Rachel Eliza Griffiths: «El racismo no se basa en la lógica, sino en el miedo, el odio, el poder y el narcisismo»
Curtida como poeta y como fotógrafa, Rachel Eliza Griffiths se estrena como novelista con «Promesa» (Random House, enero de 2025), un retrato coral de los vicios y la polarización que han sustentado la historia de los Estados Unidos desde el colonialismo y la esclavitud: en 1957 como en 2025, su herencia está más vigente que nunca.
Por Carmen Cocina

Florida, EE UU, julio de 2023. Rachel Eliza Griffiths durante una presentación pública de su novela Promesa. Crédito: Getty Images.
Son malos tiempos para la lírica… y para las minorías raciales. Dejando al margen el resto de medidas reaccionarias de la administración Trump, en lo que se refiere a estas cuestiones el nuevo presidente de los Estados Unidos firmó en su primer día de mandato [20 de enero de 2025] una serie de decretos que incluía la deportación masiva de hasta once millones de inmigrantes, el fin de la concesión de la nacionalidad a los hijos de inmigrantes nacidos en suelo estadounidense, la declaración de emergencia en la frontera sur con México, la cancelación de los programas educativos de DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) y la derogación de hasta setenta y ocho medidas de la administración Biden que, en palabras del presidente, pondrían fin «a una política que intenta introducir en todos los aspectos de la vida pública y privada una falacia social de la raza y el género» y que impulsaría una sociedad «que no vea el color y se base en el mérito». Una retórica espeluznante para cualquiera que sepa leer entre líneas, y sobre todo, para cualquiera que conozca a Donald Trump. Y la escritora y fotógrafa Rachel Eliza Griffiths, acreedora de múltiples becas y galardones y colaboradora habitual de The New Yorker, The New York Times, The Paris Review, The Progressive y American Poetry Review, entre otras muchas publicaciones, está sobradamente versada en ambas cosas.
El todo resulta asfixiante, y con la resaca de la investidura aún latente, Griffiths ha solicitado cortésmente a la prensa que, por favor, no le haga preguntas sobre ese tema, aunque a lo largo de esta entrevista será ella misma la que, inevitablemente, saque el tema a colación «por oposición» al referirse explícitamente a la derrota de Kamala Harris. La razón de esta inoportuna exposición mediática: la presentación de su primera novela, Promesa (Random House, enero de 2025), la historia de una modesta pero ilustrada familia afroamericana que vive en un pequeño pueblo del norte de Estados Unidos a finales de 1950. Una época en la que la lucha por los derechos civiles y las reivindicaciones por la igualdad de la población negra se dispararon, y cuyo auge es observado desde la distancia, entre la esperanza y el temor a las represalias, por parte de esta pequeña familia que arrastra una desgarradora historia ancestral marcada por el abandono, la discriminación y la crueldad, y que comprobará en sus propias carnes cómo los supuestamente moderados vecinos del norte de Estados Unidos cojean del mismo pie que los del sur. Un retrato coral con personajes llenos de matices que sufren y hacen sufrir, que muerden y que huyen, que cuidan y necesitan ser cuidados y que absorben y destilan la palpitante división histórica de un pueblo estadounidense cuya infraestructura es hija de la esclavitud. Un escenario que cobra más sentido que nunca a la vista de los resultados de las últimas elecciones generales del país y que subraya el lema más repetido entre los historiadores: que el pueblo que no conoce su pasado está condenado a repetirlo. Con urnas o sin ellas.
LENGUA: ¿Por qué decidiste ambientar la historia en un pequeño pueblo del norte de Estados Unidos en 1957?
Rachel Eliza Griffiths: Elegí ese año porque quería figurarme cómo sería el mundo en la época en la que mis padres eran niños, qué educación habrían recibido y cómo serían sus vidas. La pedagogía tiene un papel muy importante en la novela: lo que pasa en esa extraña escuela en la que el padre de la protagonista da clase, y también fuera de ella, en la familia. 1957 fue también el año en el que se consolidó oficialmente la lucha por los derechos civiles de la comunidad afroamericana. Quería ubicar la historia fuera del sur de Estados Unidos porque a muchos estadounidenses les gusta pensar que las plantaciones de algodón, la esclavitud y los castigos físicos solo existían en el sur, y que en el norte y la costa este no había esas cosas. Y no es así: estas prácticas se extendían por todo el país, así que decidí situar la historia muy al norte para desmontar esa idea tan arraigada de que ese era un lugar libre y pacífico. En parte es cierto, pero los episodios de violencia contra la comunidad negra se producían por todo Estados Unidos. Por otro lado, en el norte el clima es mucho más frío que en el sur, y me gustaba relacionar esa frialdad con las emociones y la psicología de los personajes: lo crueles que pueden ser unas personas con otras y los extremos a los que pueden llegar en nombre de la supremacía racial. Como novelista no me interesaba el sur, pero como fotógrafa he viajado mucho por allí, documentando lo que veía con un enfoque similar al realismo de Robert Frank. Me reté a mí misma, una mujer negra, paseándome con una cámara por esas tierras, algo que hice a menudo cuando era joven. Y quise reflejar en la novela lo que sentí al hacerlo. Por otro lado, no quería ambientar la historia en la contemporaneidad porque entonces no habría tenido espacio para imaginar cómo serían las cosas. Los 50 fueron los años de la segregación racial, que cambiaba mucho de una región a otra. La gente del norte leía sobre los movimientos civiles en el sur, quizás también lo oían por la radio y la televisión, pero no tenían la voz de las redes sociales. Quería plantearme cómo se transmitirían las noticias en esa época y cómo sería para quienes vivían en un lugar remoto tener conocimiento de la lucha por la igualdad.
«Cuando iba al colegio mis padres me decían que tenía que ser el doble de lista que los demás, porque todo el mundo daba por hecho que yo era un animal sin inteligencia y que no llegaría a nada en esta vida».
LENGUA: Muchos de los personajes, como los abuelos paternos y la abuela materna de Cinthy y Ezra, o el abuelo y los padres de Ruby, tienen una historia familiar devastadora. ¿Por qué decidiste dibujar a estas personas rotas y las secuelas que dejarían sobre sus hijos?
Rachel Eliza Griffiths: Va en línea con lo que mencionaba sobre cómo habrá sido la infancia de mis padres. Quería explorar qué tipo de experiencias les habrían marcado, cómo habría sido su transición a la edad adulta, cómo se habrían hecho padres. Todo eso me fascina. Los años 50 fueron una época de una represión extrema: emocional, sexual, cultural... A los hombres no se les permitía mostrar sus sentimientos: tenían que refrenarlos. Tenían que ser hombres, sin complejidades, imperturbables, de una pieza. Muchos de los adultos de la novela tienen a sus espaldas historias desgarradoras que les han convertido en lo que son. Por ejemplo, el padre de Ruby rechazó la supremacía blanca que le correspondía de nacimiento. Su abuelo le lleva al linchamiento de un hombre negro al que después queman en una hoguera, y con ello le estaba diciendo: «Esto es lo que somos. Así tienes que ser. Mandamos nosotros». Y para ese niño huérfano eso es todo un shock y se niega a formar parte de ello, del llamado sueño americano, que a final de cuentas es un sueño hecho para los hombres. Y al rechazar lo que la norma dice que le corresponde se convierte en un paria: no es capaz de trabajar, nadie le toma en serio, se hace alcohólico y nacen en él una violencia y una melancolía muy profundas. No entiende qué es el amor, se casa con una reina de la belleza y quiere a su hija, pero no puede darle nada y la pega. No encaja en el ideal de la supremacía blanca: no ha recibido una formación académica de primera, no tiene una casa enorme, ni un coche de quitar el hipo, ni un trabajo fantástico. Ni siquiera tiene una familia de la que sentirse orgulloso. Su abuelo era un delincuente, su padre murió en un accidente y su madre se suicidó. Es una figura compleja. Como contrapunto, quise dibujar a otros padres que quieren y cuidan a sus hijas, aunque también tengan sus problemas. El padre de Cinthy y Ezra desconfía de la religión y no quiere saber nada de toda esa gente negra que va a misa y canta góspel. Es un profesor, un académico y un lector voraz, muy reflexivo; en las novelas no hay muchos padres negros como él. Acarrea una profunda culpa desde niño, pero se redime salvando a otros niños y se convierte en un héroe, aunque nunca se vea a sí mismo como tal. Quería desarrollar todos esos matices en los personajes masculinos del libro.
LENGUA: El personaje de Ruby y su familia son una encarnación de lo que en Estados Unidos se conoce como white trash, esa comunidad blanca comúnmente afectada por la pobreza, el paro, el alcoholismo, las adicciones y la violencia familiar. Ruby se siente identificada con la familia protagonista, se desvive por su amistad y siente que le corresponde ser un miembro más porque ella también sufre y porque el resto del pueblo la desprecia tanto como a ellos. Sin embargo, hay un pasaje en el que escribes: «Se dio cuenta de que Ezra y ella no podrían seguir siendo amigas porque la madre de Ezra lo impediría, porque su madre lo impediría, porque todas las madres del mundo lo impedirían». ¿Crees que esos dogmas siguen vigentes hoy? ¿Cómo podemos avanzar hacia unas relaciones sociales y de amistad más diversas?
Rachel Eliza Griffiths: El personaje de Ruby es muy complejo. Los niños pequeños juegan todos juntos, son amigos, se dan la mano y no se plantean nada sobre las diferencias raciales, pero a medida que empiezan a tener contacto con otros círculos sociales en los que les dicen que su identidad es de una determinada manera y que hay cosas que son aceptables y otras que no. Y debe de ser muy traumático y confuso vivir estas experiencias. Y sí, creo que sigue pasando. Antaño, las mujeres esclavas amamantaban a bebés blancos, y debía de ser muy traumático para ellas que luego, cuando esos niños se hacían adultos, ellas se convirtieran en su propiedad y frecuentemente agredían a sus hijos y violaban a sus hijas. Ruby tiene unos ideales y fantasías inusitados porque no tiene un hogar propio, porque sus padres no le han dado nada: ni amor, ni seguridad, ni educación, ni siquiera comida. Y ella siente una inmensa necesidad de todo ello, y ve que la familia Kindred lo tiene. Por eso, cuando esta familia la rechaza y aparece una profesora que parece preocuparse por ella, se entrega por completo y cambia. Las niñas protagonistas están en esa edad en la que sus cuerpos empiezan a cambiar, igual que la forma en la que los demás las miran y las juzgan. Ellas se dan cuenta y lo absorben. Sería demasiado utópico pensar que en 1957 una adolescente negra y otra blanca pudieran seguir siendo amigas, sin que su raza interfiriera.

Rachel Eliza Griffiths. Crédito: Beowulf Sheehan.
LENGUA: En la novela aparecen repetidamente alusiones a «saber cuál es tu lugar». De hecho, tras un altercado especialmente peligroso, el padre de la protagonista le dice que debe mantener la cabeza gacha ante los blancos, porque sabe lo lejos que pueden llegar las represalias. Heron se debate entre la sumisión y la lucha por la justicia y la dignidad, incluso la desobediencia, que son la base de la conquista de los derechos civiles. En tu opinión, ¿cómo puede alcanzarse el equilibrio entre garantizar la propia seguridad y luchar por el progreso de las comunidades tradicionalmente repudiadas?
Rachel Eliza Griffiths: Heron es bastante inusual, en el sentido de que es un hombre negro que tiene su propia casa y sus libros. Es un hombre de letras, da clases es un colegio y está procurando a sus hijas una educación a la que pocas niñas de su raza tendrían acceso. Al mismo tiempo, ha vivido lo suficiente como para saber que si un policía te pega un tiro, ahí se acaba todo. Y él quiere que sus hijas sobrevivan, que tengan su propia familia, su profesión, que sean felices, incluso que puedan disfrutar de una libertad y un respeto que él jamás ha tenido. No quiere que sean sumisas, sino que sepan discernir y que, si llega un momento límite, sepan lo que tienen que hacer para seguir vivas. Recuerdo que cuando iba al colegio mis padres me decían que tenía que ser el doble de lista que los demás, porque todo el mundo daba por hecho que yo era un animal sin inteligencia y que no llegaría a nada en esta vida. Y cuando mi padre iba al instituto su profesor le dijo que lo único a lo que podía aspirar era a ser granjero o mecánico, que son profesiones muy respetables, pero a él no se las plantearon como una opción, sino como una imposición. Pero mi abuela fue una de las primeras abogadas de derechos civiles de Washington, y mi padre también se hizo abogado y después político, por mucho que le dijeran que para él solo habría la mano de obra más dura que uno pueda imaginar. Uno trata de reconciliar las expectativas ajenas con las propias aspiraciones. Por ejemplo, a mis padres no les hizo ninguna gracia que yo quisiera ser escritora; querían que fuera médico. Lo intenté, pero se me daba fatal, porque lo mío es escribir. Para los padres lo importante siempre es que sus hijos estén a salvo. Y es abrumador saber que no puedes limitarte a ser como eres, sino que tienes que sobresalir para que los demás te vean como un igual. Y aun así, para algunos nunca será suficiente. Acabamos de verlo en las últimas elecciones a la Presidencia: a la mayoría no les cuajó que una mujer negra, culta y decidida como Kamala Harris fuera la próxima presidenta de Estados Unidos. Y cuando te pasa algo así, ¿qué haces? ¿Cómo evitas que el desprecio de los demás acabe contigo? ¿Cómo evitar trasmitírselo a otras personas como tú? ¿Cómo reivindicar tu dignidad? Los niños son incapaces de entenderlo: «¿Y esto por qué es así? No tiene sentido». Pero el racismo no se basa en la lógica, sino en el miedo, el odio, el poder y el narcisismo.
«Hay demasiados casos de ciudadanos afroamericanos muertos a manos de la policía. Hace poco iba conduciendo y me paró un agente. Estaba aterrorizada, y eso que no había hecho nada. Ese miedo tan instintivo que sentí es muy revelador».
LENGUA: Hace unos días se hizo viral el caso de una mujer latina que había votado a Trump y lloraba arrepentida porque ahora van a deportar a su familia. Como ella hay miles. ¿Qué crees que puede llevar a votar por un candidato cuyas intenciones, declaradas abiertamente, perjudican los propios intereses (raza, nivel de vida, condiciones laborales…)?
Rachel Eliza Griffiths: Creo que la principal causa es el miedo, que está por todas partes. Muchos quieren pensar que la amenaza de ser deportados no se dirige a ellos, que los afectados serán otros. Se dicen: «Da igual que seamos parecidos a ellos, nosotros trabajaremos duro y no nos tocará». Y luego hay gente blanca que no se para a pensar en lo duras que son sus condiciones laborales ni en lo difícil que resulta sacar adelante a sus familias. Para ellos todo se reduce a la polaridad: por un lado están ellos y por otro están «los otros». Temen que algún día la gente blanca sea una minoría en Estados Unidos y que la mayor parte de la población sea latinoamericana. El mero hecho de pensar en ese giro racial les aterra, y eso es lo que está alimentando el odio. Además, el miedo del pueblo estadounidense no es algo monolítico, sino que está ligado a las diferentes coordenadas de una infraestructura que se remonta a siglos atrás. Ahora, para algunas personas, todo eso se está tambaleando. Todo el mundo está lanzando odio a la pared, y ese odio es pegajoso. Y con esos muros no pueden verse los unos a los otros. Muchos creen que están protegidos porque los del otro lado no pueden pasar. El tema es muy complejo, a veces creo entender las razones pero otras me siento totalmente perdida con lo que está pasando.

Windsor, Inglaterra, septiembre de 2024. Rachel Eliza Griffiths posa con su marido, el también escritor Salman Rushdie, durante un acto del Cliveden Literary Festival. Crédito: Getty Images.
LENGUA: El personaje del policía es malvado, sádico y profundamente racista. Se trata de una actitud bastante frecuente en el gremio de la policía estadounidense, a raíz del cual ha surgido el movimiento Black Lives Matter, que exige responsabilidades por los asesinatos de hombres, mujeres y niños negros desarmados a manos de los agentes de la ley. Las cifras demuestran que tienen una aversión especial hacia la población negra, muy por encima de la que sienten hacia otros colectivos desfavorecidos como los sintecho, los drogadictos, los latinos, los trabajadores sexuales o la gente pobre. ¿Por qué esta especial inquina hacia ellos?
Rachel Eliza Griffiths: Es una actitud histórica que tiene su origen en la estructura esclavista: por un lado estaban los esclavos y por otro los patrones, que estaban íntimamente ligados a la policía. Pero mi relación personal con la figura de la policía es muy especial y compleja. Tanto mi padre como mi madre lo fueron; de hecho, se conocieron porque trabajaban juntos en Washington D.C. en la década de 1970. Si no hubiera sido así, yo no estaría aquí. Mi madre entrenó a mi padre cuando era novato, era una policía de armas tomar. Hasta que un día él le pidió salir y aquí estoy (ríe). Y cada vez que veo a un policía que hace su trabajo me siento tensa, porque pienso en las fotos de mis padres con sus uniformes y eso entra en contradicción con lo que pienso de la policía estadounidense y sus intenciones. Cuando era niña oí en casa muchísimas historias sobre policías. Algunas eran divertidísimas, pero otras eran desgarradoras y otras muy violentas. Recuerdo lo incómoda que me sentí cuando salí a las calles de Nueva York a denunciar la brutalidad policial, con proclamas y pancartas, porque era consciente de que estaba denunciando la institución en la que se conocieron mis padres. Pero tengo derecho a ello. Mi padre era un policía malísimo: muy intelectual, muy comedido. No le gustó la experiencia y acabó haciéndose abogado. Pero aún habla de lo que vivió, y lo que vio fue un racismo extremo por parte de muchos de sus compañeros, que llegaron a poner en peligro su vida y la de mi madre. Cuando decidió ser policía era muy joven y había incentivos: a muchos les pagaban la universidad. Así que tratar la brutalidad policial en la novela fue todo un reto para mí. Cuando mi madre murió, en su funeral le hicieron un desfile lleno de policías con guantes blancos y para mí fue muy ambiguo sentirme agradecida por que le hicieran los honores a mi madre y al mismo tiempo preguntarme qué sentirían todos ellos hacia Trayvon Martin, Eric Gardner y todas las víctimas mortales de la violencia policial, todos esos asesinados que tienen la misma pinta que mis hermanos y que yo. Y al final, el espacio que he encontrado al pensar en la institución policial en Estados Unidos está íntimamente ligado a mi propia vida. He conocido a policías que son auténticos héroes. Pienso especialmente en los que nos defendieron a mi marido [el escritor Salman Rushdie] y a mí cuando le atacaron. Por otro lado, hay demasiados casos de ciudadanos afroamericanos muertos a manos de la policía. Incluso en el pequeño pueblo en el que se desarrolla la novela la figura de la policía es determinante. En los años 50 había aún más impunidad: un policía podía pegarle un tiro a un negro y no pasaba nada. Eran la ley. Cuando fui a hacer fotos al sur siendo joven estuve en Mississippi, que es donde tuvo lugar un sonadísimo caso de brutalidad policial contra tres jóvenes negros. Y poco después, cuando iba conduciendo, me paró la policía. Estaba muerta de miedo, y eso que no había hecho nada. Ese miedo tan instintivo que sentí es muy revelador.
«Tal como está Estados Unidos hoy, yo ya no puedo decir nada sobre el racismo que interese a la gente. Es la gente blanca la que tiene que arrojar a la palestra cuestiones cruciales. Asumir que son los oprimidos y perseguidos quienes tienen que alzar la voz e ilustrar al resto de la gente me parece muy disonante, porque la gente se lo toma como una represalia».
LENGUA: El personaje de Irene es muy beligerante y suele decirle a sus hijas que nunca se fíen de una persona blanca, incluso si ha prometido ayudarlas. Su actitud es similar a la de cierta sección del feminismo que defiende que los hombres no tienen cabida en él, que todos los hombres son el enemigo. Extrapolando la cuestión a la lucha por la integración racial, ¿crees que solo las personas afroamericanas y racializadas están legitimadas para luchar por sus propios derechos o deberían dar la bienvenida a aquellas personas de raza blanca que quieran apoyar su causa?
Rachel Eliza Griffiths: Creo que, de entrada, las personas no negras deberían hablar más de temas como el racismo, en lugar de preguntar a la gente de color o a quienes ya se dejan la piel trabajando sobre ello. Al final las personas negras somos las únicas que hablamos de ello, y muchas veces las personas que más falta hace que nos oigan no están en la misma sala y solo se indignan cuando les estallan en la cara casos de extrema crueldad, como cuando un policía pone su pie en el cuello de una persona hasta asfixiarle, como pasó con Eric Garner. La gente necesita vídeos, fotografías y titulares para darse cuenta de que lo que ocurre es demasiado injusto. La gente como yo tiene que hacer frente cada día a situaciones realmente insidiosas. Yo tengo 46 años y no puedo dedicar mi vida entera a mostrarle a la gente lo que debería hacer. Como creadora y escritora, no me gusta utilizar palabras o frases como «ellos», «deberíais» o «nunca hagáis esto». Me siento incómoda con expresiones así porque hay formas más imaginativas y eficaces de plantear las cosas: muchos han conseguido hacerlo. Al mismo tiempo, todo avanza tremendamente despacio, o incluso da marcha atrás. Hablando de feminismo, me viene a la cabeza la primera oleada feminista, tan combativa, y luego el feminismo negro y la interseccionalidad. Y recuerdo que hace unos años, cuando fui a la Marcha de las Mujeres y estuve en la investidura del cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos, me pregunté si ambas esferas se darían la mano. Pero en ese espíritu tan embriagador de la Marcha de las Mujeres había muy pocas mujeres negras, así que me pregunté: «¿Esto para quién es? ¿Es para que todo el mundo se sienta bien? Nadie hace nada, pero todo el mundo lleva su sombrerito rosa». Así que supongo que tengo una actitud bastante crítica hacia ciertas cosas que me han preocupado desde niña y que podían haberme arrebatado la infancia, porque me obligaban a considerar las cosas y a comportarme como una pequeña adulta. Y los que tienen que hablar de todo esto son las personas a las que no les afecta directamente. Tal como está Estados Unidos hoy, yo ya no puedo decir nada sobre el racismo que interese a la gente. Son otros los que tienen que arrojar a la palestra cuestiones cruciales, quienes deben ser escuchados. Asumir que son los oprimidos y perseguidos quienes tienen que alzar la voz e ilustrar al resto de la gente me parece muy disonante, porque la gente se lo toma como una represalia. La gente empieza a decir: «¿Por qué están otra vez con el tema del racismo? ¿Para qué necesitamos la diversidad y los derechos civiles?». ¡Si el gobierno de Trump acaba de cancelar el programa para la diversidad, la equidad y la inclusión! Yo misma iba a ir a una universidad de Texas el próximo febrero para hablar sobre el racismo y acaban de decirme que han cancelado el programa. No tendrán tampoco el tradicional mes de la cultura latina, ni de los nativos americanos, ni de los afroamericanos, durante los que se leían libros de estos autores. Y ahora nada de nada. Los estudiantes no aprenderán nada sobre los derechos civiles. Eso es una muestra precisa de lo que está pasando. Yo alucinaba con las historias que me contaron mis abuelos y bisabuelos y me preguntaba cómo era posible que vivieran tantísimas injusticias. Y ahora está ocurriendo de nuevo. Pero no pienso renunciar a la esperanza. Para mí, la resistencia está en la creación, pero el cambio será imposible si se prohíbe el arte.
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