Natalia Litvinova: «Al llegar a Argentina, alguien nos dijo: "Esto es un infierno, ¿para qué vinieron?"»
Natalia Litvinova es poeta y editora. Nació en Bielorrusia en 1986 y con diez años se fue con su familia a Buenos Aires, donde hoy vive y trabaja como profesora de talleres de poesía. «Luciérnaga», ganadora del Premio Lumen de novela 2024, es su primera novela, una obra que pasa del realismo a lo mítico para narrar una historia tierna e inspiradora en una suerte de «memoir»: la narradora nace a pocos kilómetros de Chernóbil el año que explota la central nuclear y crece en un país atravesado por la confusión y la miseria, en la tierra de los «niños radiactivos», las frutas monstruosas de la Zona, los cielos rojos y los hombres alcohólicos, enfermos o desorientados. Es también la tierra de la madre cuyo nacimiento no fue registrado por la persecución de Stalin y de la abuela secuestrada por los nazis que regresa al final de la guerra y, acusada de traición, debe trabajar recogiendo turba junto a sus amigas. Pero, sobre todo, es la tierra de las mujeres que resisten haciendo de la cotidianidad un refugio. Porque desde la Buenos Aires a la que emigró con su familia, Natalia Litvinova rompe en este libro el silencio de sus antepasadas para reconstruir toda una estirpe acallada. El periodista y escritor Juan Cruz Ruiz mantiene una conversación íntima con ella para LENGUA, un diálogo en el que Natalia confirma su poderosa presencia como novelista.
Por Juan Cruz Ruiz
Fui a la sede madrileña de Penguin Random House Grupo Editorial, el hogar de Lumen, a hacer una entrevista a una escritora argentina nacida en Bielorrusia, y desde el principio sentí que estaba ante una mujer que había abrazado la angustia y el dolor, pero, como decía Alfredo Bryce Echenique en una de sus novelas, «jamás estuvo triste una mañana…». Sentí que estaba abrazando, con mi mirada y con mis preguntas, a una novelista que es a la vez un testimonio de alma y de poesía, una exiliada de Bielorrusia que conoció, como los suyos, la angustia de Chernóbil, y que encontró en Lorca, al que conoció como una paloma herida en Argentina, su país y su lengua, la sensación de que sólo la poesía, su música, es la salvación a la angustia que forma parte del pasado de su país de origen, el país de sus padres y de sus antepasados. Venía del infierno y cuando llegó a su refugio, el suyo, el de sus padres exiliados, la recibieron diciéndole que había llegado también a otra parte del infierno… Esta entrevista es el resultado de una conversación en la que ella no dejó de estar a punto de hacer llorar al que le preguntaba. Ganó con Luciérnaga, su primera novela, el premio Lumen de novela 2024. La lees y enseguida entiendes por qué la destacó el jurado.
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Juan Cruz Ruiz: ¿Cuál fue tu primera impresión de Argentina?
Natalia Litvinova: Que era un lío. El hombre que nos recibió en el aeropuerto nos dijo: «Esto es un infierno. ¿Para qué llegaron?». Yo era niña, lo miré y me dije: «Bueno, ahora voy a conocer el infierno; nunca antes había pensado en él». Esa frase de bienvenida abrió todo un mundo. Mi primer recuerdo fueron las palmeras, hasta ese momento no había visto ninguna; las grandes avenidas, el murmullo de los autos, las bocinas sonando todo el tiempo… Me recibió una sonoridad muy violenta. Creo que la sonoridad, la atención a lo silencioso y lo explosivo, se trabaja a lo largo de toda la novela. Me recibieron sonidos que no había escuchado antes. Cuando era niña paseaba por los bosques, no había tantos coches, no conocía las grandes autopistas. Estaba muy acostumbrada a los árboles perennes. Tenía construida mi flora y mi fauna y de pronto veo las grandes avenidas. Tenía la sensación de haber perdido mi soledad, la que había construido de niña, como que ya nunca más iba a poder estar sola. Por las noches escuchaba los incesantes murmullos de los autos, las bocinas, los kioscos abiertos, el olor a carne y a asado; hombres con pelo largo, yo no había visto hombres con pelo largo o con un arito... Esas fueron mis primeras impresiones. Pensé: «Esto es otro mundo». El aspecto físico, sensorial, olfativo, era completamente distinto a lo que yo había conocido; en cierto punto, un infierno porque estaba descendiendo a algo que no conocía. Después le encontré la belleza a todo, pero primero vi las diferencias. Las buscaba todo el tiempo y las encontraba sin buscarlas demasiado.
Juan Cruz Ruiz: Curioso que te dijeran eso, porque venías precisamente del infierno.
Natalia Litvinova: Sí, pero era lo único que conocía; no tenía con qué compararlo. Cuando no tienes con qué compararlo, si no conoces otra cosa, no te preguntas si es un infierno. El libro trata un poco de esto, del extrañamiento que me produce la lejanía. Me alejé y pude ver. Antes no veía porque era una niña.
Juan Cruz Ruiz: ¿Cómo era ese infierno que te recibió en la vida?
Natalia Litvinova: Cuando crecí entendí que, quizá, no fue tan terrible. Vengo de una familia que perdió gente en la guerra y sobrevivió a la hambruna. Yo me podía comparar con esos infiernos, pero el mío no lo vivía como tal. Me asombraba la radiación, la información que nos llegaba a medias me asombraba tanto como la nieve; por eso hay un capítulo sobre la nieve. Es lo que nos tocó y lo que iba a vivir toda mi vida. El infierno fue la ruptura con todo esto, hasta que llega el momento en el que me doy cuenta de que no era tan normal lo que habíamos vivido, que la radiación no estaba en todos los países, que la desinformación es algo extraño. Y que el Estado se hubiera hecho cargo de la explosión de una manera tan particular también era algo inusual, aunque para mí es raro plantearlo como un infierno, ya que no conocía otra cosa. Fue más pesado encontrarme con otra cultura, ver que los niños podían hablar en el colegio libremente. La libertad de Argentina me pareció una locura, me llevó un tiempo entenderlo. Que un niño hablara o tirara un lapicero no estaba mal, estaba siendo un niño. Yo no había sido una niña en el colegio, a mí me enseñaban que debía pedir la palabra levantando la mano, que debía contestar cuando me daban permiso para ello. Crecí en una estructura que me resultaba cómoda porque no había otra cosa. Así, me impactó cuando conocí esta libertad: la democracia, los profesores que pueden gritar, los niños que pueden contestar, los padres involucrados en la escolaridad de sus hijos porque los maestros les contaban todo… En Bielorrusia la escuela se ocupa de todo: de vacunarte, de darte la comida, de enseñarte... Los padres no saben lo que ocurre y es perfecto: confían. Yo me preguntaba por qué les contaban cosas mías a mis padres, por qué los llamaban tanto, por qué había tantos eventos escolares. Mis padres tampoco lo entendían. De hecho, mi madre fue solo una vez al colegio, se resistía a ir porque a ella no le parecía bien. Y a todo esto que me resultaba una locura, el desorden total, después le encontré la belleza. ¡Qué lindo me pareció!
Juan Cruz Ruiz: Tienes un capítulo, el más breve de la novela, en el que aparecen las cosas que no te gustaban y las que sí. Te disgustó que los niños se metieran contigo, pero reaccionaste sabiendo que tenías que imponerte.
Natalia Litvinova: Me impuse cuando sentí que tenía el poder de la palabra. Es un capítulo muy significativo porque hay una quiebra en el personaje. Primero vemos a una protagonista que absorbe, que ve el mundo poéticamente, como todos los niños, que le asombra todo. No es que le asombre la radiación, le asombra todo: la nieve, un pino, caminar con el padre para ir a danza, cómo la trata la profesora... Todo le parece un mismo universo. Es la burbuja en la que vive y le gusta, no conoce otra cosa.
«Mi primer recuerdo de Argentina fueron las palmeras, hasta ese momento no había visto ninguna; las grandes avenidas, el murmullo de los autos, las bocinas sonando todo el tiempo… Me recibió una sonoridad muy violenta».
En Argentina, la autora se enfrenta a otro idioma, le cuesta mucho aprenderlo y cuando se da cuenta de que tiene el poder de la palabra es cuando lucha y se defiende. Incluso no le gusta la repetición. Hay un capítulo donde ella habla con la maestra Margarita, en realidad habla es un decir porque la maestra le pregunta siempre lo mismo: «¿Qué desayunaste hoy?». La niña se da cuenta de que la pregunta no cambia nunca y le parece terrible porque ella tiene claro que, si quiere avanzar, si quiere crecer, necesita que los demás le hagan preguntas cada vez más complejas. Y tiene que luchar, tiene que decir algo, tiene que tener pensamientos. No solo se defiende de esos niños, también se posiciona en el lugar de los adultos. Los adultos no le pueden ayudar porque eso pasa cuando una familia migra: tiene preocupaciones grandes como conseguir un trabajo, un alimento, no desmoronarse. Es cuando la protagonista se da cuenta de que está sola. Y no está sola de la misma manera en que se sentía sola en Bielorrusia, porque se sentía sola en la vastedad de la naturaleza, en el asombro. Aquí se siente sola con todas las diferencias que encuentra en Argentina. Es una soledad terrible, porque no tiene amigos, porque los padres están en otra, como decimos en Argentina, y ahí aparece el encuentro con los libros, con la poesía, en el subsuelo, con el bibliotecario, con Lorca… Todo esto le empieza a hablar y ella comienza a tener el poder de la palabra, empieza a defenderse sola, no le queda a otra. Tal cual.
Juan Cruz Ruiz: Esa pasión por Lorca sin haber conocido a Lorca…
Natalia Litvinova: Fue maravilloso.
Juan Cruz Ruiz: No tener noticias de Lorca y quedar subyugada por él a lo mejor tiene que ver con la propia tragedia de Lorca.
Natalia Litvinova: Creo que la poesía, la escritura, puede tener algo de premonición. Para mí haberme encontrado así con Lorca ya me anunciaba a España, que es como mi tercera casa. La primera fue Bielorrusia, la segunda Argentina, donde vivo. Todos mis poemarios están publicados aquí, siempre me han recibido de manera muy cálida, he sabido como sostener el puente entre Argentina y España. Doy talleres de poesía y hablo mucho de la poesía española actual. España es un país que también me forma, me da información, me da una estructura, me da su poesía. Pero cuando me encuentro con Lorca yo no sabía nada de él y es cuando entiendo el poder de la poesía; no entiendo a Lorca y me está rompiendo el corazón. Su música, las palabras cortas... Parece que está construyendo su poesía en base a la música; toda la poesía me parecía musical y yo sentía que Lorca tenía algo para decirme. No sabía qué, estaba maravillada, me lo llevé a mi casa y lo leía sin entenderlo. Hay un capítulo en el que digo que lo podía bailar porque la niña, la protagonista, hace danza, algo que deja de hacer cuando llega a Buenos Aires. Los padres no la llevan a una escuela de ballet, no tienen tiempo para eso. Sin embargo, la niña empieza a bailar un poema de Lorca. Ahí es cuando sucede esa comunión de la poesía, el crecimiento de la autora o de la protagonista. Esto también es un guiño de los lectores: No voy a soltar nunca la poesía. Escribo un libro narrativo, una novela, pero está lleno de poesía porque eso soy yo. Leyendo poesía crecí y se formaron mis padres.
Juan Cruz Ruiz: ¿Sabías de su sufrimiento, de su muerte, de su asesinato? ¿Sabías eso de Lorca?
Natalia Litvinova: En ese momento no, tenía 12 años. Llegué a los 10 años y eso ocurrió aproximadamente a los 12. Ya sabía hablar, pero no tenía la capacidad de entender toda la estructura poética de Lorca. No sabía absolutamente nada de él; me enteré más tarde, a los 18 o 19 años, cuando lo retomé. Me pareció premonitorio. Yo vengo de una familia de mujeres un poco brujas, que leen las cartas, muy de vida del pueblo. Lo esotérico, la relación con la naturaleza, con las leyendas y los mitos es algo que se ha conservado en mi familia, incluso creemos que tenemos un duende. Cada familia tiene su duende, no el mismo duende lorquiano o el de España. Nosotros creemos que un duende nos sigue a cualquier lugar al que vamos. Mi duende viaja conmigo y se encarga de mover las cosas en la casa, de robar objetos y mis abuelas dejaban siempre un plato con comida para él; había que alimentarlo para que no robara cosas. Para mí fue una gran metáfora de la vida: siempre hay que dejar algo para alguien, alguien invisible, y tiene que ver directamente con la escritura. Nosotros dejamos algo invisible en la escritura para otros, otros lo interpretarán como quieran y puedan. Nuestro trabajo es hacer que ocurra, que haya algo universal, que haya una identificación, pero creo que en la escritura es muy mágico. No se puede explicar todo, se perdería la escritura misma, pero sí, esa parte esotérica, mágica que profetiza nuestra escritura es el inconsciente en un punto. Después hay que ver cómo hacemos los lazos, pero yo ya estaba trazando ahí un poco mi vida. Cuando escribí la novela y escribí la palabra Lorca en ese capítulo me dije: «¡Qué increíble, ahora estoy cayendo en todo lo que me ocurrió en la vida!». Bastó con escribir Lorca para que una novela que todavía ni había salido ni había ganado el premio y no le importaba a nadie me hiciese pensar: «Por esto vale la pena la escritura».
Natalia Litvinova. Crédito: Alejandra López.
Juan Cruz Ruiz: Y a los 12 años llegaste a un país que también ha tenido grandes tragedias. ¿Cómo has visto a esa Argentina doliente y mirándose a su propia tragedia?
Natalia Litvinova: Los años 90 y el menemismo fueron muy raros. La gente, ciertas clases sociales, estaba disfrutando mucho de un dólar-un peso. Ya faltaba poco para el corralito de 2001, pero yo era muy chica y no podía entender, no sabía que en Argentina estaba a punto de ocurrir el corralito; con 10 años no entendía nada, absolutamente nada. Mis padres tampoco entendían nada, ellos llegaron con mucha inocencia. Es una familia que abandona el socialismo, la idea del socialismo se rompe, cae la Unión Soviética y son personas adultas que no saben ser individualistas porque la Unión Soviética no preparaba a la gente para ser individualista, para pensar en uno mismo. Lo loco fue llegar a un país capitalista, neoliberalista, que va a estallar en unos años, pero mis padres no saben quiénes son, no tienen formada esa identidad individualista. Todavía hoy, cuando le llevo un regalo a mi mamá ella me lo devuelve y me dice «¿Lo quieres?». Así llegamos nosotros, como tratando de entender qué podía ser nuestro, qué era lo colectivo... No entendíamos la política argentina para nada. Escuchábamos la televisión y la radio, pero a mis padres les costó mucho aprender el idioma… Mi hermano y yo aprendimos más rápido porque íbamos al colegio. Y yo de política no hablaba, no entendía nada. El estallido de 2001 fue fuerte. Yo ya tenía 14 o 15 años, pero vivía en un barrio bastante reservado, no estaba en la capital federal. Veía en la tele cómo quemaban autos y en mi barrio no pasaba nada, por eso tampoco entendía la gravedad de lo que ocurría. Después también empecé a hacer preguntas sobre la dictadura, al enterarme de que Argentina había atravesado una dictadura reciente terrible. Le preguntaba a unos vecinos de los que nos habíamos hecho amigos y ellos decían: «Yo no viví la dictadura como algo terrible, en mi familia no secuestraban a nadie». Yo pensaba: «No sé si estoy entendiendo la historia». Porque en el colegio ya me anunciaban un poco sobre la dictadura, nos llevaban de excursión al ex ESMA, donde se había torturado: cerca del estadio de River. Se jugaba un partido de fútbol del Mundial, y al lado torturaban; cada vez que gritaban un gol, alguien gritaba porque lo estaban torturando.
Juan Cruz Ruiz: ¿Te interesaste sobre ese episodio?
Natalia Litvinova: Sí, claro.
Juan Cruz Ruiz: ¿Qué huella percibes de ello en Argentina?
Natalia Litvinova: Todo. Esa huella está. Lo que ocurre es que Argentina hizo un gran trabajo con la memoria porque cada 24 de marzo la gente se manifiesta. En el colegio nos hablan de la dictadura, nos llevan a lugares donde se ha torturado gente... Y esos lugares fueron resignificados; hay monumentos... Es un espacio donde incluso se percibe esa energía; se ha transformado educando a la gente. Esto es importantísimo. La herida sigue abierta pero Argentina ha hecho mucho, como enjuiciar a los militares. Crecí en el contexto de entender la historia reciente de Argentina y lo que el argentino hizo por su memoria con mucho esfuerzo, y entendí que yo también podía reconstruir mi memoria; hacer algo por la memoria de mi familia al menos, porque a la vez estoy hablando de muchas familias de la Unión Soviética que han pasado cosas parecidas. Sí, vivir en Argentina me permitió abrirme a la posibilidad de reconstruir mi memoria.
«Esta novela también trata de romper ciertos silencios. De escarbar un poco en las heridas que no cerraron. Me interesaba mostrar la soledad de los padres, sobre todo, y la de esa niña que se convierte en adulta dibujando su árbol genealógico».
Juan Cruz Ruiz: El libro trata al menos de dos soledades: la soledad de tus padres y la tuya propia, quizá la de toda la población de Bielorrusia después de una tragedia como la de Chernóbil; y luego la propia soledad argentina. ¿Qué significó para vosotros la vida en Bielorrusia? ¿Cómo siguió esa soledad en Argentina? ¿Cómo se fue transformando la soledad?
Natalia Litvinova: La madre es una mujer que se vuelve nostálgica y esa soledad continúa. Ella siente que su país le fue arrebatado. Aunque decidiera irse, siente que le fue arrebatado; no lo percibe como un exilio. En uno de los últimos capítulos hay una hermosa conversación entre la madre y la hija mientras la madre ve un video de YouTube con gente bailando en un parque. Es un vídeo de Gómel, internet le trae retazos de ese país que ya no existe. Ella ve otra Gómel, otra ciudad y trata de relacionarlo con el que ella conoció, de hecho, le pregunta a la hija: «¿Tú te acuerdas de ese parque?». Y ella contesta: «Mamá, aunque tuviera amnesia me acordaría de ese parque». Ahí se traza la soledad a partir de la nostalgia; son personas nostálgicas. La hija es nostálgica, pero no vivió tanto tiempo en Bielorrusia. Esa otra nostalgia la empieza a sentir más como sufrimiento: empieza a entender cosas que le han ocurrido a su familia y sufre. Descubre que su abuela fue secuestrada y eso le duele, descubre que nunca se habló de este tema y le duele el silencio de los abuelos y de la madre. La hija, la protagonista, se entera a los 30 años de que su abuela había sido secuestrada y comenta: «Qué solitario es no haber podido compartirlo». No se podía hablar de esas cosas. A aquellas generaciones y a las de ahora les cuesta mucho hablar. Estamos hablando de personas que fueron perseguidas en los gulags, que no podían hablar en voz alta sobre política porque te podían secuestrar. Esta novela también trata de romper ciertos silencios. Yo creo que para mí fue destapar, abrir, como sacarte la tirita, escarbar un poco en las heridas que no cerraron. La protagonista dice: «Mamá, dibújame el árbol genealógico». Me interesaba mostrar la soledad de los padres, sobre todo, y la de esa niña que se convierte en adulta dibujando su árbol genealógico, de esa niña que toma el lugar de los adultos cuando empieza a defenderse sola. Yo no me sentí sola en Argentina cuando empecé a crecer y a entender el idioma. Me hice amigos rápidamente. De hecho, a los 17 y 18 años me intereso por la poesía argentina seriamente, y empiezo a hacer talleres de escritura y de poesía en los que conocí a mucha gente maravillosa. Argentina es un país altamente cultural, hay eventos cada día. Sentí que me podía identificar con una manada poética. Me movía con poetas, atravesábamos la ciudad... No tenía internet todavía, ni celular. Nos juntábamos en un lugar, estudiábamos poesía, íbamos a lecturas juntos… Yo realmente no puedo decir que mi vida fue un sufrimiento y que lo pasé muy mal porque encontré mi manada. Por eso creo que también hay muchos animales en la novela. Pienso en la idea de la manada, además, de las fábulas con las que crecí… Las fábulas rusas están llenas de animales. La niña piensa a través de las fábulas, piensa a través de los árboles. Dice: «Lo que me gusta es el jacaranda, me gusta el árbol».
Juan Cruz Ruiz: Viene ese recuerdo al final: «Lo que más me gusta de la escuela es que en el patio hay un jacaranda».
Natalia Litvinova: Entiende el árbol, que no conocía; entiende los animales y la idea de la manada. Hay otro capítulo en el que las niñas que viven en el hotel familiar son como una bandada de pájaros que se van con una caballada, y ya puede relacionar lo que ve con los animales.
Natalia Litvinova. Crédito: Alejandra López.
Juan Cruz Ruiz: Ese viaje al pasado que has hecho ahora para contar cómo fue es casi nítido; parece que lo escribiste y luego lo has reescrito. ¿Qué no has podido olvidar? ¿Qué es lo más grave que recuerdas?
Natalia Litvinova: Un capítulo que casi no entra en el libro es el de mi padre. Cuando mi padre se quiebra, en ese capítulo no iba a entrar el amigo. No lo iba a poner en el libro porque me dolía, es algo que nunca hablé con nadie, y a pesar de ello entró en el libro. No lo conversé con ninguna amiga ni con una pareja, va a ser leído por primera vez por la persona que compre el libro. Es la novela de mi vida, es mi primera novela y la escribí como si no hubiera un mañana. Yo soy un poco trágica y mi familia es trágica. Mi madre quiso estudiar teatro, dramaturgia, como lo cuento en el libro. Cuando escribí este libro me dije: «Todo no va a poder entrar porque si no, no lo voy a terminar nunca». Tengo muchas impresiones y muchos capítulos que quedaron fuera y que me encantan, pero el libro tenía que terminar en algún momento. También me había enterado de que el Premio Lumen abría la convocatoria y quise probar. No soy de mandar a concursos, pero tenía una sensación, aquello que te dije de que las mujeres de mi familia son un poco brujas. No sé si yo soy tan bruja, pero tengo muchas intuiciones que comparto mucho con mi mamá. Siempre que hablo con mi madre me cuenta lo que ha soñado, no porque le guste contar sus sueños, sino porque ella siente que sus sueños son noticias, que sus sueños dicen algo. Yo soñé que venía una mariposa volando, una mariposa negra, no sabía si era un murciélago o una mariposa, que se posaba en mi oído. Se lo conté a mi madre y me dijo: «Es que posiblemente ganes el premio, que la mariposa te está…»
Juan Cruz Ruiz: ¿Eso dijo?
Natalia Litvinova: Sí. Mandé la novela, me relajé, pasaron dos meses, no pensé en la novela y de pronto me llamaron y me dijeron que había ganado. Llamé a mi mamá y le dije: «Era mariposa, no era murciélago». Sentía que el murciélago era algo negativo (después me enteré de que el murciélago no es siempre negativo en un sueño). Y me quedaron fuera historias de los hombres.
Juan Cruz Ruiz: ¿Por qué tenías miedo a contar ese episodio de tu padre? Es un episodio que quien lo lea encontrará similitudes con sus propios padres, o por lo menos en mi caso. En una historia verdadera, el padre o la madre siempre están a punto de perder.
Natalia Litvinova: El padre dice: «Ya encontrarás tu equipo de perdedores por el que vas a llorar». Yo lloraba por mi padre. Mi madre era la figura potente, la que llevaba todo adelante, la que remó la situación... Pero mi equipo perdedor siempre fue mi padre, siempre lloraba a mi padre. Y no lloraba porque lo veía llorar a él, me parecía mucho más hermoso verlo llorar que llorar yo. Me costó contar este capítulo porque era muy emotivo para mí, no podía agarrar el birome (bolígrafo, en España) para escribir o tipear (teclear, en España, dice ella) y frenaba. También era encontrarme con otro tema todavía un poco polémico: la salud mental. Parece que alguien que tiene un problema con la salud mental es alguien no digno del todo, alguien que está mal, una persona a la que hay que esconder y no nos preguntamos por su historia o por qué se volvió loco o esquizofrénico. Aunque no hablo tanto de mi padre en el libro, cuando decido poner este capítulo al final es para que la gente se dé cuenta de que también le pasó lo que le pasó por todo lo que hemos leído antes. Mi miedo fue un miedo emocional, el de encontrarme con mis emociones. Sabía que me iba a hacer llorar. Yo no quiero llorar en el libro, todos van llorando y yo no lloro, pero cuando escribí ese capítulo lo lloré. Fue hacer un duelo porque no podemos, yo al menos no puedo separar la vida de la obra o de la escritura. Vivo poéticamente, camino y escribo, anoto cosas... Me formé así. A mí la literatura me enseñó cómo es la vida. En los libros encontré cosas que no encontré en la vida.
«No puedo separar la vida de la obra o de la escritura. Vivo poéticamente, camino y escribo o anoto cosas... Me formé así. A mí la literatura me enseñó cómo es la vida. En los libros encontré cosas que no encontré en ningún otro lugar».
Juan Cruz Ruiz: Entonces, ¿cómo es la vida?
Natalia Litvinova: No sé cómo es la vida, pero, por ejemplo, no sé cómo voy a morir. No sabemos nada de la muerte, sabemos de la muerte porque leemos libros en los que mueren las personas, porque vemos películas y posibilidades de muertes, pero nosotros no vivimos nuestra propia muerte. Entendemos la muerte porque tenemos la literatura sobre la muerte. No sé cómo es la vida, pero, más o menos, estoy bien preparada porque he leído sobre ella en los libros. A veces la literatura nos adelanta la información que no hemos vivido, que no está en nosotros. Igual está en nuestra imaginación. Por eso lo profético vuelve a resonar aquí. Cuántas veces los poetas han dicho «yo soy otro», «la escritura es profética» o que «es como un gancho que saca de nosotros algo que no percibíamos». Cuando escribí el libro no sabía que tenía todo esto, para mí era normal, común, había crecido con ello, no quería escribirlo, me preguntaba: «¿A quién le puede interesar esta historia?»
Juan Cruz Ruiz: Casi todo lo que se escribe en primera persona le interesa a mucha gente.
Natalia Litvinova: Es cierto, pero no todo lo que se escribe en primera persona es interesante y no todo logra conectar.
Juan Cruz Ruiz: Kafka fue primera persona, Albert Camus fue primera persona, Virginia Woolf fue primera persona…
Natalia Litvinova: (risa) Está bien, yo no me comparo. Es de donde vengo, son mis maestros, pero yo no.
Juan Cruz Ruiz: Has escrito del pasado en un libro que trata sobre el presente, que estás viviendo ahora, incluso volviste al pasado físicamente, a Moscú. ¿Volviste a tu pueblo? ¿Qué encontraste? ¿Qué no hubieras querido ver otra vez?
Natalia Litvinova: Cuando volví a Bielorrusia vi la cáscara del huevo. Salí del huevo y vi la cáscara un poco destruida. Vi como la maqueta de mi vida, de mi infancia, porque yo era muy chiquita y los tamaños de las cosas eran distintas. Primero volví al edificio donde viví los primeros años de mi vida: estaba igual, tenía el mismo color, la pintura se descascaraba. Era verano, no había nadie en Gómel, ni una sola persona, no tenía con quién hablar, no tenía a quién preguntarle algo sobre mi ciudad. Me paré frente al edificio y dije: «Estoy en una película, esto no es real». Me giraba y no veía nadie. Me preguntaba si era real o estaba en un sueño. Fue la primera vez, junto con la muerte de mi padre, que me pregunté si todo lo que me había ocurrido era real: ¿Soy bielorrusa? ¿Estoy en Bielorrusia? ¿Estoy naciendo? Lo primero que hice fue ir al colegio porque, si el libro iba sobre la memoria, la memoria me tenía que llevar a mi colegio. Me sorprendió porque pensé que iba a estar caminando como una hora y tardé 10 minutos. Esto es interesantísimo para la escritura, pensé. Todo lo que parece magnífico puede ser la nada misma y todo lo que es la nada misma puede ser magnífico en un libro. Por eso siempre me planteé como el equilibrio; lo más importante para mí, era equilibrar lo pequeño con lo grande. Yo quería retornar al pasado, pero ¿salimos del pasado alguna vez? A los 10 años abandoné un país, ni siquiera lo decidí yo, lo deciden mis padres. Yo sentí que me habían arrebatado un hogar. Mi memoria fijó un montón de recuerdos rápidamente. Así funciona mi cabeza: el parque, mecerme, colgarme, sentir que me crecían los brazos, las frutillas, los abuelos, la guerra... Mi cabeza fijó toda esa información. La niña es para mí una cámara de cine; es la mirada que va sorprendiéndose por la nieve, ante la lluvia radioactiva, ante un ratón que aquí hace temblar a un director de colegio militar. Así pensé la parte de la infancia, como una cámara que va abriendo el panorama y generando el escenario. Después ya se revoluciona todo. Aparece el pantano, una parte como más onírica, que es la que más disfruté escribir porque yo no conocía a mi abuela Catalina; era mi posibilidad de hablar con una persona muerta. Es más fácil hablar con los muertos que con los vivos; mi madre no habla y está viva, no le gusta contar estas cosas. Me planteé: «¿Y si hablo con Catalina? ¿Cómo podría hablar con mi abuela muerta?, ¿a través de la poesía? ¿Por qué no?,¿Por qué no hacer aparecer el pantano?». La poesía me dio todas las herramientas.
Juan Cruz Ruiz: Una última cosa que es tuya: «Observan el cielo limpio de aviones, con el deseo señalan a un pájaro y éste no muere».
Natalia Litvinova: Claro, es que crecimos en un país bélico. De hecho, lo impactante fue que Argentina tuvo una guerra, la guerra de las Malvinas, pero la gente no fue educada para la guerra. Ese asombro, la experiencia de haber vivido en un país que no entra en guerra como Argentina me ayudó en contra de esas apreciaciones. Si me hubiese quedado en Bielorrusia, posiblemente no habría escrito este libro. Esta es una novela del extrañamiento, de una persona que extraña porque es nostálgica; extraña de corazón, pero también que tiene la posibilidad de producir, como los formalistas rusos, el extrañamiento. Es decir: «Esto es así, pero ¿esto es así, esto está bien? No, no está bien». Ahora tengo la distancia. Es sobre la memoria pero con la distancia necesaria para escribir y para repensar nuestro pasado. Es un libro que practica muy bien el extrañamiento.
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