Manuel Rivas: «Eva come el fruto prohibido desobedeciendo a un poder despótico. El pecado original es la libertad»
«Manuel Rivas, con una voz poderosa y singular, crea literatura y, con ella, vuelve a situar la escritura gallega en el olimpo de las Letras Nacionales». A finales de octubre, Manuel Rivas fue reconocido con el Premio Nacional de las Letras Españolas 2024 por, según el texto del jurado, «la extraordinaria calidad narrativa que aúna fuerza emocional y belleza formal y por la solidez de una trayectoria versátil y coherente construida con la sensibilidad y la defensa de la memoria histórica, la responsabilidad social y la lengua gallega». Además, el jurado señaló que su obra «acompaña su activismo, con una pluma que, sin adoctrinamiento, agita conciencias, induce a la reflexión y estimula el pensamiento hacia la defensa de la pluralidad lingüística y cultural y hacia la igualdad de género». El premio le llegó cuando acababa de publicar su novela más reciente, «Detrás del cielo» (Alfaguara, octubre de 2024), un «noir» que aborda el poder, la violencia, la corrupción, la defensa de la naturaleza y las relaciones humanas. Aprovechando ambas buenas nuevas (el galardón y la novedad editorial), el escritor y periodista Juan Cruz Ruiz entrevistó al novelista, poeta y ensayista coruñés, autor de obras como «El lápiz del carpintero» o «El último día de Terranova», en exclusiva para LENGUA. El resultado es una conversación que orbita alrededor del poder de la palabra y de aquellos que se han adueñado hoy de ella, de alta literatura y cultura popular, del bien y el mal como conceptos redefinidos y de la importancia de seguir contando cuentos.
Por Juan Cruz Ruiz
Manuel Rivas en octubre de 2024. Crédito: Diego Lafuente.
Manuel Rivas cumplió 67 años el 24 de octubre de 2024, y ese mismo día presentó en Madrid Detrás del cielo (Alfaguara, como casi toda su obra; en gallego Tras do Ceo, Edicións Xerais) y enseguida recibió el premio Nacional de las Letras, como si la vida le fuera señalando, con la constancia alegre que lo recibe en sus años de escritor, como uno de los más importantes autores (poeta, narrador, activista cultural e incluso dibujante) de las dos lenguas que domina: la materna, el gallego, que no lo abandona nunca; y el español, que, como otros grandes antecesores de su talento, como Torrente Ballester o Carlos Casares, está en su modo de escribir y de hablar con el rigor al que él mismo somete su sintaxis.
Además del escritor de tantas facetas que es, a Rivas lo mantiene, como al joven que era cuando, a los catorce años, ya pisó una redacción, un compromiso radical con la bondad. Sus libros, como este mismo, afrontan la realidad actual más longeva: la maldad, que es la metáfora mayor de la novela. Ha escrito de periodismo (El periodismo es un cuento), ha sido el autor inolvidable de La lengua de las mariposas o El lápiz del carpintero, dio la batalla contra el mal que quiere lo peor para los libros en Los libros arden mal, es un poeta por dentro y por fuera y a veces dibuja, en los libros que dedica, rasgos de su modo de ser de muchacho que jamás, ni con la edad, ha renunciado al principal juguete de su infancia: la alegría.
Esta entrevista va de su libro nuevo, pero es imposible que Rivas tan solo hable de lo que hace: su materia es la vida humana, y aquí la va deletreando.
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Juan Cruz Ruiz: Leyendo tu libro se piensa mucho en Galicia y en este mundo, como si hubiera aquí un misterio que solo puede explicar la poesía.
Manuel Rivas: Creo que Tras do Ceo es el mundo hoy, sin voluntad de hacer algo muy actual, porque la actualidad tal como se entiende es campo del periodismo. La literatura tiene que funcionar con el principio de realidad y aquí hay mucho principio de realidad. Las inquietudes, las convulsiones, lo que nos sacude en el mundo... Es algo que emergió al escribir. El libro tiene las perturbaciones de la época. Es una metáfora de Galicia, pero lo veo como una metáfora del mundo. Es un libro en primera línea de riesgo. En principio es como un domingo cualquiera en el ruedo ibérico. Incluso la niebla parece que quiere detener la historia, una niebla imprevista con una consistencia sólida que quiere convertirse en piedra para que no se desate la mecha, para frenar lo que se anticipa, lo que está vibrando en el ambiente. En esa comarca de Detrás del cielo el límite es esa línea de riesgo cuya sensación es que abarca todo el planeta. Creo que ya está un poco superada la visión de que había lugares con yacimientos catastróficos, lugares condenados por la fatalidad, un tercer mundo. Pero estaba el mundo del Titanic, que navegaba viento en popa. Ahora, con mayor o menor intensidad, hay lugares donde se vive con más dramatismo, pero debemos ser conscientes de que esa línea de riesgo está en nuestra puerta. Esa sensación está en la novela, es como un andar por la orilla del infierno. Es verdad que hay un andar paralelo, que es como una resistencia, una respuesta, una pulsión para desmontar ese infierno, que es fundamentalmente el humor, el humor de la gente frágil.
«La sensación que tenemos ahora es que el monstruo que todos llevamos dentro domina la calle, anda por fuera, el monstruo que todos llevamos dentro manda. Es en esa atmósfera en la que escribo y ese viaje se va acelerando hacia el infierno».
Juan Cruz Ruiz: Siempre has estado cerca de contar el infierno. De hecho, el infierno empieza en La lengua de las mariposas, la guerra y la posguerra fueron también el infierno y ahora mismo estamos en el infierno. Tu libro es una metáfora de todo lo que has escrito, incluso de tu poesía.
Manuel Rivas: Lo que tengo es la visión de que este libro es como el último círculo. Los otros formarían un único libro con la forma de círculos concéntricos. Quise hacer otra cosa, ser más duro, pero también fue una especie de convulsión interior en la que un pesimista, que estaba ahí más o menos camuflado, de repente toma las riendas de la historia. Algo de eso pasó porque mientras escribía este libro, el pesimista me dio unas cuantas malleiras (palizas, en gallego, una de las pocas palabras que utilizó Mariano Rajoy, una palabra muy expresiva, como Los 400 golpes, de Truffaut). Dices que en otros libros estuve orillando el infierno. Efectivamente. En Los libros arden mal tengo la sensación de que por unos momentos entré en un lugar bastante selecto del infierno: el homenaje que le hacen a Carl Schmitt en plena España franquista… En Los libros arden mal se hace una visita a ese homenaje que le están haciendo a Carl Schmitt todas las élites y los estamentos del franquismo donde lo condecoran, en el año 1962. Cuando estaba trabajando en este libro, que es parte de un proyecto, que tiene que ver con el poder despótico y también con la resistencia a ese poder depredador, la primera parte emerge, en ese andar espontáneo de la literatura, de lo que me pareció más urgente de contar, «¡cuenta esto, cuenta esto!», me repetía. Este cabrón muy inteligente que era Carl Schmitt decía: «Caín mata a Abel. Ahí comienza la historia del mundo». En esos círculos concéntricos con los que escribo este libro me atraviesa esa pulsión, me golpea esa idea, no la tenía escrita pero como si la tuviera, esa visión tomaba las riendas, esa excitación destructiva de que en el mundo ya no hay polen, que el que respiramos ahora mismo es destructivo. En el libro hay un momento de cierta ironía en el que un personaje más moderado, un cazador de la cuadrilla, le dice al otro: «El monstruo que todos llevamos dentro, tú lo llevas por fuera», y aquel replica: «Ya empezamos con indirectas». La sensación que tenemos ahora es que el monstruo que todos llevamos dentro domina la calle, anda por fuera, el monstruo que todos llevamos dentro manda. Es en esa atmósfera en la que escribo y ese viaje se va acelerando hacia el infierno. También es verdad que frente a eso llega un momento en que el otro (nunca mejor dicho) saca la cabeza del agua y dice: «Oye, pero eso de Caín y Abel es un cuento, yo tengo otros cuentos». Yo estaba pensando (o el otro me hacía pensar) que en el mundo hay un cuento anterior, cuando Eva come el fruto prohibido frente a la orden del todopoderoso, desobedeciendo a ese poder despótico y ese puede ser otro comienzo del mundo, porque es un acto de rebeldía. Esa es la verdadera libertad, el momento en el que Eva come el fruto prohibido. Lo que nos enseñaban de pequeños en el catecismo, el pecado original… Siempre me resultó enigmático que una mujer se comiera una manzana y se convirtiera en el pecado original de todos, hasta que llega un momento en el que dices: ¡Ah coño, el pecado original es la libertad! Son interpretaciones que hago después de escribir el libro. En ese viaje al corazón de las tinieblas hay un momento en el que Eva come el fruto prohibido y que el Edén, que era una caricatura brutal, pasa a significar lo contrario de lo que querían decir, por manipulación. Es como si finalmente la pulsión del deseo, la pulsión creativa, consiguiera que el Edén respondiera a aquello que nombra, frente a la usurpación de la que había sido objeto.
Manuel Rivas. Crédito: Diego Lafuente.
Juan Cruz Ruiz: En La lengua de las mariposas, el elemento cardinal de la rabia que producía el principio de la guerra civil es cuando el niño insulta al maestro desde su lenguaje inventado. Ahora mismo los niños pueden ser llamados a pelearles al maestro. Lo que pasó el otro día con el rey y el presidente del Gobierno en Valencia se parece a ese momento en el que aquellos fascistas de aquel relato tuyo consideraron que era legítimo matar al maestro republicano… De hecho, en el caso del presidente del Gobierno hay gente que lo mataría y dicen que lo pueden matar. Por eso tu libro incluye (aparte de esas similitudes que te estoy contando) esta frase: «El día está feo, el mundo es feo». ¿A quién beneficia la fealdad del mundo?
Manuel Rivas: Al poder despótico, al que no escucha, al que no espera respuesta. Desaparecen los porqués, las preguntas. En los diez puntos doctrinales de Goebbels, sobre la técnica propagandística del nazismo, estaba la idea de no incluir, de no utilizar nunca preguntas. Lo contrario de esa pulsión destructiva es la pregunta. Algo que tienen en común el campo del periodismo y de la literatura es el lugar de los porqués. Frente a los desequilibrios, al mundo que se hace añicos, las palabras todavía quieren decir, quieren establecer y van tejiendo causalidades de aquello que estaba roto, que no entendíamos. Ese modelo, a veces como de noticiario, que pasa de hablar y de mostrarnos unas bombas en Gaza y la noticia siguiente es Rafa Nadal golpeando una bola… ¿Dónde están las causalidades? Parece que lo que pasa en Gaza es porque alguien le dio un raquetazo a una bola. Las palabras anticipan, son como detectores, igual que la naturaleza, esos seres menudos, las luciérnagas, las ranas, los grillos. El último artículo que escribió Pasolini, que premonitoriamente apareció en la primera del Corriere della Sera, fue La extinción de las luciérnagas, y hablaba de las luciérnagas, pero también las utilizaba como síntoma porque estaban desapareciendo por los pesticidas y, metafóricamente, de otros pesticidas que van ocupando el aire, ocupando la realidad. Ese es el diagnóstico: creo que, efectivamente, las palabras manipuladas, utilizadas, pueden servir para pavimentar el odio, pueden convertirse en piedras. Kapuściński lo decía muy bien: «Sabemos que puede haber una guerra porque cambia el vocabulario». Aquí hay gente que está secuestrando las palabras. La tarea urgentísima, inaplazable y necesaria, es defender, custodiar el sentido de las palabras, mantener vivas las palabras, que quieran decir, porque no se puede quedar con la conversación el más bruto de lugar, que es la sensación que tenemos. Yo tengo la sensación de que hay una especie de estupor progresista, o simplemente de estupor de la civilización, porque ocurre como en la barra de un bar: alguien dice la mayor burrada, el mayor exabrupto, y el resto se calla. A mí me pasa, yo también me callo, porque he vivido estas situaciones, eso de: ¡Todos a la cárcel! ¡Pues habría que hacer la cárcel más grande del mundo! Este país fue así durante cuatro décadas, por lo menos, todo el país fue una cárcel, pero que ahora griten eso y que incluso saquen miles de votos… ¡¿pero en qué mundo vivís?! ¡Todo este país ya fue una cárcel! Creo que el monstruo que algunos llevan dentro se ha echado fuera y quiere hacerse con el espacio público. Quizá también estamos muy sacudidos; es para estar preocupados, esto nos deja un estado de estupor que es una especie de paralización de la esperanza y creo que hay que reactivar la esperanza más que nunca.
«La tarea urgentísima, inaplazable y necesaria, es defender, custodiar el sentido de las palabras, mantener vivas las palabras, que quieran decir, porque no se puede quedar con la conversación el más bruto de lugar, que es la sensación que tenemos».
Juan Cruz Ruiz: ¿Hasta qué punto este libro es la continuación de tu poesía?
Manuel Rivas: El alma de este libro es poética, yo diría que toda la narrativa, toda la literatura, o es poética o es otra cosa. Yo entiendo por poética que las palabras todavía tengan aura, como los seres vivos, si la pierden son seres disecados. Hay palabras que además nacen con vocación creativa y, de repente, tanto desgaste, tanta manipulación… Decir hoy que algo es sostenible resulta casi cómico. Vi un letrero en un despacho de abogados que decía: «La casa sostenible». ¡Pues menos mal, ¿no?! Con las palabras hay un proceso de contaminación, de intoxicación, como en la naturaleza, en el medio ambiente, hay gente a la que le molestan los árboles porque dice que tropiezan con ellos. Quizá el problema del trumpismo, de lo que nos pasa aquí y de los ultras es que a la gente le molestan los árboles porque tropiezan con ellos. Volviendo a tu pregunta. El círculo anterior a este libro es otro que se titula en allego O que fica fora, «lo que queda fuera», ahí están latiendo muchas de las inquietudes que toman cuerpo en esta novela… Sobre lo que me preguntas, leí hace poco discursos de los Premios Nobel, me gustó mucho el de Faulkner y con el de García Márquez tracé un círculo con mi lápiz sobre la palabra poesía (cuando leo siempre tengo un lápiz en la mano, no un bolígrafo)… No es una palabra muy original, pero García Márquez la convertía en el núcleo, en el embrión, en la célula madre de todo, decía: «¿Pero por qué me han dado este premio? No lo entiendo», repaso, pienso y me encuentro (viene a decir) con la palabra poesía, pues igual es por esto. La palabra poesía no tiene un milímetro de espesor, tiene mucha más profundidad y tiene que ver con esa aura que todavía permite la aventura. Cuando las palabras tienen aura, todavía es posible la aventura con ellas. Recuerdo la entrevista que le hiciste a Eugenio Scalfari para tu libro sobre periodistas, en la que decía: «El periodismo no puede ser un mar con un milímetro de profundidad». El mar tiene que tener profundidad y creo que la poesía es lo que hace que la literatura no sea una cháchara.
Manuel Rivas. Crédito: Diego Lafuente.
Juan Cruz Ruiz: El libro también es una metáfora de la maldad de los hombres con los animales y el mundo en general. Muchas veces no sabemos qué es maldad, la tomamos como algo accidental, pero es una maldad que genera la destrucción del medio ambiente o de las personas, incluidos los niños. Esa metáfora siempre ha rodeado toda tu escritura. Cuando te refieres al comandante Comesaña, el protagonista real de El lápiz del carpintero, no estás hablando solo de una persona sino del mundo que él encarnaba en el norte de España, buscando que esa gente, los leprosos encarcelados durante la guerra, no murieran mal. Siempre has estado preocupado por los demás, incluidos por los más indefensos, los animales.
Manuel Rivas: Es el poder despótico de dominar a los demás, de tratarlos como subalternos o peor, como cosas… En la mili oí muchas veces: «Tu vida no vale un duro». Está bien la reflexión que haces sobre el tema de maldad porque a veces lo del mal y el bien tiene algo de caricatura. Lo terrible es cuando el corazón humano desaparece, ese corazón central deja de latir, es la impiedad, la crueldad, un terror más allá incluso de la muerte. La literatura avisa, igual que hablamos de detectores en la naturaleza, la literatura también los tiene. En la guerra de Troya el héroe está enrabietado, furioso porque ha muerto un amigo, derrota al adversario, al enemigo y lo maltrata con saña, trata de acabar con el último resto. La asamblea de los dioses, en términos literarios, las conciencias, dicen: «No, esto no puede ser». Entonces él vuelve, recoge los restos y con palabras de piedad se los devuelve a la familia. Eso que sería la impiedad, la crueldad, también está por ahí en otro momento, porque tiene que ver mucho con las cosas que nos pasan. En venganza el rey ha ordenado que no se entierre a los muertos, Antígona los entierra dignamente y este tirano le dice: «Si tanto los quieres, vete con ellos». El terror más allá del terror y lo que anticipa es el terror semántico. Por eso tiene tanta importancia. Lo que sucedió el otro día en Valencia que comentabas, como otros muchos escenarios que por desgracia vemos, me causa perplejidad, dolor. Ver que ha dejado de utilizarse la palabra paz, que ha desaparecido de la conversación, por ejemplo, para referirse a Gaza o a Ucrania, es tremendo, habiendo además tanta gente que se dedica, en teoría, a la diplomacia, que cobra y tiene un estatus… hay miles de embajadores en el mundo. Y de repente, esa palabra, paz, no figura en el vocabulario, ha desaparecido. Si acaso hablan de alto el fuego. Incluso ha vuelto el silencio de Dios. Cuando se va a los campos del holocausto se habla de que era imperdonable aquel silencio. Estamos en el silencio de Dios y de la diplomacia. Parece que hay un duende portugués, António Guterres, que de vez en cuando dice paz. Hace tres décadas estábamos hablando de que otro mundo era posible, era la conversación del mundo en las cumbres de Porto Alegre, los problemas se trataban como problemas. Ahora no hay problemas, hay accidentes, todo es una sucesión de accidentes, la amnistía fue un accidente, ya está, ya pasó, vamos a otro accidente. Si tratas algo como un problema político, socialmente, mediáticamente, surge la necesidad de una solución. Pero si lo tratas como una especie de sucesión de zambombazos, detrás de un zambombazo pasas a otro y, además, el siguiente tiene que ser más gordo porque hay que elevar el listón para mantener la atención. Lo que decía Karl Popper: «Lo que digas mañana tiene que tener mucho más picante que lo que dijiste hoy porque si no, no te sacan en televisión».
«Creo que el mundo (volviendo el origen del mundo) nació de un cuento y de la necesidad de contar cuentos. Es lo que nos alimenta de verdad, porque hay momentos de hambre, de frío, de adversidad, pero si seguimos adelante es porque queremos contarnos cuentos».
Juan Cruz Ruiz: Como las redes sociales.
Manuel Rivas: Sí, hay que echarles cada día más picante, el problema es cuando empiezan a meterle pólvora.
Juan Cruz Ruiz: «Creo que todos mirábamos hacia aquel puerco bravo, el jabalí asesino, el temible criminal, a quien el color al vino hacía todavía más perturbador, con la inquietud irracional de que estuviese vivo, sumido en una muerte imposible, fingida, pero también con el secreto deseo de que fuese así y reviviese». Eso está en tu libro y esto es la literatura.
Manuel Rivas: Mantener viva la historia, el cuento, las palabras. Creo que el mundo (volviendo el origen del mundo) nació de un cuento y de la necesidad de contar cuentos. Es lo que nos alimenta de verdad, porque hay momentos de hambre, de frío, de adversidad, pero si seguimos adelante es porque queremos contarnos cuentos. Y ahí, el que lo está viendo, mirando y contando quiere que el jabalí reviva, que se eche a correr.
Manuel Rivas. Crédito: Diego Lafuente.
Juan Cruz Ruiz: «La tierra», otra vez tu literatura, «era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas».
Manuel Rivas: Génesis. No va a imponerse el silencio destructivo, el espíritu de Dios que aleteaba en el río es muy parecido a la risa, lo imagino como una risa, pero la risa del asombro ante eso mismo ve a Dios como un creador. Yo creo que esa fuerza creadora sigue adelante porque se sorprende de aquello que está surgiendo, que están haciendo. Es la fuerza, la pulsión creativa, el deseo, el autismo divino que hace que el mundo surja.
«Algo que tienen en común el campo del periodismo y de la literatura es el lugar de los porqués. Frente a los desequilibrios, al mundo que se hace añicos, las palabras todavía quieren decir, quieren establecer y van tejiendo causalidades de aquello que estaba roto, que no entendíamos».
Juan Cruz Ruiz: En el libro tienes un invitado especial al que te encuentras en el Café Tortoni, en Buenos Aires. Se llama Jorge Luis Borges.
Manuel Rivas: Sí, es verdad, además quien lo cuenta es un camarero. Me gustan mucho esos encuentros a veces furtivos entre lo que llaman alta cultura y baja cultura o cultura popular. Los momentos más felices de la cultura son aquellos en los que se encuentra la cultura popular y la cultura ilustrada. De ahí nacen los mil años de risa y nace el humor.
Juan Cruz Ruiz: «¿No será que ya está inventado el Ministerio de la Soledad?». Eso escribes también.
Manuel Rivas: A veces el poder actúa como si lo quisiera tutelar todo. Aquí también se ponen en cuestión los tópicos, cómo responde el personaje Mundi de mi libro: «En el fondo estamos mucho más acompañados de lo que pensamos». Se habla de la soledad y del vacío del mundo rural, pero hay mucha soledad verdadera y mucho vacío en los mundos urbanos.
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