El pis de J. D. Salinger (y la bocaza de su hija Margaret Ann)
¿Qué leía Jane Austen? ¿Por qué Harper Lee decidió tomarse un año sabático? ¿Cuál fue realmente el primer superventas de Stephen King? ¿Por qué Rafael Alberti rechazó el Premio Nobel? Estas y otras (muchas) preguntas se las hace Fernando Bonete, escritor, periodista y divulgador cultural (a través de la cuenta de Instagram @en_bookle), en el libro «Malas lenguas. 100 anécdotas de escritores de (casi) todos los tiempos» (Ediciones B), un título que arroja una peculiar luz sobre el lado menos conocido de muchos de los más grandes autores de la historia de la literatura universal. Bajo estas líneas, LENGUA publica una de estas curiosas anécdotas, una que tiene que ver con J. D. Salinger, el ermitaño autor de «El guardián entre el centeno», quien, según contó su hija en una biografía no autorizada, se bebía su propia orina (glups).
Por Fernando Bonete
J. D. Salinger sobre fondo (ejem) amarillo. Crédito: Getty Images.
En el deporte de élite pasa como en la tecnología, que va siempre un paso por delante de la ley. En su aspiración por llevar el cuerpo humano al límite y sacarle centésimas de rendimiento extra, los atletas y sus equipos suelen ponerse creativos para sortear las normas antidopaje. Así, es posible encontrar en la historia negra del deporte prácticas no por muy extendidas menos bizarras e ilegales, como las increíbles autotransfusiones de sangre detectadas en la famosa Operación Puerto de la Guardia Civil contra el dopaje.
La lógica del procedimiento consiste en inyectar al deportista su propia sangre antes de un esfuerzo desmedido para aumentar su porcentaje de oxígeno. La misma lógica, aunque sin fundamento científico, se ha querido aplicar a la urofagia, el acto de beber la propia orina para devolver al organismo los minerales, proteínas y hormonas perdidos durante una expulsión que se considera «forzada por el cuerpo» según los gurús de la uroterapia. Toda excentricidad cuenta con su ritual. Desde 2019 figura en el listado de pseudociencias del Ministerio de Sanidad de España.
En el documental Libra × Libra se puede ver al célebre boxeador Juan Manuel Márquez bebiéndose el supuesto elixir. Además del no tan excrementicio como «incrementicio» espectáculo visual, el púgil también lo explica: «Lo he hecho durante cinco o seis peleas y me ha dado buenos resultados». Eso sí, perdió contra Floyd Mayweather por decisión unánime poco tiempo después de pronunciar estas palabras. «También me tomo la orina —continúa— porque ahí se desechan proteínas, se desechan parte de las vitaminas que tomas, ¿y por qué en vez de desecharlas no te las vuelves a tomar?».
«Why not?», que habría dicho con su acento neoyorquino J. D. Salinger. Él también se bebía su propio pis, aunque nunca habría querido salir en un documental, siquiera dando razones del asunto. No hizo falta porque lo largó su hija Margaret A. Salinger en sus memorias, El guardián de los sueños. El libro traza el recorrido de su padre por toda una serie de cultos y dietas; entre otras, el budismo zen, el hinduismo, la Comunidad de la Autorrealización, la ciencia cristiana, la cienciología o la macrobiótica... que le llevaron a su vez a numerosas prácticas excéntricas, como la ya mencionada ingesta de orina o pasar tiempo sentado en la caja orgónica. (Esto último consiste en una caja metálica forrada en madera —¿un sarcófago vertical?— que supuestamente concentra energía y despierta la libido del usuario, o la refuerza según los casos).
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No hay referencias a estas bizarrías en la biografía de Kenneth Slawenski, J. D. Salinger: una vida oculta, quizá porque era difícil e imposible confirmarlas. Tras la publicación y éxito absoluto de El guardián entre el centeno (1951) y la consiguiente fama y atención mediática, Salinger se aisló del mundo en la pequeña localidad de Cornish (New Hampshire). Allí vivió protegido por abogados y pleitos contra cualquier publicación sobre su figura —biografías, epistolarios... no se podía ni poner su foto en las solapas de las cubiertas de sus libros—, y altos muros, perros y una escopeta contra periodistas y civiles curiosos. Nunca se grabó su voz, solo concedió una entrevista —telefónica— en toda su vida, y en una de sus últimas fotos públicas, que fueron tomadas treinta años antes de su muerte, sale gritando a un fotógrafo entrometido.
En la reciente reedición española de su obra completa, en uno de esos estuches conmemorativos de algún aniversario, pero pensados para la campaña navideña, etc., apenas es posible hacerse una idea de lo que hay dentro de la caja. La única información que consta en la web de la editorial es: «Por expreso deseo del autor, no está permitido que la editorial aporte en su material promocional ningún tipo de texto adicional, información biográfica, cita o reseña relacionados con esta obra».
Hay cuatro libros, literal, porque no publicó más —se le pueden sumar a esos cuatro títulos algunos cuentos sueltos más en The New Yorker—: El guardián entre el centeno; Nueve cuentos (1953); Franny y Zooey, novela en dos partes desde que ambos relatos aparecieran juntos en 1961; y Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, dos relatos editados en un solo volumen en 1963, año a partir del cual no volvió a publicar nada en toda su vida, cuarenta y siete años de silencio editorial.
En su libro, Slawenski planteó el mayor misterio de todos (incluso Stephen King especuló sobre ello): ¿siguió creando Salinger en su aislamiento?, ¿qué había en su caja fuerte?
Su hijo, Matt Salinger, que preservó la memoria de su padre presentando un retrato más amable que el de su hermana y es además depositario de los derechos de las mil páginas de lo inédito que dejó escrito su progenitor, dice que se publicará todo, que están en ello, que quedan unos «few years» —a saber— y que los textos interesarán más que una secuela de El guardián entre el centeno.