«Intermezzo», o la revolución íntima y dolorosamente (social y) humana de Sally Rooney llegando más poderosamente lejos que nunca
Dice que escribe para entender el mundo. Más bien, para entender cómo funciona el mundo. Cómo el ser humano se relaciona, y cómo esas relaciones duelen, y asfixian, pero también propulsan, y te vuelven real. También quiere entender, dice, y mostrar, en qué medida dependen de estructuras invisibles que las condicionan por completo: el género, la clase social. El «dinero». Porque el capitalismo todo —hasta aquello que no puede comprarse— lo ha convertido en un objeto, algo que poseer, algo susceptible de convertirse en una transacción: el amor, el sexo, la amistad. Tanto das, cuánto debes. La culpabilidad. Su aproximación es siempre de una vulnerabilidad incorruptible y fascinante. Leer a Sally Rooney es fundirse con aquello que siente el personaje sobre el que sea. El grado de intimidad y desnudez —no sólo física, sino, sobre todo, sentimental— no tiene igual en la literatura mundial. Y he aquí la revolución que impone. Una revolución que, en «Intermezzo» (Random House), su cuarta novela, es aún más evidente. Puesto que llega aún más lejos. En todos los sentidos. Su capacidad para radiografiar el choque entre mundos —el choque entre personajes, «personas», que son, inevitablemente, enormes, inacabables, por dentro— da un paso de gigante en esta novela que parte de un duelo —el padre de los hermanos protagonistas, Ivan y Peter Koubek, acaba de morir—, y se sumerge en un intento por encontrar algún tipo de felicidad a partir de entonces, una resituación, en la que un romance atípico —entre una mujer casada, y treintañera, y un jovencísimo, e inexperto, inocente y, a su manera, sabio genio del ajedrez— hará preguntarse a los lectores en qué consiste la «normalidad», y por qué ésta no debería ser algo estable, ni considerarse la única posibilidad en un mundo —el de cada uno— en el que todo debería ser posible siempre que contase con nosotros —y nuestro consentimiento— en ese momento.
Por Laura Fernández
Jaque a la reina. Crédito: Yolanda del Pino.
Lleva un jersey a rayas, el pelo muy corto, y una americana de un color arcilloso. Al fondo puede verse parte de la campiña irlandesa, campiña en la que vive desde que, casi en secreto, se casó con un profesor de matemáticas —y jugador de ajedrez online, y esto es importante—, durante la pandemia. Se conocieron durante su último año en el Trinity College, mientras ambos estudiaban. La campiña irlandesa, ese countryside en el que vive, no está lejos del lugar en el que creció, Castlebar, una pequeña capital de condado de apenas 12.000 habitantes. El vídeo en el que para siempre Sally Rooney, la escritora que más ha hecho por la transformación —en algo apasionantemente mejor, una especie de abismo de lo íntimo, un laboratorio de experimentación formal desde algún tipo de nuevo, y dolorosamente honesto interior narrativo— de la literatura europea, y universal, en este siglo XXI, recordará de qué forma surgen las historias en su cabeza, y cómo todo ha sido desde el principio un intento de explicarse el mundo, y en qué consisten las relaciones entre los seres humanos, lo filmó algo llamado Louisiana Channel. El momento en el que lo hizo fue al poco de publicarse su segunda novela, Gente normal, es decir, justo antes de que la fama que aquella novela alcanzó —fama que sumó a la primera, no en vano, su primer asalto, Conversaciones entre amigos, se había publicado en 15 idiomas, y había empezado a despertar el interés de los grandes nombres: Zadie Smith fue una de las primeras en descubrir el alcance mayúsculo de la entonces apenas veinteañera— la propulsara al Olimpo de los Escritores Extremadamente Exitosos, y, por eso, por ser a la vez respetados por la crítica, y adorados por el público, injustamente envidiados. Se muestra, pues, en la entrevista, Rooney, relajada, y aunque extremadamente certera —se cuenta que la manera en que Tracy Bohan, su agente, una de las agentes que militan en la respetadísima y feroz agencia de Andrew Wylie, la descubrió fue a través de un ensayo y de la manera en que éste la presentaba: «La debatiente competitiva número uno de Europa», sí, era una estudiante brillante, y la mejor en cualquier equipo de debate universitario: esto también es importante para la novela de la que estamos a punto de hablar—, aún lejos de cualquier tipo de hermetismo. Entre las cosas que dice en dicha charla, una charla de apenas 30 minutos, intercalada con una lectura, figura aquello que hace de la narrativa de Sally Rooney algo único y honesto, íntimo y revolucionario: el yo inmerso en un nudo social invisible que, sin embargo, lo atenaza, lo condiciona, lo moldea, y a su vez, lo propulsa, le da sentido, lo vuelve real.
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Hay, de hecho, un párrafo en la reciente Intermezzo (Random House), su cuarta y más amplia, mejor, novela, que lo resume perfectamente. Dice lo siguiente: «La vida, al fin y al cabo, no se ha zafado de sus redes. No existe ninguna vida así, libre de ataduras: la vida misma es la red que sostiene a la gente en su sitio y da sentido a las cosas. No es posible romper con las limitaciones y seguir llevando sin más una existencia carente de sentido. La gente, el resto de la gente, lo hace imposible. Pero sin el resto de la gente, no habría vida alguna. La crítica, el reproche, la decepción, el conflicto: esas son las vías por las que las personas permanecen conectadas unas a otras». El párrafo ocurre cuando Margaret, uno de los personajes, la mujer que trabaja en el centro cultural de una pequeña localidad —la madre de Rooney se ha dedicado a algo parecido, o idéntico—, se pregunta en qué consiste estar viva, y hasta qué punto cada paso que da en esa vida suya es libre, o está, de alguna forma, marcado por aquello en lo que se considera que la vida consiste a su alrededor. Margaret tiene 36 años, ha dejado a su marido porque bebe demasiado y lo suyo hace mucho que dejó de ser un matrimonio, es sólo alguien cuidando de otro alguien insoportable, y acaba de enamorarse de un chico de 22 años. Un chico encantador, un jovencísimo genio del ajedrez, el chico prodigio de los Koubek, la disfuncional familia —que acaba de perder al padre— que hay en el centro de la novela: dos hermanos francamente dispares, y una madre exigente y distante, Christine, que ha formado otra familia, lejos, que lo hizo hace años, cuando los abandonó. Margaret se siente culpable por ser feliz, y teme estar hiriendo a Ivan, así se llama el chico, sin que esa herida sea visible, porque, cree, y lo teme, acabará por serlo algún día, cuando él recuerde que una vez estuvo saliendo con una mujer mayor, que tal vez se estuviese aprovechando de él, porque ¿qué sabe Ivan de la vida? Su padre, que le había cuidado y querido, y protegido, ha muerto, y de repente, él ha quedado expuesto a un mundo que no entiende. Ivan es especial. En ningún momento se habla de forma directa de su neurodivergencia —y es un prodigio la sensibilidad la con la que Rooney la describe desde dentro, y la verdad intimísima que hay en ella—, pero ésta existe: Ivan no entiende el mundo, ni entiende a la gente, todo en su cabeza funciona de forma matemática, o casi, la empatía le resulta confusa por definición, aunque la practica siempre que se siente agradecido, y cuidado, siempre que siente que el otro está ahí de verdad, y si es él mismo en exceso cuidadoso con cómo afecta a los demás su manera de hablar, o lo que dice, es porque se siente, en todo momento, en un campo de minas. En cualquier momento, cualquiera puede explotar y él no sabrá por qué lo ha hecho, porque le falta, como diría su hermano Peter, exitoso en todo lo que al discurso se refiere. Peter es algo así como antítesis de Ivan. Como Rooney, fue el mejor de su promoción en lo que a debatientes atañe. Una pequeña estrella convertida hoy en abogado. En el momento en el que la novela irrumpe en su vida, Peter sigue enamorado de una ex novia, Sylvia Larkin, una académica brillante, de su misma edad —33—, pero está saliendo con Naomi o, mejor, acostándose con ella a cambio de algún tipo de seguridad: Naomi vive en una casa con amigos, está a punto de ser desahuciada, jamás ha tenido nada parecido a una familia, está sola en el mundo, sólo tiene su cuerpo, que Peter sabe que está usando, pero sólo así, sólo con tipos como él, quizá, piensa, sólo con él. Naomi tiene la misma edad que Ivan, y sin embargo, el primero en juzgar la relación desigual de su hermano con una mujer mayor es él, Peter. Oh, Margaret puede estar aprovechándose de su hermano, ¿y no está él aprovechándose de Naomi?
Sally Rooney en una imagen de 2017. Crédito: Getty Images.
He aquí el tablero que plantea Rooney en esta partida. En su cuarta novela, un artefacto hondo, comprensiva y profundísimamente humano en el que las relaciones vuelven a ser diseccionadas —a eso se dedica, ya verán, lo admite en esa entrevista lejana, a entender cómo nos relacionamos, y en qué consisten esas relaciones— sabiamente, vuelven a ser, de alguna forma, enfrentadas, esto es, la escritora coloca a los personajes ante abismos relacionados con el otro —el hermano, la amante, el ser querido del que jamás querrías tener que separarte, la madre ausente— y observa cómo escapan, o no, de ellos, y así, aprende, o entiende, ella también, mejor, en qué consiste ser humano, y de paso, lo hace el lector. «Tengo que conocer algo muy bien hasta poder observar las cosas que realmente me interesan», dice en esa entrevista al Lousiana Channel. También dice que cuando le ocurre algo horrible, como romperse la nariz, una parte de ella se alegra, porque «así podré contar exactamente qué se siente cuando te rompes la nariz». Su condición es la de, se diría, exploradora. Ella vive, y sobre todo, siente, y luego, cuenta. Cuando habla de sus personajes, no habla de que los crea. Dice que los conoce. Como si se los encontrara por el camino. Y esto es lo que ocurre cuando se los encuentra. «Siento que necesito explicarle ciertas cosas sobre sí mismo. Quiero que entienda ciertas cosas, y en esas cosas, hay parte de mí, de manera que, mientras ellos empiezan a conocerse a sí mismos, yo aprendo sobre mí misma, en otro sentido. Observar cómo se enfrenta a determinados problemas me hace pensar en mis propios problemas. Le doy muchas vueltas al concepto de significar. Qué significan las cosas. Qué significas tú mismo. Y a cómo de difícil es comunicarlo. Que los demás lo entiendan y que tú misma lo entiendas», explica. Y esa respuesta en sí misma arroja luz, y es una luz deslumbrante, necesaria, sobre su Obra, en mayúsculas, y sobre la sinceridad, y la valentía con la que se enfrenta a ella.
Leer a Sally Rooney es fundirse con aquello que siente el personaje sobre el que sea. El grado de intimidad y desnudez —no sólo física, sino, sobre todo, sentimental— no tiene igual en la literatura mundial. Y he aquí la revolución que impone. Una revolución que, en Intermezzo, su cuarta novela, es aún más evidente. Puesto que llega aún más lejos. En todos los sentidos.
No le preguntan, en dicha entrevista, sobre cómo habla del deseo femenino, sobre cómo lo construye, sin obviar todo aquello que a menudo se obvia —el deseo de sumisión, la condición de objeto, de ser el ente deseable de la relación, lo complejo de ese algo arraigado cosificante, y su aceptación como parte de un juego sin reglas—, pero su importancia es enorme. «Supongo que el hecho de que no me pregunten tanto sobre el sexo, y cómo lo trato, está queriendo decir algo de nuestra sociedad», le decía hacía no demasiado a una periodista de The Guardian, que pasó, también, sigilosamente sobre el tema. En Intermezzo, como en el resto de sus novelas, el sexo es a la vez lugar seguro, refugio, para unos, y transacción, para otros. Y el asunto de la transacción, como verán, es importante, porque, aunque nada parecería más lejos de lo real, Sally Rooney está, todo el tiempo, tratando de escribir lo que ella llama una novela marxista. Se pregunta, incluso, si eso es posible. ¿Existe la novela marxista?, se pregunta. Pero si hay algo que les atrae, como lectores, de la prosa de Rooney, además del grado de intimidad, y desnudez —no sólo física, sino sobre todo sentimental— de la misma, su vulnerabilidad incorruptible y fascinante, es que todo aquello en lo que el mundo consiste está delicada e intencionadamente disuelto en ella. «Lo que me interesa es observar en detalle la vida íntima de la gente, y para hacerlo como quiero, debe notarse, en lo que escribo, el impacto de todo aquello que no puede verse pero que afecta a esa vida. La clase social, el género. Cosas abstractas y difíciles de entender, pero que ejercen todo tipo de presiones en las relaciones. Cuando hay dos personas en la cama, nadie piensa en las estructuras, pero las estructuras están ahí. Si observas las relaciones íntimas, observas los límites de esas estructuras y lo que influyen. Pienso el mundo desde un marco marxista, y nunca sé cómo hacer que entre en la ficción que escribo. No sé lo que significa escribir una novela marxista y me encantaría saberlo. Escribo mucho sobre la clase social. No escribo directamente sobre los trabajadores, pero la gente sobre la que escribo está en una situación precaria. Han ido a la universidad, pero no tienen ningún tipo de estabilidad económica. Escribo sobre el mundo con el que me encontré al salir de la universidad. No podemos escapar del marco transaccional del capitalismo. Está ahí, en nuestras relaciones. Lo que das, y lo que debes, lo que recibes. La realidad material y económica tiene un impacto fundamental en lo que somos. La posesión, la transacción. No podemos escapar al capitalismo», explica Rooney, en esa entrevista.
Sally Rooney en la entrevista a la que hace mención Laura Fernández a lo largo del texto. Crédito: Louisiana Channel, 2021.
En Intermezzo, esa idea de clase, o de cómo aquello que te rodea te condena, de alguna forma, está por todas partes. Especialmente en la relación entre Peter y Naomi, desigual y marcada por la necesidad. ¿Se fijaría siquiera Naomi en Peter si no fuese abogado? ¿Si no tuviese su estatus social? ¿Qué relación de entre ambas, la de Peter y Naomi, y la de Margaret e Ivan, es, pues, la más desigual y en qué sentido? He aquí la pregunta más evidente, que la novela lanza al lector, y que invita a poner en duda la idea de normalidad, y todo aquello que en su nombre nos perdemos, sin sentido, pero, no es la única. Toda novela de Sally Rooney es un laberinto de dilemas, un jugoso cuestionamiento de todo lo que creíamos saber, y de cómo creíamos saberlo. Y, por supuesto, es también y sobre todo una definición del yo. «Si me interesa el paso de la niñez a la adolescencia y de la adolescencia a la edad adulta es porque, en las dos primeras, los personajes han vivido con sus padres, y de repente, al cumplir los 18, están solos, y tienen, por fuerza, que empezar a conocerse. Su familia ha desaparecido. Ya no ocupan el lugar que ocupaban en ella. Están ahí fuera, en el mundo. ¿Y quiénes son? ¿Quiénes somos? Cuando uno sale de su familia, tiene que empezar a tomar sus propias decisiones. Y son esas decisiones las que le permitirán conocerse», dice Rooney en el Louisiana Channel. Ivan está justo en ese punto, y se diría que Peter también. Y también Margaret. Acaba de dejar de ser la mujer de alguien. ¿Quién se supone que es ahora? Las relaciones nos dan, y nos quitan, y lo que queda después de cada una de ellas, es un alguien otra vez solo que debe volver a definirse por lo que será, por lo que está siendo, sin que nadie le vea. En el caso de los hermanos, además, está el asunto del duelo, y la incomunicación. A Rooney le obsesiona el lenguaje, y de qué manera nos tiende trampas. Reflexiona Ivan en un momento determinado de Intermezzo lo siguiente: «Eso demuestra, piensa Ivan, que la distinción entre verdad y mentira es compleja. Tienes la impresión de estar encajando el lenguaje en el mundo de una manera concreta, como un niño que encaja el juguete con la forma apropiada en la ranura con la forma apropiada, pero a veces caes en la cuenta de que esa imagen también es falsa. El lenguaje no encaja en la realidad como un juguete en la ranura. La realidad, de hecho, es una cosa, y el lenguaje, otra». Y sí, cuando hacemos daño, o cuando nos hacen daño, también hay algo que no se dice, o que se dice de una manera en que resulta insoportable, hiriente, terrible. Pero ¿y si no podemos controlarlo? ¿Y si no sabemos como no hacerlo? Lo interesante en Intermezzo, además, es que, de fondo, y todo el tiempo, lo que hay es el duelo. Hay una pérdida. La pérdida del padre. Un hombre amable al que un hermano trató de proteger, sin que nadie se lo pidiera, y que protegió, a su vez, al otro, sin que éste lo notase. Hay dos versiones de una misma persona funcionando en dos cabezas distintas que, sin embargo, deben enfrentarse juntas a su pérdida. Y a aquello que el duelo hace contigo. El duelo, la pérdida, nos transforma. Perder a alguien te convierte en otra persona, y a la vez te devuelve tu propio yo desnudo. Y toda relación sufre un reset impredecible. De ahí el intermezzo, ese tiempo muerto, eso que ocurre cuando, en realidad, está ocurriendo todo. Por todo eso, no es sólo que Sally Rooney haya vuelto a hacerlo. Es que lo ha hecho mejor. Como nunca.
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