James Ellroy por Rodrigo Fresán: cuidado con el perro
Si la historia y el crimen estadounidenses tienen un Virgilio para guiar al lector por sus atrocidades, ése es James Ellroy. Él mismo nacido y criado en sus horrores (hijo de una madre brutalmente asesinada en la California de los años cincuenta, ex delincuente juvenil que se metía en casas ajenas a oler ropa interior de mujer, bebedor feroz y consumidor de todo tipo de pastillas), su «Trilogía USA Underword», «El Cuarteto de Los Angeles» y su memoir «Mis zonas oscuras» lo han convertido en el amo del noir Made in USA. Ahora, con «Pánico» (Literatura Random House), se adentra con ese talento único para revisitar la historia de manera rabiosa, lírica e hilarante a la vez en el fango del Hollywood dorado y el periodismo sensacionalista. En una conversación memorable con Rodrigo Fresán, Ellroy repasa su leyenda…y la confirma.
Por Rodrigo Fresán
Crédito: Diego Lafuente.
En 2010 —hace ya muchos años, que parecen muchos más si se tiene en cuenta lo que vino y viene sucediendo los últimos dos y, me temo (continuará...)— tuve el placer y el privilegio y, también, en conocimiento de antecedentes, un cierto temor, de presentar a James Ellroy en una biblioteca de Barcelona.
El motivo y la ocasión era el lanzamiento en español de Sangre vagabunda: cierre de su magna trilogía USA Underworld. Y, también, segundo tramo —luego del L. A. Quartet con el que se hizo merecidamente célebre y celebrado, formado por El gran desierto, La Dalia Negra, Los Ángeles Confidencial y Jazz Blanco— de una muy pero muy particular revisión de la historia de su país. Un manual de historia alternativo y de histeria como única opción. Todo a partir de los grandes hitos y greatest hits (hits de plomo y pólvora, se entiende) del crimen made in USA entendido como parte constitutiva y constitucional del ser nacional.
Y esa noche, Ellroy no decepcionó a nadie; porque, entonces, Ellroy fue Ellroy. Y todos los que estaban allí sabían de quién y de qué se trataba el asunto y el sujeto, y apostaría lo que fuera a que no lo han olvidado ni lo olvidarán nunca.
Porque Ellroy es todo un personaje y, sí, Ellroy —aunque él me lo niegue con un «NAH»— es un personaje de Ellroy.
Y hablar en persona con Ellroy contagia dicción y espasmos de novela de Ellroy y, de pronto, uno está en Ellroyland.
Bienvenidos a su iluminada y luminosa oscuridad.
A saber, a temblar: Lee Earl «James» Ellroy; nacido en Los Ángeles en 1948; hijo de la asesinada en 1958 Geneva Odelia «Jill» Hilliker, quien se ha convertido en su fantasmal musa (y a la que ha invocado/investigado en sendas y magistrales memoirs narrando el modo en que se (de)forma un escritor: la soberbia Mis rincones oscuros y A la caza de la mujer); niño que aprendió a leer a los tres años y medio, cuyo padre no dejaba de repetirle que se había acostado con Rita Hayworth (años después, en una biografía de la actriz, a Ellroy le sorprendió descubrir a su padre figurando como agente de «Gilda» en sus inicios); ex delincuente juvenil que se metía en casas ajenas a oler ropa interior de mujer; vaciador de botellas de alcoholes y de frascos de pastillas; adicto a las pelirrojas de pechos poderosos (como mamá) y a una chica cortada en dos (sí: Elizabeth «Dalia Negra» Short tiene cameo en Pánico); y hoy considerado el amo absoluto del noir made in USA. Aunque él no se conforme simplemente con eso y no dude en considerarse maestro de «La Novela con L y N mayúscula» junto a Tolstói y Balzac y Hugo y Dickens (su oeuvre ya recopilada en la prestigiosa Everyman's Library junto a clásicos de todos los tiempos y de todas partes podría ser rebautizada como La guerra y la guerra o La tragedia inhumana o Los muy pero muy miserables o Historia de una ciudad que vale por dos o más) con arrebatos sinfónicos de su Beethoven favorito como música de fondo. Algo que se experimenta como una explosión pop-pulp con pedigrí decimonónico y, por qué no, cierto perfume romántico más allá del alto voltaje carnal, y sí, alguna vez Ellroy bromeó con su curiosidad de conocer al inventor del sexo para poder preguntarle en qué está trabajando ahora.
Y es que mientras tanto, él sigue trabajando.
Ellroy XXXL
«Ellroy es, sí, un estilista. O mejor y más preciso aún: Ellroy escribe en su propio idioma. Si ya lo leyeron, entonces también ya lo oyeron: frases como ráfagas de ametralladora telegrafiadas por un psicópata que entra en nuestras cabezas pateando la puerta para arrojarnos por las ventanas».
Rodrigo Fresán
«Estoy convencido de que lo mejor de lo mío está aún por venir. No tengo duda alguna de que seré recordado como uno de los grandes escritores de mi país... Si lo mío es para muchos novela negra, bueno, sepan que lo es con una escala épica y trascendental. En Europa ya lo tienen claro. En Estados Unidos, como suele ocurrir, tardarán un poco más en asumirlo y admitirlo. Pero ya estoy resignado: nunca recibiré los grandes premios literarios de mi país porque me consideran un escritor "de género" sin importar el hecho de que el género en cuestión, el hard-boiled, sea el que mejor define y explica la esencia de nuestro espíritu», me dijo Ellroy intentando esquivar el que muchos lo consideren, apenas, escritor noir o con gusto adquirido y pasión para fanáticos. (Y entre paréntesis y a posteriori: me pregunto si el «éxito» del volátil y anárquico Personaje/Enemigo Público Ellroy no habrá acabado perjudicando la justa posibilidad de que se le hayan concedido y se le concedan y se le concedieran todos esos grandes y merecidos galardones de haber mantenido un perfil más bajo y dócil. En cualquier caso, quién le quita lo ladrado; y lo cierto es que poco y nada parece importarle el no tener medallas ni figurar en quinielas.) Y añade: «También, no está de más apuntarlo, soy un best seller». Pero es verdad que, al igual que sucede con Jackson Pollock o William S. Burroughs o Bob Dylan o David Lynch, a Ellroy se lo entiende (y se lo adora) sin hacer preguntas ni cuestionarlo. Se lo acepta a ciegas y encandilado o te quedas fuera. Y Ellroy —como los otros aquí recién invocados— es, sí, un estilista. O mejor y más preciso aún: Ellroy (desde que su editor le dijo que había que cortar, por ser muy larga, Jazz blanco y lo que hizo Ellroy entonces fue no cortar partes sino palabras sueltas) escribe en su propio idioma. Un casi hablar-en-lenguas que, por momentos, recuerda a los bronces más desenfrenados: bebang en lugar de bebop. Si ya lo leyeron, entonces también ya lo oyeron: frases como ráfagas de ametralladora telegrafiadas por un psicópata que entra en nuestras cabezas pateando la puerta para arrojarnos por las ventanas. Están advertidos: a favor o en contra, las novelas de Ellroy –muchos se quedan fuera o bien se bajaron de este expreso vertiginoso hace varias estaciones, ellos se lo pierden– están escritas en ellroyés. Y el ellroyés no es un idioma sencillo de leer; pero, una vez aprendida y asimilada su sintaxis de anfetamina tragada con bourbon, es imposible dejar el vicio. Algo ya muy lejos de lo de Dashiel Hammett (a quien respeta, «porque escribió acerca del hombre que temía ser») y de lo de Raymond Chandler (a quien desdeña, «porque escribió acerca del hombre que quería ser») y de lo de Ross Macdonald (a quien admiraba más que a ningún otro pero quien, en una reciente relectura, le decepcionó por «sus preocupaciones ajenas al noir, como todo eso de la contaminación ambiental de las costas de California»).
Y le pregunto por uno de mis favoritos, David Goodis, y lo descarta como «demasiado torturado, con todos esos personajes de barrio bajo a los que no dejan de dar palizas y desfigurarlos a patadas». Respeta al primer Tom Ripley («Los libros siguientes son muy aburridos»); se ríe de Hannibal Lecter («Los asesinos en serie que aman el arte me dan náuseas... Y ese final del personaje con el tipo viviendo con Clarice en Buenos Aires... Vamos: CACA»); y afirma, con cierta razón, que «el verdadero desafío es crear psicópatas funcionales y en puestos de responsabilidad».
Así, Ellroy trasciende al género y empieza y termina en sí mismo; aunque su influencia sea más que evidente en esas versiones más domesticadas de lo suyo como lo son las de David Peace y Don Winslow. Le pregunto qué opinión tiene de Peace y de Winslow. No se lo piensa mucho. O sí: «Son buenos tipos: pero sus libros son demasiado... delgados. No hay densidad. Les falta tanto profundidad psicológica como pericia investigativa. Y trabajan con una agenda progresista y de denuncia que los limita a la hora de retratar verdaderamente la oscuridad. Y, ah, ese afán tan arty-farty, de sentirse queridos y blah-blah-bláh». Tampoco leyó Billy Summers, la reciente y muy apreciable incursión en el hard-boiled de Stephen King («¿Transcurre en el presente? Si transcurre en el presente...»). Pero sí le gustó lo que hizo Tarantino en Once Upon a Time in Hollywood: «Los Angeles luce tal cual cómo era, aprecié mucho el vello en los sobacos de las chicas hippies y, de acuerdo, es un poco larga y autoindulgente, pero, ey, una película en la que una hermosa perra pitbull (una perra, no un perro; lo que me parece un gran pronunciamiento feminista) acaba con el Clan Manson tiene todo mi apoyo y bendición... ¿Cómo? ¿Tarantino escribió una novela sobre la película? ¿De verdad? ¿Con partes que no están en la película? ¿Aparece mucho más la perra?». Y se refiere al episodio de los últimos Óscar así: «Will Smith es aburrido y grandote y Chris Rock es un pequeño funny motherfucker. Adivina de parte de quién estoy... Pero ¿por qué fue que uno abofeteó al otro? Sigo sin enterarme bien qué pasó... ¿Se peleaban por una perra pitbull?».
«No tengo duda alguna de que seré recordado como uno de los grandes escritores de mi país. Pero ya estoy resignado: nunca recibiré los grandes premios literarios de mi país porque me consideran un escritor "de género" sin importar el hecho de que el género en cuestión, el hard-boiled, sea el que mejor define y explica la esencia de nuestro espíritu».
James Ellroy
Volviendo a aquella noche de 2010, ahí y entonces, luego de arrancarse el micrófono-audífono y arrojarlo al suelo y ponerse a ladrar, Ellroy recuperó el habla antes que sus fans boquiabiertos y se presentó con lo que para más de un escritor de su generación serían modales más que impresentables e instantáneamente merecedores de lapidación online: «No me conecto a internet. No tengo televisión. Tampoco tengo teléfono móvil, ese artefacto que ha vuelto irrelevantes e imposibles a casi todas las grandes tramas policiales y detectivescas clásicas. No voy al cine. No consulto periódicos. Esta mañana estaba en mi hotel, desayunando, y a mi lado había gente hablando. ¡Han dicho que habían elegido presidente de Estados Unidos a un negro! ¡No tenía ni idea! Qué gracioso... Ah, el mejor chiste del mundo: un león se está follando a una cebra. La cebra mira por encima de su hombro y dice: "Mierda, cariño, ahí está mi marido. Simula que me estás matando". Sí: soy un hijo de puta grande, alto, guapo, brillante, sano y feliz. Vuelo por el mundo en primera clase. Me hospedo en grandes hoteles con excelente servicio. Tengo editores fabulosos. La comida, que pagan ellos, de restaurantes top es muy buena. El público es mejor aún. Y lees y te agarras los huevos cuando lees y haces el gesto de hacerte una paja cuando escuchas las preguntas que te hacen. Sí: soy divertido, puedo y sé cómo hablar en público e interpretar lo mío, me gusta divertir a la gente. Y la gente no está acostumbrada a que los escritores le diviertan. Así, dices que un león se la está metiendo hasta el fondo a una cebra y la gente se ríe. No está mal como vida».
«No me conecto a internet. No tengo televisión. Tampoco tengo teléfono móvil, ese artefacto que ha vuelto irrelevantes e imposibles a casi todas las grandes tramas policiales y detectivescas clásicas. No voy al cine. No consulto periódicos».
James Ellroy
Doce años después, muchas cosas han cambiado pero (sigo encontrándome con él cada vez que viene a España; la última vez fue a propósito de la edición local de Esta tormenta, segunda entrega de su aún en trámite Second L.A. Quartet, aunque cronológicamente transcurre antes que el primero) James Ellroy sigue siendo inequívocamente James Ellroy. Un gigante flaco y desgarbado y anguloso en camisa hawaiana y chaqueta sonriendo con toda su dentadura y mirando a diestra y siniestra como listo para esquivar lo que venga y vaya. Y está bien que lo sea y está bien que así sea. James Ellroy sigue siendo (luego de que, en su juventud fuese atacado por un dóberman y el dóberman en cuestión no demorase en descubrir que, en realidad, estaba siendo atacado por Ellroy) el autobautizado «Demon Dog» que ladra en persona y muerde en la página.
Y viceversa.
Y cuidado con el perro.
Y que sí cunda el pánico.
Crédito: Diego Lafuente.
Y Pánico es el libro que James Ellroy presenta ahora, moviendo la cola y mostrando los dientes por toda España luego de haberlo escrito durante el confinamiento «para hacer algo de dinero rápido». Una comedia sobre el crimen y el castigo, dice. El libro más «gracioso» que jamás escribió pero, a la vez, insistiendo en lo que para él es el mismo tema serio de toda su obra: «hombres malos enamorados de mujeres fuertes». Pero Pánico es lo más parecido a un sueño húmedo, pero en llamas de Kenneth «Hollywood Babylon» Anger y al que incluso los seguidores confesos y declarados de Ellroy han considerado un poco pasado de revoluciones sexuales, excesivamente perturbador y demasiado obsceno en su compulsión destructora de estrellas del más inflamable de los celuloides. Sí: un Hush Hush Ellroy X-Rated. Otro libro, según el propio autor, «para toda la familia, siempre y cuando el nombre de tu familia sea Manson». Pánico como acaso la novela (compuesta por tres novelas-confesiones encadenadas) más excesiva del ya de por sí excesivo Ellroy. Un Ellroy XXXL, no en número de páginas pero sí en expansiva concentración de los ingredientes de un cóctel que siempre acabará siendo molotov. Otra entrega de su safari particular en el que los leones son feroces, sí, pero también hay que tener mucho cuidado con las seductoras y fatales y mentirosas cebras. Y digámoslo, porque Ellroy mismo es el primero en admitirlo y aullarlo: de lo que aquí se trata y se vuelve a tratar (ni más ni menos y con similar dedicación en cuanto a cómo reprocesar novelísticamente «lo histórico» en lo en su momento practicado por gente como Saul Bellow, Norman Mailer, John Updike, Don DeLillo, Thomas Pynchon y Philip Roth) es de volver a salir a la caza de la histórica Gran Novela Americana. Y digámoslo también: hoy por hoy —dentro de un paisaje cada vez más testimonial y autoficcional y minimal— Ellroy es uno de los que están más cerca de pegarle un tiro entre los ojos a la Great American Novel y cortarle la cabeza y disecarla y colgarla en su estudio. Allí, sobre ese escritorio en el que sigue escribiendo lo suyo a mano y con garra, disciplinadamente y —casi orgulloso— afirmando que «jamás dejé de cumplir o retrasar un deadline».
Pánico es, también, una suerte de paréntesis (pero no un respiro sino un jadeo) a la vez que complemento de sus cuartetos y trilogía y de esa obra maestra inicial casi secreta de su bibliografía que es Clandestino. Digámoslo: lo de Ellroy, todo junto e in progress ya es algo tan complejo como los «universos» de Marvel y de DC a la vez que ha sido definido por un crítico como «la versión hard-boiled del Finnegans Wake» de James Joyce, o por Joyce Carol Oates como el entramado de «el Dostoievski norteamericano» («Lo que entonces significa que Dostoievski es el Ellroy ruso», ladra el Ellroy norteamericano).
«Hollywood sigue siendo un infierno, sí, con sus escándalos y sus drogas pero, también, es mucho más fake hasta en sus secretos. A mí como escritor ya no me interesa y ni me preocupo por estar al día de semejante fauna. No me interesan las películas. Netflix es una mierda. Lo mío ahora son los podcasts».
James Ellroy
Pánico recupera la figura del verdadero Fred Otash (1922-1992). Primero oficial de policía (no muy honesto) y luego detective privado (no muy privado e inspiración directa para el Jack Gittes de Jack Nicholson para Chinatown de Roman Polanski escrita por Robert Townes). Y lo que más le interesa a Ellroy de su currículum: Otash fue informante y cazador de material comprometido en el diabólico y pecador Hollywood de los años 50 (qué galán era gay dentro de un armario con varias cerraduras y qué presidente se acostaba con qué estrella y quién era comunista o no lo era pero qué importa si no lo es cuando se dice que sí lo es y escalas intermedias y a esconder todos esos micrófonos y darle «¡acción!» a todas esas cámaras porno) para la revista de chismes Confidential, cloaca y época y que luego Otash rememoró en un memoir de 1976 a este lado de la muerte («Muy mal libro», dictamina Ellroy, «trata de parecer honesto»). Y el Otash marca Ellroy es otro perro, sí, que se autodenomina «El Cancerbero de Hollywood» que «avanza hacia el abismo absoluto de la locura». Y Otash —quien acabó como informante del FBI a cambio de que no se metieran con él por haber accedido a esa peligrosa categoría de «Hombre Que Sabe Demasiado de Demasiados»— es un viejo conocido para los connoisseurs del mondo Ellroy. Otash ya estuvo en Seis de los grandes y en Sangre vagabunda y protagonizó una nouvelle («Shakedown», proyecto en carpeta de la HBO) incluida en Ola de crímenes. Preliminares para la orgía que es Pánico, con un autobiográfico Otash confesándolo todo en el virulento 2020, desde un limbo poco celestial (en el «Penal Penitencia, Galería de los rompevidas irreflexivos, Purgatorio de los pervertidos») y a la espera de que semejante desborde de sinceridad le abra por fin las puertas del Paraíso como alguna vez se le abrieron las del Polo Lounge para concederle una mesa preferencial por temor a represalias.
Y así empieza a hablar Otash: «He pasado veintiocho años en este puto rincón del infierno. Ahora me dicen que si rememoro mis malandanzas y las escribo, podré salir de aquí». Y Otash no demora en dejar claro su credo: «Haré lo que sea menos cometer un asesinato. Trabajaré para quien sea menos para los rojos". Y luego de casi 400 páginas incendiarias y con más truenos y rayos que nubes de algodón, Otash se despide con un «Yo me marcho, socios».
De igual modo, Ellroy también se ha ido de allí para quedarse allí para siempre. «En comparación con lo de Otash y la "Ciudad de los Sueños" de entonces, el chimenterío que hoy se cuece en internet es un juego de niños, todo muy infantil: Hollywood sigue siendo un infierno, sí, con sus escándalos y sus drogas pero, también, es mucho más fake hasta en sus secretos. A mí como escritor ya no me interesa y ni me preocupo por estar al día de semejante fauna. No me interesan las películas. Netflix es una mierda. Lo mío ahora son los podcasts. Tengo una muy buena voz. Y pagan buen dinero. Y el próximo 22 de noviembre, aniversario de ya saben qué, estrenaré uno muy pero muy bueno... Una dramatización de América: trece horas, el libro palabra por palabra, yo encargándome de la narración y más de sesenta y cinco actores leyendo las líneas de los personajes con música y atmósfera cuidad al detalle... Un formato que yo relaciono más con una emisión de radio muy vintage y yo en el rol de DJ infernal más allá del soporte informático. La televisión de hoy es MIERDA PUTA. Una vez vi The Wire y me parece el programa peor escrito de la historia. La única serie a la que verdaderamente estuve enganchado fue The Fugitive, con todas esas formidables actrices invitadas: personajes muy interesantes y muy inteligentes y con las que David Janssen siempre acababa enredándose en su huida. Y, por supuesto, los cuatro episodios de The Naked City en los que participa Lois Nettleton, quien también estuvo en The Fugitive, a quien está dedicada Pánico, donde también es un personaje importante y el gran amor de Otash. Y Nettleton, de quien me enamoré a los trece años, es uno de mis fetiches femeninos. Pago para que pongan flores en su tumba un par de veces al año... Yo lo veo todo muy lejos tanto en el tiempo como en el espacio. Yo sigo en Los Ángeles del ayer pero ahora vivo en Denver. Sitio neutral. Y hace unos años volví a juntarme con mi segunda ex esposa y actual novia, Helen (Knode, también autora de policiales) y vivimos en pisos separados en el mismo edificio. Helen tiene televisor y vemos box. Y compartimos una perra pitbull imaginaria. Se llama Ingrid. Y es perfecta y completamente amoral y despiadada y nos quiere mucho». Y, sí, Ingrid podría protagonizar una serie de libros infantiles para niños de apellido Manson. Le pregunto a Ellroy si conoce la canción de Warren Zevon «Things to Do in Denver When Your're Dead». Me pregunta quién es y de qué año. Se lo digo y me mira como si yo no hubiese entendido nada. El pasado de esa canción —los años 80— queda muy lejos de su pasado que no deja de ser el presente y futuro de los libros venidos y por venir.
Y Ellroy avisa y no traiciona: hay más Otash en camino, ya trabaja en una segunda parte de Pánico. Y va a ser una novela muy diferente a la anterior. Con un Otash vivo y en acción, en el pasado y en su mejor época, 425 páginas en tapa dura.
«Freddy fue un tipo de mierda. Arruinó muchas vidas... Un artista del chantaje, sí: pero yo no puedo sino admirar a todo aquel que hizo de lo suyo un arte. Y, claro, Freddy también fue y siempre será un gran personaje... Cuando lo conocí ya no lo era: ahí estaba ese pobre viejo mitómano, desesperado por ya no tener el poder para hacer el mal, sólo preocupado por jugar al backgammon. Yo quise que fuese el protagonista de América. Y hasta llegamos a un acuerdo económico por el que me vendía su "personaje" sin derecho a réplica ni contradicción (la letra pequeña del contrato especificaba que yo lo responsabilizaría directamente de ser uno de los asesinos de Kennedy, con quien había tenido la más insalubremente saludable de las relaciones por los días y las noches de y con Marilyn Monroe). Y él prometió que no lo negaría explícitamente durante la promoción de la novela. Pero no me fié de él, y decidí dejarlo, por las dudas. Pensé, y estoy seguro de que no me equivocaba, que Otash acabaría traicionándome. Es decir: uno no puede haber arruinado tantas vidas como lo hizo él en tiempos de Confidential y mantener un sólido sentido ético. Lo que no quita que yo piense que fue un auténtico genio en lo suyo, un verdadero artesano. Así que opté por inventar a mi Pete Bondurant para USA Underworld y usé algo de Otash para el policía farandulero Jack Vincennes de mi primer cuarteto. No me quejo. Salió todo bien. Después Otash se murió y, claro, no tuve que pagarle nada ni preocuparme porque que me contradijera. Ahora Otash es mío y ya estoy escribiendo la continuación de sus pecados inmortales... Lo que, seguro, desconcierta un poco a los muchos que me consideran un degenerado y blasfemo por las cosas que escribo. Tiene su gracia: Pánico es, antes que nada y después de todo, un libro muy religioso, cristiano, que predica la admisión de tus pecados y te permite soñar con el perdón... Y, si lo piensas un poco, la Biblia es como una de mis novelas: algo rebosante de personajes que se suponen reales pero a la vez tan maleables y mucha sangre y traición y sexo y mujeres fatales y hombres condenados», me sonríe Ellroy mostrando los dientes con los que mastica con ferocidad una hamburguesa de varios niveles de altura en un muy buen restaurante de Barcelona a cuenta de su fabuloso editor local y a la memoria de Freddy Otash.
«Kennedy es muy histórico porque, de algún modo, inaugura la idea del todo es posible y de la suspension of disbelief como textura de la historia norteamericana. Y si eres histórico, amiguito, entonces eres propiedad de James Ellroy. Aunque a mí lo que menos me interesa como escritor son los hechos absolutos y puros y verificados».
James Ellroy
Así, en Pánico Ellroy resucita a Otash a su manera y lo convierte en Freddy El Frenético o Freddy El Zombificado o Freddy O: otro muñeco ventrílocuo de Jimmy E. Porque —de nuevo, una vez más, nunca las suficientes— lo de Ellroy en sus libros es un excepcional estilo, sí, pero un estilo que es una voz ya inconfundible: una voz de demonios poseídos por sí mismos.
Y a Ellroy tampoco le preocupa —todos con escenas comprometidas en Pánico— lo que piensen Ingrid Bergman y John Wayne y Dean Martin y James Dean, quien en Pánico «trapichea con una foto de Marlon Brando con una polla en la boca» (y el reparto de Rebelde sin causa al completo y spoiler: Ellroy los odia a todos, en especial a su icónico protagonista a quien siempre consideró un «full of shit... Dennis Hopper, en cambio, siempre me desconcertó un poco y de ahí que lo trate con cierta simpatía») y Elizabeth Taylor y Liberace y Rock Hudson (Universal contrata a Otash para que le consiga una esposa postiza) y Robert Mitchum y John Fitzgerald «Colchón» Kennedy (a quien Otash surte con drogas surtidas).
Aún así —entrando y acostándose y saliendo por las páginas de una novela que, de entrada, admite la existencia del más allá— no puedo sino preguntarle ahora a Ellroy si no le preocupa el ser visitado por sus fantasmas, no de Navidades sino de entregas de Óscar pasadas pidiéndole explicaciones o ajustando (sobre todo el de Otash) cuentas.
«Conociendo a Jack Kennedy como lo conozco, seguro que me espera con una fiesta por todo lo alto y espero que haya invitado a Lois Nettleton... Y más le vale a Jimmy Dean ni acercarse a mí porque lo voy a moler a patadas: ¡ES UN PINCHE PUTA MARICONE! Y, sí, soy creyente. Creo en la presencia de Dios y en la insistencia del pecado. Creo en la Resurrección. Creo porque soy un cristiano católico evangélico. Y creo en que me voy a ir al cielo cuando me muera».
Cuanto a la cuestión legal por difamación en sus libros y la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, Ellroy gruñe: «Están todos muertos, así que vale todo... Y si la familia Kennedy tuviera que querellarse con todos los que les han criticado no tendrían tiempo de ir por ahí emborrachándose y matando mujeres... JFK, se sabe aunque no se quiera saber, fue un presidente de tercera clase. Su hermano, en cambio, me parece un ser admirable y, seguro, el más noble y dedicado crime fighter del siglo XX. Y, NAH, nada de conjura en Dallas: a JFK lo mató Oswald, él solito. Pero, eso sí, Kennedy es muy histórico porque, de algún modo, inaugura la idea del todo es posible y de la suspension of disbelief como textura de la historia norteamericana. Y si eres histórico, amiguito, entonces eres propiedad de James Ellroy. Aunque a mí lo que menos me interesa como escritor son los hechos absolutos y puros y verificados. Lo mío, de acuerdo, es una teoría posible. Pero también lo entiendo como un mandato: yo la propongo y, así, convierto mis historias en parte de la Historia sin por eso olvidar nunca que SON FUCKIN' NOVELAS, entiéndase de una jodida vez. Lo que yo necesito para arrancar es un marco cronológico básico y probado; por lo que contrato a investigadores para que me las armen y no incurrir en errores espacio-temporales. Pero en verdad mi tema —mi realidad en mis ficciones— es el rumor, la especulación, el chisme y la maledicencia. Así que empiezo así y luego, enseguida, me vuelvo ficcionalmente loco. Lo que no impide que yo crea todo lo que aseguro y no desdice el hecho incontestable de que James Dean haya sido un actor de mierda además del gran responsable de haber creado toda esa estupidez de la cultura juvenil y cuyos efectos, con el paso de los años, padecemos más y más».
De ahí, también, que Ellroy no dude en manifestar su admiración por Don DeLillo (en especial por su Libra y por «la mitad de Submundo»), pero que también lo considere un tanto «lastrado por excesos de preciosismo literario y demasiada autoconsciencia y energía cerebral. Yo me siento más cerca de la figura de un investigador privado. Y así, cuando leí aquel libro de DeLillo sobre qué sucedía dentro de la mente de Lee Harvey Oswald, Libra, me dije que jamás podría escribir algo tan bueno acerca del asesino, pero sí que podría escribir otro libro acerca de una teoría de toda la maquinaria y maquinistas conduciendo a ese asesinato hasta la estación terminal. Y escribí una obra maestra titulada América».
Y, sí, la estación terminal de Ellroy es siempre el pasado. «Vivo como en los años 40. Y me lo paso muy bien conmigo mismo. De ahí que no sufriese en absoluto todo lo del confinamiento pandémico». De nuevo: nada le interesa menos que el presente. Para Ellroy la historia —su historia a contar— acaba en las orillas de Watergate: «Algo así como el comienzo de la Gran Edad del Aburrimiento que llega hasta esos aviones del 11 de septiembre del 2001. Ahí vuelve a encenderse los motores de la imposibilidad posible. Pero ese ya no es mi territorio...».
Ahora, claro, hay otras guerras y Ellroy luce en su solapa un pin con los colores azul y amarillo y dice estar de parte de Ucrania «solo porque odio a los comunistas y odio, aún más, a los turísticos simpatizantes del comunismo, incluidos a todos esos supuestos heroicos mártires que figuraron en las listas negras por los tiempos de McCarthy. No fueron más que unos cretinos con fantasías de espías que querían debilitar el american way of life. Ninguna piedad para con ellos. Y ninguna piedad para con Putin. Reagan ya se lo hubiera cargado con un chasquido de dedos y a otra cosa y que pase el que sigue».
Aún así, insisto, a mí me gustaría mucho leer una versión Ellroy de la actualidad. Tal vez un cuarteto protagonizado por esta nueva camada de magnates dueños del mundo y obsesionados con viajar al espacio y vender al mundo entero on line. «No los conozco. No me interesan. Me aburren... ¿Qué fue lo que hizo Elon Musk? ¿Inventó un auto? ¿No estaba inventado hace tiempo ya el automóvil?»
«Odio a los comunistas y odio, aún más, a los turísticos simpatizantes del comunismo. Ninguna piedad para con ellos. Y ninguna piedad para con Putin. Reagan ya se lo hubiera cargado con un chasquido de dedos y a otra cosa y que pase el que sigue».
James Ellroy
Crédito: Diego Lafuente.
Y sí, Ellroy inventó algo que no existía en la novela negra antes de él. Tengo todos sus libros (primeras ediciones, en edición hardcover, muchos de ellos con portadas diseñadas por el formidable Chip Kidd: «Un gran artista y un gran amigo. Mi favorita es la que hizo para Perfidia»). Y le paso la de Pánico (en el original Widespread Panic). Y Ellroy vuelve a estampar allí su firma pero, esta vez, sin dibujo de perro con «aparato sexual de burro». Se lo reclamo y me dice: «NAH... Tú ya tienes muchos. Y yo tengo jet lag».
Y Ellroy tiene las manos sucias de kétchup que dejan marca roja en las páginas.
Y tose y está cansado: «Ayer me quedé dormido de pie frente al espejo del baño: tenía en la mano un vaso lleno de agua y cuando volví a verme allí, el vaso estaba vacío». Y le quedan aún un par de ciudades por España y unas cuantas entrevistas en las que, sus respuestas a menudo escatológicas (abundan los gestos irreproducibles y las blasfemias en español y en mayúsculas arrojadas al aire como pelotas que nunca deja caer) y tan políticamente (in)correctas (con surtidos off the record) que escandalizan al personal. Todo lo anterior sin que nada de esto le impida, con razón y justicia, sentirse un gran escritor de personajes femeninos («¿Quieren mujeres empoderadas? Ahí están y aquí vienen las chicas Ellroy. Y, de paso, Scarlett Johansson NO NO NO es Kay Lake. Kay es la más grande de mis creaciones. Es mi Anna Karénina, mi Emma Bovary»).
Y, se entiende, Ellroy es alguien a quien no le preocupa ser malentendido; pero, aún así, aclara: «OK, escribo acerca de personajes misóginos y homofóbicos y racistas. Lo que no me convierte automáticamente en alguien como ellos. La gente está cada vez más confundida: piensa que uno es sus ficciones. Yo soy un conservador muy religioso. No es broma. Pero también me parece que está claro que estoy en contra de todo totalitarismo. Si tuviese que definirme políticamente diría que soy un protestante y elegante tory».
Sí, Ellroy es alguien plenamente orgulloso y satisfecho por el camino recorrido. Una trayectoria que, dice, para él se disparó de largada (y que está todavía en tránsito) por los días del asesinato de su madre, cuando era un niño y se le abrió todo un mundo nuevo. No fue una experiencia psíquica, no fue como si se cayese por un abismo hacia Wonderland o fuese arrastrado por un tornado a Oz. Pero sí fue, claramente, una oscura epifanía: «Ahora que soy más viejo lo veo claramente. Pero entonces fue como el amanecer de una sombra, como la revelación de un secreto. Si lo piensas, algo muy asombroso como para que lo suceda o lo perciba un niño que acaba de perder a su madre de la peor manera posible. Aún así, yo lo vi y no he dejado de reescribirla desde entonces y, de algún modo y a mi manera, espero haber honrado su memoria. Jean Hilliker, Jean Hilliker... Mi mujer me dice que ya es suficiente, que la deje descansar en paz. Pero no puedo porque mi madre es el portal. Percibí y comprendí claramente la existencia de que ahí afuera había algo de lo que la gente no hablaba o no quería hablar. Ya lo dije otra vez: fue como si el destino me diese un golpecito en el hombro y me dijese: "Ey, Ellroy, tengo un trabajo para proponerte". Y yo acepté esa proposición. Supe entonces que mi misión en la vida y en la obra sería hablar acerca de todo aquello, ser el bardo de todo eso: de ese mundo de crimen y pasiones y pecado en esa jungla».
Lo que nos lleva, de nuevo, a la cebra y al león. A esa fábula perfecta y graciosa y terrible que —me lo reconfirma tantos años después— sigue siendo para él no solo el mejor chiste que oyó nunca sino que además sintetiza la precisa idea de un mundo que se divide entre pieles a rayas y melenas feroces. Le pregunto a Ellroy cómo se define él: ¿león o cebra? Me mira casi con ternura y me lo explica despacio, como se habla a un niño: «Rodrigo, yo no soy ni león ni cebra. Yo soy el cazador que les apunta y los contempla desde el otro lado de una muy precisa e implacable e infalible telescópica. Los miro y los miro y los miro, mi dedo acariciando el gatillo. Puedo mirarlos durante horas. Y, cuando estoy seguro de dar en el blanco, disparo poniéndolos por escrito».
«Escribo acerca de personajes misóginos y homofóbicos y racistas. Lo que no me convierte automáticamente en alguien como ellos. La gente está cada vez más confundida: piensa que uno es sus ficciones».
James Ellroy
A la tarde siguiente de nuestro encuentro, Ellroy conversa en público con Antonio Lozano en la biblioteca Joan Fuster (la misma en la que conversó conmigo en 2012, retorno a la escena del crimen). Y queda claro, de nuevo, que pocos escritores disfrutan y hacen disfrutar más como Ellroy sobre un escenario. Allí, se presenta como el «reverendo Ellroy»; predica pecar mucho porque luego se pide perdón y todo arreglado; absuelve previa adquisición de «unos mil ejemplares de Pánico por cabeza» para que todos los deseos se hagan realidad; pone a prueba y aprueba con honores su capacidad para precisar fechas de nacimiento y muerte de todo nombre que surja; aconseja ver una pelea el próximo sábado donde se batirá uno de sus más admirados boxeadores mexicanos (su especialidad) con «un ruso»; pide a los gritos que levanten la mano quienes odian a Putin. Y —luego de recomendar nunca escribir sobre la propia vida porque «la propia vida es aburrida»— concluye clamando por que le pregunten a los gritos lo que nadie le preguntó esa noche: ¿Por qué escribe él? Y, obedientes como en misa, todos gritamos esa pregunta. Y, como respuesta y despedida, Ellroy se despide recitando, de memoria y con esa voz con la que antes gruñó y ladró, inesperadamente sensible pero firme, el magnífico «In My Craft or Sullen Art» de Dylan Thomas:
«En mi oficio o mi arte sombrío / ejercido en la noche silenciosa / cuando solo la luna se enfurece / y los amantes yacen en el lecho / con todas sus tristezas en los brazos, / junto a la luz que canta yo trabajo / no por ambición ni por el pan / ni por ostentación ni por el tráfico de encantos / en escenarios de marfil, / sino por ese mínimo salario / de sus más escondidos corazones /... / No para el hombre altivo / que se aparta de la luna colérica / escribo yo estas páginas de efímeras espumas, / ni para los muertos encumbrados / entre sus salmos y ruiseñores, / sino para los amantes, para sus brazos / que rodean las penas de los siglos, / que no pagan con salarios ni elogios / y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte».
Y está todo dicho. Y ya no queda nada más que decir.
Esa noche, de regreso en casa, vi en Netflix ese nuevo documental acerca de las cintas de entrevistas grabadas por Anthony Summers para, Goddess, su biografía de la actriz Marilyn Monroe. Allí, en un momento —por entonces al servicio de Jimmy Hoffa para investigar y desbancar a Robert Kennedy— aparece en cuerpo y voz y alma Freddy Otash.
Y, sí, cabía suponerlo, no hay dudas, es verdad: el Freddy Otash de James Ellroy es MUCHO MUCHO MUCHO mejor que el Freddy Otash de Freddy Otash.
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