«Shy», de Max Porter: más rabia, más furia y más desapego
Tras «La muerte de Francis Bacon», el escritor británico vuelve a hacer gala de su agudeza como cronista del desencanto con «Shy» (Random House, octubre de 2024), las tribulaciones de un adolescente que se escapa de un centro de menores en una obra menos nihilista de lo que parece. ¿Crónica de una suerte anunciada?
Por Carmen Cocina
Max Porter en Toulouse, Francia, en 2022. Crédito: Getty Images.
Un adolescente atormentado, una célula de hormigón y testosterona en la que no acaba de encajar, una huida impulsiva, un deambular sin rumbo definido, una carga de fracasos y lamentos y una retahíla inconexa de rumiaciones y recuerdos concentrados en un breve lapso de tiempo (uno dos días, otro una noche). Los paralelismos entre El guardián entre el centeno y Shy son múltiples, pero sorprendentemente, la novela de culto de J. D. Salinger nunca ha sido plato del gusto de Max Porter (Reino Unido, 1981): su descorazonador retrato de este chico de 16 años que responde al sobrenombre de Tímido debe más a la melomanía y la tendencia a la observación que caracteriza al autor desde su infancia que a la literatura coming-of-age, venga de donde venga. En su caso, el chaval que atraviesa el bosque de noche cargando a la espalda una mochila de piedras capaz de hundirle en lo más profundo del océano quizá no lleve dentro más rabia, más furia, más frustración y más desapego que otros inadaptados literarios como Huckleberry Finn o el propio Holden Caulfield, pero su reactividad es más orgánica e incontrolable, y su materialización mucho más autodestructiva y feroz: sin violencia en las personas pero con fuerza en las cosas, lo suficiente como para resultar (casi) concluyente. Porque Última Oportunidad, el centro de internamiento de menores en el que está recluido, quiere darle una, pero la impulsividad no siempre es modulable. La impulsividad puede ser fatal.
Con un pie en la Gran Bretaña del Britpop y otro en sus propias experiencias como adolescente en los años noventa, Max Porter articula un retrato del demoledor potencial destructivo de la frustración que lleva a la forma el dolor y el caos del fondo a través de inusitados recursos de estilo, desde los abruptos saltos de página y los exabruptos que las toman por asalto con tipografías gigantescas hasta las feroces sentencias nihilistas que asoman al pie como gusanos arrastrándose en un rincón o las cursivas que marcan los pensamientos intrusivos, las voces internas y los recuerdos. Disruptivo, trágico, profundamente fragmentario y concentrado como un elixir, este libro que ha cautivado a personalidades a priori tan dispares como Mariana Enriquez, PJ Harvey, Georges Saunders o Irene Solá revalida al escritor británico como uno de los cronistas involuntarios más atinados de la actualidad y uno de los valores más firmes de la literatura anglosajona: lo que se dice dar en el blanco.
LENGUA: ¿De dónde surgen la historia y el personaje protagonista?
Max Porter: La idea se me ocurrió cuando estaba escribiendo una obra de teatro: no me gustaba cómo estaba quedando, así que la dejé y me puse con Shy. Mucho tiempo atrás había estado escribiendo un proyecto sobre un manuscrito medieval y un adolescente que tenía visiones místicas tan perturbadoras que hasta le invadían ideas suicidas, y pensé que estaría bien recuperar a ese chico, pero ambientando la historia en los años noventa. Hasta soñé con él: un chico caminando por un bosque y el mundo pasando ante sus ojos y ante los del lector. Y me dije: ¿y si escribo sobre alguien cuya identidad está asentada solo por lo que otros piensan de él? Todos estamos rodeados de nuestros padres, hermanos, amigos, medios de comunicación, redes sociales, y todo eso que nos envuelve da una idea sobre nosotros. No quería escribir la típica novela realista en tercera persona, con un protagonista descrito desde la distancia: pensé más bien en algo fragmentario. Lo escribí muy deprisa y lo reescribí mil veces escuchando música drum and bass e intentando darle una energía rotunda, real, vivaz, cero novelística. Quería escindirme por completo de la novela, que en ella no hubiera nada de mí. Disfruté mucho ese proceso de reescritura.
LENGUA: ¿Por qué decidió ambientar la historia en los años noventa?
Max Porter: En parte porque estoy cansado del presente y en parte porque me apetecía volver a esa etapa de mi vida, a mi adolescencia, pero con alguien algo mayor que yo. Soy el más pequeño de mis hermanos, mi referente era mi hermano mayor y vi cómo se iba metiendo en ese mundo de música y de drogas. Todo eso me fascinaba, y con esta novela quería acceder a esa etapa tan determinante de mi vida, en la que yo, básicamente, observaba. Ahora soy observador profesional, pero por entonces era solo una afición. Me interesaba mucho escribir sobre la adolescencia en unos tiempos en los que no existían los teléfonos móviles, que lo han cambiado todo radicalmente: su forma de vivir, de relacionarse, de acosar a otros, de moverse por el mundo, las ideas que nos hacemos sobre lo que otros piensan de nosotros... Y también me interesaba analizar cómo era ser joven en esa Gran Bretaña del Britpop que a todo el mundo le parecía tan cool: y una mierda, no lo era ni de lejos. Era un ardid cínico neoliberal con la misma maquinaria colonial de ese pasado tan poco halagüeño de mi país. Quería quitarle la máscara a toda esa escena del Britpop, que para la gente de a pie que lo vivía cada día no molaba nada.
«Quería armar la novela como una obra de teatro de un solo acto, con un solo personaje y su mochila. Todo está en su cabeza, hasta las voces, así que me bastaba con él y los dos tejones que acaba encontrando en el río».
LENGUA: ¿Por qué decidió articular el relato a lo largo de una sola noche en la que Shy, el protagonista, decide irse del centro en el que vive y adentrarse en el bosque con la sola compañía de sus recuerdos y una mochila llena de piedras?
Max Porter: Me gustan las novelas que tienen un toque de obras de teatro, y las obras de teatro algo novelescas. Y también los poemas que tienen algo de ensayos, y los ensayos que por momentos parecen listas de la compra. Me gusta la hibridación de géneros. Así que pensé en armar la novela como una obra de teatro de un solo acto, con un solo personaje y su mochila, todo muy limpio, y hacer que todo orbitara a su alrededor: su casa, sus impulsos, la vida, la muerte... Todo el drama narrativo. Un escenario sencillo con un trasfondo emocional muy complejo. Porque este chico es una bomba a punto de estallar. Todo está en su cabeza, hasta las voces, así que me bastaba con un chico y los dos tejones que encuentra en el río hacia el final de la novela. En mi primer libro, La muerte de Francis Bacon, el contexto también era muy sencillo: un hombre, dos chicos y un cuervo. Me atraen mucho los andamiajes sencillos.
Max Porter en Toulouse, Francia, en 2022. Crédito: Getty Images.
LENGUA: A través de sus recuerdos y su conducta, vemos que Shy es un chico con problemas, pero nunca especificas qué le ocurre exactamente, si es que tiene un nombre. ¿Es algo intencionado? ¿Querías sugerir que hay personas problemáticas y desadaptadas que sufren y para las que al mismo tiempo no existen diagnósticos específicos o simplemente has decidido no revelar cuál es el suyo?
Max Porter: Mmmmm. Eso se lo dejo al lector. En los libros el escritor y el lector tienen que colaborar, y si te digo lo que tenía en mente estaría estropeando tu parte. Sí diré que en el mundo hay mucha gente que siente y vive cosas similares a las que siente y vive Shy. Por ejemplo, una crítica estadounidense decía: «Claro, tiene trastorno de déficit de atención por hiperactividad». Pero no voy a pronunciarme. Un buen amigo mío, Nathan Filer, ha escrito un libro sobre la esquizofrenia llamado The Heartland, y al leerlo me di cuenta de que las herramientas que los médicos utilizan para hacer sus diagnósticos no son impermeables a los sesgos ideológicos y políticos; de hecho, muchas de ellas son racistas y sexistas, y perpetúan las injusticias sociales y la desigualdad. Son herramientas que hacen juicios morales. En el Medievo quemaban a mujeres a las que acusaban de brujas por usar hierbas curativas, cuando probablemente eran mucho más cultas que el patriarcado que las mandaba a la hoguera. Durante mucho tiempo a los disléxicos se los tachó de locos, o se decía que fulano o mengano eran peligrosos y les daban electroshocks. Y tenemos que entender que nuestra sociedad no es mucho mejor que la suya. Probablemente, en menos de diez años muchas convenciones psiquiátricas estarán obsoletas y los científicos del futuro se llevarán las manos a la cabeza con cosas que hoy consideramos totalmente normales. Nos creemos la hostia; necesitamos una cura de humildad. Así que no quiero ponerle a Shy ninguna etiqueta: quiero que cada uno lo entienda a su manera. Quise narrarlo desde una neutralidad clínica, sin fronteras, de modo que el lector y él estén en el mismo plano. Lo que cuenta es su bagaje emocional: lo violento y lo tierno que puede llegar a ser, la labor expeditiva que hace con su terapeuta, la hermosa relación que lo une a los otros chicos del centro, con sus juegos, su violencia, sus puñaladas homófobas... Y aun así aprenden a comunicarse, a entender los traumas propios y los de los demás, su impronta familiar y social, sus diferencias... Se les da mejor ser humanos que a la mayor parte de la gente, y desde luego mucho mejor que a los políticos que deciden cuál será su destino. Y en ese camino quería evitar la retórica correctiva del gremio psiquiátrico y farmacéutico, en parte porque Shy está acostumbrado a que la usen para referirse a él y no le gusta nada. Si contara su comportamiento desde esos términos no sería el mismo escritor: yo quiero contar su debacle como él la ve.
«El lenguaje psiquiátrico tiene sesgos políticos e ideológicos y muchas de sus convenciones estarán obsoletas dentro de diez años, así que quería evitar a toda costa las etiquetas al hablar de Shy. He querido narrarlo desde una neutralidad clínica, sin fronteras, de modo que el lector y él estén en el mismo plano».
LENGUA: Además de la sensibilidad que podemos apreciar en Shy, hay un pasaje muy relevante: cuando recuerda la noche en que un amigo suyo que estaba durmiendo en su casa tropieza accidentalmente, va a buscar a sus padres llorando y Shy oye cómo su padrastro asume que él le ha hecho algo malo. Ya de adolescente, su relación con él es muy tensa y le lleva a infravalorarse. ¿Hasta qué punto es determinante en la personalidad de cada persona el trato que le dan los otros, y hasta qué punto depende de lo que es innato a cada uno?
Max Porter: Es una mezcla de ambas cosas, de lo innato y de las decisiones que tomamos. No quería que las razones de la conducta de Shy se explicaran por su pasado, porque creo que algunas cosas son inexplicables y como lector me resultaría aburrido, pero lo que la gente oye sobre sí misma es relevante, particularmente en la literatura. Su importancia ya está presente en escritores medievales como François Rabelais y Shakespeare, y más tarde en Jane Austen: el daño que puede llegar a hacer, la soledad de la incomprensión y cómo lo que los demás piensen sobre nosotros se convierte en una carga tan pesada como las piedras que Shy lleva a cuestas en su mochila, una carga de la que no podemos librarnos: él se considera anormal, cree que jamás sabrá cómo relacionarse con los otros chicos del centro. Cuando eso sucede se crea un espectro psicológico al que uno queda atado de por vida si no le planta cara en algún momento, a la idea en sí o a la persona que le inculcó esa idea. Yo lo hice, y las respuestas que me encontré fueron o el «yo no he dicho eso» o el «yo no quería decir eso». Porque ninguno de nosotros quiere decir nada nunca. Jugamos con el lenguaje al describir a otros, pero si oímos cómo lo hacen con nosotros nos resulta terrible. Por otro lado, yo soy incapaz de oír las entrevistas que doy, me resulta odioso. Pienso: «¿Quién es este impostor que contesta a todas esas preguntas sin tener ni puta idea de lo que dice?». Oír lo que dicen de nosotros nunca nos hace bien. Y cuando a Shy le pasa eso destroza su concepto de sí mismo. Lo que oye se convierte en un combustible que en el futuro desembocará en episodios violentos. Nunca nos desprendemos de esa vergüenza, nunca dejamos de sentirnos inadecuados, de creer que no estamos a la altura de lo que los demás esperan de nosotros. Yo nunca he ido a terapia, pero me imagino que si la gente va es por cosas así, para desmantelar la carga que supone lo que han oído sobre sí mismos y librarse de ese aguijón que les perturba todo el rato. Por otro lado, no quería que Shy tuviese muy claro lo que está haciendo, y es su terapeuta la que intenta sacarle cómo se siente y por qué hace las cosas. Pero con él esas herramientas no funcionan, no está en ese territorio. Y me gusta que a veces todo termine con un grito de rabia, con una explosión de esas que pongo con mayúsculas a toda página: que el propio libro rechace cualquier tipo de aproximación terapéutica a lo que le pasa a Shy. Porque la terapia y el autoconocimiento no siempre mejoran las cosas, especialmente si eres un adolescente en plena crisis emocional. Es un poco lo que me pasó cuando escribí mi primer libro: necesitaba que el cuervo reventara el lenguaje, que reflejara todo ese sinsentido, como aquí con todo ese estruendo incesante y metálico. En toda la novela solo especifiqué una vez por qué Shy se sentía como lo hacía, y mi amiga Samantha Harvey, que es una escritora fabulosa, lo leyó y dijo que en ese pasaje había roto el hechizo de estar en su mente, y pensé que tenía razón, que no debía explicar tanto. Así que lo eliminé.
Max Porter en Toulouse, Francia, en 2022. Crédito: Getty Images.
LENGUA: Shy es hijo único y su padrastro dice que es el «típico hijo único». ¿Hasta qué punto era importante esa condición al crear el personaje?
Max Porter: Fue algo que pasó así, sin más. Ya había escrito sobre hermanos. Yo los tengo, y creo que si se los hubiera dado a él habría caído en la trampa de querer explicarle a través de ellos. Siempre lo concebí como alguien que estaba muy solo. Conozco a una mujer que es hija única y de niña le repetían eso de que era «la típica hija única» a todas horas, ya fuera porque llegaba tarde al colegio o porque le apetecía un bocadillo. La pobre no entendía nada, era como estar en la cárcel. Con los hijos únicos pasa lo mismo que con el lenguaje psiquiátrico: es un cliché social. Es una actitud tonta, pero muy seductora porque nos permite etiquetar las cosas y mantiene el terror existencial a raya. El poder dar un porqué a las cosas siempre produce ese efecto: pensar que somos de tal o cual manera por cómo nos educaron, o por nuestro trabajo, o por nuestro género, o por nuestra edad. No queremos resignarnos al caos, no aceptamos la idea de que cualquiera de nosotros puede descarrilar en cualquier momento. Estamos en un momento especialmente crítico, en lo político, lo medioambiental, y la supervivencia de la humanidad está más amenazada que nunca, así que ¿por qué íbamos nosotros a pensar con claridad, a estar emocionalmente limpios, a actuar de modo predecible? Todo es una catástrofe.
LENGUA: Al leer el libro se me han pasado por la cabeza unos cuantos títulos míticos en esos subgéneros que son el angst y el coming-of-age. ¿Tenía alguno en mente? Creativamente hablando, ¿de qué se nutrió durante el proceso de escritura?
Max Porter: Lo que más tenía en mente era la música, la poesía, la literatura para adolescentes (lo que en inglés se conoce como young adults) adolescentes, autores como Malvin Burguess o Benjamin Zephaniah: me interesaba recordar qué impresión me habían causado sus libros cuando los leí, esos adolescentes conflictivos que acababan resultando un entretenimiento para el lector, cosa que quería evitar a toda costa. Así que no, no tenía muchos libros en mente, fue más bien algo que llegó como un torbellino.
«Poner etiquetas a las cosas es muy seductor porque mantiene el terror existencial a raya. El poder darles un porqué siempre produce ese efecto».
LENGUA: La música, en efecto, es un desahogo vital para Shy, un lugar de disfrute tremendo. ¿Por qué quería que le apasionara tanto, y por qué específicamente el drum and bass?
Max Porter: Porque el drum and bass y el jungle fueron determinantes en la cultura británica de los 90. Era la primera vez que los músicos que más lo petaban eran los de nuestro propio país, con un género que ellos mismos inventaron. Y a Shy tenía que apasionarle algo; de lo contrario su tristeza habría sido insoportable. Quería darle una vía de escape, creo que todos los adolescentes la tienen, ya sea la música, el arte o la televisión, un espacio en el que se sienten comprendidos si sus padres o la gente que les rodea no les dan lo que necesita. A eso responden movimientos como el grunge, el death metal o el techno. Son una forma de rebelarse contra el sistema adulto. Por otro lado, a mí me encanta el drum and bass, aunque cuando tenía la edad de Shy mis gustos musicales eran más perversos (ríe). Pero tiene todo el sentido del mundo que adolescentes como él se emocionen a tope con ese crescendo profundo y la esa explosión del drum and bass, y con las raves. Es un sonido futurista, y era muy interesante convertirlo en un rasgo propio de Shy, que está convencido de que no tienen ningún futuro. De hecho, hoy en día el género tiene treinta años y aun así sigue sonando a futuro. Quería integrarlo en la historia como una especie de catalizador metálico, vívido, con un toque sci-fi. Es lo único del mundo que nunca le falla.
LENGUA: Hablando del futuro, el centro de menores se llama Última oportunidad, lo cual suena bastante drástico, como si lo que pasara allí determinara si uno va a ser un completo desgraciado o no. ¿Era eso lo que quería dar a entender?
Max Porter: Sí, pero hasta cierto punto es un guiño interno. Doy clases de literatura en un centro penitenciario para jóvenes, y mis alumnos me han dicho que en vez del nombre que tiene debería llamarse Puto Experimento Distópico (ríe). Me hizo gracia y quise trasladar algo parecido al libro. Por otro lado, la institución en la que está internado Shy tiene un objetivo muy concreto. El juez que le envió allí podía haber optado en su lugar por la cárcel, pero lo habitual es que los envíen a centros para jóvenes delincuentes. Es una medida sociopolítica bajo la que subyace el convencimiento de que antes de la prisión el sistema debe darles una última oportunidad para redimirse: es una apuesta por la rehabilitación. Pero en Gran Bretaña, desde hace quince o veinte años, ciertos sectores están intentando acabar con estas instituciones. Si eso llega a ocurrir, ninguno la tendrá. El propio concepto de última oportunidad es muy intimidante para aquellos que han cometido errores o que podrían llegar a cometerlos, es decir, todos y cada uno de nosotros. Y eso es justo lo que pasa, por ejemplo, con los inmigrantes: ninguno se subiría a un bote que tiene muchas probabilidades de naufragar si tuvieran una alternativa mejor en el lugar del que provienen. Aun así, la facción más conservadora no tiene la más mínima empatía con ellos, y es esa misma falta de empatía lo que subyace bajo el propósito de cerrar estos centros y dejar de financiarlos. Están convencidos de que a ellos nunca les pasará y les da igual que les pase a otros. En los momentos de crisis todo el mundo necesita ayuda, pero algunos privilegiados son incapaces de imaginar que ellos también podrían necesitarla. Y eso resume muy bien lo que está pasando en Gran Bretaña y en muchos otros países con el neoliberalismo, un sistema que perpetúa la explotación y la injusticia social. Yo no quiero escribir libros políticos ni dar lecciones, pero sí quiero dejar constancia de la realidad que veo a mi alrededor. El año pasado Ezra Colletive, una banda de jazz británica, ganó el Mercury Music Prize al mejor grupo y en su discurso dijeron: «No estamos aquí por casualidad. No nos encontramos los saxofones y las trompetas en mitad de la calle: nos los dieron en el centro de menores en el que estuvimos internados y nos enseñaron a tocar. Gracias a ello conseguimos tener nuestra propia banda y cambiar de vida». Si se cierran esos centros no solo se estaría privando a los más desfavorecidos de la oportunidad de reinsertarse, sino también de contribuir al tejido cultural. Estás limitando la creación cultural a un uno por ciento de privilegiados. Indirectamente, con este libro quería reflexionar sobre esta cuestión tan candente, que simboliza adónde queremos ir como sociedad.
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