Margaret Atwood por Laura Fernández: la Reina de la Altísima Literatura Especulativa
Margaret Atwood, la Reina de la Altísima Literatura Especulativa, la ganadora del Premio Booker, en dos ocasiones, del Príncipe de Asturias de las Letras, el Arthur C. Clarke, el Franz Kafka, y un pequeño etcétera que incluye la Orden de las Artes y las Letras, acaba de publicar nuevo libro, y es un volumen de cuentos luminoso y divertido, pero también pensante, como todo aquello que hace. Un libro que reflexiona sobre aquello que hacemos y lo que podríamos haber hecho, y lo que jamás deberíamos haber intentado hacer, en tanto especie, algo que aquí, en «Perdidas en el bosque» (Salamandra, noviembre de 2024), suena, a ratos, a fábula delirante, y, a ratos, a comedia de enredo con pareja protagonista, y hasta a entrevista de ultratumba con escritor fetiche, y que se detiene en la situación política, de ahora, y siempre, en el día a día de quien se protege del mundo creando su propio mundo, y en figuras maternas que no son como se espera que sean. Hacía mucho, mucho tiempo que la autora de «El cuento de la criada» no parecía pasárselo en grande escribiendo, y en cada una de estas 15 historias, algunas entrelazadas, la sensación es que lo ha hace en todo momento, y tan ingeniosamente que resulta poderosamente adictiva. La escritora Laura Fernández habla con ella en exclusiva para LENGUA. Siéntense y disfruten de este encuentro único.
Por Laura Fernández
Margaret Atwood. Ilustración: Maria Picassó i Piquer.
Recibe a la prensa virtualmente, en una estancia que, con toda seguridad, es su despacho —no es la primera vez que nos cita, pantalla mediante, ahí—, pared forrada de libros al fondo, luz tenue, paredes blancas, algún que otro pequeño cuadro colgado aquí y allá. Es curioso, parece que lo que hay en esos pequeños cuadros, que podrían ser ilustraciones enmarcadas, son pájaros. Es muy probable que lo sean. Porque Margaret Eleanor Atwood (Ottawa, 1939) es una apasionada de los pájaros. No es sólo que los observe —es, como toda bird catcher, una coleccionista de ese tipo de momentos, los momentos en los que se ha visto determinado pájaro, que, como suele decir la naturalista y también escritora Helen MacDonald, construyen un tipo de memoria en el que lo que se recuerda es lo que te estaba pasando, el momento vital que atravesabas, o atraviesas, cada vez que avistas el mismo tipo de pájaro—, es que presidió durante años, junto a su marido, Graeme Gibson —fallecido en 2019—, el Rare Bird Club de la organización BirdLife International, y ha apoyado numerosos estudios de avifauna y proyectos de conservación. Es probable que el hecho de que su padre fuese zoólogo tenga algo que ver. Su padre, Edmund Atwood, era un zoólogo reconocido, y a la vez algún tipo de intelectual que solía reunir a colegas científicos en casa, con lo que las cenas en el hogar de los Atwood eran a menudo discusiones sobre lo que podía pasar en el futuro, sobre anticipación y experimentos. La propia escritora pensó, durante mucho tiempo, que no podía ser otra cosa que bióloga, como acabó siéndolo uno de sus hermanos, que tendía a bromear sobre hasta qué punto estaba ella desvelando en sus novelas cosas que no habían salido aún del laboratorio, como el asunto de los conejos fluorescentes, que aparecen en Oryx & Crane antes de que fuesen reales. Esa formación, en casa, improvisada, tan alerta siempre a lo que podía o no ocurrir la convirtió en la clase de escritora que, como ha dicho en más de una ocasión, necesitaba trabajar sobre un mundo que poder manipular, y encontró en el futuro, ese futuro del que ella sabía ligeramente más que el resto —«mis libros hablan del cambio climático mucho antes de que éste sea considerado siquiera un problema», ha dicho en alguna ocasión, y repetirá, en un momento de este encuentro virtual—, el pretexto para hacerlo, o el marco. «Me gusta la idea de la especulación. Me gusta tener el control sobre lo que estoy contando. Hay maneras de tener el control que no pasan por inventarse un mundo al completo. Y me di cuenta muy pronto que el futuro era un tipo de mundo sobre el que podía ejercer ese control, y hablar exactamente de lo que me preocupaba», me dijo en una ocasión, siempre a vueltas con el asunto de la distopía, y de qué forma El cuento de la criada, esa novela que escribió cuando aún el muro de Berlín no había caído —la escribió en 1984, y fue una estancia en Berlín, de hecho, la que puso el motor de la historia en marcha, aunque ahora verán qué había detrás, y hasta qué punto le debe, toda su obra, algo, mucho, a George Orwell—, no es más que una manera de teorizar sobre lo que podría pasar si un extremo —el del control sobre el cuerpo de la mujer— se cumple, y cómo haría ese extremo cambiar el mundo, desde un punto de vista único —el suyo— pero fundamentado en la corriente histórica, y la lógica del comportamiento humano.
Porque de eso es de lo que se trata.
De comportamiento humano.
«¿Que qué me ha dado la literatura en estos años?», se pregunta, en un momento dado del encuentro. Alguien ha querido saber si después de escribir y publicar 60 libros sabe algo más sobre la condición humana, y a la vez, si la literatura le ha enseñado algo, o qué tipo de enseñanza ha podido recibir de la misma. «A lo único que te enseña escribir es a escribir», se contesta. «Aunque con los libros aprendes sobre el ser humano, porque lo observas, y aprendes muchísimo. Pero no sé si el escritor y el ser humano que escribe se pueden separar, son como el Doctor Jekyll y Míster Hyde, comparten una memoria y aprenden porque observan, y de su observación surge la literatura», añade. «Eso sí, cuando empiezas a escribir sabes menos sobre aquello de lo que vas a escribir que cuando acabas. El proceso en sí es un proceso de aprendizaje», dice también. Habla de cuando escribió Alias Grace, novela histórica sobre una serie de asesinatos, ambientada en 1843, y dice que aprendió «mucho» sobre el siglo XIX. «Si lo que quieres es una respuesta metafísica, no la tengo, porque no creo que la escritura me haya convertido en una persona más espiritual ni nada por el estilo. Como mucho, diría que me ha enseñado a fracasar. Muchos intentos de escritura son fracasos. Incluso libros que has publicado te parecen un fracaso, y que si los volvieras a escribir lo harías de otra manera. Así que supongo que si algo me ha enseñado es a equivocarme», responde.
Es curiosa su respuesta, puesto que en el libro que nos ocupa, su reciente colección de cuentos, la divertidísima, y en algún sentido juguetona, increíblemente aguda, brillante y luminosa Perdidas en el bosque (Salamandra), Atwood pone en boca del espíritu de su admirado George Orwell una definición de escritor bastante cruel. El relato, titulado La entrevista post mortem, simula una conversación entre la propia Atwood y George Orwell, dirigida por una médium que tiene en todo momento los ojos cerrados —madame Verity—, y en un momento determinado de la misma, cuando Orwell advierte que la entrevistadora es también escritora, dice: «¿Es usted escritora? Luego egoísta, perezosa y egocéntrica, como todos los escritores, ¿no?». A lo que Atwood responde: «Bueno... perezosa sin duda», evitando ahondar en esa visión nada idealizada del juntaletras. «Ese relato fue un encargo. Existe una serie de relatos que se basan en entrevistas con autores muertos, The Death Interview. Te piden que elijas a alguien, y yo elegí a Orwell porque siempre me ha interesado muchísimo, y había preguntas que quería hacerle», explica.
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Es por la tarde en España, y por la mañana en Toronto, el lugar desde el que responde la escritora, que lleva puesta una camiseta negra y una camisa de un púrpura rosado, y sonríe mucho, y sus ojos se entrecierran cuando lo hace. «Orwell sigue fumando, a pesar de estar en el Más Allá, y aunque sabe que no es bueno para la salud, pero ¿qué salud puede haber en el Más Allá?», se pregunta. El relato entrevista es altamente sustancioso, a la hora de entender la manera en que la obra de Orwell —que murió en 1950, el año en que Atwood cumplió 11, y había publicado su obra magna, 1984 un año antes, en 1949— ha influido no tanto en cómo escribe Atwood sino en el por qué escribe sobre lo que escribe. Y de eso tiene la culpa una lectura infantil. «Leí a Orwell cuando no era más que una niña. Recuerdo leer Rebelión en la granja creyendo que era un libro infantil, una historia divertida para niños, sin saber que era una alegoría política. A medida que avanzaba en la lectura me iba horrorizando cada vez más. Cuando matan al caballo. Bueno, todo me parecía espantoso. Yo ni siquiera debía de tener 10 años. Me impresionó muchísimo, y después descubrí que no era una novela para niños sino una alegoría política», explica, y todo parece indicar que su manera de estar en el mundo, su uso de la literatura como algún tipo de arma reflexiva, eso que analiza y descompone la sociedad para señalar lo que no está bien, o lo que podría acabar de la peor de las maneras imaginables, tiene como punto de partida a esa niña ante un universo de animales supuestamente iguales pero no tan iguales entre sí, o sólo lo iguales que el líder, o animal supuestamente superior, los considerase.
«No creo que la escritura me haya convertido en una persona más espiritual ni nada por el estilo. Como mucho, diría que me ha enseñado a fracasar. Muchos intentos de escritura son fracasos. Incluso libros que has publicado te parecen un fracaso, y que si los volvieras a escribir lo harías de otra manera. Así que supongo que si algo me ha enseñado es a equivocarme».
«Leí 1984 cuando se publicó, o al poco, recuerdo tener 13 o 14 años, y ya entendí que era un libro político, y que se situaba después de la Segunda Guerra Mundial, que hablaba de forma encubierta del totalitarismo de Hitler y Mussolini, y me interesó muchísimo. ¿Cómo sería Inglaterra bajo un totalitarismo?, se preguntaba. Y, años después, cuando escribí El cuento de la criada, la pregunta que traté de responder fue cómo sería Estados Unidos si fuera una dictadura totalitaria. Pero diría algo más. Porque una cosa que me enseñó Orwell es que a una dictadura así se llega a través de un proceso. Y eso es lo interesante. Qué pasa, cómo se explica la forma en que se ha llegado hasta ahí. Orwell lo planta en medio del libro, cuando el protagonista lee un informe sobre el enemigo, ese enemigo que puede existir o no, que no sabemos si es real, porque hay un gobierno que controla todos los medios y decide lo que existe y lo que no. Yo no podía hacer eso, porque mi protagonista, la narradora, no tenía acceso a nada, y por eso coloqué ese artículo académico al final del libro», explica sobre ese final final de El cuento de la criada, que no es otra cosa que un homenaje a Orwell, o una manera de evidenciar cómo de útil le resultó la forma de contar del escritor inglés. «Durante años, mucha gente pensó que 1984 era un libro muy negativo y que acababa de forma muy sombría, con el lavado de cerebro y el Gran Hermano y todas esas ideas, pero no acaba así, de hecho, acaba con esa lengua que quieren que todo el mundo hable, que está escrita en un inglés estándar pretérito, y es con ella que sabemos que, en realidad, la época de 1984, esa época espantosa que retrata, se ha terminado. Es un libro mucho más esperanzador de lo que la gente pensó en un primer momento. Y el mío también lo es. Porque se está hablando, al final, de un mundo anterior que ya no existe, un mundo que la gente estudia, que es algo que sólo puede hacerse cuando eso ha ocurrido, y se ha memorializado, con una estatua, un parque o un hospital», expone a continuación.
Margaret Atwood a través del tiempo (I): a la izquierda, la autora en una imagen de 1973; sobre esta línea, en 1989. Crédito: Getty Images.
Como Reina de una Altísima Literatura Especulativa, y creadora de distopías, en la estela de Orwell, pero añadiéndole el componente de la lucha feminista, y ecologista, el presente —cuando tiene lugar el encuentro virtual con la prensa sólo hace dos días de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos— no le resulta nada halagüeño, y sin embargo, no quiere aún pensar en lo peor. «No vamos a Alemania en 1935», sentencia. «Creo que lo que ha pasado es que la campaña ha sido breve. Kamala Harris no ha tenido mucho tiempo para hacerla, y además es una mujer y mucha gente tenía miedo de tener una presidenta mujer, y además, de color. El miedo de esa gente es miedo a que les hicieran a ellos lo que ellos habían le habían hecho a gente como ella. Tenía miedo esa gente de perder estatus y poder identitario. Harris se cuidó mucho de no hacer campaña como mujer o persona de color, pero esa gente tenía miedo de todas formas. Y otra cosa importante es el asunto de clase. Se habla de identidad pero no se habla de clase en Estados Unidos. Y puede que antes de 1930 no fuese un problema la clase, pero ahora lo es. Hay una clase pobre, una clase media, y una clase rica, y otra muy rica, y las afiliaciones de clase han cambiado, y esto no se ha registrado. Los demócratas solían representar a la clase trabajadora, y los republicanos, a los ricos. Hasta ahora. La percepción ahora es que los republicanos representan a la clase trabajadora, y media, y los demócratas representan a las élites, y con las élites no quiero decir a los ricos, porque había gente rica a uno y otro bando, sino a gente educada, snob, que creía saberlo todo, a sabelotodos», dice la escritora. Todo, alrededor de esas cuestiones, son preguntas por ahora. «¿Vamos a tener una especie de dicatura hitleriana? Lo dudo, pero depende si podemos creer en lo que dice Trump, porque miente tanto... Y otra cosa es, ¿va a sobrevivir a este mandato? Porque cuando termine tendrá 78 o 79 años, ¿y si lo incapacitan antes de que acabe la legislatura? Y en cualquier caso, ¿va a colpsar el país? ¿Estamos viendo el declibe de un imperio? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que va a generar mucha ansiedad, y que las implicaciones para Europa no parecen muy buenas», añade. Y sin embargo cree que no hay nada perdido, porque «hay mucha gente en Estados Unidos que no está dispuesta a encajar ningún tipo de dictadura». «La gente no sólo sale electa, también puede ser deselecta, y si va a la deriva, los republicanos no lo apoyarán. Quiero creer que habrá gente limitando un poco su actuación, pero la pregunta es ¿es limitable? Porque puede que sólo parezca loco, pero puede que lo esté de verdad», insiste.
«En los años 50 y 60, la literatura se llena de distopías, y luego desaparecen otra vez, hasta ahora, que hay miles, y muchas tienen que ver con el cambio climático y con épocas oscuras para las mujeres, e incluso para los hombres, y nos preguntamos por las utopías y si no deberíamos tener alguna para alegrarnos, pero al final, toda utopía es también un régimen en algún sentido represor, porque ¿qué haces con aquellos que no están de acuerdo con tu mundo ideal?».
En cuanto a lo utópico y lo distópico, cualquier charla con Margaret Atwood se convierte, a menudo, en un pequeño seminario al respecto, puesto que es un tema que domina, y que le obsesiona, se nota, de una forma lúcida y siempre iluminadora. «El siglo XIX fue un siglo de utopías porque entonces creían que todo podía ser mejor. El mundo avanzaba en una dirección, en un sentido de mejora constante en el tiempo, y esta creencia venía de todos los progresos que se habían hecho. Soñaban con poder volar, habían creado el sistema de alcantarillado, en términos médicos el progreso era imparable... ¿y por qué no iban a ser las cosas cada vez mejor? A finales de siglo aparecen las bicicletas, y luego el automóvil, la máquina de escribir... La gente imaginaba un futuro mejor, con tantos avances, en Europa y Estados Unidos, sobre todo. No sentían el desaliento del futuro. La situación cambió con la Primera Guerra Mundial. Se dieron cuenta de que el futuro no iba a ser tan brillante como habían imaginado. Incluso antes, cuando aparece la primera novela de ciencia ficción, La guerra de los mundos, se anticipa la catástrofe. H. G. Wells, en esa novela presenta un futuro fatal, con marcianos que llegan de Marte y devoran a la gente, y tienen un conocimiento mucho más avanzado que los humanos y aunque los humanos sobreviven pasan por una experiencia horrenda. Así que incluso antes de la Primera Guerra Mundial, la sociedad empieza a pensar de forma sombría y después se desata la Segunda Guerra Mundial y se lanza la bomba atómica, y empieza el miedo a que el mundo pueda ser destruido de un plumazo. En los años 50 y 60, la literatura se llena de distopías, y luego desaparecen otra vez, hasta ahora, que hay miles, y muchas tienen que ver con el cambio climático y con épocas oscuras para las mujeres, e incluso para los hombres, y nos preguntamos por las utopías y si no deberíamos tener alguna para alegrarnos, pero al final, toda utopía es también un régimen en algún sentido represor, porque ¿qué haces con aquellos que no están de acuerdo con tu mundo ideal? Se ha puesto a prueba a la gente y se les ha preguntado y se responden cosas como se les reeducaría, o en el peor de los casos, si no se adaptaran, debería liquidarse a esas personas, ¿y en qué lugar deja eso a la utopía?», se pregunta. Ante la pregunta de si las distopías han perdido su sentido hoy, cuando parece que vivamos en una distopía que no deja de cambiar de rumbo, responde que no, porque «todo siempre podría ser peor».
Margaret Atwood a través del tiempo (II). Desde arriba a la izquierda y en el sentido de las agujas del reloj: Atwood en 1994, 1988 (2), 2023 y 1972. Crédito: Getty Images.
Dice que no hay nada autobiográfico en los relatos que acaba de publicar, aunque si algo se parece a su vida, es un poco la vida que llevan Tig y Nell, los protagonistas de algunos de ellos, a los que vemos en dos momentos distintos —en uno de ellos, Tig ha muerto—, y que sirven de apertura y cierre al volumen. «El libro tiene tres partes. En la primera y la última aparece esa pareja de personajes que es la más cercana a mi experiencia. Entre medias, hay una serie de historias que no tienen que ver con ellos ni conmigo. No he convertido nunca un caracol en una persona, y mi madre no pretendía ser una bruja», asegura. Y luego añade: «Me gustan los números impares, así que hay tres secciones, y la última es una continuación de la primera pero en un tiempo distinto». Sobre lo que diferencia, en su experiencia, la escritura de un cuento a una novela, sólo tiene que ver con la dimensión del mismo. «Las novelas tardas más en escribirlas. Pueden llevarte años. Un cuento también, pero sólo porque no has encontrado la manera de que tenga sentido. Es una forma artística distinta, y todas las formas artísticas son patrones con ciertas variaciones. En una historia corta las variaciones están más concentradas que en una novela. La longitud de onda es más larga en una novela, y más corta en un cuento, y en la poesía, el patrón es mucho más estrecho, está por completo conectado», dice. Habla de uno de los relatos de la colección. «Me pidieron que escribiera algo de El Decamerón y yo escribí La impaciente Griselda para reescribir la última historia de El Decamerón, que nunca aprobé, en realidad», cuenta. Y dice que otros «podrían haber llegado a ser novelas, pero en algún momento te das cuenta de que no lo van a ser, y duran 30 páginas, y de repente tienes una historia cerrada». En estos momentos, revela, está escribiendo sus memorias, que sobre todo, dice, se centran en la vida antes de ser escritora, que le parece mucho más interesante que la de después. «Me interesa jugar con los momentos, ver cómo recuerdo lo que recuerdo. Por qué el amor que te dejó devastada a los 18 es un chiste a los 30 y un recuerdo borroso a partir de los 60, cuando probablemente ni siquiera serías capaz de reconocerle por la calle. Eso me interesa. De qué forma nos construimos a partir de la memoria y lo que recordamos», asegura.
«Me interesa jugar con los momentos, ver cómo recuerdo lo que recuerdo. Por qué el amor que te dejó devastada a los 18 es un chiste a los 30 y un recuerdo borroso a partir de los 60, cuando probablemente ni siquiera serías capaz de reconocerle por la calle».
Interesante en este sentido, como último apunte, es parte de su charla con su querido George Orwell. Le advierte Atwood en el relato, a través de tan prodigiosa médium, que le sorprendería ver de qué forma se sigue hoy intentando reescribir la historia, especialmente en Estados Unidos. A lo que Orwell responde que no le sorprende en absoluto, «habida cuenta del modo en que intentaron ocultar la esclavitud y las posteriores leyes Jim Crow para la segregación racial», se dice, y claramente puede verse a Atwood hablando consigo misma —o siendo el alma que posee al muerto Orwell— cuando a continuación, el escritor, en un intento de no dar por perdida a América, dice que «al menos ellos disponen de una prensa libre, de voces independientes que pueden alzar la voz si que los cosan a tiros». Y Atwood responde: «Más o menos. No es un sistema perfecto». Y Orwell, con toda la inteligencia, con la sabiduría que la autora de tantísimos, a día de hoy, clásicos sobre la forma en que el ser humano habita el mundo —de La mujer comestible a Ojo de gato, La novia ladrona, el famoso El cuento de la criada, la trilogía de MaddAddam, cuyo centro fue El año del diluvio, la extremadamente contemporánea y aún por descubrir Por último, el corazón—, ha conseguido reunir, responde: «Lo perfecto es enemigo de lo bueno». Y añade, en un guiño sublime: «¿Le importa si fumo?».