Gatsby revisitado (por Rodrigo Fresán)
Desde que tiene memoria lectora, Rodrigo Fresán lee -todos los veranos- a la este año centenaria «El Gran Gatsby» de Francis Scott Fitzgerald. El verano pasado volvió a hacerlo. Pero, en esa/esta ocasión, no sólo lo leyó sino que, además -como forma de agradecimiento y de conmemoración a una de las más incuestionables Grandes Novelas Americanas- escribió «el pequeño gatsby»: suerte de manual de instrucciones para comprender y apreciar mejor a «El Gran Gatsby», las tumultuosas circunstancias de su creación, y el poderío de sus verdes y luminosas radiaciones que llegan hasta nuestros días. Aquí, algunas flexiones y reflexiones acerca del fino arte de intentar repetir el pasado irrepetible con el constante consuelo de que siempre se podrá repetir un irrepetible libro.
Por Rodrigo Fresán
Hay gente que tiene muchos hijos, muchos autos, muchos gatos o perros, muchos millones o muchas deudas, muchas ganas de hacer o de no hacer tantas cosas...
Yo tengo muchos Gatsbys: muchos ejemplares y ediciones diferentes de El Gran Gatsby (y, lo siento, yo escribiré ese Gran siempre con G mayúscula, con una gran G). Y es que siempre tengo muchas ganas de volver a leer El Gran Gatsby. Esa novela a la que puede calificarse como la más breve (pero no por eso pequeña) de las Grandes Novelas Americanas y a la que poco y nada cuesta considerar perfecta en fondo y forma, en trama y tono, en estilo y ritmo. Un milagro irrepetible (si bien Francis Scott Fitzgerald luego descolló en la equilibradamente desequilibrada Suave es la noche y parecía haber reencontrado su destino en la inconclusa y póstuma El último magnate) que no supo ser entendido y apreciado en su momento y que por estos días cumple un siglo de vislumbrar esa inalcanzable luz verde al otro lado de la bahía. Esa luz verde que no es otra cosa que el pasado imposible de recuperar pero, aún así, constante y nunca del todo pasajero.
Un pasado para siempre como para siempre es El Gran Gatsby.
Sí: aunque El Gran Gatsby sea algo que creímos dejar atrás siempre podrá volver a ser aquello que tenemos por delante.
Yo leo El Gran Gatsby una vez al año desde, más o menos, mis diez años. Me niego a decir que la releo: porque la novela de Fitzgerald se me presenta, una y otra vez, desde entonces, como si fuese la primera vez. Yo prefiero decir que lo revisito (y, sí, Babylon Revisited es uno de los mejores y más tristes relatos de Fitzgerald; y su correcta aunque no muy fiel adaptación fílmica con Elizabeth Taylor y Van Johnson, The Last Time I Saw Paris, de 1954, dirigida por Richard Brooks, vuelve a poner de manifiesto lo que ya se sabe: las tramas de Fitzgerald, sin la prosa romántico-epifánica de Fitzgerald, bordean peligrosamente los filos del melodrama).
Mejor aún: cada vez que vuelvo a ella, El Gran Gatsby vuelve a mí ya perfectamente reconocida y reconocible (sé todo lo que va a pasar, sé todo lo que no va a pasar en sus páginas) pero, aún así, maravillándome con ese renovado y casi inédito pero eterno fulgor que es lo que distingue a las auténticas obras maestras. Bien lo apuntó Italo Calvino en su Por qué leer a los clásicos cuando especificó allí las condiciones que deberían reunir esos contados títulos cuyas páginas jamás se arrugan y que no envejecen, esos libros que en verdad cuentan.
A saber:
Relectura constante e interminable sin por eso perder el encanto de eterna primera vez y ser no sólo inolvidable sino, además, «escondiéndose en los pliegues de la memoria y mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual». Traer impresa la huella cultural de lecturas que han presidido a la nuestra. No dejar de recibir –y de «sacudirse»– un «incesante polvillo de discursos críticos». Revelarse y rebelarse como siempre novedoso cuando más se cree conocerlo. Equivaler al universo entero «a semejanza de los más antiguos talismanes». Reconocer de inmediato –sin importar el orden y momento en que se llega a él o nos llega a nosotros– su lugar en una genealogía clásica. Anular todo ruido de fondo de la actualidad a la vez que lo armoniza y lo dota de un nuevo sentido con ese algo que «no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él».
Check y check y check y check y check y check y...
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Apresurado censo a mi biblioteca doméstica y llego a contar unas veinticinco ediciones de El Gran Gatsby. No es que, estrictamente, las coleccione (aunque ya configuren una colección per se) sino que, cada vez que vuelvo a leerla, me gusta reforzar la idea de renovado encuentro con lo ya conocido y admirado pero estrenando un nuevo ejemplar. Así -aunque a muchos les sonará absurdo o hasta demencial- lo mejor de ambos mundos: volver a frecuentar a ese hombre dentro de un traje rosado arrojando camisas multicolor al aire de su amor con un nuevo look. Mi muy particular forma de, gatsbyanamente, repetir el pasado. Nunca podré volver a leer El Gran Gatsby por primera vez pero sí podré acudir al reencuentro en un libro que abro por primera vez. Y, claro, de ser posible, intento que mi Gatsby de cada año sea muy diferente al del año anterior y que sus portadas difieran y que vayan de lo clásico (esa primera diseñada por el catalán Francis Cugat o la tipográfica y naranja en Penguin Books con la leyenda bajo el título que anticipa un «La historia del hombre que se construyó una ilusión en la que vivir»); pasen por las inevitables postales que muestran a flappers vertiginosas y fiestas y autos desenfrenados; hasta caer en la casi vulgaridad de aquellas que se reimprimen para conmemorar alguna nueva versión cinematográfica que jamás le hará justicia a los encuadres perfectos de sus capítulos. Hay muchas, hay muchísimas ediciones de Gatsby en cualquier idioma (y, claro, se han reproducido conejilmente aún más cuando la novela entró en dominio público el 1 de enero del 2021). Entren a Amazon y pasen y vean y por aquí mismo acaba de publicarse edición conmemorativa. No: está claro que no me van a faltar modelos de El Gran Gatsby así yo llegue a vivir más de lo que lleva viviendo esta novela que, por supuesto, me sobrevivirá a mí y a todos ustedes.
«Leo El Gran Gatsby una vez al año desde, más o menos, mis diez años. Me niego a decir que la releo: porque la novela de Fitzgerald se me presenta, una y otra vez, desde entonces, como si fuese la primera vez. Yo prefiero decir que lo revisito».
Yo, ya lo dije, tengo muchas de ellas (también he extraviado unas cuantas) pero conservo la primera que tuve. Aquí está aún a mi primer Gatsby en aquella colección Rotativa de la editorial Plaza & Janés: año 1971, traducción de E. Piñas. Colección de pequeños libritos en tapas duras donde también leí por primera vez Un mundo feliz de Aldous Huxley y El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez y Los primeros hombres en la Luna de H. G. Wells y Poemas de Miguel Hernández (porque me gustaba mucho ese disco de Joan Manuel Serrat) y El trigo verde de Colette y Regreso a las estrellas de Erich Von Däniken.
Sí, a mis apenas diez años yo ya leía todo lo que tenía a mano y a ojo porque nada me gustaba más que leer y que pensar (y estaba en lo cierto) que cuanto más leyera más pronto podría ser un lector que escribe. Esa edición de El Gran Gatsby la capturé en el departamento de mi abuela materna en Buenos Aires (donde solía pasar los fines de semana para que, supongo, mis padres juntos o separados pudiesen acudir sin ataduras ni toques de queda a fiestas gatsbyanas). Y en su portada tenía/tiene la foto/ilustración de una pareja que (siempre me pareció un error eso de poner/imponer a los lectores cuerpos y rostros en las tapas de los libros) entonces a mí no me pareció que fuesen Gatsby y Daisy sino que estaban más cerca de Nick y Jordan. Y recuerdo claramente llegar a su última página y sorprenderme por el descubrimiento de que una novela pudiese terminar así: no con acción sino con reflexión. Y creo que fue entonces cuando, por primera vez, aunque con un pasado no demasiado amplio a mis espaldas, comprendí la idea del ayer y de su poderío como aquello que también había intuido escuchando una y otra vez la Yesterday de los Beatles. Y estoy seguro de que yo -que ya quería ser escritor, que ya escribía- me dije: «Yo puedo aprender mucho de este libro, este libro tiene mucho para enseñarme» (lo mismo me había pasado, poco tiempo atrás, con Drácula que, como El Gran Gatsby, es una novela de vampiros y de vampirizados). Y sigue haciéndolo, sigue enseñándome, mostrándome, demostrándome cómo hacer las cosas bien, muy bien, de manera excelente.
Ese primer Gatsby -inicial e iniciático- se quedó en Buenos Aires (esa Buenos Aires donde la regia e imperial sucursal de Harrods había decorado sus escaparates con vestuario y atrezo gatsbyano para promocionar la película del momento) cuando mi familia, por motivos históricos-histéricos-argentinos, tuvo que salir corriendo y con lo puesto y sin libros rumbo a Caracas. Y fue allí donde compré/leí mi segundo Gatsby: de nuevo en la colección Rotativa de Plaza y Janés, pero ahora con tapa blanda y nueva portada: un fotograma de la por entonces ya mencionada y reciente adaptación fílmica de 1974, dirigida por Jack Clayton, con Robert Redford y Mia Farrow y Sam Waterston en los roles protagónicos, y un poco eficiente guión de Francis Ford Coppola suplantando al fichaje original, Truman Capote, quien declaró a la novela como imposible de adaptar.
Sí: El Gran Gatsby fue el primer libro que -por todas las razones incorrectas- tuve dos veces (ese Gatsby II pereció en una suerte de biblio-holocausto del que ya escribí en El estilo de los elementos y, a mi regreso a Buenos Aires me reencontré con Gatsby I). Pero la fiesta ya había comenzado: quien dice dos, dice tres, y dice más de veinte. Y aquí estamos, aquí seguimos, desde hace tiempo y ahora y para siempre, en inglés, The Great Gatsby y yo.
El último Gatsby que me compré es el de Vintage Classics del 2022 con aplicaciones muy déco en plateados y dorados (y lo compré en tándem con su gemela siamesa y freak: la extrañísima Save Me the Waltz de Zelda Fitzgerald, que es algo así como Scott soñado por alguna de las insomnes antiheroínas de David Lynch).
Y lo leí el verano pasado mientras escribía -así, todo en minúsculas- mi el pequeño gatsby.

El Nueva York de Gatsby (izquierda) y los Gatsbys de Rodrigo. Crédito: cortesía del propio Fresán.
Sí: vuelvo a leer El Gran Gatsby todos los veranos, en el centro de agosto en España (o en enero cuando vivía y leía y escribía en Argentina), porque El Gran Gatsby no es solo una gran novela veraniega. El Gran Gatsby es una muy refrescante y (como canta Bob Dylan, nativo de Minnesota como Fitzgerald, shape-shifter reinventor de sí mismo como Gatsby, citador del autor la novela en sus Ballad of a Thin Man y del libro mismo en Summer Days) forever young novela calurosa, acalorada, ardiente y en llamas.
Y allí está ese magistral capítulo VII en el que todos los personajes deciden lanzarse en frenética expedición desde Long Island a Manhattan y tomar casi por asalto una suite en el Plaza Hotel para que, allí y entonces, las palabras suban de tono y los acontecimientos se precipiten y la tragedia transpire y se consuma (y mensaje para talleristas literarios: en la composición y puesta en escena y diálogos de este tramo de la novela está todo lo que necesita saberse sobre composición y puesta en escena y diálogos).
«El Gran Gatsby no es solo una gran novela veraniega. El Gran Gatsby es una muy refrescante y forever young novela calurosa, acalorada, ardiente y en llamas».
Y fue el pasado verano cuando revisité a El Gran Gatsby de manera diferente. Lo hice para estudiarla más detenidamente mientras escribía el pequeño manual/homenaje que ahora es mi el pequeño gatsby. Una forma de dar las gracias y de rendir culto y de invitar/provocar en otros las ganas del reencuentro o de la primera vez. Y, claro, last but not least -esa fue la coartada perfecta que entusiasmó a mis editores- conmemorar la muy redonda efeméride de esos cien años de Jay Gatsby. Ese hombre/símbolo -más encarnación de Soñador Americano que de Sueño Americano- convencido de que es posible esa imposibilidad de repetir el pasado.
Y, claro, de nuevo la maravilla y la confirmación de que El Gran Gatsby es el regalo que no deja de dar y -siendo yo el tipo de escritor que tiende a lo expansivo- sufriendo por tener que limitarme, por criterio y prepotencia de la colección/compresión Endebate, a no pasar más allá de los más o menos 150.000 caracteres. No fue sencillo pero fue gratificante para mí y espero que así lo sea para el lector. Misión cumplida en cualquier caso; y allí está buena parte de lo que tenía para agradecer y admirar sin que esto signifique que, con mi librito ya impreso, El Gran Gatsby no haya dejado de ofrecerme nuevos destellos que bien podrían haber iluminado a mi el pequeño gatsby.
Ejemplos dispersos:
-Me entero de la existencia de una adaptación televisiva de El Gran Gatsby -en A&E, del 2000- que nunca vi y que tuvo muy malas críticas pero a Paul Rudd en el personaje de Nick Carraway (lo que me parece todo un acierto a la hora del casting).
-Ordenando mi biblioteca abro al azar esa suerte de tratado de autoayuda escritorial-autobiográfico que es Plantéate esto de Chuck Palahniuk: el autor de El club de la lucha (otra novela con potente y dolida amistad masculina simbiótica llevada hasta la más extrema psicosis). Y allí Palahniuk se pregunta, con gracia e ingenio, cómo es posible que Nick no salve a su santo camarada revelándole a todos (policía incluida) que fue Daisy y no Gatsby quien atropelló a Myrtle Wilson. Y me digo que es una pregunta lícita pero, al mismo tiempo, un tanto tonta, y que demuestra que Palahniuk no comprendió en absoluto a Nick. Porque como todo apóstol, Nick necesita que su mesías muera para así luego saberse dueño de su memoria y secreto y poder predicar/recrear el sonado y soñado evangelio según San Nick. Sí: los dioses deben morir primero para así luego poder resucitar en el inmortal recuerdo de los mortales y recién así, entonces, ser dioses en los que valga la pena y la alegría creer.
-Me entero de que una adaptación teatral casi contemporánea a la novela fue dirigida por George Cukor, posteriormente director del clásico My Fair Lady -otra apología de la reinvención- con Audrey Hepburn y Rex Harrison.
-Tiemblo al descubrir que, a la hora de enumerar los clásicos noir influenciados por El Gran Gatsby me olvidé de incluir entre ellos a la magnífica Havana Room de Colin Harrison.
Y estoy seguro que El Gran Gatsby -no como fantasma de Navidades pasadas-presentes-futuras sino como festivo espectro de juergas de verano- no me va a dejar descansar en paz nunca, que siempre va a tener algo nuevo para contarme.
Qué suerte.

Siguiendo los pasos del Nueva York de Gatsby. Crédito: cortesía de Rodrigo Fresán.
Termino de escribir en Barcelona estás líneas que comencé a apuntar hace unos días en New York. ¿Qué fui a hacer allí? No importa. Importa, sí, que allí -en mi librería favorita de la ciudad, Mercer Street Books & Records- me compré la edición Norton de El Gran Gatsby. Espécimen con gran aparato de notas y ensayos y apreciaciones y críticas, extractos de los formidables notebooks de Fitzgerald, los grandes relatos proto-gatsbyanos -Absolution y Winter Dreams- y una portada maravillosa: foto de un hombre distante y del que no llegamos a ver su rostro de pie en la punta de un muelle. En resumen: ya tengo libro para leer -para revisitar, con las persianas bajas y el ventilador encendido- este agosto mientras tantos se engancharán a alguna pequeñez muy larga de Netflix.
«No fue sencillo pero fue gratificante para mí y espero que así lo sea para el lector. Misión cumplida en cualquier caso; y allí está buena parte de lo que tenía para agradecer y admirar sin que esto signifique que, con mi librito ya impreso, El Gran Gatsby no haya dejado de ofrecerme nuevos destellos que bien podrían haber iluminado a mi el pequeño gatsby».
Pero todavía falta un poco para ello y ahora -entonces, pocos días atrás- camino por la Quinta Avenida y vuelvo a buscar y encuentro al edificio donde alguna vez funcionó la editorial Scribner's y en cuyo centro estaba el escritorio de Maxwell Perkins: santo patrón de todos los editores y quien soportó con entereza, porque esa era su misión, a las personalidades más bien volátiles e inestables de Thomas Wolfe (una mala aunque bienintencionada película de 2016, Genius, con Colin Firth y Jude Law, estrenada en España con el deficiente título de El editor de libros, puso en escena esa relación tan peligrosa como preciosa), Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Sus cartas con semejante trío dinámico -recopiladas en tres libros indispensables: To Loot My Life Clean: The Thomas Wolfe-Maxwell Perkins Correspondence, The Only Thing That Counts: The Ernest Hemingway-Maxwell Perkins Correspondence y Der Scott / Dear Max: The F. Scott Fitzgerald - Maxwell Perkins Correspondence- son todo un ejemplo de templanza y paciencia y sabiduría de quien era consciente de que había venido a este mundo mal escrito para ayudar a que se lo escribiera mejor. Y, claro, todo editor que se precie de tal debería leer Max Perkins: Editor of Genius, la muy laureada biografía y best-seller de A. Scott Berg para entender de qué se trata, de qué debería tratarse. Y el edificio donde Perkins hizo lo suyo con los suyos supo tener en su bajos y a la calle -en mis primeras visitas a la ciudad- una muy hermosa librería. Luego, creo, ese espacio fue ocupado por una perfumería, una macro-agencia de viajes y, ahora, por una tienda de ropa marca Club Monaco. Prendas, digámoslo, de una sofisticada vulgaridad y sin ninguna clase o romanticismo: ni Gatsby ni Daisy se detendrían jamás a comprar algo allí. Tampoco Nick. Pero aún así, en el flanco del edificio, se sigue leyendo (porque, presumo, nadie se ha atrevido a borrarlo, por temor o por respeto o porque el ayuntamiento no lo permite, ahí sigue, como si fuese uno de esos tatuajes para la eternidad) eso de Charles Scribner's Sons - Publishers and Booksellers - Founded 1846. Foto y saludo y minuto de silencio de mi parte y continúo el paseo hasta el Plaza Hotel (donde, ya lo dije, acontece una de las escenas clave de El Gran Gatsby) ahora rodeado por tabiques y verjas por refacciones. Su fuente -esa fuente en la que, según la leyenda, Scott y Zelda se arrojaban vestidos y rellenos de champagne- hoy está vacía; pero dentro del hotel continúan calentando los fogones del Grill Room donde la pareja, que odiaba cocinar en su piso del 38 de la 59 West St., acudía a masticar y a beber y a seguir viviendo. Y, por supuesto, el hotel cuenta con una -con esa- Suite Gatsby. Y, ah, qué suerte que no existieran aún las redes sociales, porque habría sido insoportable el tóxico tránsito de esta parejita de it girl and boy tan influencers consagrándose como avatares de la jazz age y reyes del selfie... Y descubro que el perfil de uno de los bordes del Central Park (allí está ese lago al que aún no han regresado los patos que tanto intrigan, en El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, al protagonista Holden Caulfield quien se confiesa fan de Gatsby) ha sido modificado por demasiados nuevos rascacielos. Y, bajando hacia Times Square -donde está mi hotel- por Broadway, descubro que The Broadway Theatre (en la 53 y Broadway) ofrece un musical basado en El Gran Gatsby que, según una de las críticas que iluminan las marquesinas, «explota con vida y energía». Y me temo que todo va en camino de convertirse en un musical de Broadway y próximamente, a no dudarlo, La metamorfosis, En busca del tiempo perdido y Ulises con canto y baile y, warholianamente, todos tendremos nuestro propio musical de quince minutos (lo que da para obertura, canción hit, y grand finale). Me detengo a mirar las fotos y ver los videos con clips que se emiten desde pantallas en la entrada del teatro y, oh, entre tanto frenesí tap-charleston, descubro que Nick y Daisy son... afroamericanos. Y mejor no comments. Y me alejo de allí a toda velocidad, distrayéndome y pensando en posibles y más lógicos papeles para Taylor Swift y Lana Del Rey y Lady Gaga en todo el asunto o temiendo una adaptación gay transcurriendo en Valparaíso o algo así. Y me acuerdo de que Fitzgerald postuló aquello de «La prueba de una inteligencia de primera clase reside en la capacidad de retener en la mente dos ideas opuestas al mismo tiempo y aún así mantener la capacidad de funcionar» o algo así. Y mejor -por política y por corrección- no preciso aquí lo que estoy pensando ahí y ahora con ganas de allá y nunca: porque son más de dos ideas, sí, pero ninguna es opuesta. Y me pregunto qué pensaría de todo esto -de su éxito sin límites ni fronteras- el ahora inmortal y entonces agónico Fitzgerald: ignorado por todos, cracked-up, pasado de moda en Hollywood, mendigando guiones y descubriendo que los últimos royalties de sus libros eran el producto de los pocos ejemplares que él mismo había comprado para regalar a más conocidos que amigos.
Ah, ya es hora de irme de allí y de volver acá. Y el tren que me lleva al aeropuerto tiene como destino final una estación llamada Babylon y me dan ganas de volver a ver esa infravalorada película de Damien Chazelle donde se funden y comulgan los resplandores de Francis Scott Fitzgerald con las penumbras de Nathanael West. Y me acuerdo de que West -autor de las portentosas a la vez que desamparadas El día de la langosta y Miss Lonelyhearts- murió en un accidente de tránsito de camino al velorio de Fitzgerald. Y me pregunto si me acordé de poner eso en mi el pequeño gatsby. Creo que sí, no estoy del todo seguro.
Y le escribo desde lejos a alguien cercano para que lo vea y lo busque y lo encuentre o no y me lo diga mientras -por la ventanilla del vagón primero y luego por la del avión- contemplo como los oscuros campos de la república se extienden en la noche. Allí afuera y allá abajo luces de todos los colores, algunas verdes. Y pienso en el orgásmico futuro cada vez más reducido y reduciéndose ante el avance del cada vez más grande y orgiástico pasado. Y me digo, contra la corriente, que ya es hora de volver a casa y que me falta menos para volver a leer, para revisitar, a El Gran Gatsby.