Laura Ramos y las maestras de Sarmiento: el factor sentimental
«Las señoritas» (Lumen) se convirtió en el éxito editorial más celebrado e inesperado del 2021 en Argentina. En la segunda mitad del siglo XIX, el presidente Domingo Faustino Sarmiento fundó en apenas seis años ochocientas escuelas y contrató a 61 maestras norteamericanas para liderar un monumental proyecto educativo que transformaría la Argentina. Pero poco y nada se sabía de sus vidas en las remotas pampas. Hasta que la escritora Laura Ramos dio hace poco con la correspondencia de esas mujeres: amores silenciados, conflictos religiosos, negocios… En esta conversación con Alan Pauls, su autora explica cómo encontró esas cartas desconocidas y el fascinante universo que le permitieron desplegar en un libro único, donde conviven las tensiones en el nacimiento de un país, el sorprendente vínculo de estas maestras con las hermanas Alcott, y la sombra del propio padre de la autora, Jorge Abelardo Ramos, fundador de la izquierda nacionalista argentina.
Por Alan Pauls

Crédito: Max Rompo.
«Gloria y loor, honra sin par / para el grande entre los grandes / padre del aula, Sarmiento inmortal». Todo niño argentino escolarizado cantó —canta a veces todavía, en arrebatos de sonambulismo patriótico— el «Himno a Sarmiento». Piedras preciosas como «loor», gongorismos como «la niñez de amor un templo / te ha levantado», repetidos como mantras por párvulos recién salidos de Monosilabia, explican que nunca entendiéramos la canción, que nunca la hayamos olvidado y que al oírla, como reclutas perennes del ejército escolar, sigamos poniéndonos de pie todavía hoy, cuando sabemos de sobra que el Padre del Aula-Sarmiento inmortal (Sarmiento el prócer: el gobernador, el presidente, el Paladín de la Civilización Republicana) fue también el loco Sarmiento (el energúmeno, el maniaco, el racista, el degollador de gauchos, el mesiánico desenfrenado). Por persistente que sea, no es el tipo de incongruencia que desvele a Laura Ramos. Con el descaro impertinente de una verdadera poshistoriadora, que desoye viejos dilemas binarios (¿civilización o barbarie?) para dedicarse a sus jugosos, aberrantes efectos colaterales (¡civilización y barbarie!), lo que le importa es hasta qué punto esa y radical —Sarmiento padre del aula y loco— bisagra crítica, punto de colapso y de clarividencia desaforada, es la que hace posible en Sarmiento el proyecto que concibe hacia 1865, siendo ministro plenipotenciario, cuando el gobierno argentino lo envía a Estados Unidos. La guerra de Secesión ha terminado; Estados Unidos intenta cicatrizar, reconstruirse. Sarmiento, viejo fan de la educación pública norteamericana —un vicio que contrae veinte años atrás, en un primer viaje, cuando descubre la Ilustración bostoniana y a Horace Mann, el gran innovador de la instrucción primaria estadounidense—, entra en éxtasis al enterarse ahora de que una de las formas en que el país busca reunificarse es mandar «maestras al sur para civilizar a los esclavos libertos y a la población blanca de pobres recursos». La homología es sencilla, salvaje: si la Argentina es a Estados Unidos lo que los pobres del sur a los ilustrados del norte, ¿no será una evangelización como esa, laica, educativa, lo que le hará falta a la pampa bárbara? Desconcertante, tan intrépido como muchos de los que poblaban sus insomnios de pionero (entre otros, un proto Mercosur con sede capital en Argirópolis, ciudad inventada de cero en la isla Martín García), el proyecto sarmientino es una traducción violenta, tan personal como la famosa «A los hombres se degüella, a las ideas no», su versión de On ne tue point les idées: importar maestras norteamericanas para modernizar el precario sistema educativo argentino.
De las mil del lote soñado terminaron llegando sesenta y una. (Una que no viajó, Ida Wickersham, era la profesora de inglés y amante de Sarmiento). Sarmiento las eligió a dedo, asesorado por la red de contactos que había ido tejiendo, y en función de requisitos precisos: que fueran lindas, jóvenes y solteras (además de almas ilustradas, el casting buscaba vientres fértiles que mejoraran la raza), lo suficientemente pobres para dejarse seducir por el salario prometido, que duplicaba el que habrían ganado en Seattle o Boston. Los contratos eran por dos o tres años, incluían los 700 dólares del viaje (dos meses y medio en primera clase vía Liverpool, un rodeo urdido por Sarmiento ¡para abreviar tiempo!) y comprometían a las maestras a enseñar, dirigir, fundar y a veces construir escuelas normales, formar a maestros y, en líneas generales, propagar la gran doctrina educativa norteamericana por un territorio inmenso, poco poblado y más bien desapacible. Guerras internas y externas, alzamientos armados, montoneras, malones, magnicidios, epidemias, medios de transporte precarios (dos días y medio de diligencia para hacer los 500 kilómetros entre Buenos Aires y Paraná, en cuya escuela normal, la primera del país, debían aprender castellano las maestras), una infraestructura general indigente: estas son algunas de las sorpresas con que tropezaron al desembarcar las señoritas, que sabían de la Argentina menos que de Marte y hasta ignoraban la lengua en la que se esperaba que enseñaran. Estas son las peripecias que aceptaron enfrentar, equipadas con esa mezcla de candidez, curiosidad ávida y entusiasmo blindado con la que Ramos sintoniza tan bien, y de la que destila la energía cien por cien romántica que anima su libro, formidable álbum de viajeras temerarias que pasean su saber, su vitalismo emersoniano y sus tobillos entre desiertos, lodazales, villorrios olvidados, tormentas de polvo, pestes, colonias de vinchucas, escuelas convertidas en hospitales de guerra y una high society local que las ningunea por partida doble, por protestantes y por plebeyas.
No es solo una patriada cipaya que abarca treinta años (1868-1898) del tumultuoso siglo XIX argentino lo que resucita en Las señoritas. Es también un pathos, un aliento narrativo y una dimensión de fruición, casi de goce perverso, que la historiografía argentina suele sofocar —si es que las experimenta— con protocolos académicos, guerras de posición disciplinarias o la presión de una prosa que no puede darse el lujo de perder el control. A mitad de camino entre la biografía (Infernales, el libro anterior de Ramos, tuvo el tupé de disputar un objeto canónico como la vida de las hermanas Brontë con la tradición biográfica anglosajona, nada menos, y salir ganando) y la crónica histórica (¿quién recordaría algo de los años ochenta si Ramos no hubiera escrito su legendario Buenos Aires me mata?), Ramos se mide ahora con la historia misma, la de la nación desgarrada, la de los nombres propios de la patria, y elige a las únicas guías capaces de internarla en el backstage que le interesa: un puñado de Mary Poppins que no saben dónde se han metido, que pisan el puerto de Buenos Aires y tiemblan, retroceden, quieren volverse a sus pagos, y poco a poco se adentran en estas tierras como quien se adentra en una ficción, y ahí se quedan, y ahí algunas hasta deciden morir (aunque los cementerios católicos no tengan lugar para ellas). En cuanto al ajuar, Ramos sabe en qué dependencias de servicio buscarlo: el chisme, la fisonomía, la frivolidad, el close reading avieso, el cuadro de costumbres, los bocetos de moda, la manía del detalle y una fidelidad adicta, militante, al imaginario sentimental. Sí, es el ajuar de la literatura, que, como bien recuerda Ramos, ya teñía el proyecto sarmientino desde el vamos, en Boston, de la mano de Louisa May Alcott, Henry James, Nathaniel Hawthorne. Mejor: es el ajuar de una lectora de literatura —una lectora de verdad, bovariana, capaz de dar lo que no tiene por lo que lee. Una lectora que sabe como nadie que eso que quiere investigar, reconstruir y escribir es un «objeto histórico», un complejo de hechos avalado por documentos, pruebas, archivos, bibliografía y, aun así —piensa mientras se le hace agua la boca—, si tan solo reanimara el fondo sensible que encierra, si excitara sus terminales melodramáticas, si liberara a los rehenes de pasión que retiene...
La historia desconocida de un proyecto educativo monumental
«Hacia 1865, la guerra de Secesión ha terminado; Estados Unidos intenta cicatrizar, reconstruirse. Sarmiento, viejo fan de la educación pública norteamericana, entra en éxtasis al enterarse de que una de las formas en que el país busca reunificarse es mandar "maestras al sur para civilizar a los esclavos libertos y a la población blanca de pobres recursos". La homología es sencilla, salvaje: ¿no será una evangelización como esa, laica, educativa, lo que le hará falta a la pampa bárbara?». Alan Pauls
Alan Pauls: ¿Cómo llegás al material de Las señoritas?
Laura Ramos: Primero fue el hallazgo accidental de los vestidos de las maestras. Una tarde de lluvia, haciendo tiempo para entrar al consultorio de mi analista, me metí en el museo Sarmiento de la calle Juramento y los descubrí. Verlos me produjo un pasmo físico, palpitaciones, una sobreexcitación que terminaría clavando su aguijón en algún cuerpo, alguna obra. Siempre fui devota del libro Mujercitas, y los vestidos eran idénticos a los que ilustraban las tapas de la saga de Alcott en la colección Robin Hood. Pero con los vestidos descubrí la existencia de todo el proyecto sarmientino, así que empecé a buscar frenéticamente cualquier material que tuviera relación con las maestras. Buscando bibliografía me topé con un librito de Alice Luiggi, una historiadora amateur que había estado en la Argentina con su esposo, ingeniero de una empresa estadounidense instalada en el país. En 1959, años después de hacer una investigación demencial en las provincias argentinas y en distintos estados de Estados Unidos, Luiggi publicó Sesenta y cinco valientes. Sarmiento y las maestras norteamericanas, un librito precioso, decrépito, con fotos de las maestras y un tono que me recordó enseguida al de la señora Gaskell, la biógrafa de Charlotte Brontë: sentimental, lleno de lecciones morales, errores, sobreentendidos e imprecisiones, y sobre todo con un aire dramático y literario que convertía cada historia en un mito. Al final del libro, Luiggi mencionaba sus fuentes, diarios íntimos y entrevistas con las propias maestras o con sus descendientes o personas relacionadas con ellas. Así que me propuse encontrar esos materiales. De ese modo llegué a las universidades de Rutgers y Duke, primero, y a archivos privados después.
Alan Pauls: Hay algo febril en el proceso de investigación que se deja entrever en el libro.
Laura Ramos: Después de escribir Infernales, una biografía obsesivo-sentimental de las hermanas Brontë, yo me sentía muy cómoda en mi papel de biógrafa. Pero ahora descubría que era más bien una detective macabra, una especie de profanadora de cadáveres de cementerios del siglo XIX, y la nueva piel me sentaba perfectamente. Más que sentarme, en realidad, me llevaba. Yo era conducida por esa sevicia macabra, por una pasión que me devoraba. Y había una nueva fiebre también, no muy honorable: encontrar materiales nunca antes tocados, o que solo habían sido leídos para aparecer mencionados en cartas. Yo los convertiría en literatura o en mito. O más bien en historia. Sentía que iba a escribir páginas nuevas en la historia menor argentina, un sentimiento arrogante, vergonzoso por su pretensión, bajo por su vanidad, pero tan poderoso que me arrastraba a leer una carta tras otra y a ir armando una narrativa durante la misma lectura, porque el material me cautivaba hasta el delirio.
Alan Pauls: «Un diamante opacado por el carbón», escribís sobre el paquete de documentos que encontrás en la biblioteca de Rutgers, en New Jersey.
Laura Ramos: Eran las cartas y diarios de las hermanitas Atkinson, nunca vistas antes por historiadores. Me enamoraron. Florence, la hermana menor, era una escritora nata: tenía veinte años, era coqueta, frívola, linda, de un humor cruel y una curiosidad tan malsana como la mía. Escribía cartas a sus hermanas con total libertad hablando de Sarmiento, de los políticos sanjuaninos, de los muchachos que le gustaban. Describía las fiestas, los cortejos. Contaba que estaba horrenda con su pelo rapado y mentía a su familia sobre la razón del rapado. Contaba cómo había usado su pelo para hacerse una peluca y las reacciones que producía la peluca en los bailes. En realidad, se había enfermado de fiebre tifoidea. Me enteré por cartas de otras maestras. Su hermana Sarah se lo ocultaba a sus padres. Florence escribió también un Diario de Los Andes (título tan aireano) contando el viaje en mula que las hermanas habían hecho por la cordillera con dos jóvenes maestras de Mendoza. Durante meses intenté averiguar qué había pasado con las Atkinson al volver a Estados Unidos. Casi terminado el libro me llegó la respuesta: Sarah se había convertido en una traductora internacional y una activa feminista y Florence… ¡había muerto dos años después de llegar de la Argentina! El dolor que me produjo su muerte no fue tan angustiante como el de la muerte de Beth March en el segundo tomo de Mujercitas, pero se le pareció mucho. En cuanto a su hermana Sarah, sus cartas no hablaban de bailes ni de muchachos ni de puntillas, sino de geografía, política, ideas, ciencia. No se casó ni se hizo militante sufragista, lo que la alejaba del modelo heterosexual, un hecho que tuve muy presente. En la foto que tengo de ella está preciosa: seria, casi enojada, muy jovencita, con una camisita de cuáquera y un relicario que le cierra el cuello como si lo clausurara.
«A medida que iba leyendo más y más cartas iba descubriendo que ese material contaba la historia doméstica argentina —lo que ya era una delicia— y al mismo tiempo, también, la gran historia, porque contaba insurrecciones, guerras, atentados, los viajes de Sarmiento a las provincias, los chismes de los que las Atkinson se enteraban tratando con las hermanas y sobrinas de Sarmiento. Me fui dando cuenta de que el libro contaría escenas argentinas que nunca habían sido contadas». Laura Ramos
Alan Pauls: El libro pone muy en evidencia algo que los historiadores tienden a borrar: el goce que inspiran los materiales. El placer de descubrir personajes, historias, pasados, pero también el placer físico de los documentos, las fotos, los objetos.
Laura Ramos: Para mí hubo dos capas de goce, al menos. La primera fue internarme en los mundos íntimos de las maestras. El de las hermanas Atkinson y su familia, por ejemplo. El goce de ir descubriendo los lazos entre los hermanos, los parentescos; el de detectar las diferencias de estilo de escritura de Florence y de Sarah como claves para llegar a conocerlas. Pero además, yendo a la segunda capa, a medida que iba leyendo más y más cartas iba descubriendo que ese material contaba la historia doméstica argentina —lo que ya era una delicia— y al mismo tiempo, también, la gran historia, porque contaba insurrecciones, guerras, atentados, los viajes de Sarmiento a las provincias, los chismes de los que las Atkinson se enteraban tratando con las hermanas y sobrinas de Sarmiento. Me fui dando cuenta de que el libro contaría escenas argentinas que nunca habían sido contadas, y eso me sorprendía y maravillaba, aunque no estaba del todo segura de que fueran de interés. Sentía (verbo muy usado ahora para reemplazar al «pensaba») que esas cartas eran documentos históricos, fuentes valiosísimas, pero no entendía su dimensión. Como disfrutaba tanto leyendo la historia menuda, que es lo que siempre me interesa verdaderamente, no terminaba de darme cuenta del valor histórico o el interés que todo eso podía despertar entre los lectores.
Alan Pauls: Hubo sesenta y una maestras involucradas en el proyecto de Sarmiento. ¿Cómo elegiste a las veintipico que quedaron en el libro?
Laura Ramos: El sentimentalismo como primer faro. Cuando una historia me hacía llorar, quedaba. Segundo, el detalle: quedaba también cuando tenía detalles —cuanto más ínfimos mejor, aunque fueran aburridísimos—. El capítulo que parece el más aburrido del libro, el de Sarah Eccleston, por ejemplo, entró porque estaba lleno de detalles. Hay otro que entró algo forzado porque no cuenta del todo la historia de una maestra: «Un cielo estrellado para la señorita Boyd». Me llevó casi tanto tiempo como el resto del libro. El único dato que tenía de esa historia era que una maestra sarmientina, Sarah Boyd, había trabajado en Córdoba como institutriz de los hijos del astrónomo Benjamin Gould. Y que las dos niñas mayores de los Gould habían muerto ahogadas. Mi fuente (Alice Luiggi) daba a entender, sin precisarlo, que la señorita Boyd era la institutriz de las niñas en el momento en que se produjo el accidente. Me desesperaba no saberlo con certeza, porque no era un dato menor en la biografía de una maestra. Si estaba a cargo, ¿cuál había sido su papel en los hechos? Del lado de las maestras no encontré ninguna pista, así que me dirigí a las asociaciones de astrónomos, ya fascinada en mi papel de detective macabra o, en realidad, pienso ahora, de historiadora. Porque podría escribir otro libro sobre la extraordinaria historia del Observatorio Astronómico de Córdoba, donde, entre otros sucesos extraños, uno de los jóvenes ayudantes de Benjamin Gould murió partido por un rayo. En ese trance llegué a una asociación norteamericana que llevaba el nombre de Benjamin Gould y que, para mi delicia, me permitió acceder a las cartas de la familia. Desde Córdoba, durante los casi quince años que trabajó en la Argentina, Gould, astrónomo melancólico con ataques sucesivos de depresión, ira y euforia, escribió una carta semanal a su madre, y fue en esa correspondencia donde fui encontrando la historia de la señorita Boyd, su llegada a la familia, y la descripción de la muerte de sus dos niñas, que yo ya había leído en los diarios de Córdoba. (Confieso con pudor que lloré desconsoladamente por la muerte de las dos niñas, y que tuve que aferrar mi mano derecha con la izquierda, casi tuve que atarla, para no describir las mortajas de las dos niñas y todos sus fastos. Tuve que refrenarme para no convertir a las señoritas en personajes de Mariana Enriquez). Así seguí el rastro de la maestra y me enteré de cómo se decidió su destino en el Tigre, mientras Gould visitaba a Sarmiento en su cabaña, una noche que los dos pasaron juntos mirando las estrellas. Yo me preguntaba por qué la señorita Boyd había dejado la casa-observatorio de los Gould en Córdoba para irse a trabajar como maestra a Tucumán cuando descubrí, leyendo entre líneas las cartas del astrónomo, la verdadera historia. Fue apasionante, muy a lo Pálido fuego. En realidad, el astrónomo, que ya era melancólico, no soportaba la melancolía de la señorita Boyd, y para sacársela de encima le pidió a Sarmiento que le consiguiera trabajo de maestra.
Alan Pauls: Cada maestra tiene su cuerpo, su rostro, sus gestos, su ropa. Son verdaderos personajes, en el sentido que le daba a la palabra la novela del siglo XIX.
Laura Ramos: Para alguien como yo, interesada en la literatura femenina del siglo XIX, el material que encontré estaba como diseñado a medida: era completamente literario, pero tenía la excitante particularidad de pertenecer al mundo real. Para mí esa fricción es irresistible. La ambigüedad, la promiscuidad entre lo ficticio y lo real me acompañó durante toda mi infancia, y la realidad de los libros siempre fue más poderosa que la realidad que me rodeaba. Yo usaba frases de Mujercitas para hablar con mis padres. Y la historia de las maestras, en algún sentido, fue para mí una reescritura de Mujercitas. Porque el hecho de que la hermana de Mary Peabody Mann —la amiga de Sarmiento que impulsó el proyecto en Estados Unidos— viviera en la casa adosada a la de la familia Alcott en Concord no podía dejar de remitirme a Mujercitas. Los Alcott —incluida Louisa, la autora de Mujercitas— eran amigos íntimos de Sophia Peabody y Nathaniel Hawthorne. Las dos familias vivían en casitas de madera que se alzan una junto a la otra (yo las visité en Concord), y en cierto momento hasta llegaron a intercambiar casas. Sarmiento estuvo varias veces allí visitando a Mary Peabody Mann, que tenía en su sala un retrato de Dominguito, el hijo de Sarmiento, y es muy probable que hubiera conocido a los Alcott. Pero lo más emocionante fue descubrir que cualquiera de las cuatro chicas Alcott (prototipos de las hermanas March de Mujercitas) podría haber sido enviada a la Argentina como maestra. No solo porque Mary Peabody Mann era amiga de la familia, sino porque las cuatro cumplían a la perfección con los requisitos impuestos por Sarmiento. En particular la autora del libro, Louisa, que trabajó como institutriz y era culta y tan pobre como el proyecto requería. Pero en 1865, cuando se empezó a gestar el proyecto, Louisa tenía treinta y tres años y estaba por viajar a Europa después del éxito de una de sus obras. Mary Peabody Mann mandó a la Argentina como maestro al novio de Una Hawthorne, la hija de Sophia Peabody y Nathaniel, hecho que me confirma, en el marco de esta hipótesis, que si el proyecto hubiera surgido diez años antes, Mary Peabody Mann podría haber enviado a una de las chicas Alcott. Este hilo de conjeturas sobrevoló toda la escritura del libro. Pensar que las Alcott (dobles de las heroínas de mi infancia) podrían haber sido maestras sarmientinas y, por lo tanto, las heroínas de mi libro (mis muñecas animadas) me producía un vértigo cercano a un estado mental que podría llamar psicosis de deleite. Florence Atkinson hubiera sido Amy March, la más coqueta y frívola de las Mujercitas; y Sarah Atkinson, Jo March, la que quería ser varón; y Addie Stearns, Beth March, la que murió joven, y... No por nada el segundo tomo de la saga de Alcott se llama Señoritas —aunque el título de mi libro no se me ocurrió a mí, sino a Liliana Viola, a quien aludo en los agradecimientos como a «mi esposa», como llaman las inglesas de clase alta a sus amigas íntimas.
«La historia de las maestras, en algún sentido, fue para mí una reescritura de Mujercitas. La hermana de Mary Peabody Mann —la amiga de Sarmiento que impulsó el proyecto en Estados Unidos— vivía en la casa adosada a la de la familia Alcott en Concord y eran amigos íntimos. Sarmiento estuvo varias veces allí. Y cualquiera de las cuatro chicas Alcott (prototipos de las hermanas March de Mujercitas) podría haber sido enviada a la Argentina como maestra. Las cuatro cumplían a la perfección con los requisitos. En particular la autora del libro, Louisa, que trabajó como institutriz y era culta y tan pobre como el proyecto requería». Laura Ramos
Alan Pauls: Hay mucho afecto en el libro. No escribís asumiendo la imparcialidad, el desapego típico de la escritura académica o profesional. Uno puede darse cuenta de qué interés, pasión o fastidio te despiertan las historias que estás contando. ¿De dónde viene ese afecto? ¿De la literatura? ¿De la ficción?
Laura Ramos: Creo que manipulé la historia de la misma manera en que lo hizo mi padre [el historiador y político Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), fundador del movimiento llamado de izquierda nacional]. Mi padre fue un historiador no académico que moldeó la historia argentina muy caprichosamente, a la luz del marxismo y de un latinoamericanismo fanático. Yo manipulé estas historias domésticas a la luz del sentimentalismo, de mi propio sentimentalismo, mucho más caprichoso que la perspectiva de mi viejo. Por otra parte, después del libro sobre las Brontë tenía una cuenta pendiente con la historia argentina, y esta historia me calzó perfectamente para saldarla. Ahora pienso (o siento) que la cuenta pendiente la tenía con mi padre y su ímpetu nacionalista o latinoamericanista a ultranza, es decir: con mi cipayismo literario casi congénito.
Alan Pauls: ¿Esa historia sentimental sería una especie de contrahistoria? ¿La contrahistoria púdica, menor, aviesa, con que «dialogás» con la Historia Política argentina con mayúsculas?
Laura Ramos: Sí, es una contrahistoria púdica, pero la historia marxista de mi padre también es una contrahistoria. Creo que todo relato (hasta el relato mitrista establecido como verdad) es una contrahistoria en relación a una verdad que no existe. Porque pudo existir un Ayacucho, pero las fuerzas que se jugaron alrededor del triunfo bolivariano pueden ser leídas de muchas maneras. Yo siempre voy a leerla a la manera sentimental. Siempre voy a leer a Bolívar y a Trotsky y a Florence Atkinson a la manera sentimental. Es mi modo de interpretar toda historia o, en el caso de Las señoritas, de escribir mi relato, mi versión de los hechos. Desde chica Trostsky era para mí un héroe romántico, y leí llorando la trilogía de Isaac Deutscher sobre su vida y el relato autobiográfico Mi vida, porque la mía, también, es una historia de llanto. Pero también leo y escribo exaltada. Leo exaltada a Bolívar, que fue un héroe romántico como lo fue el Alberdi huérfano, que a los catorce años viajó en carreta desde Tucumán para entrar al Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires. Y leo exaltada La gran aldea de Lucio López, otro huérfano, que por añadidura me hizo llorar cuando murió en un duelo. Así leo la historia, y así la escribo, entre lágrimas y accesos de exaltación. Por lo demás, desde chica fui la reaccionaria, la conservadora de mi familia. En los veranos mi madre nos mandaba a la ruta, a mi hermano y a mí, a los doce, trece y catorce años, con una mochila al hombro, para que viviéramos aventuras. Teníamos que hacer dedo, viajar en las cabinas de los camiones, cantar para entretener a los camioneros, dormir en las cuchetas traseras, que tenían cortinas y un perfume dulzón muy fuerte que todavía me provoca náuseas y mareos retrospectivos. Cuando llegábamos a las provincias del norte dormíamos en el piso, en los locales del partido de mi padre, o en estaciones de servicio o a los costados de la ruta. Yo detestaba esas «vacaciones», y en mi familia me consideraban una excéntrica, una conservadora. Y una cipaya por mis gustos literarios anglófilos, por otra parte incentivados por mis propios padres. Pero eso nunca fue un insulto, siempre fue una broma cariñosa que tal vez hacían con cierto orgullo, como esos padres que se quejan de que su hijo no tenga buenos modales pero en algún punto muy oculto se enorgullecen de esa irreverencia. Tal vez les causara alguna satisfacción que yo me hubiera creado un mundo propio, distinto del suyo. De modo que yo enarbolo ese cipayismo como un galardón, porque fue el que me expulsó de ese mundo trotskista tan reducido y limitado (tan tierno y adorable) en el que crecí.

De izquierda a derecha: Sarah Atkinson alrededor de 1883, cuando viajó a la Argentina con veintidós años. Carta de Florence Atkinson con un plano de la escuela de San Juan.
Alan Pauls: Las maestras son personajes históricos, pero hay mucha ficción literaria en tu modo de leerlas y escribir sobre ellas. Usás la literatura —James, Alcott, Hawthorne, etc.— como un archivo para imaginar la historia.
Laura Ramos: Yo creo que la historia en alguna medida es literatura. Está escrita como un relato y es una construcción (no solo política) del pasado. Aunque suene un poco ampuloso, para mí es una manera, una de tantas, de disimular el desesperante enigma de la existencia: el enigma del pasado. No entendemos nada y armamos la historia para hacer como que entendemos algo.
Alan Pauls: La narradora/historiadora tiene una manera muy particular de estar en el libro. Los adjetivos («tono anacrónico y encantador», «fuente espléndida, malintencionada y preciosa») delatan el tipo de lectora que es. Por otro lado, hay tramos largos en los que desaparece por completo y reaparece de golpe, abruptamente, para contar una anécdota de su investigación, dar una opinión, mostrar sus emociones.
Laura Ramos: Intenté estar casi afuera, pero no del todo. Quería dejar oír mi voz de una manera muy tenue, no intrusiva, para iluminar la escenografía, el detrás de escena. Me entusiasmaba incluir al lector en la fascinación de la investigación. Porque si entiendo que la historia es una construcción, tengo que mostrar algo del procedimiento. Pero además me gustó ser obsesiva con las citas. En la biografía que hizo Ricardo Strafacce de Osvaldo Lamborghini [Osvaldo Lamborghini. Una biografía, Mansalva, 2008], por ejemplo, la cita forma parte de la trama y convierte la biografía en un hermoso texto literario. Sé que no logré esa belleza, pero me empeciné de todas maneras en incorporar la cita como un subrayado que formara parte del texto. Quería decirle al lector: «La historia es una construcción más o menos arbitraria, pero esto preciso que te estoy contando es verdad, te lo juro». Como no soy historiadora y solo estudié un par de carreras de Humanidades en universidades de pésima reputación, necesito decirle al lector que esto que le estoy diciendo no se lo digo yo, que no tengo ningún título prestigioso: se lo dice una carta manuscrita escrita en inglés, depositada en la biblioteca de una universidad prestigiosa de un país prestigioso. Como historiadora estoy en falta, pero es una falta a la que le encuentro un beneficio secundario: hago algo así como del defecto virtud.
«Creo que todo relato es una contrahistoria en relación a una verdad que no existe. Porque pudo existir un Ayacucho, pero las fuerzas que se jugaron alrededor del triunfo bolivariano pueden ser leídas de muchas maneras. Yo siempre voy a leerla a la manera sentimental. Siempre voy a leer a Bolívar y a Trotsky y a Florence Atkinson a la manera sentimental. Es mi modo de interpretar toda historia o, en el caso de Las señoritas, de escribir mi relato, mi versión de los hechos». Laura Ramos
Alan Pauls: ¿De qué defecto hacés qué virtud? ¿Cómo caracterizar a la historiadora amateur, sus pasiones, sus móviles, sus modus operandi?
Laura Ramos: Soy una historiadora advenediza, y mis armas son bastardas porque son fruto de la necesidad, la curiosidad y la avidez. Descubrir esos documentos, esas cartas, para mí fue una cuestión de vida o muerte. Porque esas cartas constituyen mi texto, mi libro, mi obra, mi vida: me constituyen. Porque yo no tengo ni la imaginación ni las armas de la Academia para escribir ficción; tampoco tengo las credenciales de la historiadora; lo único que tengo es mi avidez, mi desesperación. Pero es la misma desesperación del lector que sin su libro (el libro que está leyendo en ese momento) no es nada ni nadie, el lector que entre lectura y lectura flota en un limbo: esa soy yo y así fui siempre. Cuando terminaba Señoritas, el segundo tomo de la saga de Alcott, y estaba esperando a que mi madre me consiguiera, prestado o robado, Hombrecitos, el tercero, flotaba en un limbo desesperante. Ese mismo limbo desesperante es el que me aloja mientras estoy entre las Brontë y Las señoritas, o entre Las señoritas y mi próximo libro: porque escribo con el mismo espíritu con el que leo, con la avidez del ánima que necesita encarnarse en un cuerpo para parasitar en él.
Alan Pauls: Las maestras son figuras complejas. Tienen su actualidad: son pertinentes en la agenda feminista contemporánea, pero al mismo tiempo no terminan de encajar: son audaces y abnegadas, pero a menudo están manejadas por otros, son instrumentos de voluntades familiares o políticas, son conservadoras, desdeñosas de lo local, bastante colonialistas. Pensando también en las Brontë, ¿ese sería tu rango de personajes? ¿Las chicas que están ahí, casi en la pomada, todavía varadas en una fase previa donde la causa feminista no es evidente y todo es un poco cualquier cosa, a la vez arcaico y moderno, conservador y audaz? Pienso en tu modo discreto, nada militante, de tratar la cuestión lesbiana en el caso de Mary Morse y Margaret Collord.
Laura Ramos: Para la literatura explícita está la militancia. O está Anaïs Nin. Yo soy hija de la pudorosa pluma de las escritoras puritanas inglesas y no pienso moverme de allí. Estoy encadenada a la moral literaria de las mujeres escritoras del siglo XIX y de comienzos del XX. Soy devota de Elizabeth Bowen, que, como Henry James, lo sabe todo pero todo te lo escamotea. No me gusta que mis personajes estén en la pomada. No me gusta la «pomada». No me gusta Anaïs Nin. Me gustan la «prepomada» y la «pospomada». Me gustan las «prepomada» Jane Austen y Emily Brontë. Pero también Henry James y Elizabeth Bowen y Elizabeth Taylor, los «pospomada». Me gusta que estén más allá de la pomada, que hayan pasado la fase pomada y que sonrían y manipulen al lector con modales exquisitos. Yo intuía que Sarah Atkinson podía ser lesbiana y que Mary Graham lo era, y no me refiero a su vida sexual, sino a una identidad no regida por la heteronorma. Pero preferí sugerirlo y no decirlo. En relación a las mujeres que vivieron 53 años juntas, Mary y Margaret, recién cuando el libro estuvo impreso descubrí que en sus tazas de té se leía «Tú y yo», en castellano, lo que refrendaba todas mis impresiones. No había podido ir al cementerio de Mendoza por la covid-19, pero luego fui y descubrí que su lápida conjunta dice: «Y en su descanso eterno no fueron separadas». Solo ellas, con anticipación, pudieron haber escrito ese epitafio que alude, yo sospecho, a la oposición feroz de sus familias a la pareja, escenificada en el libro en la quema que hizo el sobrino de Mary después de su muerte. Yo había deducido que habían pedido ser enterradas juntas, porque una murió en Mendoza y la otra pocos meses después en Buenos Aires y ambas yacen en el cementerio de Mendoza. La lápida y las tazas hablan de un amor más allá de la muerte, como podría decir Emily Brontë.
«Descubrir esos documentos, esas cartas, para mí fue una cuestión de vida o muerte. Porque esas cartas constituyen mi texto, mi libro, mi obra, mi vida: me constituyen. Porque yo no tengo ni la imaginación ni las armas de la Academia para la ficción, y tampoco tengo las credenciales de la historiadora; lo único que tengo es mi avidez, mi desesperación. Pero es la misma desesperación del lector que sin su libro (el libro que está leyendo en ese momento) no es nada ni nadie, el lector que entre lectura y lectura flota en un limbo: esa soy yo y así fui siempre». Laura Ramos
Alan Pauls: Decís que Mary Morse es el personaje más interesante del libro. ¿Por qué es el más interesante y por qué lo declarás?
Laura Ramos: Porque Mary es lesbiana y, viviendo en un pueblo de provincias de fines del siglo XIX, no intenta ocultarlo. El «Tú y yo» de las tazas estaba en castellano y orlado por un corazón. Así proclamaban con Margaret su amor a quienes las visitaban, a sus caseros daneses, a la nieta de sus caseros daneses, de diez años, que conservó las tazas hasta su muerte y cuya hija, que aún las guarda, me contó la historia sin saber que estaba haciendo historia. Mary Morse es el personaje más interesante del libro por esa obstinación en su deseo, que despertó resonancias aun después de su muerte. La hoguera infernal de cartas y libros que hizo su sobrino cuando murió delatan el escándalo y la indignación que esa obstinación provocó en su familia y su sociedad. Pero yo prefiero a Florence Atkinson, la joven escritora de veinte años que se reía de todo y de todos, coqueta, frívola y de un humor implacable, y que murió a los veinticuatro, románticamente. Digo románticamente porque no hay otra manera de morir a los veinticuatro años. Ella es mi favorita.
Alan Pauls: ¿Por qué creés que ninguna maestra se casó con un argentino, como soñaba Sarmiento?
Laura Ramos: Las maestras eran de algún modo unas desclasadas en la sociedad argentina: no pertenecían a las familias patricias ni a las clases bajas. Y encima eran protestantes. El novio de Una Hawthorne que Mary Mann mandó a la Argentina rompió su compromiso con Una y se casó con una argentina, pero el matrimonio se deshizo al tiempo porque, según se dijo, no pudieron soportar la diferencia de religiones. Supongo que la explicación alude sobre todo a las costumbres, pero también a distintas maneras de pensar. Porque si bien las estadounidenses eran muy independientes y libres comparadas con las mujeres argentinas, su puritanismo era extremo y mucho más estricto que el de las mujeres católicas. Pero, además, las maestras eran de la clase media norteamericana, y las familias patricias argentinas difícilmente hubieran admitido que sus hijos de casaran con extranjeras pobres y sin linaje. Muchas de esas familias tenían institutrices extranjeras tan inteligentes, cultas y pobres como las maestras sarmientinas.
Alan Pauls: ¿Y el loco Sarmiento, al final? Me gusta cómo el libro modula la fascinación que le despierta el personaje. La reconoce pero sin candidez, hasta con antipatía. Como si fuera posible una fascinación crítica, un poco como la que Sarmiento sentía frente al montonero Facundo Quiroga, su archienemigo.
Laura Ramos: Me resulta muy simplista caracterizar a Sarmiento como un cipayo y un asesino de gauchos (aunque lo sea). Si bien su ansia por traer a las maestras obedecía en parte a cierta fantasía por implantar la cultura de Estados Unidos en la Argentina, en San Juan, lo que más me interesó fue su procedimiento. Traerlas contra natura, traerlas costara lo que costase, avanzar en carreta o en mula, pero avanzar. Me interesaron su imprudencia, sus rabietas, su federalismo salvaje, su respeto y admiración genuinos por las mujeres inteligentes. Y, además, me fascinaron sus cartas de viaje, esa literatura desmesurada, que se va de boca, que se va en vicio. Sarmiento todo se fue en vicio. Hace unos días un historiador muy serio, de noventa años, exdirector del Instituto Ravignani, me acusó de antisarmientina y denunció que Las señoritas reproduce una frase de Sarmiento que no existe. El académico se equivocó porque la frase existe, está publicada en el diario chileno El Progreso en 1844, pero… ¿antisarmientina? Una lectura posible de mi vida podría ser que mi lucha es la lucha por intentar huir del universo político de mis padres y mi herramienta más eficaz (o la que creí más eficaz) es el sentimentalismo. ¿Antisarmientina? Yo que quise escribir la historia a la manera sentimental, ¿pude escribirla a la manera política? Como Virginia Woolf dijo de Charlotte Brontë: «Yo amo, odio, sufro». No soy sarmientina ni antisarmientina, no politizo. ¿Y Las señoritas no era una reescritura de Mujercitas? No, no, parece decirme el historiador, como una figura edípica admonitoria: las señoritas se metieron en el fango y la sangre y el dolor de la historia argentina, y están tan politizadas como Sarmiento. Entonces ¿fracasé en mi gesta romantizadora? ¿Como Edipo, como Michael Corleone, cuando pensé que estaba afuera, me volvieron a meter?
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