Miqui Otero por Laura Fernández: el escritor en busca de lo que brilla (o la realidad encantada)
«¿A que no te atreves a publicar una novela antes de cumplir los 30?», cuenta que le dijo su primo, Francisco Casavella, cuando aún no había cumplido los 30. Por entonces ya se veían al menos un par de veces al mes, porque se sabían miembros de una misma especie —la de los escritores—, y se trataban como un par de camaradas que se conocen bien, o tratan de hacerlo, con la generosidad que da la herida —o el puñado de ellas— compartida, lo que te rodea como algo inhóspito, lo que estás creando como el único lugar al que perteneces «de verdad». Lo que siguió a aquel «reto» fue un (POR SUPUESTO), y una novela, «Hilo musical» (2010), publicada en la barrera de esos mismos 30. «Hilo musical» fue el primer disparo de una voz —una «obra»— que, sobre todo, «encanta» la realidad, como si ella misma fuese algo que pudiese contarse una, dos, seis, ochos veces, y volverse, en esa octava versión, un algo poderosamente «mejor», inexplicablemente único. Miqui Otero (Barcelona, 44 años) acaba de publicar «Orquesta» (Alfaguara), su cuarta novela, y la primera en la que esa voz da el salto de un yo necesitado de una dirección —un yo que la busca incansablemente, un yo desorientado, pero nunca perdido—, a un nosotros que sabe perfectamente dónde está, y cuánto camino ha recorrido ya y cuánto le queda por recorrer. Un yo que mira en una y otra dirección para observarse, y observar el milagro de cada pequeña cosa que ocurre en ese, su mundo, el de todos. En estos 14 años, Otero, incansable retratista de todo aquello que brilla —y que encapsula en sus apasionadas columnas de, más que opinión, «vida», columnas que escribe a un ritmo trepidante, casi diarístico: dos por semana, o una cada tres días—, ha ido abriéndose camino en ese otro yo que todo lo reconstruye desde que era niño, su yo escritor, al que sólo se tomó en serio después del reto de su ilustre primo, del que sólo supo que era escritor después de que sus padres, observándose una noche, se dijesen que a lo mejor había llegado el momento de decirle que había otro como él en la familia, porque parecía que el niño escribía mucho, ¿y si también él iba a ser escritor? El resto, como suele decirse, es historia, y una que empieza a continuación.
Por Laura Fernández

Miqui Otero. Crédito: Cecilia Duarte.
Es verano, y como cada verano, Miqui Otero va a mudarse a la estepa rusa. Oh, es lo que hace, dice, pasar frío en verano mientras lee. «En verano me gusta atrasar el reloj un siglo y que nieve, irme a Rusia, y continuar con mi ruta completista de lectura», confiesa. Es un día de julio de 2024, está tomándose un café con leche enorme, sopero, en una terraza de mesas infantilmente coloristas de Barcelona. Antes de sentarse, admite, ha pensado en la infinidad de detalles que podían dar forma al recuerdo de esta entrevista. Desde la manera en que la luz del sol iba a ir impactando sobre la mesa a medida que hablábamos, hasta lo que el perro de la pareja de al lado podía llegar a interrumpir la charla. «No puedo evitarlo. Tengo la sensación de estar escribiendo siempre. Nunca puedo dejar de pensar en el aspecto que tendrá la historia cuando la cuente, y necesito que sea como quiero que sea para poder contarla. Y eso se aplica a cada recuerdo que puede llegar a generarse, de casi cualquier situación», admite. Ante semejante confesión, una entiende mejor la manera en que la realidad se deforma, o se fantasea, se, mejor, encanta en sus novelas. «Me interesan las capas de la ficción, que son las capas de la memoria. Lo que ocurre cuando una historia se cuenta más de una vez. Lo que le añadimos. Lo que le añaden los demás. Encontrar historias que han sido contadas infinidad de veces como encontrar tesoros. Porque todo lo que añades le da otro brillo, un brillo especial y distinto, que la aleja cada vez más hacia ese otro lugar en el que habitamos: lo que nos contamos de lo que vivimos», añade. Y en cualquier caso, Rusia, y la ruta completista, la nieve, el frío, las lecturas que se avecinan. ¿En qué consiste esa ruta completista? «Leo en dos velocidades, o de dos formas. Por un lado, está la actualidad, que también condiciona lo que soy, esa lectura omnívora de lo contemporáneo por oficio, el trabajo como periodista, algo que no se ha explorado nada pero que seguro que tiene una incidencia directa y concreta en la falta de prejuicios y la apertura que tenemos como lectores. Y luego está la ruta completista, que sí, son clásicos que quiero leer, y que tengo pendientes, y a los que busco el mejor momento, un momento despejado de todo lo demás, para leer. Por ejemplo, hay que leer Auto de fe, de Canetti. O todo lo ruso. Este verano a la aldea voy a llevarme Guerra y paz. Pero a veces son rusos no tan canónicos, menos conocidos, como Turguenev, Primer amor. Me encanta esa cosa de la literatura rusa, la sensación de que los autores tienen el corazón tan grande que necesitan un carrito para llevarlo. Oh, y también me encanta leer, por otro lado, novelas que pasen en verano. Es un clásico de la época para mí también. Este año ha caído El pasado, de Tessa Hadley», cuenta. También dice que el verano anterior se leyó cuatro volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y que uno de sus últimos descubrimientos ha sido Willa Cather. Dice que, en cuestión de lecturas, uno va afinando con el tiempo. Que lees e incorporas en aquello que estás haciendo lo que realmente te interesa. «De adolescente, todo se contagia. Eres como alguien que se va México y se compra un poncho porque allí le encanta y cree que va a ponérselo a la vuelta, y luego no encuentra nunca el momento. Cuando leías una novela que te gustaba, te comprabas el poncho, y creías que podías ponerlo en lo que fuese que estabas escribiendo, y no queda bien. Con el tiempo, sólo te compras los ponchos que tienen que ver contigo», dice. Le encantaría, a Miqui Otero, tener una biblioteca «fibrada», pero tiene, dice, una «glotona», que insiste, incide en ese desprejuicio, y es uno que entronca directamente con el niño lector del que hablaba en Simón, su tercera novela, la que le situó definitivamente no tanto en el mapa, pues Rayos ya le había situado, como en algún tipo de cumbre, a la que le llevaron los lectores, sí, Simón fue un libro exitoso, pero también el reconocimiento de la crítica: la novela fue Premio Ojo Crítico de Narrativa el año 2020.
Laura Fernández: ¿Fuiste un pequeño lector glotón?
Miqui Otero: Mi iniciación a la lectura está marcadísima por las visitas al Mercat de Sant Antoni los domingos —un famoso mercado de compra venta de libros de segunda mano situado en el barrio barcelonés de Sant Antoni, su barrio de infancia—. En Simón fijé eso. El personaje de Simón tiene, sin embargo, un mentor que yo no tuve. Porque la relación con Francis —Casavella— se dio después, en la adolescencia, cuando yo ya sabía que quería ser escritor. De niño no había libros a mi alrededor. En casa vi crecer una pequeña biblioteca formada, a la vez, por Premios Nobel y Premios Planeta. Yo no veía entonces la diferencia entre unos y otros. Pensaba que estaban al mismo nivel. Ocupaban el mismo espacio. Importaban lo mismo. Fueron entrando también los libros que regalaban en los kioscos, con el periódico, y luego llegaron los Reyes Magos, llegó el Círculo de Lectores, y su enviado mensual, que era casi como un paje que te traía lo que habías elegido en el catálogo, que por entonces me parecía un catálogo de juguetes. Y luego, de forma física, llegó el Mercat, y los primeros libros comprados allí. Recuerdo especialmente cuando me leí Grandes esperanzas, libro que elegí por el título, porque me pareció precioso lo de tener grandes esperanzas, y que me gustó tanto que me dije que el autor tendría que ser famosísimo, de lo bueno que era, ¡por entonces no tenía ni idea de quien era Charles Dickens y me daba pena pensar que no era famoso! Tardé mucho en tener una especie de tutor, un guía. Primero hice un amigo al que le gustaba mucho Edgar Allan Poe, y con el que empecé a escribir cuentos en clase —nos íbamos pasando una libreta, él era siempre oscurísimo—, y luego conocí a un camarero fan de lo beatnik en COU. Trabajaba en un bar de la Plaça del Sortidor, en Poble-Sec, y yo me tomaba el café allí, en el descanso de clases. Me pasó La conjura de los necios, y un montón de otros Compactos de Anagrama. Y ahí empezó todo.
«La música es un no tiempo. Cuando la escuchas, te vas a otro lugar. Una novela puedes leerla cinco veces, pero las canciones están ahí siempre, te acompañan. Las llevas en las manos. Y te protegen del tiempo. El tiempo es algo que atormenta desde niño. Lo que más. El paso del tiempo. La muerte. Las cosas que no entiendo».
Laura Fernández: ¿Y a escribir, recuerdas cuándo empezaste?
Miqui Otero: Es como lo de dar tu primera voltereta, ¿la recuerdas? Es imposible recordarla. Yo recuerdo que escribía historias de Sabanito, el fantasma dandi, que en el fondo ya era un encantamiento de la realidad, porque el fantasma venía al patio de mi colegio, y me libraba de las cosas aburridas, o lo hacía todo más interesante. Y luego está la historia de los dos osos hermanos que empiezan a discutir por una tontería cuando están a punto de hibernar, y despiertan al cabo de meses, y siguen discutiendo sobre lo mismo, que es una conversación muy de novela rusa. Pero supongo que yo escribía muchas más cosas. Fue la gente de mi alrededor la que lo detectó. Al final quizá es así siempre. Recuerdo como un momento especial, de gloria literaria temprana, enterarme de que habían plagiado un cuento mío en otro colegio —un cuento que ya había sido premiado en el mío— y que habían ganado un premio, otro chaval, dos cursos o tres por encima del mío. Yo iba a 2º de EGB y él ya estaba en el ciclo superior. No me dio rabia, al contrario, ¡era tan famoso que me plagiaban! Por entonces, de niño, también escribía mucha poesía, y cartas a los amigos, y diarios. Siempre que algo me iba mal, escribía.
Laura Fernández: Entonces, ¿era escribir una especie de refugio? ¿Un sitio al que huir?
Miqui Otero: Creo que escribo porque en la vida real soy una especie de tortuga, y sí, la escritura es mi caparazón. Tengo una alergia feroz al conflicto. El conflicto me aburre. No. El conflicto me da miedo. Prefiero sufrirlo a tener que enfrentarme a él. Quizá de ahí venga mi obsesión por la música también. Determinadas canciones se estrellan contra el conflicto nada más arrancar, sea el que sea, van directas al corazón del conflicto. Y van a repetirlo cinco veces, y van a tener un puente donde van a matizar la cosa. Para alguien que elude el conflicto, la música es el antídoto que te permite estrellarte contra la emoción verdadera. Y luego hay en ella algo tremendamente íntimo, que hace que desaparezca el tiempo. La música es un no tiempo. Cuando la escuchas, te vas a otro lugar. Una novela puedes leerla cinco veces, pero las canciones están ahí siempre, te acompañan. Las llevas en las manos. Y te protegen del tiempo. El tiempo es algo que atormenta desde niño. Lo que más. El paso del tiempo. La muerte. Las cosas que no entiendo.

Miqui Otero. Crédito: Cecilia Duarte.
Laura Fernández: Para mí, esa idea del tiempo detenido está de alguna forma en cada una de tus novelas, y en realidad, he descubierto, el personaje mentor que aparece en todas ellas, quizá no sea otro que tú mismo, en otro momento, en el futuro. En Orquesta es donde con más claridad se observa ese fenómeno. El de descomponerte en personajes que en el fondo te están ofreciendo una visión del mundo propia.
Miqui Otero: Sí, por un lado está esa idea de retocar la historia, de que todo sea mejor, de añadirle capas para que resulte irreconocible, y no duela tanto. Y, por supuesto, la de fijarte y fijar sobre todo lo que brilla. Como una urraca. La urraca irá en busca del pedazo de botella verde porque el sol lo hará parecer un diamante, y luego descubrirá que no es más que un trozo de cristal, pero en mi historia, seguirá siendo a la vez un diamante. Es algo que hago desde niño. Pienso que los escritores luminosos, los más humanistas, son en cierto sentido los más infelices, porque sienten la necesidad de retocar la realidad. A los pesimistas la realidad les sirve tal y como es. Les encanta. Pueden utilizarla. El optimista da rodeos porque lo real le hace daño. Quiere salvar el mundo y quiere salvarse a sí mismo. Aplica filtros, habla de forma indirecta, ofrece soluciones. Porque lo que hay no le gusta. Yo tengo, desde muy pequeño, un miedo atroz a la muerte. Con cinco o seis años ya no podía dormir por las noches, era algo muy violento. Se dieron en mi vida una serie de muertes tempranas, no del todo cercanas, que lo acentuaron. Como la de un compañero de clase, que debía tener 11 años, cuando saltó de una azotea para celebrar un gol, y cayó en una claraboya, la atravesó y murió. No sé si fue por eso que a los 11 años, cuando me regalaron la bicicleta roja en la que el chaval de Orquesta pasa la noche de la novela, me sentí viejo. Pero pensé que era muy viejo entonces ya. Pensaba que cómo podía ir por ahí con una bici roja, que cantase tanto, con lo viejo que era. Soy nostálgico en ese sentido desde niño. Todo lo vivía de alguna forma desde fuera. Me veía a mí mismo viviendo todo lo que vivía como si ya hubiese pasado, y por eso mi obsesión con que el recuerdo sea perfecto. Luego voy a volver mucho a él. Lo llevo haciendo desde que tengo uso de razón. Mis crisis asmáticas de niño también eran violentas, y supongo que ahí se producía también algún tipo de disociación. Yo era un niño, pero también estaba enfermo y no era normal que un niño estuviese enfermo. Los demás hacían cosas que yo no podía hacer, como jugar a ciertos deportes y demás, y me acostumbré a ser el que observa. A veces sueño que llamo a mi yo infantil para tranquilizarlo y que le miento para que crea que todo es mejor de lo que es. Supongo que es lo que hago cuando escribo, intento hacer el mundo más habitable.
Laura Fernández: ¿Y cómo deforma la memoria, o esa mente creativa imparable, los recuerdos?
Miqui Otero: Supongo que me gustaría poder editar la realidad. Es como si lo estuviera haciendo. Por ejemplo, siempre he dicho que aprendí a leer con unas tarjetas que un amigo republicano preso había enviado a mi padre desde la cárcel. Y no es verdad. Pero yo había llegado a creérmelo. Las historias que me cuentan de alguna forma se cruzan con mis propios recuerdos y forman otras historias. Y luego aparecen los notarios de la realidad, tus padres, y te dicen que eso no ha sido así. Yo no aprendí a leer con aquellas tarjetas de sonidos fonéticos, aprendí a leer sin más, siendo aún muy pequeño. «Un día entré en tu cuarto y estabas leyendo», me dice mi padre. No hubo tarjetas de por medio.
«A los pesimistas la realidad les sirve tal y como es. Les encanta. Pueden utilizarla. El optimista da rodeos porque lo real le hace daño. Quiere salvar el mundo y quiere salvarse a sí mismo. Aplica filtros, habla de forma indirecta, ofrece soluciones. Porque lo que hay no le gusta».
Laura Fernández: ¿Y cómo ves ahora, 14 años después, tu primera novela, Hilo musical, esa novela con la que respondes al reto de Casavella, de escribir una novela antes de los 30 que llegó justo cuando cumpliste los 30?
Miqui Otero: Empiezo escribiendo con muchas máscaras y muchas pretensiones. A veces me digo que lo de escribir es como cuando le dices a un niño que dibuje un caballo. Lo que dibujas cuando alguien te pide un caballo no se parece a un caballo. Tú quieres hacer el caballo, y ves una fotografía de un caballo, y tratas de dibujarlo, pero cuando miras tu dibujo, no ves un caballo sino lo que parece un perro con el cuello muy largo y las patas muy cortas. Un perro jirafa. Lo que hace el niño entonces es romper el papel. El escritor, en cambio, pregunta: «¿No os hace gracia mi caballo? Miradlo, es divertido». Y le dibuja encima un jockey de carreras, y hace un bocadillo y escribe (GUAU). Y con el tiempo te vas habituando al dibujo que has creado, porque escribimos con nuestras limitaciones, y vas afinando tu estilo, porque puede que el caballo dé risa, pero es acojonante de gracioso, es único, y es más valioso que el caballo perfecto. Y el siguiente libro que escribes es un perro jirafa aún mejor. Dicho esto, cuando vi la tendencia a la emoción en Hilo la intentaba maquillar con el humor, es una novela llena de chistes. Intentaba enseñar lo que me gusta todo el rato, es una novela carpeta, que enseña lo que le gusta pero sólo aquello que queda bien, que a los demás también les puede gustar. No soy yo, soy yo presentándome al mundo. Veo en ella una tensión entre lo que quería hacer y el deseo de sentirme arropado. Así que sí, en Hilo está el frescor del primer impulso pero no estoy yo, ni siquiera estoy yo como era entonces.
Laura Fernández: Lo dejas claro en el prólogo que antecede a la reedición de Hilo musical, que viene acompañada de una reedición de Rayos (2016), en la flamante Biblioteca Miqui Otero de DeBolsillo, la colección que para ti siempre ha sido un fetiche. ¿Qué me dices de Rayos? ¿Qué pasó en esos seis años? ¿Cambió ese perro jirafa?
Miqui Otero: Ahí apareció la plasticidad de los veintipocos. Yo quería verme así, y hay cosas que las viví así. Yo era un niño muy viejo, temeroso, prudente, con un sentido de la culpa absurdo, muy poco salvaje, y a través de las novelas te liberas y empiezas a bailar. Va en paralelo, tiene que ver con la continuación del yo, y de lo que había a mi alrededor. Si en mis novelas los secundarios importan a veces más que el personaje principal es porque me gusta escuchar. No es realismo social, aunque sí hablo de la sociedad que me rodea, pero tengo inquietudes que van más allá de la historia.

Miqui Otero. Crédito: Cecilia Duarte.
En Rayos, el protagonista, Fidel Centella, vive en la Barcelona turística de después de las Olimpiadas, en un piso de estudiantes, o post estudiantes, y su atribulada vida es una fiesta tragicómica continúa, con el aliento del pasado —siempre reciente, en cualquier momento a la vuelta de la esquina— en la nuca, y el furor por el futuro, un futuro incierto, que sobre todo asusta, mirándole de frente. La novela inaugura el personalísimo estilo que en Simón se asienta y en Orquesta despega hacia algún tipo de otra dimensión superior en la que todo lo escrito pisa en firme de repente. De fondo, siempre Barcelona. La Barcelona en la que se sirven cafés con leche en vasos inexplicablemente soperos como el que se enfría sobre esa mesa en la que cae el sol de una forma cada vez más evocadora.
Laura Fernández: Háblame de Barcelona. Del arraigo, y de cuánto hay de necesidad de fijar la idea de una ciudad que está ahí, o sigue estando ahí, pero no podemos ver desde hace tiempo. ¿Es una forma de hacer justicia con la ciudad en la que creciste, la que ves pese a todo lo que intenta esconderla?
Miqui Otero: Desde niño, he vivido en dos escenarios. Barcelona y la aldea de Galicia en la que pasaba los veranos. No tenía ni idea de lo que era Galicia en sí hasta que no empecé a viajar por allí para promocionar las novelas. Lo único que conocía era esa aldea. Para mí, Galicia era esa aldea. Y Barcelona, la Barcelona de mis novelas, tampoco es real. Los dos universos, a nivel literario, siguen el mismo camino del intento de definir una identidad. Vamos a intentar entender por qué soy así, en función del sitio en el que he crecido, parece que me esté diciendo. La Barcelona que retrato no existe, yo no retrato la ciudad en realidad sino cómo quiero recordarla, cómo querría que fuese, o cómo la siento siendo un conjunto de nostalgias heredadas. Algo que me parece divertido es que consideren mis novelas, las novelas de alguien que vivió la Barcelona olímpica y la post olímpica, cuando ni siquiera estaba aquí cuando las Olimpiadas, estaba en la aldea. La vi por la tele. Y a la vuelta, mi padre, sintiéndose culpable, compró un par de entradas para algún partido de las Olimpiadas Paralímpicas, que se celebraron después. Viví la euforia previa, que fue muy infantil, una Barcelona deslumbrada por la idea del futuro, como un niño, algo que entendí muy bien y que forma parte de lo que hago, y que por eso retrato. Recuerdo que Marsé decía que nunca sintió que Barcelona fuese una ciudad literaria, es decir, que nunca pensó que tenía interés para acabar dentro de una novela hasta que, estando un día en el cine viendo El Zorro, alguien, durante una cena, dice que tuvo un profesor de esgrima en Barcelona, y entonces pensó que, vale, era importante después de todo.

Miqui Otero. Crédito: Cecilia Duarte.
Dice Miqui Otero que empatiza con el héroe clásico de la literatura española, el pícaro, porque es el auténtico héroe. «Spiderman consigue el talento por casualidad, le pica una araña, y Superman llega con todo hecho desde su planeta, pero el pícaro sólo tiene su inteligencia para sobrevivir, no pisa el otro, sobrevive, es la orquídea en el lodazal», dice. Y añade que tú, como escritor, «no dialogas con un país», en referencia a España, y a su literatura, sino «con cómo reaccionaron los escritores a ese país, desde la brutalidad y la comedia». Y «en una ciudad pasa lo mismo, aplicando la capa de cómo querrías procesarlo», añade, respecto a su relación con Barcelona.
Laura Fernández: Y así llegamos a Orquesta, tu última novela, en la que la música narra la historia, y en la que todo ocurre en una noche, y todos los tiempos son el mismo tiempo, y los personajes se cuentan a sí mismos, y se están contando al lector, y es el lector el que los escucha, y lo que les rodea es un momento feliz que parece no acabar nunca, un momento feliz que contiene todas sus desgracias, sí, pero también les contiene aún a ellos, y eso en sí es el milagro, y es un ellos que se mira en una multiplicidad de espejos. Y en el centro, un escritor llamado Miguel, y sus hijos pequeños.
Miqui Otero: Es mi novela más personal, y tiene que ver con esa disociación de la que hablábamos al principio. Con ser todas las personas que has sido y las que podrás llegar a ser en el mismo momento. Esa noche, la fiesta es una cerilla, algo pequeño que lo ilumina todo. Todos los personajes son la orquesta, suenan juntos a algo, sus vidas son muy distintas, pero todas dicen algo de cada uno de nosotros. Es una novela escrita como a otro ritmo de reproducción. Me acerco, e intento ver el gesto, y a la vez me alejo y veo lo que forman todos juntos. La voz que habla está escuchando el mundo, no lo está mostrando. Es una reacción a la idea de escribir sobre uno mismo, en cierto sentido. Hay algo físico central, sí, un espejo simétrico, cuando aparece el personaje que se llama como yo. Claramente, es una novela que no podría haber escrito si no hubiese sido padre. Estoy viéndome desde fuera ahora mismo. Ese capítulo en el que aparezco se lo estoy contando a mis hijos, y toda la novela va hacia allí. No veo el mundo como lo veía cuando escribí las anteriores novelas, porque ahora lo estoy volviendo a ver, a través de sus ojos. Veo sus miedos y siento una pena terrible, porque los reconozco. Todos los personajes se pasan la novela mirando a gente de otra edad, y yo estoy mirando a Martín, mi hijo. Le recuerdo en un cumpleaños, cómo de triste se puso cuando el niño sopló la vela, y no puedo evitar reconocerme, y reconocer el mundo que quiero cambiar cuando escribo.
«Desde niño, he vivido en dos escenarios: Barcelona y la aldea de Galicia en la que pasaba los veranos (...). Para mí, Galicia era esa aldea. Y Barcelona, la Barcelona de mis novelas, tampoco es real. Los dos universos, a nivel literario, siguen el mismo camino del intento de definir una identidad».
Laura Fernández: Así que tú eres el niño de la bici roja, pero también eres todos los demás.
Miqui Otero: Siempre.
Aún dice algo más. Dos cosas. Que sigue entrevistando a sus personajes —pese a que todos son, en parte, él— para saber quién les compra los calzoncillos y cuándo perdieron la virginidad, y ese tipo de cosas, y también que, mientras escribe, tiende a quedarse en mitad de una escena —«si es en mitad de una carcajada, mejor, porque así querré volver», añade—, y que hubo antes que él otro Miguel Otero, y esa es la razón de que abandonase su nombre nada más empezar. Quiso la casualidad que, cuando empezó a hacer prácticas en un periódico gallego, El Progreso, un verano, hubiese ya allí un Miguel Otero, con el que entabló una amistad preciosa, y que murió muy joven, poco después de cumplir los treinta. Su muerte le dejó destrozado. Había sido una especie de doble, un doble bueno, un doble del que aprender, y con el que aprender, y de repente se había ido. Como para no suplantarle, como para que siguiese existiendo, empezó a firmar como Miqui Otero —a veces había firmado como Miguel Otero II en aquel periódico—, y no, esta historia no está encantada, no hay adorno posible, pero quién sabe, se ha contado ya infinidad de veces, y eso sí, la obsesión que siente por el doppelganger, el doble —y todo lo que se ha escrito sobre él— se agudizó entonces, aunque, dice, siempre estuvo ahí, porque al final, el doble no dejas de ser tú mismo, un tú mismo que sabe más que tú y que intenta protegerte.
El niño que recibe llamadas de su yo del futuro.
O el yo del futuro que trata de advertir a su yo infantil.