«El perdón en las familias», un relato original de Alice Munro
Figura imprescindible de la literatura contemporánea, una maestra en los relatos cuya obra ha sido reconocida en numerosas ocasiones, incluyendo el prestigioso Man Booker International Prize (2009) y el (oh, sí) Premio Nobel de Literatura (2013). Hoy está de regreso con una colección de cuentos inéditos titulada «Algo que quería contarte» (edita Lumen). Con ocasión del lanzamiento, en LENGUA la honramos publicando uno de ellos: «El perdón en las familias».
Por Alice Munro

Crédito: Getty Images.
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Por ALICE MUNRO
A menudo he pensado que si tuviera que ir a un psiquiatra, me preguntaría por mis antecedentes familiares, como es natural, así que tendría que empezar por hablarle de mi hermano, y el psiquiatra ni siquiera esperaría a que acabara, seguro, me encerraría.
Le dije eso a mamá; se echó a reír.
—Eres dura con ese chico, Val.
—¿Chico? —le dije—. Ese hombre.
Se rio, lo admitió.
—Pero recuerda que los lunáticos también son hijos de Dios —dijo.
—¿Cómo lo sabes, si eres atea? —contesté.
Había cosas que mi hermano no había podido evitar. Nacer, por ejemplo. Nació la misma semana que empecé a ir a la escuela, ¿se puede ser más oportuno? Yo estaba asustada; no era como ahora, que los niños llevan ya años yendo a la guardería y al parvulario. Iba a la escuela por primera vez y a todos los demás niños los acompañaba su madre, ¿y dónde estaba la mía? En el hospital teniendo un bebé. Qué bochorno pasé. Esas cosas daban mucha vergüenza entonces.
No tuvo la culpa de nacer y tampoco tuvo la culpa de vomitar en mi boda. Imaginaos. El suelo, la mesa, se las ingenió incluso para salpicar el pastel. No iba borracho, como algunos supusieron, la verdad es que cogió una gripe criminal, que de hecho a Haro y a mí nos tumbó también durante la luna de miel. Nunca he oído que nadie más con una gripe haya vomitado encima del mantel de encaje y los candelabros de plata y el pastel en el banquete de una boda, pero podría achacarse a la mala suerte; quizá todos los demás cuando les entraron las ganas estaban más cerca de un aseo. Y tal vez todos los demás se aguantaran un poco más las ganas, tal vez, porque nadie es tan especial ni se siente tanto el centro del universo como mi hermano pequeño. Llamadlo simplemente un hijo de la naturaleza. Así se haría llamar él mismo, más adelante.
Me saltaré sus andanzas desde que nació hasta que vomitó en mi boda, salvo para mencionar que tenía asma y se quedaba en casa sin ir a la escuela una semana tras otra, escuchando los seriales radiofónicos. A veces había una tregua entre nosotros, y entonces conseguía que me contara lo que pasaba cada día en Big Sister o Road of Life y ese otro con GeeGee y Papa David. Era muy bueno para recordar todos los personajes y desentrañar todos los enredos, he de reconocerlo, y leía mucho Gateways to Bookland, aquella preciosa antología que mamá nos compró y que luego él se llevó a hurtadillas y vendió, por diez dólares, a un librero de viejo. Mamá decía que podría haber sido brillante en la escuela si le hubiera dado la gana. Ese hermano tuyo es un enigma, solía decir, verás como nos dará sorpresas. Tenía razón, nos las dio.
Empezó a quedarse en casa permanentemente en décimo curso, después del lío que se armó cuando lo descubrieron implicado en una trama que robaba exámenes de matemáticas del escritorio de un profesor. Uno de los conserjes le dejaba entrar en el aula al acabar las clases porque decía que estaba trabajando en un proyecto especial. Y lo hacía, a su manera. Mamá dijo que solo buscaba popularidad, porque con el asma no podía participar en los deportes.
Palabra de Alice
A ver. Trabajos. Se plantea la pregunta, ¿qué es lo que una persona como mi hermano —y al menos debería ponerle un nombre: se llama Cam, diminutivo de Cameron; mamá pensó que sería un nombre apropiado para un rector universitario o un magnate honrado (que era el tipo de posición en que lo imaginaba)—, qué es lo que va a hacer, cómo piensa ganarse la vida? Hasta hace poco el gobierno no te pagaba por estar cruzado de brazos proclamando que has adoptado un estilo de vida creativo. Primero consiguió trabajo de acomodador en una sala de cine. Mamá se lo consiguió, conocía al gerente, era en el antiguo Teatro Internacional que había en Blake Street. Pero tuvo que dejarlo, porque empezó con la fobia a la oscuridad. Toda la gente sentada a oscuras le daba escalofríos, decía, una cosa rarísima. Solo le afectaba cuando trabajaba de acomodador, no le pasaba cuando iba al cine por su cuenta. Se volvió todo un cinéfilo. De hecho se pasaba días enteros en las salas de cine, viendo cada película dos veces para irse a continuación a otra sala y ver la siguiente. Tenía que matar el tiempo de alguna manera, porque entonces mi madre y todos los demás creíamos que estaba trabajando en la terminal de autobuses Greyhound. Salía de casa puntualmente todas las mañanas y volvía puntualmente por las noches, y contaba todas las peripecias del viejo cascarrabias encargado de la oficina y de la mujer con la columna desviada que llevaba allí desde 1919 y se enfadaba con las chicas que mascaban chicle, oh, una historia de lo más animada, habría llegado a ser tan buena como los folletines de la radio si mamá no hubiera telefoneado para quejarse de que le estaban reteniendo el cheque del sueldo —debido a un error técnico al escribir su nombre, según él— y se enterara de que se había largado en mitad de su segundo día de trabajo.
«Allá por donde pasa este chico se convierte en zona catastrófica, dijo mamá. Si lo leyeras en un libro no te lo creerías, dijo. Es tan terrible que da risa.»
Bueno. Pasar el rato en el cine era mejor que pasarlo en la cervecería, dijo mamá. Al menos no estaba en la calle mezclándose con maleantes. Le preguntó cuál era su película favorita y él dijo que Siete novias para siete hermanos. Ves, dijo ella, le interesa la vida al aire libre, no está hecho para el trabajo de oficina. Así que lo mandó a trabajar para unos primos suyos que tienen una granja en el valle del Fraser. Debería explicar que mi padre, el padre de Cam y mío, en esa época ya había muerto; murió cuando Cam estaba con asma y escuchando seriales radiofónicos. Nada cambió mucho, al morir él, porque trabajaba de revisor en la línea del Gran Pacífico Oriental cuando el ferrocarril empezaba en Squamish, y vivía parte del año en Lillooet. Nada cambió, mamá siguió trabajando en los grandes almacenes Eaton’s como siempre, cruzando en transbordador y luego continuando en autobús; yo me encargaba de la cena, ella volvía penosamente por la cuesta en la oscuridad del invierno.
Cam se largó de la granja, se quejaba de que los primos eran religiosos y siempre iban detrás de su alma. Mamá entendió que le molestara, a fin de cuentas lo había criado para que fuese un librepensador. Viajó a dedo hacia el este. De vez en cuando llegaba una carta. Pedía fondos. Le habían ofrecido un empleo en el norte de Quebec si podía conseguir el dinero para llegar hasta allí. Mamá se lo enviaba. Luego él mandaba un mensaje diciendo que al final la oferta no había salido, pero no devolvía el dinero. Con otros dos amigos iba a montar una granja de pavos. Nos mandaron planos, presupuestos. Se suponía que trabajaban con un contrato para Purina, nada podía salir mal. Los pavos se ahogaron durante una inundación, después de que mamá le hubiera mandado dinero, y nosotros también, a pesar de nuestros recelos. Allá por donde pasa este chico se convierte en zona catastrófica, dijo mamá. Si lo leyeras en un libro no te lo creerías, dijo. Es tan terrible que da risa.
Ella lo sabía bien. Yo solía ir a verla el miércoles por la tarde, que era su día libre, empujando a Karen en el cochecito, y luego a Tommy con Karen caminando al lado, subiendo por Lonsdale y bajando por King’s Road, ¿y de qué acabábamos hablando siempre? Ese chico y yo nos terminaremos divorciando, decía. Voy a hacerle la cruz de una vez por todas. ¿Cómo va a ser un hombre de provecho si no deja de pedirme que le saque las castañas del fuego?, preguntaba. Yo mantenía la boca cerrada, más o menos. Ella sabía mi opinión. Cada vez, sin embargo, acababa diciendo: «Me gustaba tenerlo por casa, de todos modos. Era una buena compañía. Ese chico siempre sabía hacerme reír». O: «Le tocó bregar mucho, con el asma y sin un padre. Nunca hizo daño a nadie a propósito».
—Una cosa buena sí que hizo —decía mamá.
En realidad podría considerarse un favor. A aquella chica.
Se refería a la chica que vino y nos contó que había estado comprometida con Cam, en Hamilton, Ontario, hasta que él le dijo que nunca se casaría porque acababa de enterarse de que en su familia había una enfermedad mortal de riñón. Se lo dijo por carta. Y ella vino buscándolo para decirle que no importaba. No era nada fea, la chica. Trabajaba para la compañía telefónica Bell. Mamá dijo que era una mentira piadosa, para no herir sus sentimientos porque no quería casarse con ella. Yo dije que era un acto de piedad igualmente, porque la pobre habría tenido que mantenerlo de por vida.
Aunque podría habernos quitado un peso de encima a los demás.
«Y pensé que todas esas cosas no parecen ser tanto la vida cuando las estás haciendo, nada más son cosas que haces, cómo llenas tus días, y siempre crees que algo va a abrirse de golpe y que te encontrarás a ti misma, que entonces te encontrarás a ti misma, en la vida.»
Pero eso fue entonces y ahora es ahora, y como todos sabemos los tiempos han cambiado. Cam lo tiene más fácil. Vive en casa, yendo y viniendo, desde hace un año y medio. Tiene poco pelo por delante, cosa que no sorprende en un hombre de treinta y cuatro años, pero por detrás se deja unas greñas canosas largas hasta los hombros. Va vestido con una especie de sayo marrón basto que parece de arpillera (si se supone que la arpillera es en símbolo de penitencia, le dije a Haro, no me importaría ofrecerle el látigo), y cadenas, medallones, cruces, dientes de alce y toda clase de colgantes en el cuello. Lleva sandalias de esparto. Las hace un amigo suyo. Cobra el subsidio. Nadie le pide que trabaje. ¿Quién podría ser tan cruel? Si tiene que escribir cuál es su profesión, pone «sacerdote».
Es verdad. Hay toda una escuela de individuos que se hacen llamar sacerdotes y tienen una casa en Kitsilano, donde Cam también se queda a veces. Son rivales de la banda de los hare krishna, solo que estos no cantan, simplemente se pasean por ahí sonriendo. Ha desarrollado una voz que no soporto, una voz muy fina, dulce, siempre en el mismo tono. Me dan ganas de ponerme delante de él y decirle: «Hay un terremoto en Chile, acaban de morir doscientas mil personas, han arrasado otra aldea en Vietnam, hambruna como de costumbre en India». Solo para ver si sigue diciendo: «Muy bien, muy bien» con esa dulzura. No come carne, por supuesto, se alimenta de cereales integrales y hortalizas de hoja. Entró en la cocina, donde yo estaba cortando remolacha en rodajas; la remolacha está prohibida, es un tubérculo.
—Espero que te des cuenta —me dijo— de que estás cometiendo un asesinato.
—No —le dije—, pero te doy sesenta segundos para que salgas de aquí, o podría cometerlo.
Así que, como digo, ahora pasa parte del tiempo en casa, y estaba ahí el lunes por la noche cuando mamá se sintió mal. Empezó a vomitar. Un par de días antes Cam la había iniciado en una dieta vegetariana —ella siempre le estaba prometiendo que lo probaría— y él le explicó que estaba vomitando todos los venenos acumulados en su cuerpo por comer carne y azúcares y demás. Le dijo que era una buena señal y que cuando lo hubiera echado todo, se encontraría mejor. Ella siguió vomitando, y no se encontraba mejor, pero él tenía que salir. Los lunes por la noche es cuando hacen su reunión semanal en la casa de los sacerdotes, donde cantan y queman incienso o celebran la misa negra, qué sé yo. Pasó casi toda la noche fuera, y cuando volvió a casa descubrió a mi madre inconsciente en el suelo del cuarto de baño. Fue hasta el teléfono ¡y me llamó a mí!
—Creo que será mejor que vengas y veas si puedes ayudar a mamá, Val.
—¿Qué le pasa?
—No se encuentra bien.
—¿Qué le pasa? Dile que se ponga al teléfono.
—No puedo.
—¿Por qué no puedes?
Juro que se le escapó la risa.
—Bueno, me temo que se ha desmayado.
Llamé a una ambulancia y los mandé a buscarla, así fue como llegó al hospital, a las cinco de la madrugada. Llamé a su médico de cabecera, se acercó a verla, y trajo al doctor Ellis Bell, uno de los mejores cardiólogos de la ciudad, porque decidieron que se trataba de eso, del corazón. Yo me vestí, desperté a Haro y se lo conté, y luego me fui en coche hasta el Hospital Lions Gate. No me dejaron entrar hasta las diez. La tenían en Cuidados Intensivos. Me senté delante de Cuidados Intensivos, en la horrible salita de espera reluciente. Tenían sillas rojas escurridizas, formica barata y un tiesto lleno de guijarros del que crecían unas hojas verdes de plástico. Me quedé allí sentada hora tras hora leyendo el Reader’s Digest. Los chistes. Pensando, así es como va, así va, seguro, se está muriendo. Ahora, en este momento, detrás de esas puertas cerradas, se está muriendo. Nada se detiene o se posterga por eso, como en cierto modo y contra toda lógica crees que pasará. Pensé en la vida de mi madre, la parte de su vida que yo conocía. Yendo a trabajar cada día, primero en el transbordador y luego en autobús. Haciendo la compra en el viejo Red & White, y después en el nuevo Safeway... ¿Nuevo? ¡Tiene quince años! Bajando a la biblioteca una noche por semana, llevándome con ella; luego volvíamos a casa en el autobús con nuestro cargamento de libros y una bolsa de uvas que comprábamos en un bazar chino, para darnos un capricho. Los miércoles por la tarde también, cuando mis hijos eran pequeños y yo iba a tomar café y liaba cigarrillos para las dos con aquel aparato que tenía. Y pensé que todas esas cosas no parecen ser tanto la vida cuando las estás haciendo, nada más son cosas que haces, cómo llenas tus días, y siempre crees que algo va a abrirse de golpe y que te encontrarás a ti misma, que entonces te encontrarás a ti misma, en la vida. Ni siquiera es que desees especialmente que se abra, vives bastante conforme tal y como todo discurre, pero en el fondo lo esperas. Entonces te estás muriendo, mamá se está muriendo, y solo son las mismas sillas de plástico y plantas de plástico y un día normal y corriente ahí fuera con gente haciendo la compra, y lo que has vivido es lo único que hay, y darías lo que fuera por ir a la biblioteca, algo tan simple como eso, por regresar subiendo la cuesta en el autobús con libros y una bolsa de uvas. Ay, sí, darías lo que fuera por volver a ese instante.
Cuando me dejaron entrar a verla, tenía la cara azulada y los párpados entreabiertos, pero con los ojos en blanco. Siempre estaba horrenda sin la dentadura puesta, de todos modos; no nos dejaba verla. Cam la tachaba de presumida. Ahora no llevaba la dentadura. O sea que en todo momento, pensé, en todo momento, incluso cuando era joven, presentía que iba a acabar así.
No alentaron esperanzas. Haro llegó y le echó una mirada y me pasó un brazo por los hombros.
—Val, tendrás que estar preparada —me dijo.
Lo hizo de buena fe, pero no pude hablar con él. No era su madre y él no podía acordarse de nada. No tenía ninguna culpa, pero no me apetecía hablar con él, no quería escucharlo diciéndome que más me valía estar preparada. Fuimos a comer algo a la cafetería del hospital.
—Será mejor que llames a Cam —dijo Haro.
—¿Por qué?
—Querrá saberlo.
—¿Por qué crees que querrá saberlo? Anoche la dejó sola y esta mañana ni siquiera ha tenido las luces de pedir una ambulancia cuando llegó a casa y la encontró.
—Da lo mismo. Tiene derecho. Tal vez deberías decirle que venga para acá.
—Probablemente ahora mismo esté ocupado preparándole un funeral hippy.
Pero Haro me convenció como hace siempre que quiere y fui a telefonear. No contestó. Me sentí mejor por haber llamado, y justificada en lo que había dicho porque Cam no estaba en casa. Volví y esperé, sola.
A eso de las siete de la tarde apareció Cam. Venía acompañado. Traía una tribu de colegas sacerdotes, supongo, de aquella casa. Todos llevaban la misma clase de indumentaria que él, el sayo de arpillera marrón y las cadenas y las cruces y chatarra religiosa, todos tenían el pelo largo, todos eran unos cuantos años más jóvenes que Cam, salvo por un hombre viejo, viejo de verdad, con una barba gris rizada y con los pies descalzos (en marzo, descalzo) y desdentado. Juro que aquel viejo no se enteraba de nada. Creo que lo recogieron al pasar por el Ejército de Salvación y le pusieron aquel atuendo porque necesitaban a un viejo que hiciera de una especie de talismán, o aportara un extra de santidad o a saber qué.
—Esta es mi hermana Valerie —dijo Cam—. Este es el hermano Michael. Este es el hermano John, este es el hermano Louis. —Etcétera, etcétera.
—No han dicho nada para darme esperanzas, Cam. Se está muriendo.
—Esperemos que no —dijo Cam con su sonrisa misteriosa—. Hemos pasado el día trabajando para sanarla.
—¿Con oraciones, quieres decir? —pregunté.
—«Trabajo» es una palabra que lo describe mejor que «oración», si no entiendes lo que es.
Por supuesto, yo nunca entiendo nada.
—La verdadera oración es trabajo, créeme —dice Cam, y todos me sonríen, como él.
No pueden estarse quietos, como niños que han de ir al lavabo, se retuercen y se mueven y se pasean sin cesar.
—Veamos, ¿dónde está su habitación? —pregunta Cam con un tono pragmático.
Pensé en mamá moribunda, viendo (quién sabe, quizá por momentos pueda ver) a través de los párpados entreabiertos a esa banda de derviches de celebración alrededor de su cama. Mamá, que perdió la fe cuando tenía trece años y fue a la Iglesia Unitaria y se marchó cuando discutieron por tachar a Dios de los himnos (ella estaba a favor); mamá, obligada a pasar sus últimos minutos consciente preguntándose qué había ocurrido, si había retrocedido en el tiempo hasta la época en que los chiflados retozaban en sus ceremonias dementes, intentando distinguir los últimos atisbos de lucidez en medio de sus disparates.
Menos mal que la enfermera dijo que no. Trajeron al médico de turno y dijo que no. Cam no insistió, sonrió y asintió como si les hubieran dado permiso, y entonces llevó a la tropa de nuevo a la sala de espera, y allí, delante de mis narices, empezaron. Colocaron al viejo en el centro, sentado con la cabeza inclinada y los ojos cerrados —a cada momento le tenían que ir dando palmaditas y recordándoselo— y se sentaron en cuclillas formando una especie de círculo alrededor, uno hacia dentro y otro hacia fuera, uno hacia dentro y otro hacia fuera. Entonces con los ojos cerrados comenzaron a balancearse atrás y adelante, gimiendo unas palabras muy suavemente, solo que no las mismas palabras, sonaba como si cada uno de ellos musitara palabras distintas, y no en inglés, por supuesto, sino en suajili o sánscrito o algo así. Cobró fuerza, poco a poco cobró fuerza una letanía cadenciosa, y al ritmo de la cadencia se iban poniendo en pie, todos excepto el viejo, que permaneció quieto y parecía que se hubiera dormido, allí sentado, e iniciaron una danza arrastrando los pies sin moverse del sitio, dando palmadas, no muy acompasados. Siguieron igual un buen rato, y el ruido, aunque no era estruendoso, atrajo a las enfermeras del mostrador y a los auxiliares y a los celadores y a unas cuantas personas como yo que estaban esperando, y nadie parecía saber cómo reaccionar, porque era una escena increíble, alucinante, en aquella anodina salita de espera. La gente se quedó mirando como si confiara en despertar de un sueño, hasta que salió una enfermera de Cuidados Intensivos.
—No podemos permitir este alboroto —dijo—. ¿Se puede saber qué están haciendo aquí?
Agarró a uno de los jóvenes del hombro y lo zarandeó, porque de otro modo no habría conseguido que alguien se detuviera y prestara atención.
—Estamos trabajando para ayudar a una mujer que está muy enferma —contestó él.
—No sé a qué llaman ustedes trabajar, pero no están ayudando a nadie. Les pido que salgan de aquí ahora mismo. Perdón. No se lo pido. Se lo exijo.
—Está muy equivocada si cree que el tono de nuestras voces hace daño o molesta a cualquier enfermo. Toda esta ceremonia se ajusta a una frecuencia que alcanza y reconforta el inconsciente y expulsa las influencias demoníacas del cuerpo. Es una ceremonia con cinco mil años de antigüedad.
—Cielo santo —dijo la enfermera, estupefacta como cabía esperar—. ¿Quién es esta gente?
Me tuve que acercar y aclarárselo, contarle que era mi hermano y los que podrían llamarse sus amigos, y que yo no formaba parte de la ceremonia. Le pregunté por mi madre, si había algún cambio.
—Ningún cambio —dijo—. ¿Qué debemos hacer para sacarlos de aquí?
—Enchufadles la manguera —propuso uno de los celadores, y en todo ese tiempo, la danza, o la ceremonia, no cesó ni un instante, y el que se había interrumpido para dar explicaciones volvió a danzar también.
—Telefonearé luego para ver cómo está —le dije a la enfermera—. Voy un rato a casa.
Salí del hospital y me sorprendí al ver que había oscurecido. El día entero allí, de sol a sol. En el aparcamiento me eché a llorar. Cam está convirtiendo esto en un circo por su propio interés, dije para mis adentros, y después lo dije en voz alta cuando llegué a casa.
Haro me preparó una copa.
—No me extrañaría que salga en los periódicos —dije—. Es la oportunidad de Cam para hacerse famoso.
Haro llamó al hospital, preguntó si había novedades y le dijeron que no.
—¿Han tenido...? ¿Ha habido algún contratiempo con unos jóvenes en la sala de espera esta tarde? ¿Se marcharon sin armar jaleo?
Haro es diez años mayor que yo, un hombre cauto, demasiado paciente con todo el mundo. Creo que a veces le daba dinero a Cam a mis espaldas.
—Se marcharon sin armar jaleo —me dijo—. No te preocupes por los periódicos. Duerme un poco.
No era mi intención pero me quedé dormida en el sofá, después de la copa y del largo día. Me desperté cuando sonó el teléfono y la luz de la mañana entraba en la habitación. Fui a trompicones hasta la cocina arrastrando la manta con que Haro me había tapado y vi en el reloj de la pared que eran las seis menos cuarto. «Ha muerto», pensé.
Era su médico.
Me dijo que tenía noticias alentadoras, que mi madre estaba mucho mejor esa mañana.
Acerqué una silla y me desplomé en ella, y dejé caer también los brazos y la cabeza sobre la encimera de la cocina. Volví a ponerme al teléfono para oírle decir que aún estaba en una fase crítica y que las próximas cuarenta y ocho horas serían decisivas, pero sin dar alas a la esperanza quería que supiese que mi madre estaba respondiendo al tratamiento. Era aún más sorprendente en vista de que había tardado mucho en llegar al hospital y de que las cosas que le habían hecho al principio no parecieron tener mucho efecto, aunque el mero hecho de que hubiese sobrevivido a las primeras horas sin duda era una buena señal. «Nadie dio mucha importancia a esa buena señal ayer», pensé.
Me quedé allí sentada por lo menos una hora después de colgar el teléfono. Preparé una taza de café instantáneo, y como me temblaban tanto las manos a duras penas pude verter el agua en la taza, y luego no podía llevarme la taza a la boca. Dejé que se quedara frío. Por fin apareció Haro, aún en pijama. Me miró y dijo:
—Calma, Val. ¿Ha muerto?
—Ha mejorado un poco. Está respondiendo al tratamiento.
—Al verte he pensado lo contrario.
—Estoy perpleja.
—Ayer a mediodía no habría dado ni cinco por que saliera de esta.
—Ni yo. No me lo puedo creer.
—Es la tensión —dijo Haro—. Ya lo sé. Te mentalizas preparándote para lo peor, y cuando no pasa sientes algo raro, no puedes alegrarte de inmediato, es casi como una decepción.
Decepción. Esa era la palabra que me rondaba por dentro. Me alegré mucho, de verdad, estaba agradecida, pero en el fondo estaba pensando: o sea que Cam no la mató, ya ves, no la mató con su indiferencia y su locura y saliendo y abandonándola, y lo sentí, sí, en alguna parte de mí lamentaba descubrir que era verdad. Y sabía que Haro también lo sabía, pero que nunca me lo iba a mencionar. Esa fue la verdadera conmoción para mí, por eso seguía temblando. No por si mamá vivía o moría. Era el hecho de que me retratase tan claramente.
Mamá se puso bien, se recuperó de maravilla. Una vez repuntó ya no volvió a recaer. Pasó tres semanas en el hospital y después volvió a casa, y descansó tres semanas más, y después volvió a trabajar, acortando un poco el horario de ocho a cuatro en lugar de hacer la jornada completa, eso que llaman el turno de las amas de casa. Le contó a todo el mundo que Cam y sus amigos habían ido al hospital. Empezó a decir cosas como: «Bueno, a ese chico mío quizá no se le dé bien nada más, pero hay que reconocer que tiene un don para salvar vidas». O: «A lo mejor Cam debería meterse en el negocio de los milagros, desde luego conmigo le salió redondo». A estas alturas Cam ya decía, dice ahora, que esa religión no le convence, se está cansando de los otros sacerdotes y de todo eso de no comer carne ni tubérculos. Es una etapa, dice ahora, se alegra de haberla superado, de haberse conocido a sí mismo. Un día pasé por allí y vi que se estaba probando un viejo traje y una corbata. Dice que podría aprovechar alguno de los cursos de formación para adultos, está pensando en hacerse contable.
A mí también me hizo pensar en cómo ser una persona distinta de la que soy. Pienso en eso. Leí un libro que se titula El arte de amar. Muchas cosas parecían claras mientras lo estaba leyendo, pero después volví a ser más o menos la misma. Qué ha hecho Cam que tanto me doliera, en realidad, como dijo Haro una vez. ¿Y por qué voy a ser mejor que él, después de cómo me sentí la noche en que mamá vivió en lugar de morirse? Me prometí a mí misma que lo intentaría. Fui a verlos un día para llevarles una tarta de la pastelería, que Cam ahora se come tan feliz como el que más, y oí sus voces fuera, en el jardín, porque estamos en verano, les encanta sentarse al sol, y mamá le estaba diciendo a alguien de visita:
—Oh, desde luego, ya estaba preparada para emprender el viaje al más allá, y vino este idiota de Cam y se puso a bailar al otro lado de mi puerta con un puñado de sus amigos hippies...
—Dios mío, mujer —rugió Cam, pero se notaba que ya no le molestaba—. Miembros de una disciplina sagrada ancestral.
Me embargó una sensación extraña, como si caminara sobre ascuas y probara un conjuro para no quemarme.
El perdón en las familias es un misterio para mí, cómo llega o cómo perdura.
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