John Banville por Rodrigo Fresán: Dublinés/¿es?
Porque esa es la pregunta, esa es la cuestión, ese es el misterio: el que el escritor irlandés John Banville no se sienta —y tampoco lo sientan sus compatriotas— particularmente ciudadano de esa ciudad (y hasta de ese país) donde nació y vive y escribe. Una ciudad que en algunas de sus novelas (o, mejor dicho, las que escribe y firma como Benjamin Black) aparece claramente retratada; mientras que en sus libros «banvilleanos» es apenas «un perfume, una sombra, una niebla». En cualquier caso, Alfaguara acaba de publicar en español su único libro de no ficción —«La alquimia del tiempo», edición en inglés de 2016— y sorpresa... o no tanto: Banville afirma que es uno de sus libros de los que está más satisfecho, casi el que más le gusta. Y, por supuesto, trata sobre el ser (o el no ser) dublinés e irlandés, pero también acerca del ser terrícola a la vez que alien siempre flotando entre el presente y el pasado. El escritor, traductor y periodista argentino Rodrigo Fresán conversa con Banville en exclusiva para LENGUA.
Por Rodrigo Fresán

John Banville. Crédito: Marta Calvo.
Y, claro, todo empieza con Dublineses: ese casi manual de instrucciones para ser escritor que James Joyce publicó en 1914. Y que no es otra cosa que la piedra fundamental de la vocación literaria de John Banville, nacido en Wexford en 1945, a unos ciento cincuenta kilómetros y una hora y cuarenta minutos por carretera de Dublín, pero a casi años luz para el alguna vez niño y joven lector que supo ser y al que el escritor se niega a abandonar. Alguien quien por entonces tiene entre catorce o quince años y descubre los relatos de Joyce y se pone a imitarlos y ya está contando el tiempo que le queda hasta cumplir los dieciocho años e irse a vivir a la gran ciudad, a esa «ciudad de historias».
Hablamos muchas veces sobre el asunto con Banville -en bares de Barcelona, por las calles de Dublín y ahora en las oficinas de Penguin Random House, en Madrid- y la sensación y el sentimiento siguen siendo los mismos para él. Las palabras varían pero su coartada es invariablemente la misma y muy sólida y resistiría cualquier interrogatorio de sus dublinescos y patológicos y policiales Quirke & St. John Strafford: «Lo que escribí entonces era, por supuesto, malísimo. Pero lo que lo inspiraba, tanto Dublineses como mi manera de enfrentarme a él abrazándolo, era algo ya muy noble. Ese momento iniciático y por lo tanto único en el que alguien primero intuye y enseguida descubre lo que quiere ser y hacer y, si hay suerte y voluntad, lo que hará y será. Yo lo supe leyendo a Joyce y a su claridad absoluta en esos relatos, imitándolo a mi entonces mala pero amorosa manera. Un poco más tarde llegó, o llegué, a Samuel Beckett y a su Molloy y a esa manera abstracta y hasta entonces para mí imposible de escribir contando pero sin contar con personajes o acontecimientos... Y aquí estamos, aquí estamos».
Y Banville no ha dejado de lado ni a Joyce ni a Beckett (Beckett y Joyce no han dejado que Banville los deje). «Joyce lo metió todo y Beckett lo sacó todo... Y el resto de nosotros nos movemos en ese terreno que dejaron en medio sin saber muy bien qué hacer», sonríe. Y ambos aparecen una y otra vez, otro y uno, invocados -en cuidada traducción de Miguel Temprano García- en La alquimia del tiempo: «¡Qué indignidades nos creemos con derecho a cometer con los muertos famosos! Hemos bautizado un barco de guerra con el nombre de Samuel Beckett, el más pacifista de los hombres, y en las aceras de Dublín hay pequeñas placas de latón con fragmentos de la prosa del Ulises para que todo el mundo las pisotee» y/o «¡Dios mío, cómo perduran las ampulosas amplitudes de la jerga de Joyce mientras escribo! ¡Pero sigamos, sigamos, pese a todo!».
Sigamos entonces.
Ver mas
Pero más vale -antes se salir a caminar por la Dublín de este libro- aclarar algo que ya aclara John Banville en La alquimia del tiempo: «Para bien o para mal, como escritor me interesa y siempre me ha interesado no lo que hace la gente —eso, como podría decir Joyce, con típico desdén joyceano, es cosa de periodistas—, sino lo que es. El arte es un esfuerzo constante por ir más allá del simple quehacer diario de la humanidad para llegar, o al menos acercarse lo más posible, a la esencia de lo que es, sencillamente, ser». De ahí que, si bien pareciera que La alquimia del tiempo está inicialmente propuesto como libreta de apuntes de flâneur o mapa para travelogue o cartografía privada de turista en su propio territorio (y abundan los nombres propios o impropios, los sitios conocidos y desconocidos, los greatest hits y las Caras-B y rarities de Dublín); su verdadera naturaleza e intención son muy diferentes, y de ahí que el pedestal donde pone a la figura de sus padres biológicos sea tanto más importante que las estatuas de sus padres literarios. Como bien advierte Banville en las primeras páginas, el Dublín de este libro no es el de todos sino el suyo y, muy particularmente, el de su infancia y adolescencia revisado y corregido y hasta reescrito con mirada adulta: «Dublín, por descontado, era lo más opuesto a lo ordinario. Dublín era para mí lo que Moscú para Irina en Las tres hermanas de Chéjov, un lugar de promesas mágicas que mi alma joven y hambrienta anhelaba sin cesar... Que la propia ciudad, el Dublín verdadero, fuese en esos años cincuenta golpeados por la pobreza un lugar gris y sin gracia no enturbiaba mi sueño, y soñaba con él incluso cuando estaba allí, de modo que la realidad mundana se transformaba sin cesar ante mis ojos en pura novelería; no hay nada más novelesco que un niño pequeño, como Robert Louis Stevenson sabía mejor que nadie». Y así y de ahí una Dublín más «de novela» que de ensayo.
Como bien apuntó uno de sus reseñistas en inglés, el título original de La alquimia del tiempo -Time Pieces- puede leerse/entenderse de cuatro maneras que acaban marcando una misma hora: time pieces como relojes de bolsillo o de pulsera, como fragmentos de escritura girando y transcurriendo alrededor de la idea del tiempo, como unidades físico-temporales, o como ensamblado de recuerdos que acaban formando o deformando una memoria, un hacer o deshacer memoria y memoir. Así, lo que en verdad da cuerda a La alquimia del tiempo es la reflexión o flexión acerca del pasajero pero a la vez constante acto de recordar, de ese mayúsculo y bíblico El Verbo que, en el principio, es el que da hora y campanas a toda actividad literaria y nos convierte a todos un poco en dioses de nuestra propia Creación o Recreación. De lo que en realidad trata y lo que le da cuerda a La alquimia del tiempo es del modo en que el pasado se hace presente una y otra vez, de la manera en que el pasado nunca pasa, nunca acaba de pasar, porque el pasado está pasando todo el tiempo. Y así lo explica y lo cuenta John Banville mientras deambula por una histórica Dublín que es parte de su historia en una parrafada formidable de La alquimia del tiempo y que exige y merece el ser transcripta aquí: «¿Cuántos estratos de tiempo estoy abarcando aquí, sobre cuántas capas imbricadas del pasado me encuentro? ¿Cuándo se convierte el pasado en pasado? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que algo que ocurrió sin más empiece a emitir el brillo secreto y numinoso que es la marca del verdadero pasado? Después de todo, la visión resplandeciente que llevamos con nosotros en la memoria fue una vez solo el presente, aburrido, cotidiano y totalmente anodino, menos en esos momentos en los que uno acaba de enamorarse, pongamos por caso, o le ha tocado la lotería, o el médico le ha dado malas noticias. ¿Cuál es la magia que obra sobre la experiencia, cuándo se consigna al laboratorio del pasado, para bruñirla y conformarla hasta darle un acabado brillante? Estas preguntas, que en realidad son solo una, me han fascinado desde que, de niño, hice el impresionante descubrimiento de que la creación consistía no solo en mí y mis accesorios —mi madre, el hambre, una preferencia por la sequedad ante la humedad—, sino en mí por un lado y el mundo por el otro: el mundo de las demás personas, de los demás fenómenos, de las demás cosas. Digamos que el presente es donde vivimos, mientras que el pasado es donde soñamos. Aunque, si es un sueño, es sustancial y nos sostiene. El pasado nos mantiene a flote, es un globo aerostático atado a tierra que nunca deja de hincharse. Y, no obstante, vuelvo a preguntarme, ¿qué es? ¿Qué transmutación debe sufrir el presente para transformarse en el pasado? La alquimia del tiempo obra en un abismo brillante».
Entonces, a continuación, más preguntas y respuestas sobre ese incontestable y afortunadamente imposible de resolver misterio. Porque -de conocer los resortes y engranajes y agujas de su mecanismo- ya no habría necesidad alguna de seguir contando no sólo las horas y los minutos y los segundos.

John Banville en París en marzo de 2007. Crédito: Getty Images.
Así que, antes que nada y primero que todo, contemos los años.
Rodrigo Fresán: La alquimia del tiempo se publicó en inglés hace casi una década y ahora [junio de 2024] lo promocionas en español; por lo que, de algún modo, se ha pasado los últimos días haciendo memoir de una memoir...
John Banville: Es verdad... No lo había pensado... Tal vez por eso no volví a leerlo o lo revisé para esta traducción... Me gusta la idea de que el libro fuese acerca de alguien recordando Dublín mientras las recorre y me gusta que ahora, en español, sea como el recuerdo de un hombre mientras recuerda Dublín y la recorre... Pero lo cierto es que tengo mucho y un muy particular afecto por este libro. ¿Por qué? Muy sencillo: porque no es ficción. Mientras lo escribía no sentí que tenía que preocuparme por el lado artístico del libro...
Rodrigo Fresán: Pero aún así, pudiendo haber vuelto a experimentar ese placer no has sido alguien que se haya prodigado en la escritura de crónicas... ¿O tal vez esta forma de aproximarse a Dublín era la única posible para ese novelista y cuentista que eres?
John Banville: Bueno, lo cierto es que nadie volvió a pedírmelo. Lo cierto es que en un principio La alquimia del tiempo iba a ser otro libro, un libro muy diferente. En esa primera propuesta e intención yo iba a limitarme a escribir pequeños textos, casi epígrafes, a las fotos de Paul Joyce.
(Apunte e intromisión: Paul Joyce es un reputado fotógrafo y cineasta irlandés, quien colaboró con David Hockney y -nada es casual- con Samuel Beckett y quien, también, es sobrino-bisnieto de James Joyce. Sus fotos fueron incluidas en la edición en inglés del libro y suya es también la de ese retrato de espaladas de Banville en la portada de la edición de Alfaguara alejándose por esa callejuela que es la que aparece también en la edición original de El secreto de Christine firmada por el entonces debutante alias noir de John Banville: Benjamin Black. Y uno de los momentos más iluminadores de La alquimia del tiempo pasa por el pasaje de John Banville por ese sitio a lo largo de determinados momentos de su vida y obra [página 118 del libro]).
Rodrigo Fresán: ¿Y qué pasó?
John Banville: Pasó lo que siempre pasa: esos supuestos epígrafes comenzaron a crecer y a alargarse y dejaron de ser epígrafes... Pero lo de antes: le tengo mucho cariño. Creo que está bien hecho, que es honesto... Creo que es un trabajo bien y limpiamente realizado y que no tiene ninguna pretensión de ser más de lo que es. Creo que en él conseguí lo que me propuse. Y nunca estuvo esa sensación que sí está en todo lo demás que escribo. Esa resignación por el no haber alcanzado del todo lo que me propuse en un principio. Varias veces he dicho que, de tener semejante impotente poder, no me molestaría borrar y hacer desaparecer todas mis ficciones con un chasquido de mis dedos... Pero nunca he sentido ese deseo con La alquimia del tiempo porque, tal vez, de hacerlo, equivaldría a hacer desaparecer mis recuerdos: la materia de la que yo estoy hecho y a partir de la que escribo.
Rodrigo Fresán: Y durante su escritura, ¿experimentaste algún tipo de sentimiento... patriótico, de estar siendo más irlandés que nunca. Pintar la propia aldea y todo eso...?
John Banville: ¡Oh, no! Nunca, en absoluto... No existe el menor rastro de nacionalismo en mí. No deja de asombrarme eso cada vez que veo una de esas t-shirts con el I y luego un corazón y abajo el nombre de una determinada ciudad o país. Ese diseño que empezó con lo de NY y se contagió a todas las capitales del mundo... Cada vez que veo/leo a alguien portando orgulloso por las avenidas ese I Love Dublin me dan ganas de acercarme y preguntarle: ¿De verdad amas esa planta procesadora de aguas fecales? ¿En serio sientes un gran cariño por ese dublinés que mató a esa mujer hace una semana?... Es un sinsentido amar incondicionalmente a la totalidad de un determinado lugar. Lo que en verdad queremos son pequeñas partes del sitio que habitamos y que conforma nuestra existencia. Y son partes de varios lugares que acaban conformando nuestro muy singular y particular y privado planeta. Una ciudad y un país del que somos el único ciudadano y gobernante. A la hora de la verdad, vivimos en un mundo muy inmensamente pequeño... Cuando era joven y viajábamos a Europa, yo pensaba en el riesgo de convertirme en una especie de expat profesional, del tipo de Lawrence Durrell. Ya sabes, esa clase de escritor tan británico que acaba escribiendo sentidas odas a la tiendita de vinos en alguna isla del Mediterráneo, y yo me decía: «Agh, cómo desprecio eso». Esa especie de orgullo insular de haber conseguido convertirte en el sabio expatriado for export/import...
Rodrigo Fresán: Y sin embargo, de un modo diferente, en más de una ocasión has dicho sentirse como una suerte de expat en Irlanda y en Dublín. También en lo que hace a una cierta escena literaria local y nacional, ¿verdad?
John Banville: Oh, sí, sin lugar a duda... Es lo que soy y así me siento. Pero no lo entiendo como un estandarte a portar en alto... Más bien soy un exiliado sin haber tenido que exiliarme. Nada que ver con tantos escritores irlandeses tan preocupados por ser irlandeses...
«La verdadera patria -el sitio al que uno pertenece y el que le pertenece- es la casa en la que uno vive, el espacio que habita, el escritorio en el que escribe. Un lugar con fronteras muy firmes y claras con el resto del universo. Ese infinito de unos cuantos metros cuadrados... Y de eso trata La alquimia del tiempo: no de Dublín, sino de mi Dublín...».
Rodrigo Fresán: Me acuerdo muy bien de algo que dijiste alguna vez en una entrevista en cuanto a que entre ellos hay muchos buenos escritores, pero que no eran más que eso. Y que cualquiera puede ser un buen escritor pero que eso no es suficiente, que hay que aspirar a más que eso y que apenas hacer lo que uno sabe que hace bien es como estar artísticamente muerto. Y que el verdadero desafío pasa por hacer cosas que uno no hace bien hasta que se aprende cómo hacerlas...
John Banville: Así es...
Rodrigo Fresán: ¿Y qué se siente el sentirse así? Porque esa es otra manera de ser un outsider, ¿no? ¿Lo vive como una suerte de condena o, por lo contrario, como un logro personal? En cualquier caso, dos de sus escritores favoritos -Henry James y Vladimir Nabokov- fueron outsiders cada uno a su manera...
John Banville: Para ser honesto, no pienso mucho en ello. No le dedico nada de tiempo a reflexionar acerca de cómo y dónde estoy en relación a los otros o a lo otro. Sólo lo hago cuando, como ahora, me preguntan por el asunto. Es que yo... Verás... Yo me casé con una norteamericana a finales de los años sesenta. La conocí allí. Yo trabajaba entonces para la compañía aérea nacional y viajaba mucho, tenía tickets gratuitos, a pesar de mi miedo a los aviones y, más recientemente, a los aún más atemorizantes aeropuertos... Y fuimos a vivir a Irlanda. Pero en realidad nunca vivimos ahí. Yo sigo sin vivir ahí, donde nací y, más que probablemente, vaya a morir. Y tampoco tuve esa juvenil sensación de tener que salir de Irlanda para no volverme loco. Aún hoy, cuando viajo, siempre me gusta volver, pero volver a lo mío. La verdadera patria -el sitio al que uno pertenece y el que le pertenece- es la casa en la que uno vive, el espacio que habita, el escritorio en el que escribe. Un lugar con fronteras muy firmes y claras con el resto del universo. Ese infinito de unos cuantos metros cuadrados... Y de eso trata La alquimia del tiempo: no de Dublín, sino de mi Dublín... Y del tiempo... El tiempo... Ya sabes: tengo setenta y ocho años... No puedo creerlo... ¿Qué pasó? ¿Cómo pasó? ¿A dónde fue y por qué es que vuelve? ¿Y por qué se va a acabar? ¿Por qué tendría que terminar esta magnífica fiesta? Siempre pensé que mis padres y su generación nacieron viejos; por lo que estoy convencido que, para compensar, casi octogenario, yo todavía estoy en la edad del crecimiento, madurando, y que todavía me falta mucho para llegar a donde se supone que debo llegar.
Rodrigo Fresán: Bueno, en ese sentido yo tengo la teoría que la verdadera edad de todo escritor es, para siempre, la que tenía cuando publicó su primer libro, cuando se volvió públicamente un escritor, cuando los demás supieron que esa persona era un escritor... En ese sentido, yo no dejo de sentir que, de algún modo, una buena parte mía, siempre tendrá veintisiete años...
John Banville: Nunca lo había pensado, pero es verdad... Hay algo de cierto en eso. No está mal, está muy bien, gracias: entonces sigo teniendo algo así como veinticuatro años, cuando publiqué mi primer libro de cuentos con una nouvelle en clara imitación al Dublineses de Joyce... No deja de ser una alegría el convencerme de eso ahora pero, claro, seamos sinceros, el mío no era un gran libro, ni siquiera fue un gran primer libro...
Rodrigo Fresán: Y hay algo que me intriga: tanto en la portada de La alquimia del tiempo como en las fotos interiores de Time Pieces usted siempre aparece retratado de espaldas... ¿Qué significa eso? ¿Es una forma de mostrar o demostrar que te estás yendo de todo eso, que está dejando atrás todos esos recuerdos dublineses, o que regresas a ellos teniéndolos siempre por delante?
John Banville: Dejé bien claro desde el principio que nada me interesaba menos que este rostro apareciese por aquí y por allí en el libro... Me gustaba pensar en mí mismo, ya desde la portada, como en un corredor ilegal de apuestas huyendo con el botín de los sitios que solía frecuentar para no pagarle a nadie, ja. Ahora en serio: no hay recurso y condición más útil para todo escritor que el poder contemplarse como desde afuera de uno mismo... Una de esas out-of-body experiences de las que tantos que estuvieron al borde de la muerte no dejan de hablar y de recordar cuando vuelven de este lado. Bueno, la vida de un escritor, el estar vivo como escritor, no es otra cosa que experimentar eso toda la vida, todo el tiempo.
Rodrigo Fresán: Hace un rato, durante el almuerzo, conversábamos acerca del recordar/olvidar como una suerte de diástole/sístole, como Yin y Yang y Alfa y Omega complementarios...
John Banville: Así es: decidir recordar algo implica, al mismo tiempo, el decidir olvidar algo. O, más misterioso aún, recordar algo que se había olvidado y, por lo tanto, recrearlo de un modo no del todo preciso y completamente inexacto y, sin embargo, para nosotros fiel y digno de confianza hasta que de pronto aparece alguien y nos informa que, bueno, no fue exactamente así, como uno lo recuerda y lo recuenta... Pero qué saben esos extraños, ja. En resumen: lo verdaderamente extraordinario no es el cómo recordamos sino el cómo olvidamos. ¿Cómo es posible que recordemos a la perfección cuestiones nimias y hayamos olvidado instantes definitivos? ¿Y cómo se decide eso? ¿Quién lo decide? Yo siempre he pensado en la memoria como en una mascota: como uno de esos perros a los que les enseñas cómo sentarse, cómo dejar de ladrar, dónde hacer sus necesidades... Y eso es más o menos todo. Ya sabes, aunque lo hayamos aceptado como lo más normal no deja de ser algo increíble: nuestro día tiene veinticuatro horas y eso se repite siete veces a la semana por meses y años hasta que morimos... No hay escape posible de ello, del experimentar esa experiencia. Es algo extenuante. Así que, por suerte, algo de todo eso se nos olvida y una tercera parte de la pasamos en esa otra vida que es el dormir y soñar y de la que no solemos recordar gran cosa...
Rodrigo Fresán: ¿Y consideras esto algo deprimente?
John Banville: No. Todo lo contrario. Lo terrible de enfermedades degenerativas como el Alzheimer es que quienes lo padecen, a diferencia de lo que sucede con las personas sanas y que aceptan el olvido como algo normal, tienen, de manera súbita e intermitente, momentos de consciencia absoluta de que lo han olvidado todo. Y de pronto se acuerdan, por un rato, de eso. Se acuerdan de que se olvidaron... Si el olvido puede ser un Paraíso entonces el acordarse de que se ha olvidado de un modo tan cruel tiene que ser, pienso, el Infierno...
Rodrigo Fresán: Y también hay algo paradójico en el que, por regla más o menos general, los libros de memorias y autobiografías de escritores se escriban cuando ya se tiene una cierta edad y, por lo tanto, peor memoria...
John Banville: Todo lo que aparece acerca de mi pasado en La alquimia del tiempo tiene que ver con mi pasado y mi adolescencia... Jamás podría escribir sobre mi vida adulta...
Rodrigo Fresán: Pero sin embargo la infancia/adolescencia no deja de ser, o suele ser, una parte de la adultez. Es decir: se piensa y se escribe acerca de ellas, se las reconstruye, recién cuando se las puede ver más o menos bien, desde muy lejos...
John Banville: Bueno, siempre he pensado en que los niños tan solo simulan ser niños para no avergonzar a los adultos... Pero ahora en serio: para cuando tienes ocho o nueve o diez años ya sabes muy bien de qué va la cosa, ya tienes un mapa. El resto serán experiencias puntuales. Yo ya sabía, y lo cuento en La alquimia del tiempo, como funcionaba todo cuando íbamos a Dublín desde Wexford a visitar a mi tía Nan y volvíamos de allí y...

John Banville en dos imágenes tomadas en 1991. Crédito: Getty Images.
Banville abre mi edición de Time Pieces y marca el punto exacto y así se lee en La alquimia del tiempo: «Me encantaba la melancolía de esas noches dublinesas, a pesar del peso que depositaban sobre mi joven corazón. Las estaciones de ferrocarril de noche son siempre incurablemente tristes, y, cuando el tren partía de Westland Row al principio del viaje de regreso a Wexford, tenía que apartar la cara y apretarla contra la ventanilla para ocultarles mis lágrimas a mi madre y a mi hermana. Lo que veía entonces reflejado en el cristal no era un apuesto espía dándose a la fuga, sino solo un niño pequeño lloriqueando con el corazón henchido de dolor. No habría podido decir por qué o para qué lloraba exactamente, en silencio, angustiado, con los puños apretados y la boca bien cerrada, no fuese a escaparse algún sollozo, pero ahora que lo pienso, supongo que era porque algo llegaba a su fin, se estaba plegando, como la carpa de un circo; se estaba convirtiendo, en suma, en pasado».
Rodrigo Fresán: Y es curioso que, a pesar y más allá de lo anterior, de semejante intensidad ciudadana, en tus ficciones Dublín no aparezca muy precisa o fielmente retratada.
John Banville: Así es... Es más bien como un un perfume, una sombra, una niebla... Y también una luz... Y ese privilegio de que en Dublín se sucedan las cuatro estaciones en un sólo día; lo que convierte a Dublín en una pesadilla para un pintor (y en un principio yo quise ser pintor y de ahí que figuren tantas pinturas y pintores y composiciones pictóricas en mis libros donde los personajes son, siempre, figuras dentro de un paisaje) pero en un privilegio para un escritor.
Rodrigo Fresán: Algo parecido a lo que sucede con Kafka y Praga, que sólo aparece dos veces mencionada por su nombre en todo lo que escribió pero que, sin embargo, siempre está muy ausentemente presente...
John Banville: Sí, bueno, pero en Kafka es una decisión estilística, ¿no? En el mío es por rendirme a la plena consciencia como escritor de que nos arrebató a Dublín. Es suya. Y la agotó. Además, de nuevo, yo no soy un dublinés auténtico y legítimo. Yo nací en un pueblo pequeño. Por lo que nunca le reclamaría a Joyce un pedazo de Dublín. Pero sí es cierto que Dublín cambia para siempre una vez que lees el Dublín de Joyce del mismo modo en que cambia su plano cuando ya eres escritor y no alguien que quiere ser escritor. Se ven otras cosas, se la lee de manera diferente.
Rodrigo Fresán: Dublín, sin embargo, sí está muy en foco y casi querida y fiel y panorámicamente tratada en los thrillers que comenzaste firmando como Benjamin Black y que ahora (salvo en España) están firmados por John Banville.
John Banville: Ah, sí... Pero eso tiene que ver con las exigencia del género... El policial te obliga siempre a escribir, a describir, la proverbial escena del crimen. Además, Black sí es un verdadero dublinés. Aunque lo cierto es que empezó siendo alguien menos sofisticado de lo que ahora es. Lo suyo es cada vez más pretencioso y, sí, más banvilleano. No hace mucho alguien de The Guardian que me vino a entrevistar me dijo que lo de Black se ha venido convirtiendo en algo así como gentrified noir, ja; algo como esos barrios bajos que de pronto se ponen de moda y vienen a vivir todos los bohemios con dinero y suben los precios de los restaurantes y... Ahora en serio: en este sentido, mi modelo siempre fue y sigue siendo Georges Simenon. Y, a propósito, ¿has visto el nuevo Ripley en Netflix? Absoluta obra maestra...
Rodrigo Fresán: De acuerdo. Pero en alguna parte leí que fue un fracaso de audiencia...
John Banville: ¿De verdad?
Rodrigo Fresán: Sí. Creo que esto puede haber tenido que ver son su tempo, con esa parsimoniosa y detallada exhibición, paso a paso, casi en tiempo real, del quehacer criminal.
John Banville: Puede ser, sí. A la gente le pone cada vez más nerviosa cierta lentitud...
Rodrigo Fresán: Que en muchos casos es lo que define a la verdadera literatura...
John Banville: Así es: la obligación pero también el placer de ver y no de simplemente mirar.
«No hay recurso y condición más útil para todo escritor que el poder contemplarse como desde afuera de uno mismo... Una de esas out-of-body experiences de las que tantos que estuvieron al borde de la muerte no dejan de hablar y de recordar cuando vuelven de este lado. Bueno, la vida de un escritor, el estar vivo como escritor, no es otra cosa que experimentar eso toda la vida, todo el tiempo».
Rodrigo Fresán: Pero, volviendo a lo de antes sin alejarnos de Ripley o de muchos de sus personajes -Freddy Montgomery o Victor Maskell o Axel Vander- quienes se presentan como marcados a fuego y a hielo por la impostura; también es verdad que, casi por regla general, los escritores nacidos en provincias sienten el deseo y casi la obligación de convertirse en capitalinos expertos y en ocasiones exagerados hasta la parodia una vez que llegan a la gran ciudad...
John Banville: No fue ni es mi caso... Ahora vivo en Dublín; pero es una pequeña sección de Dublín con un tamaño aproximado al de Wexford. Y ese es mi territorio. Por ahí me muevo. Por una Dublín mucho más breve que la de La alquimia del tiempo. Ya no tengo mi estudio en el centro de la ciudad y al que iba a trabajar todos los días, así que mi Dublín se ha contraído aún más... Hay partes de Dublín, partes muy conocidas de Dublín, en las que nunca estuve o a las que recién fui cuando me llevó Cicero (alias de mi amigo Harry Crosbie y a quien dediqué el libro), acompañante y guía y cicerone en La alquimia del tiempo. Y Harry no podía creer que nunca hubiese estado allí o allá... Pero a mí no me inquieta eso. No me interesa el saberlo todo o el haber estado en todas partes. Me basta con saber que no puedo dejar de escribir y que Dublín, probablemente, sea el único sitio en el planeta en el que pueda hacerlo. A veces sueño despierto con vivir en alguna región de Italia, por Liguria... Pero lo sueño despierto en Dublín. Pero enseguida no abro sino cierro los ojos.
Rodrigo Fresán: Recuerdo también una vez que te visité en Dublín para un perfil de revista turística y había que tomarte, inevitable y obligadamente, una foto en la Martello Tower (ninguna mención a ella en La alquimia del tiempo) donde comienza el Ulises de Joyce. Y te negaste terminantemente en principio y hubo que pedírtelo casi de rodillas...
John Banville: Así es, ufff, toda esa Dublín, todo ese Bloomsday, todo eso... Lo que importa no es el lugar sino lo que Joyce hizo con ese lugar... Pero aún así la gente insiste en ir a tomarse selfies con la torre de fondo y ellos en primer plano. La gente también insiste en decir que leyó el Ulises cuando no lo leyeron... Ni siquiera su hijo, Giorgio, lo leyó; porque, cuando fue invitado a un Bloomsday a dar un discurso en la Martello Tower, agradeció a los organizadores el que hubiesen elegido un sitio tan bonito y les preguntó si lo habían hecho por algún motivo especial... Por eso es que van, porque esa foto de algún modo los convence de que sí lo leyeron, ja. Yo lo leí. Yo leí ese libro tan fácil de admirar y tan difícil de disfrutar... Y ayer mismo [16 de junio de 2024] leí aquí, en Madrid, un fragmento en público, unas páginas del principio. Porque la verdad es esta: el Ulises empieza muy bien y no deja de empeorar en su escritura a medida que se avanza en su lectura. El primer tercio es magistral, pero después de eso... ¿Por qué sucedió esto? Sencillo: porque Joyce fue publicando partes de la novela en revistas y, claro, no demoraron en aparecer las, como suele advertir la Iglesia Católica, malas compañías. Todos esos joyceanos que lo convencieron de que el camino a seguir era el de ser cada vez más joyceano... Y ya sabes cómo sigue, lo que pasó... Pero también es cierto que de no ser por esas malas compañías, por esos absurdos fanáticos, Joyce hoy estaría completamente olvidado.
Rodrigo Fresán: En cualquier caso, ¿el leer a Joyce en voz alta y frente a un auditorio extranjero te produce alguna emoción particular?, ¿hace que te sientas como una especie de médium embrujado o algo así?
John Banville: No, nada. En absoluto. Lo que sí sentí ayer fue la particular sensación, mientras lo leía, de que yo bien podía haber escrito eso exactamente así, ja.
Rodrigo Fresán: ¿Puedo citar esto?
John Banville: Por supuesto. Porque lo sentí de verdad. No lo digo como atribuyéndome nada ajeno y genial sino como evidencia de que, evidentemente, todos tenemos algo de Joyce dentro nuestro. Es una especie de alien, está en nuestro ADN como escritores. Lo mismo me sucede con Dublineses, que he leído, naturalmente, muchas más veces que el Ulises. Ahí cada uno tiene su cuento favorito que acaba funcionándote como una especie de signo zodiacal o tipo de sangre o algo así. La mayoría, claro, automáticamente se pide «Los muertos». Pero mi preferido es «Eveline». Ese que cuenta que la triste historia de una chica que sólo quiere irse de Dublín y de Irlanda, quiere irse a Buenos Aires con su novio marinero. Pero finalmente se queda. Un destino muy irlandés, muy dublinés, sí... Ese drástico y extenuante y prolongado y movimiento de quedarse inmóvil...
Rodrigo Fresán: ¿Y crees que a Joyce le gustaba o le gustaría eso de que todos mintiesen acerca de haberlo leído?
John Banville: Sí, supongo que sí.
Rodrigo Fresán: ¿Te gustaría que sucediese lo mismo con lo tuyo?
John Banville: Bueno, es que la principal diferencia entre yo y Joyce -y lo digo nada más en el sentido en que me lo pregunta, se entiende- es que yo jamás pensé o pienso en los lectores o en cómo serán recibidos mis libros. Y Joyce pensaba mucho en eso. Yo ni siquiera sé qué es lo que estoy escribiendo. No tengo ningún masterplan... Ya sabes, eso que dijo Henry James, lo de trabajar en la oscuridad y lo del resto es la locura del arte... Pero Joyce fue un gran publicista de sí mismo... Y quería ser tantas cosas, cantante de ópera, y meterse en el mundo del cine... Y el secreto pasaba por que esa mitología no la construyese él sino sus acólitos. Beckett, aunque de un modo distinto, opuesto pero complementario, era igual... Y ambos, digámoslo, nacidos no en su centro sino en la periferia de Dublín y con tantas ganas de ser centrales.

John Banville tras un acto público en Roma en el año 2017. Crédito: Getty Images.
Si se trata de viajar al núcleo absoluto e indivisible de lo banvilleano, éste se encuentra en un párrafo de El libro de las pruebas muchas veces citado por él mismo en sus entrevistas. Para explicarse y para explicarlo todo. Hace unos años, en Dublín, Banville me dijo: «Sí, Freddy Montgomery dice en ese libro aquello de "Nunca me he acostumbrado a estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error cósmico, y que nuestro destino era otro planeta". Y luego se pregunta cómo les irá a esos terrícolas delicados, a los que iban a venir aquí, en el otro lado del universo, y se dice "No, hace mucho que deben de haberse extinguido, cómo habrían podido sobrevivir los delicados terrícolas en un mundo hecho para contenernos a nosotros". Y creo que es verdad. Me siento, como todos nosotros, un extraño en la Tierra. Este es un mundo absolutamente exquisito, no hay más que mirarlo, tan distinto de nosotros. Hemos adquirido un conocimiento que las otras criaturas no tienen, la conciencia de la muerte. Y hemos pagado un precio enorme por ello, sólo hay que ir a cualquier sala de espera de un hospital psiquiátrico para entender el daño que la conciencia nos ha infligido. Se trata de un regalo muy valioso, pero también muy difícil. Un don que nos ha distanciado del mundo, de los animales, lo cual me consterna profundamente. ¿Sabes cómo nos miran los animales? No me refiero sólo a los animales domésticos, sino también a los salvajes. Nos miran con perplejidad, y constantemente tratan de comprendernos. Como dice Nietzsche, los animales nos miran como al animal que ríe, el animal infeliz, el animal loco. Por eso, supongo, es por lo que escribo, a causa de esa sensación de distanciamiento, intentado encontrar el camino de vuelta al mundo mediante oraciones. No creo que sea algo excepcional. Es lo que todos hacemos cuando hablamos, cuando tratamos de expresarnos ante un ser amado u odiado». Y, en la entrevista que le hicieron para The Paris Review, Banville se refirió a otra de las claves de y en lo suyo y a esa frase perfecta para postales y tatuajes y tuits: «Muchos lectores de El Mar me citan la frase: "El pasado late dentro de mí como un segundo corazón". Me pregunto por qué tiene tanto atractivo. He escrito mejores frases; pero ésta parece como emblemática de lo que sea que haya captado la imaginación de la gente y, ¿me atrevo a decirlo?, creo que es lo que afecta más inmediatamente a los lectores. El tema de esta novela la infancia. La mayoría de las personas que me hablan sobre el libro se centran en las secuencias de la infancia; sospecho que recorren las secciones de adultos para llegar a la siguiente parte sobre la playa.... Cuando teníamos esa edad, las emociones que sentíamos eran puras porque las estábamos experimentando por primera vez... Entonces pensábamos que había algún gran secreto que podríamos descifrar en unos cinco años, pero, por supuesto, el secreto nunca se descifrará». Y, de nuevo otra larga cita -pocos escritores más citables que Banville; porque sus citas, además de estar magistralmente escritas, también responden- de La alquimia del tiempo: «"El genio —observa Baudelaire— no es otra cosa que la infancia formulada con precisión". Creo que el gran décadent francés, que escribía aquí sobre el asimismo decadente ensayista inglés Thomas De Quincey, autor de Confesiones de un inglés comedor de opio, quería que la palabra "genio" se entendiera en este contexto como el "daimon" que los antiguos griegos creían que hay en todo hombre: su carácter, de hecho su esencia. Si Baudelaire no se equivoca, en cierto sentido la infancia no se acaba nunca, sino que existe en nosotros, no solo como un recuerdo o un complejo de recuerdos, sino como una parte esencial de lo que somos intrínsecamente. Todos los artistas conocen esta verdad puesto que, para el artista, la infancia y la concepción infantil de las cosas son una profunda fuente de eso que antes se llamaba inspiración, aunque solo sea porque fue de niños como percibimos por primera vez el mundo como misterio. El proceso de crecer es, por desgracia, un proceso de convertir lo misterioso en lo mundano. Dejan de sorprendernos las cosas —el cielo, el paso de las estaciones, el amor, los demás— solo porque nos acostumbramos a ellas. Imagine el lector a un ser de un planeta inmensamente distante y diferente en todo del nuestro, al que enviasen aquí a hacer un estudio minucioso de la Tierra y sus habitantes para informar a su gobierno, que está considerando la posibilidad de una toma hostil del poder a larga distancia. Hace un reconocimiento rápido —tiene poderes fabulosos de observación y asimilación— y está dando los últimos retoques a su informe, cuando empieza a llover: agua ¡que cae del cielo! O alguien estornuda, ¿qué ataque repentino es este?, o bosteza: ¿qué significa este grito silencioso, y por qué nadie se espanta ni asombra de ese espectáculo? Nuestro extraterrestre comprende en el acto que tiene que romper el informe y empezar de nuevo, pues este sitio es mucho más raro de lo que había pensado al principio. El niño, como ese recolector de datos extraterrestre, existe en un estado de sorpresa constante y recurrente —a cada paso encuentra algo nuevo y extraordinario—, pero al final su conciencia se vuelve borrosa. Llega un instante en el que, como decimos tristemente, ya lo ha visto todo. Pero nadie lo ha visto todo: todo es nuevo siempre y cada vez es la primera vez. No crecemos, solo nos embotamos. Así el septuagenario que está aquí sentado con este tiempo húmedo de primavera escribiendo esta especie de libro de memorias es también ese niño que, repleto de salchichas, tocino y pastel de Kylemore, partió ese lejano día de diciembre a bordo del autobús número 10 rumbo al centro de la ciudad, o An Lár, como decía el cartel de delante del autobús. Vuelvo la vista atrás y veo a un desconocido de siete años que aun así soy yo. Pero ¿cómo es posible que yo sea ese niño, y que ese niño sea yo? La pregunta preocupó al filósofo Wittgenstein, que la planteó junto con muchos otros enigmas similares —¿es roja una rosa en la oscuridad?; si un león pudiera hablar, ¿le entenderíamos?— y que intentó y no consiguió, por más que su fracaso fuese fascinante, resolver».
Sí, todo está ahí, exactamente irresoluto para ser medido y calculado y conjugado: pasado y lugar y el cómo se visita ese sitio que ha quedado atrás pero que, aún así, tenemos siempre por delante y a nuestro lado.
«Ser niño, ser alguien que habita un constante estado entre la incredulidad y la maravilla... No puede haber nada mejor que eso, ¿no? Y es muy triste que tan rápidamente alcancemos una edad en que nos sintamos orgullosos de sentir que lo hemos visto todo. Pero no. Lo que nos sucede es que en verdad hemos perdido una especie de superpoder y nos hemos rendido ante esa posibilidad de seguir viendo y viviendo todo como si fuese la primera vez...».
Rodrigo Fresán: ¿Y qué hay de ese rumor acerca de que ahora estás escribiendo una muy infinita y singular biografía? ¿Cuál será su banvilleano título? ¿Las reconsideraciones? ¿Las excepcionalidades?
John Banville: Es verdad ese rumor... pero a la vez es una absoluta mentira. Es decir, me explico: va a ser una autobiografía completamente mentirosa. Y su título será The Truth: Pt. 1 (La verdad: Primera Parte). Y no va a haber una segunda parte... Probablemente ni siquiera vaya a haber una primera, ja. Tal vez no la termine nunca. O tal vez se publiquen fragmentos previamente censurados por mis herederos y a manera póstuma, ja... Es que hay mucho que contar, no va a ser tarea fácil. He tenido una vida muy ocurrente y mi autobiografía desautorizable va a ocuparse solamente de mis primeros doce años de vida, ja.
Rodrigo Fresán: Bueno, James Matthew Barrie y Francis Scott Fitzgerald insistían en que todo lo verdaderamente importante en la vida te sucedía hasta los doce años, y que el resto no eran más que variaciones más o menos ingeniosas sobre ese aria...
John Banville: Por supuesto... Eso de ser niño, ser alguien que habita un constante estado entre la incredulidad y la maravilla... No puede haber nada mejor que eso, ¿no? Y es muy triste que tan rápidamente alcancemos una edad en que nos sintamos orgullosos de sentir que lo hemos visto todo. Pero no. Lo que nos sucede es que en verdad hemos perdido una especie de superpoder y nos hemos rendido ante esa posibilidad de seguir viendo y viviendo todo como si fuese la primera vez... Perdemos visión, todo se vuelve un tanto borroso, y no hay gafas que corrijan este problema. Ya lo dije más de una vez: no crecemos, nos vulgarizamos y nos sentimos cada vez más confundidos por casi todo. Todos esos momentos que duran para siempre. Toda esa gente que desaparece y sigue estando tan presente. Todo eso que uno quiso ser y acabó siendo...
Rodrigo Fresán: Y acabaste siendo un escritor irlandés y dublinés...
John Banville: Eso me dicen...
Rodrigo Fresán: Y en más de una ocasión has dicho que no estás muy al tanto de lo que sucede con la literatura irlandesa...
John Banville: Bueno, sí, mi impresión es que buena parte de todo eso es como son los actores irlandeses: todos actúan con tanto entusiasmo el ser irlandeses...
Rodrigo Fresán: ... pero que poco había cambiado en cuanto a que la escritura nacional es seria y se toma en serio. Y que, por lo tanto, sólo se tenía dos posibles caminos a remontar y a seguir: el camino de Joyce y el camino de Beckett. Me pregunto si alguna vez, en alguna noche de insomnio, te dio por pensar en la posibilidad futura de una tercera vía: el camino de Banville. Otra manera de ser irlandés y dublinés...
John Banville: Ah... Pero ya nadie piensa así. Ese mundo se acabó. Ese mundo ya no existe. A nadie le importa eso. A nadie le importa la literatura. Hace un rato, en el almuerzo, conversábamos sobre la pena que sentimos por la muerte de Martin Amis: un escritor que no se limitaba a contar o a narrar, sino que escribía. Como Saul Bellow. O Philip Roth. Ya no están por aquí, lo que es normal y natural; pero tampoco está eso que les hizo ser quienes fueron...
Rodrigo Fresán: Me acuerdo cuando te visité en Dublín, hace años y, luego de arrancarte esa foto allí, entramos al pequeño museo de la Martello Tower. Allí, se exponía un par de ejemplares del semanario Time -uno de 1934 y otro de 1939- y en ambas portadas estaba James Joyce. Y entonces, aquí lo tengo, me dijiste: «Eran otros tiempos... Un escritor de verdad era nota de tapa de una semanario internacional; ahora, cada tanto, ponen a un escritor. Pero suele ser un escritor más célebre que verdadero. Alguien como ese que escribió Las cenizas de Ángela».
John Banville: Y ahora ni eso...
Rodrigo Fresán: ¿Pero tal vez, de una manera retorcida, no hay algo de liberador en eso? ¿El saber que ya no hay un objetivo real y que, por lo tanto, no existe esa presión histórica?
John Banville: Quién sabe... Tal vez sea útil para un escritor pero no para un lector, porque cada vez habrá menos grandes libros. No sé... ¿Hace falta pensar en cosas así? ¿Sirve de algo? Si llego a hacerlo, probablemente vayan a leer lo que pienso al respecto en La verdad: Sexta Parte, ja. Una cosa es segura, seguiré intentando ser un exiliado a mi manera...
Rodrigo Fresán: Y una pregunta un tanto demencial: ¿qué pasaría si un día la Oficina de Turismo Irlandés llama a tu puerta y te propone protagonizar uno de esos avisos de televisión promocionales en plan Visite Dublín y te ofreciesen mucho dinero por ello?
John Banville: ¿De cuanto dinero hablamos?
Rodrigo Fresán: Ah, un millón de dólares... O la misma cantidad que recibirías de ganar el premio Nobel...
John Banville: No...
Rodrigo Fresán: ¿No lo harías por esa cantidad?
John Banville: ¿Lo harías tú?
Rodrigo Fresán: No creo que nadie vaya a ofrecerme algo parecido...
John Banville: Eso no es una respuesta...
Rodrigo Fresán: Bueno, digamos que, ante la imposibilidad, respondo que no... ¿Y lo haría por diez millones de dólares?
John Banville: ¡No! Tenemos poco pero a la vez mucho. Lo que tenemos es un cierto sentido del arte... Estos días me preguntan mucho acerca del viraje del continente y del mundo hacia la derecha, y si no siento que, por ello, el arte corre gran peligro o vaya a desaparecer a la brevedad... Y yo les respondo que será al revés: el arte va a ser algo cada vez más importante. No para todos, pero sí para muchos. ¿Por qué? Muy sencillo: porque en el arte no se puede mentir. Si eres un gran mentiroso jamás producirás arte. Por lo que todos aquellos que quieran ser artistas tendrán desde un principio la obligación de ser honestos, de ser auténticos, ser de verdad... Así, el arte será el último refugio. Hubo un tiempo, durante el Medievo, en la llamada Edad Oscura, en el que los monjes irlandeses cruzaron al continente y llevaron con ellos el conocimiento. En eso estamos nosotros: portamos la antorcha. Sólo hay que preocuparse porque el viento o la lluvia o los idiotas no la apaguen.
Rodrigo Fresán: ¿Y qué sucedería si, para poder hacer eso, para poder seguir haciéndolo, para continuar iluminando iluminándote, te vieras obligado a vivir en otra parte?
John Banville: Ah... Mmmm... ¿Dónde?
MÁS CONTENIDOS DE INTERÉS:
Rodrigo Fresán por Laura Fernández: una mañana en la vida del narrador desbordante
Bret Easton Ellis por Rodrigo Fresán: «Modestamente, todo lo mío empieza y termina en mí»
Stephen King por Rodrigo Fresán: el Rey y yo
Philip Roth por Blake Bailey: el libertino versus el buen judío
Copérnico · Kepler · La carta de Newton · Mefisto