Juan Carlos Galindo por Laura Fernández: Segovia ya es una capital «noir» (y cuenta con un detective empático con dos brillantes y humildes cabezas)
Decidido a crear un detective, un escritor de novela negra tiene dos opciones. Puede crear algo desconocido pero reconocible, una especie de otro yo con el que convivir, un amigo al que tratar de comprender a medida que la historia —y la serie— avanza, o puede copiarse a sí mismo, darse una vida al otro lado de la página, perfeccionarse, o simplemente convertirse en palabras para explorarse, y ponerse a prueba, para ser, de verdad, él mismo, y serlo en situaciones que, de alguna forma, ha vivido, aunque no con la intensidad con la que va a vivirlas ahí dentro. Juan Carlos Galindo ha hecho lo segundo. Su creación, Jean Ezequiel, es un humilde calco de sí mismo, una marioneta de ficción a la que le ha prestado sus pajaritas, y su Fedora, su gusto por la cocina —Galindo y Ezequiel son exactamente el mismo tipo de buen y generoso cocinero—, por la cerveza artesana —o, sin más, muy buena—, y por el «true crime». Los dos son periodistas, y lectores de policial, han crecido en Segovia, y tienen una relación simbiótica perfecta con su mujer, un alguien que, en ambos casos, confiesa el escritor, sabe de lo falible de su compañero, y está ahí para parar los golpes, o para entender lo mucho que duelen. Podría, el periodista que en junio de 2023 dio el salto a aquello que llevaba décadas admirando desde el otro lado de la barrera —esto es, la condición de escritor de género, un género en su caso menos oscuro que complejo, menos macabro que poderosamente humano; en algún sentido, emocionante y emocional— con la publicación de «Hontoria» (Salamandra), el primer caso de Jean Ezequiel, haberse limitado a entregar una nueva aventura de su investigador improvisado, pero, siguiendo los pasos de su admirado David Peace, ha tratado de llegar humildemente mucho más lejos. ¿Que cómo lo ha hecho? Creando a otra detective, una detective de verdad, aquello que necesitaba Ezequiel para sentirse completo, porque «¿no te has dado cuenta?», pregunta Juan Carlos, «Ezequiel necesita que lo completen, en todos los aspectos de su vida hay otro alguien que acaba de cerrar aquello que es, y necesitaba a Teresa Trajano para que su condición de investigador estuviese también respaldada», admite. Y he aquí cuando la cosa se complica, o se vuelve aún más apasionante. Porque Teresa Trajano es, podríamos decir, la primera detective empática de la Historia. Sí, con mayúsculas. Y a la vez, como no podía ser de otra manera, contiene una parte, la parte que hasta ahora no conocíamos de su creador. Porque cuando un escritor crea a un detective de ficción, ya saben, tiene dos opciones. Puede crear a alguien a quien tratar de entender, o puede intentar entenderse a sí mismo, con otro doble, o, qué demonios, desdoblándose.
Apuesto que no saben cómo.
Juan Carlos Galindo está a punto de contárselo.
Sigan leyendo.
Por Laura Fernández

Juan Carlos Galindo. Crédito: Inma Flores.
Hay un café con hielo sobre la mesa, y la mesa está en una terraza soleada, a los pies de una pequeña montaña. Juan Carlos Galindo, o Jean Ezequiel, porque uno y otro podrían confundirse si estuviesen, por una vez, al otro lado de la página —ambos visten elegantemente, sombrero, pajarita, todo tipo de cuidados y exclusivos, pensadísimos detalles—, juntos, admite que, de niño, no tenía máquina de escribir en casa. «No escribí de niño, ni de adolescente. Ni un mísero cuento», dice. Leía, eso sí. Aunque de manera «muy dispersa». «Mi padre era albañil y mi madre, ama de casa, y no había libros en casa. Iba a leer a la biblioteca. No sé cómo, en algún momento, les convencí para que nos hiciéramos del Círculo de Lectores», dice. El Círculo de Lectores, ya saben, ese milagro que, cada dos meses, se presentaba en la puerta de casa con el ejemplar que hubieses seleccionado de su catálogo, y de repente, un ejemplar en buenísimas condiciones era tuyo, para siempre. «Recuerdo haber leído cosas de Emilio Salgari, y de Jack London. Supongo que el veneno empezó con eso. Bueno, y con Los tres investigadores», dice. Los tres investigadores eran los Los tres investigadores de Alfred Hitchcock, esto es, una colección de misterio para pequeños lectores con títulos tan inquietantes y apetecibles como El misterio del diablo danzante, El misterio del perro invisible o El misterio del tesoro desaparecido. ¿Está pues en esa idea del misterio primigenia, en esa fantástica intromisión en el mundo de lo no revelado, de la investigación, su gusto, cree, por lo detectivesco? Sonríe, y dice que podría ser, aunque en realidad, su total entrega al noir no se produjo hasta después de que naciera su primera hija, cuando ya era un apasionado periodista cultural —pueden leerle en El País—, y se dio cuenta de que no iba a tener tanto tiempo para leer como había tenido hasta entonces, y decidió, conscientemente, centrarse en un género que pudiese, de alguna forma, controlar. Porque es cierto que el noir tiene unas reglas, y que esas reglas te orientan, y orientan de alguna manera, tu lectura, y resulta tal vez más asequible alcanzar algún tipo de completismo que Juan Carlos —quien, por cierto, como Ezequiel, prefiere que le llamen por su apellido, Galindo—, sentía que necesitaba.
El resto, podría decirse, es historia.
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Historia, y muchas lecturas, y un perfeccionismo que fue capaz de convertir en arte, o la estructura mental perfecta, narrativamente hablando, para desarrollar su propia serie, todo eso que dio comienzo con Hontoria (Salamandra) y que ha convertido Segovia en una cada vez más pasional y frondosa capital del noir. Déjenme comentarles algo sobre Hontoria, y algo más sobre la segunda entrega, la entrega que nos ocupa, Muerte privada, antes de cederle la palabra a Galindo, que sigue, aquí dentro, en este artículo, detenido en el tiempo, en esa terraza de restaurante, un restaurante masía a los pies de una montaña catalana, un soleado día de febrero de este año, 2025. En Hontoria, Jean Ezequiel es un famoso podcaster negrocriminal —en realidad, no tan famoso, pero sí lo suficiente como para tratar de resolver por su cuenta casos importantes—, un tipo al frente de algo llamado Píldoras criminales, que acaba dándose de bruces con un brutal asesinato —alguien ha matado a cuchilladas a tres miembros de una familia en su casa de Hontoria, y no hay testigos, ni sospechosos, ni arma homicida—, y se sumerge en los bajos fondos de la ciudad —que en Segovia no tienen nada de bajos, que son más bien altos, porque todo lo que podría torcerse, la oscuridad que acecha, acecha en fiestas de postín, y en ambientes donde el lujo es asfixiante y necesariamente hostil— para tratar de resolverlo. ¿Lo consigue? Uhm, no pienso hacer un solo spoiler. Pero sí decirles que de lo que da buena cuenta Galindo en esa primera aventura es del carácter obsesivo y apasionadísimo de Ezequiel, para quien el mundo es casi un tablero de juego, o un artículo por escribir, con un titular cambiante, y siempre dedicado al otro, a aquel que ha sufrido un atropello mortal.
En esta segunda entrega, que llega a una velocidad de vértigo —Galindo es aplicado, aplicadísimo, escribe sus novelas a mano, en enormes Moleskines pautadas, con, siempre, el mismo tipo de pluma, un Stabilo 0.88, en distintos colores, porque a la trama de cada personaje, y a sus detalles de construcción, le asigna uno, y el resultado final siempre va en negro, después de todo, estamos hablando de un noir—, tan solo un año y medio después de la primera —la primera es de junio de 2023, la segunda, de este enero—, el atropello mortal ocurre en más de una familia, y en más de un momento en el tiempo. Todo da comienzo cuando una nueva pista —a la que lleva la muerte de un buen amigo, y personaje clave en la anterior entrega, no diremos su nombre porque, recuerden, no hay aquí ni un solo spoiler— reabre el caso de Leticia Santos, una joven desaparecida hace 20 años en los alrededores del Alcázar de Segovia. Jean Ezequiel, centrado en su trabajo en el periódico —aunque aún famoso por el podcast, Píldoras criminales, que quién sabe si dará el salto a algo mayor, aunque tal vez no sea en esta entrega, por más que haya interés en que lo haga, oh, recuerden, ni un solo spoiler—, empieza a obsesionarse con el asunto, después de todo, la pista es casi una promesa —la que le ha hecho sin querer a alguien que se ha ido para siempre pero le ha dejado un centenar de copas de ya descubrirán ustedes qué pagadas en el bar en el que solían verse—, y se sumerge en el mundo de los desaparecidos —que casi siempre son desaparecidas—, y se da de bruces con un siniestro periodista que en otro tiempo tuvo un programa de televisión que los consideraba una mina de oro —audiencia asegurada—, y con lo que parece un modus operandi que podría haberse estado repitiendo en el tiempo desde la desaparición de Leticia Santos hace 20 años, cuando tenía tan solo 16. También, y he aquí lo importante, se cruzará en su camino, y le completará, la detective Teresa Trajano, una policía retirada que intenta encontrarse, y rehacer su maltrecha vida, en la primera ciudad sin detectives privados que encontró en el mapa, saliendo de Madrid.
Segovia, claro.
El poder de Teresa Trajano, su magnetismo, el magnetismo del que no encaja y tampoco pretende ya hacerlo, irradia un algo hipnótico que, musculosamente urdido a la trama, y a una prosa que alza el vuelo más que nunca —las descripciones son puramente chandlerianas, pero el desarrollo es delicada y humildemente simenoniano, oh, el detective favorito de Teresa es Maigret, y todo son pistas, cuando el que está al otro lado del papel es Juan Carlos Galindo, tan deseoso está siempre por compartir aquello que le gusta, y por hacerlo como debe, en una novela policial, a través de sinuosas pistas—, hace de esta segunda entrega algo más que un noir al uso, sobre todo, en lo que se refiere a la construcción de personajes, y la reivindicación clara de la víctima como un alguien, y no un algo que, simplemente, pone en marcha la trama. Pero dejemos que sea Galindo quien lo cuente. Aún sigue en esa terraza, y está hablando de cómo entró en esto.
Enseguida llegaremos a Teresa, y a Jean.

Juan Carlos Galindo. Crédito: Inma Flores.
Laura Fernández: Así que, a falta de tiempo, decides que, si tienes que leer algo, y completarlo de alguna forma, vas a elegir el noir, y de eso hace ¿cuánto?
Juan Carlos Galindo: Pues 15 años, porque ocurrió cuando nació mi hija Jimena. En mi obsesión por el noir hay dos momentos. El primero se da leyendo a James Ellroy y a John Connolly, cogiendo los libros en la biblioteca de Madrid, ya en la veintena. Fue como un flash. Me dije, vaya, esto se puede hacer. Con Ellroy fue lo bestia que era cuando estaba en forma, toda esa brutalidad, y con Charlie Parker —el detective dado a lo paranormal de Connolly— más el rollo sofisticado. Me encanta el personaje, cómo te sumerge en las tinieblas, en cosas que no me creería, porque lo fantástico nunca me ha ido y en cambio aquí, a través del personaje me está llevando a sitios muy distintos, y de repente, noto que quiero leer la siguiente, y la siguiente. Y descubro así la serialización. Lo que se da cuando estás enganchado a un tipo y a su destino. Pero el punto de inflexión definitivo ocurre, sí, cuando nace Jimena, hace 15 años, porque quiero seguir leyendo al ritmo que estaba leyendo, muy bestia, y la novela negra me permite hacerlo, así que me fui por ahí y dejé lo demás, y fue un veneno, un círculo virtuoso. Cuanto más leía más quería leer.
Laura Fernández: Y te conviertes en un referente periodístico al respecto. Y lo que es más importante: un apasionado del género que, casi sin querer —pero queriendo, claro— convierte sus novelas en guías de buenos libros. Hasta ahora, habías hablado mucho de Harry Bosch, el detective de Michael Connelly, que es casi un mentor de ficción de Jean Ezequiel, pero con la llegada de Teresa entra en juego Maigret.
Juan Carlos Galindo: Georges Simenon es el autor favorito de Teresa. Un detective sofisticado, más simple pero mucho más humano. Maigret tiene dos cosas que pegan mucho con Teresa, la capacidad de empatía, intentar entender el porqué de la gente, y la otra es que lo conocemos pasada la cuarentena, pues Maigret nunca ha sido un joven detective, es un tipo casado, casi comisario, un señor mayor, con su experiencia, y me interesaba que Teresa Trajano fuera una señora mayor, que hubiera pasado los 50. Porque muchas veces pasa en la novela negra que las mujeres que aparecen, desde Lisbeth Salander hasta cualquiera que se te ocurra, son los sueños húmedos de los tíos que las escriben, como la Elena Blanco de los Carmen Mola, pibones que conducen cochazos, que beben como bestias. Yo quería algo distinto, una mujer humana. Y Maigret me parecía un buen modelo. Un señor que va andando a los sitios, que pregunta cosas que parece que no tienen importancia, que vuelve a casa, como Brunetti —el detective de Donna Leon—, a cenar con su mujer alsaciana. Es mi mundo.
«El punto de inflexión definitivo ocurre cuando nace Jimena, hace 15 años, porque quiero seguir leyendo al ritmo que estaba leyendo, muy bestia, y la novela negra me permite hacerlo, así que me fui por ahí y dejé lo demás, y fue un veneno, un círculo virtuoso».
Laura Fernández: Teresa Trajano, con su trastorno obsesivo compulsivo y su empatía radical —es la primera detective de la Historia, con mayúsculas, que utiliza la comprensión real, y no fingida, para indagar en lo que se propone indagar—, es una detective singularísima, y descubres, leyendo, necesaria para la serie, ¿dirías que es así?
Juan Carlos Galindo: Sí. Yo noté que necesitaba una detective. Porque Jean siempre ha sido un personaje que había que completar. Necesita que lo completen. Y le faltaba una pata en la parte investigadora. Tenía la periodística, tenía la personal, pero le faltaba la investigadora —se refiere a que hay, junto a él, siempre, en cada uno de esos apartados, una mujer que lo completa, que lo guía—. Antes de empezar a escribir, hablé con Cruz Morcillo, una compañera periodista de ABC, y le pedí una fuente en el mundo de la policía, porque quería que Teresa estuviese basada en alguien real. Y me puso en contacto con Carmen Pastor, una señora que se había retirado. Todo lo que Teresa sabe de haber sido policía, de cuando patrullaba, de lo que sintió cuando su compañero murió, todo eso es de Carmen. Luego el personaje tomó su propio camino. Rellené un par de cuadernos sólo con cosas que quería que hiciera. Le di muchas vueltas a la obsesión que tiene, porque creo que la salud mental se ha reflejado muy mal. Yo conozco muy de cerca el trastorno obsesivo compulsivo y siento que a menudo se trata de forma superficial. Podría decirse que Teresa construye la novela en sí. Es el personaje antes que la novela. Hasta que no la tuve, no empecé a escribir. Luego surgieron cosas, como lo que pasa con Álex Merino, pero eso le pasó a ella, ya creada, dentro de la historia.
Laura Fernández: Hablando de la novela y su construcción, aquí ha habido un desdoblamiento, un poco como ocurre en el Red Riding Quartet de David Peace, porque la entrada del personaje ha supuesto la entrada de otro punto de vista. Literalmente.
Juan Carlos Galindo: Sí, es cierto. Los capítulos dedicados a Jean Ezequiel están escritos en primera persona, como en la anterior novela, pero los capítulos en los que aparece Teresa están escritos en tercera. Y los capítulos en los que están juntos se da una especie de simbiosis. Él se fía más de todo, ella no. Lo que ocurre es que se respetan. Quería hacer una pareja de investigadores y me preguntaba qué no estaba hecho ya, porque tenía la sensación de que se había hecho todo. Y pensé que iban a respetarse, que no se iban a meter en el mundo del otro, que iban a trabajar en paralelo, cada uno por su lado, y así es. Teresa tiene esa parte de la empatía que la novela negra ha olvidado por completo, y Ezequiel tiene ese respeto que le permite quedarse en segundo plano durante una entrevista, dejando que se produzca la magia. Se suele trabajar desde el cinismo, y no desde la amabilidad real, y la comprensión, y Trajano no es que haga de poli buena, es que es buena. Además, puesto que ya no es policía, ha perdido su posición de fuerza, y no puede presionar, lo que resultaba interesante porque aún hacía que dependiera más de su empatía. No es una detective hombre, masculina, alejada de la sociedad. Al contrario, ella sólo quiere volver, está en algún tipo de camino de vuelta a esa sociedad de la que se ha visto expulsada.

Juan Carlos Galindo. Crédito: Inma Flores.
Laura Fernández: Algo importante de la novela es que ejerce el respeto a las víctimas. Ezequiel es una especie de caballero andante en ese sentido. Allá donde ve un intento de cosificación de una víctima, batalla para que no ocurra. ¿Tiene algo que ver el estar también del otro lado, es decir, del periodismo, el primero en ejercer esa cosificación, poniendo motes a las víctimas —el caso más icónico el de la Dalia Negra— para eliminarlas como personas y poder hablar de ellas como si fuesen objetos?
Juan Carlos Galindo: Sí. Es una novela que reacciona contra eso. Esa idea la tenía desde el principio. Tenía que reaccionar contra la cosificación, la mediatización de la víctima a través del asesino, con el espectáculo. Quería que fueran mujeres las víctimas, porque es obvio que un hombre es el perpetrador, pero también quería que se siguiera a las madres, a las amigas, y a las hermanas de las desaparecidas, porque las que alzan la voz son mujeres. Me vi muchísimas intervenciones de madres de desaparecidas en español, en inglés, como 50 o 60 horas de entrevistas, y saqué cientos de frases. De hecho, la madre de Leticia Santos es una construcción de todas esas madres, con frases textuales de ellas. La novela es también en ese sentido, y esto era algo que no había contado aún, un puzzle lingüístico.
Laura Fernández: Hablando de mediatización y espectáculo, otra cosa que entra en juego en esta novela es el tema de los desparecidos. Cómo se les sacó partido en un periodo muy concreto de la historia de España, a través de un programa de televisión, Quién sabe dónde, del que en la novela aparece un trasunto, como aparece un trasunto, bastante más oscuro, de su presentador, Paco Lobatón.
Juan Carlos Galindo: Sin duda. Te da escalofríos pensar en aquello ahora. Víctor Caro es un personaje mega oscuro, quería que fuera Paco Lobatón, con el añadido de lo que a mí me generaba, el filtro de lo que yo veía, un súper villano. Y uno que fuese desenmascarado durante la historia. Existe el caso de un periodista francés que se inventó toda su vida de víctima —decía que en Los Angeles habían matado a su novia, que había entrevistado a grandes psicópatas, un tío que era referencia en Francia, incluso tenía una librería de referencia, y del que se descubrió que era todo mentira—. Lo que hice fue mezclar el lado oscuro de Lobatón y ese mentiroso para inventar a un tipo que es un camino sin salida.
Laura Fernández: Y, por supuesto, está Segovia, cada vez más capital del noir.
Juan Carlos Galindo: Segovia es el personaje invisible de la novela, y de la serie. La novela es así porque pasa en Segovia. Todo ha surgido atando cabos. Entre la parte rica y menos rica. No iba con la receta. De hecho, es ahora cuando conozco bien Segovia. De escribirla la he comprendido como no la habría podido llegar a comprender nunca. Porque yo tenía acceso a todas esas cosas —ese otro mundo de clase alta, a través de mi mujer—, pero no había entendido qué significaba. He entendido por qué pasan ciertas cosas, y cómo esas cosas se reflejan en la sociedad de distintas formas. La ciudad es más interesante, más intensa, más grande, gracias a esta novela. Pero ocurre siempre, ¿no? Cuando una ciudad se vuelve literaria. Mola mucho más la Segovia de Muerte privada que la real.
«Tenía que reaccionar contra la cosificación, la mediatización de la víctima a través del asesino, con el espectáculo. Quería que fueran mujeres las víctimas, porque es obvio que un hombre es el perpetrador, pero también quería que se siguiera a las madres, a las amigas, y a las hermanas de las desaparecidas, porque las que alzan la voz son mujeres».
Al menos, querría, cualquiera de sus lectores, pensar que podría cruzarse con Teresa Trajano en cualquiera de los bares que frecuenta —los bares, por cierto, aparecen con nombre real, por lo que ya puede realizarse una pequeña ruta, que irá creciendo con el tiempo y las distintas entregas, por la ciudad—, o camino de su pequeño despacho, situado en un bajo interior a dos minutos del Acueducto. O, por supuesto, con Jean Ezequiel, aunque eso, podría decirse, ya puede ocurrir, porque Juan Carlos Galindo es su doble de este lado del papel, ya saben. La pajarita, el sombrero, su exótica elegancia.
Laura Fernández: Qué suerte tiene Jean Ezequiel. Es un buen hombre, pero quizá lo es sobre todo porque está bien rodeado, o porque se ha sabido rodear de buenas personas. Mujeres, ¿verdad? Él también lo es. Es flexible, se adapta, se deja aconsejar. ¿Es un modelo?
Juan Carlos Galindo: Jean Ezequiel ha creado su lugar en el mundo a golpes. No es un héroe, no es un tipo de acción, ni intuitivo, pero encuentra su sitio a base de trabajo y esfuerzo y equivocaciones. Y sí, cuando llega a casa hay alguien esperándole que entiende sus obsesiones, y le cubre todos los huecos. Eulalia, su mujer, que en esencia, es bastante mi mujer, Mercedes. Alguien que tiene su vida y si tienes la suerte de estar acompañado por ella, te hace sentir seguro. Hay complicidad, y una actividad compenetrada, un trabajo en equipo fascinante. Yo me siento muy afortunado, como Ezequiel, que en todas las facetas de su vida está apoyado por una mujer así, como me ocurre a mí también. Y lo curioso además de escribir es que me está permitiendo conocerme mejor. Antes de ponerme a escribir, antes de terminar de cogerle el truco, no sabía quién era. El proceso creativo, me ha descubierto partes de mí. Las ves, y te aceptas. Y aprendes a disfrutarlas. Escribir me enseñado a detenerme, disfrutar, tomar distancia.
Mientras, confiesa, prepara su próxima entrega —no sólo la prepara, ya está en marcha, puede que haya completado ya más de una de esas Moleskines enormes y pautadas—, que tendrá que ver con la invasión de jóvenes estudiantes que está haciendo ricos a los taxistas de Segovia —«hay en la ciudad más de 3.000 niños ricos venidos de todo el mundo que han provocado la subida de alquiler más grande de toda España, ricos sin escrúpulos, y puede que estén llegando a todas partes, pero en un sitio pequeño se ven mucho más», adelanta—, y no sólo a los taxistas, por supuesto, Galindo sigue leyendo futuros e instantáneos clásicos de lo policial —y del true crime, si se acercan a él, pídanle un título reciente, o uno lejano, a buen seguro les dará más de uno, y será uno que no olvidarán—, y coleccionando nombres para personajes —se pasó meses buscándole un apellido a Teresa sin darse cuenta de que lo tenía justo delante: en la famosa trilogía de Santiago Posteguillo—. Escribe, dice, los domingos de madrugada —se levanta a las cinco—, y consigue tener listas 1.500 palabras por semana —ajá, es tan metódico como la propia Trajano, ¿es ella, una parte de sí mismo también? ¿Esa parte? Uhm, Galindo sonríe—, y siempre a mano, porque le gusta tener la sensación de que avanza de manera física en la historia. ¿Seguirá el caso irresoluble de los Miyazawa —la familia asesinada en Japón en el año 2000, por alguien que pasó un montón de horas en la casa, e incluso se duchó en ella, pero que jamás ha sido encontrado, porque no hay una sola pista— como amuleto? Sí, dice, y quién sabe, tal vez Ezequiel se anime a ir a Japón a tratar de resolverlo, ¿o no ha resuelto la hija de Harry Bosch —el detective de Connelly, su detective fetiche— el asesinato de la Dalia Negra?, se pregunta. Y hablando de asesinatos, y asesinos, sin que suene a spoiler, porque no hay en esta entrevista ni uno solo, dice que deberíamos tener más cuidado de lo que tenemos siempre, porque el asesino no acostumbra a ser alguien desconocido, «siempre es gente cercana, y si no está cerca, parece próximo, genera confianza, hasta Ted Bundy lo hizo». El Mal está ahí, y trabaja, concluye, y sigue siendo un día soleado de febrero, y lo será, aquí dentro, para siempre.