debería ser pensada no como un género (porque es notoriamente más difícil de definir de manera suficiente o satisfactoria que, pongamos, el policial o la novela histórica o las aventuras de piratas), sino como literatura a secas; a la vez, este pensamiento parece desdibujar la experiencia de escritores que siempre han trabajado desde adentro del género, con militancia incluso. Pero volviendo a lo que decís, está clarísimo el lugar de Edmundo Paz Soldán, ¿no? Quizá podríamos pensarlo entre los primeros escritores latinoamericanos en el siglo XXI que, viniendo del mainstream o siendo leídos desde el mainstream (porque, en rigor, ya El delirio de Turing era una novela posciberpunk), empezaron ya no solo a «incursionar» en el género, sino a meterse de pleno en él y con él, como pasa en su novela Iris. Vos, en ese sentido, venís desde un lugar también en principio ajeno a la ciencia ficción como género y sus circuitos de circulación, pero de pronto escribís esta novela sobre contagios y mutaciones (entre otras cosas, claro) en un futuro/presente indeterminado y hauntológico. ¿Cómo fue la decisión de meterse con esos temas?
Fernanda Trías: A mí lo que me interesa cada vez más es el mestizaje. Cuentos que no son cuentos, diálogos que son poemas, mezcla de géneros. En el caso de Mugre rosa, intenté tejer una historia de personajes, de conflictos afectivos, familiares y personales (lo de siempre), dentro de una trama mayor distópica con toda esta catástrofe ambiental y la escasez de alimentos. Tenía miedo de quedarme a medio camino de ambas cosas y terminar desilusionando tanto a los que leen realismo psicológico como a los que leen ciencia ficción, pero si algo tengo claro es que hay que asumir riesgos: nunca me interesó repetir una fórmula. Yo sentía esa emoción que se siente cuando te estás lanzando a algo desconocido, ¿viste?, como cuando vas a empezar a caer en la montaña rusa. Para mí fue una experiencia espectacular construir un mundo entero con sus propias leyes, su geografía y hasta su lenguaje. En todo momento quería que el enrarecimiento fuera palpable y a la vez se sintiera muy cercano (aunque nunca imaginé cuán cercano iba a terminar sintiéndose). Incluso que te hiciera dudar de si realmente era extraño o era solo tuya esa sensación. Entonces hay cositas en el lenguaje que trastoqué para generar ese extrañamiento, algunas de ellas solo reconocibles para un lector uruguayo. Por ejemplo, que en lugar de decir «los del interior» dijera «los de adentro». A mí me encanta esta fluidez que está habiendo entre escritores, como vos los llamás, mainstream [Risas], animándose a meter los pies en distintos géneros, y a la inversa. Porque recordemos que vos has escrito un par de novelas mainstream [Más risas]. Ya mencionamos el caso de Paz Soldán (pionero); también Yuri Herrera, que, de hecho, tiene una novela buenísima sobre una epidemia, La transmigración de los cuerpos, de 2013.
«Lo que me interesa cada vez más es el mestizaje. Cuentos que no son cuentos, diálogos que son poemas, mezcla de géneros».
Ramiro Sanchiz: [Risas] Eso de decir tanto mainstream… Mainstream es un poco la cosa beligerante de quienes salimos de la contracultura de los noventa, que queríamos ver el mundo arder, como el Joker. Pero me gusta lo que decís sobre la hibridación, porque ese es de hecho el proceso del género; ningún género se mantiene estático, porque sus lectores se orientan a potenciar aquello que les da un poco lo mismo (el género en tanto lo puedan reconocer) y también algo distinto, lo «nuevo», es decir, un más allá, un vector o devenir. En la ciencia ficción noventera, de donde salí yo, la actitud siempre era hipermodernista: había que estar al tanto de lo último, que para nosotros, en Uruguay y con un delay de diez años, era el ciberpunk. Ahora yo pensaría (y no solo a nivel latinoamericano) en híbridos de ciencia ficción y weird, lo que podríamos llamar la «escuela colombiana», con Luis Carlos Barragán, Karen Reyes y Hank T. Cohen a la cabeza. En cuanto a Mugre rosa, creo que justamente pone en evidencia que la ciencia ficción siempre tiene (o puede tener) eso de construir historias de conflictos afectivos, familiares, personales, y todo el realismo psicológico, pero dado en relación a un fondo que no es de lo cotidiano, sino más bien uno especulativo. ¿Qué sentiríamos si de pronto una contaminación tóxico-viral se apoderara de los fenómenos meteorológicos, de las aguas, de la flora? ¿Cómo manejaríamos nuestros miedos, nuestra tendencia a aislarnos, nuestro impulso social? ¿Cómo cambiarían nuestras redes afectivas? Tu novela funciona en esa dirección, y por eso, para mí, es notoriamente ciencia ficción, en la línea de textos como la formidable 334, de Thomas Disch. Pero a la vez hay momentos en que al leerla se siente que todo va en dirección al horror. ¿Eso lo pensaste? Por ejemplo, si introducís la idea de un niño que no puede saciarse ni, por tanto, parar de comer, el lector acostumbrado al body-horror de Cronenberg o a Clive Barker (por poner dos ejemplos cualesquiera) lo primero que va a pensar es: «O se come a la protagonista o se come a sí mismo (o ambas cosas)»; canibalismo y autofagia. Pero, claro, creo que Mugre rosa pone un freno ahí: está sugerida esa idea, pero no la llevás a cabo, porque te mantenés desde los límites del horror hasta acá. ¡Ahora se me ocurre que a lo mejor puedo reescribir tu novela La azotea con caníbales! Pero eso, lo que vos hacés en Mugre rosa, me parece, aporta a la idea de lo híbrido y es, para mí, otro de los puntos fuertes de la novela.
Fernanda Trías: Sí, lo pensé. De hecho había una escena que luego saqué en la que, en medio de uno de esos ataques de ira de Mauro, él se clavaba un tenedor en la mano. Y también me imaginé que él podría llegar a comerse un puñado de esas algas tóxicas del río. Pero no me interesaba llevar la novela por ahí, aunque sí está bueno que permanezca como una inquietud en el subtexto. Para mí siempre se trata de ir buscando ese límite en que la violencia está implícita o latente pero no se termina de desencadenar. Me parece incluso más inquietante que cuando leo escenas muy violentas y sangrientas, que por momentos hasta me parecen morbosas. En todo caso, no es mi poética. Pienso que si la violencia está contenida es más interesante lo que provoca en el lector. Ya hay mucha violencia explícita en las películas, entonces se vuelve un poco cliché. El horror que genera Distancia de rescate, ese es el que me gusta. Al final toda la novela parece una historia de fantasmas, de susurros. Pero esas preguntas que vos hacés acá son justamente las que me interesaba pensar: cómo cambiaríamos en ese contexto de catástrofe nuestra manera de vivir, nuestras relaciones afectivas y sociales, e incluso pensar también qué cosas permanecerían iguales. Porque, desgraciadamente, hay cosas que nunca cambian.