Cristina Rivera Garza: «El significado de la lluvia»
Cristina Rivera Garza, ganadora del Premio Pulitzer, abre «Terrestre» (Random House, abril de 2025) con una historia que parece simple: una mujer recuerda a otra. Pero lo que en manos menos hábiles sería apenas una anécdota, aquí se convierte en una exploración inquietante del tiempo, la pérdida y la geografía íntima del duelo. Ese relato inicial, «El significado de la lluvia», el cual reproducimos íntegro a continuación, sitúa a la narradora en una Irlanda del Norte gris y lluviosa, aunque esa lluvia —insistente, casi omnisciente— pronto empieza a moverse entre continentes. Belfast se transforma en la Ciudad de México y la figura de Julia O'Bradeigh emerge como una especie de testigo: de una historia de exilio, de cuerpos que envejecen, de amistades que no necesitan explicación. Rivera Garza escribe como si cada palabra fuera elegida para diseccionar lo invisible en un relato donde nada se siente forzado, donde la verdad cae, como la lluvia, una y otra vez.

Llueve en la calle Donegall de Belfast, cómo no. Crédito: Getty Images.
El significado de la lluvia
Tenía mucho tiempo sin pensar en Julia O'Bradeigh.
De hecho, no sería falso decir que había olvidado a Julia O'Bradeigh por completo. Fue cosa de llegar a Belfast una tarde gris de primavera para volver a sentir sus pasos cerca. Se aproximaba poco a poco, dudosa, sin decidirse bien a bien a hacerse presente. Pero se aproximaba de cualquier manera.
¿Primera vez en Belfast? Me preguntaron varias veces y, todas esas veces, contesté con la verdad: mi primera vez, ciertamente. Y, sin embargo, la familiaridad del espacio y la inequívoca sensación de regreso me aguijoneaban el cráneo. Durante la caminata inicial por los campos de la universidad tuve que detenerme a considerar mi respuesta. ¿Había estado antes en este lugar y lo había olvidado? ¿Había recorrido sus calles húmedas con zapatos de suela ancha hasta caer rendida en una acera no muy distinta a ésta? ¿Había soñado con estas nubes iridiscentes que se perdían en un telón gris como de perla? Avanzaba entre los charcos y, pausando con discreción, me volvía hacia atrás. ¿Me perseguía alguien? Luego, dirigía la mirada hacia el frente: ahí se abrían las veredas empedradas entre los amplios prados de jacintos y las isletas circulares donde irrumpían, alebrestadas, las coronas amarillas de los narcisos. ¿Estaba alguien allá, esperándome? Al final de todo, apenas del otro lado de la reja, me pareció distinguirla figura de una mujer que, inmóvil bajo la lluvia, me observaba desde lejos. Lloviznaba en realidad, y dejaba de lloviznar casi al mismo tiempo: el clima, afuera, tan inseguro como yo misma adentro. Una suave presión, como de piedra que cae en un pozo de aguas quietas, me obligó a llevar la mano al pecho. Supuse que era el cansancio, que con frecuencia produce alucinaciones, o la desorientación natural de quien acaba de llegar de un viaje largo. El penetrante olor de los jacintos me regresó de súbito al lugar donde me había detenido: es sólo que llueve, me dije, y que estoy aquí, bajo la lluvia, como una estatua con frío.
En la Ciudad de México las lluvias son muy puntuales. Alguien aseguró eso durante la primera cena. Y yo añadí: empezaba a llover a las dos de la tarde y terminaba de llover un par de horas después a lo mucho, enfatizando la conjugación en tiempo pasado. ¿Hace ya cuánto tiempo que esto no ocurría así? La plática pronto viró hacia cuestiones del cambio climático y cómo ahora los horarios se habían vuelto cada vez más inciertos, desalmados incluso, pero yo continuaba sonriendo con algo de nostalgia y otro tanto de secreta algazara mientras hacía esfuerzos por distinguir, en el reflejo del ventanal, a través de los goterones que resbalaban lentamente sobre el vidrio, ese otro sitio y ese otro tiempo de lluvias disciplinadas y previsibles. Por eso nadie usaba paraguas o gabardinas, murmuré después, ya cuando la plática había cedido ante la calidad de los postres o los rasgos del aire nocturno, como si acabara de dar con la respuesta a un enigma ancestral.
Julia O'Bradeigh tenía la costumbre de ponerse una gabardina beige —una prenda muy holgada y medio raída, con un cinto hecho nudo en la cintura del cual siempre colgaba una hebilla de carey— sobre unos pantalones de pana. Tenis oscuros. Así deambulaba por las calles de la Ciudad de México a paso lento, absorta dentro de sí misma, con las manos en los bolsillos y la mirada sobre el pavimento, sin percatarse de que la tarde de lluvia había llegado a su fin. Si eso no hubiera sido suficiente para notar que era distinta a nosotros, sólo habría hecho falta fijarse un poco en los rizos cerrados de su cabellera rojiza y la piel blanca, salpicada de pecas, para darse cuenta de que venía de lejos. Fue eso lo que despertó la curiosidad de Xian la tarde en que se detuvo, en alguno de los cuentos de Andamos perras, andamos diablas, apenas unos pasos detrás de ella en la cola del autobús. La cercanía era tal que podía distinguir los brotes de orzuela en las puntas de su cabello descuidado y el aroma, una pesada combinación de sudor y cítricos, que se desprendía de su piel. Tal vez fue eso o tal vez fue la crueldad lo que la llevó a urdir una broma y a ejecutarla en el acto. Me persiguen unos hombres, le dijo a la muchacha justo después de picarle la parte posterior del hombro con el dedo índice. Ayúdame. La voz de alarma. La mirada como súplica. Y Julia O'Bradeigh, crédula y solidaria a la vez, inocente y arriesgada al mismo tiempo, salió corriendo junto a ella, a su paso, preocupada por criminales imaginarios mientras atravesaban la colonia Doctores a toda velocidad.
Es difícil saber a ciencia cierta cómo o por qué surgen personajes específicos. Tal vez Julia O'Bradeigh, la irlandesa triste, la pelirroja atroz, nació justamente de ese momento de credulidad. Una confianza primigenia. Algo fuera de lugar. Xian ya había reparado en ella antes, intrigada por sus largas caminatas solitarias que parecían desprenderla del mundo, pero no fue sino hasta que corrieron a la par que supo, y esto a ciencia cierta, que quería estar a su lado. Quería conocerla. Ya luego le regaló un pájaro, que Julia dejó volar libre por ese departamento de techos altos donde coincidían, a veces, tránsfugas del sistema, extranjeros de profesión, mujeres sin hombres y extraños personajes del submundo de la réplica. Protegida por otro nombre u otros nombres (a veces se llamó, por ejemplo, Terri, porque era, en realidad, terrible), Julia pasó el verano de disciplinados aguaceros vespertinos al lado de Xian: despertaban juntas y, juntas, intercambiaban monedas húmedas por piezas de pan recién hecho o divisaban el vuelo de las palomas sobre las estatuas de los parques abandonados. Juntas reían, y juntas se volvían taciturnas, piedras cerradas dentro de sí mismas. Hubo un verano y, dentro del verano, un dúo de jovencillas larguiruchas y desempleadas que vivían de milagro, o de robar pequeños objetos con algo de valor en las casas de los ricos que, a veces, seguramente por equivocación, les abrían sus puertas: unas mancuernillas de jade, una pierna de jamón, alguna cartera llena de billetes límpidos.
¿Era ella la que apenas se alcanzaba a distinguir allá, del otro lado del tiempo, borrosa tras las marejadas intermitentes de la lluvia de la mañana? Me llevé la mano al pecho otra vez, porque algo se desbocaba dentro. El pulso. O la ansiedad. Y seguí caminando hacia el museo de Ulster a paso lento, como si paseara por Belfast por primera vez.
Hubo rachas de agua y tormentas alucinadas, lloviznas como rezos, chaparrones, diluvios.
En 1970, la editorial Plaza & Janés publicó la traducciónal español de The Price of my Soul, la autobiografía de Bernadette Devlin, una carismática activista por los derechos humanos que participó en la lucha por la autonomía de Irlanda del Norte y que formó parte del Parlamento representando a Ulster entre 1969 y 1974, años fundamentales en esa época de violencia conocida como «The Troubles». El libro de tapas duras, que encontré por puro azar a inicios de los ochenta en una montaña de mercancías rebajadas a la entrada de un almacén de Aurrerá, me llamó la atención sobre todo por su precio. No sabía nada de Irlanda y, no saber, le añadió un aura de encanto a la tapa dura que protegía sus páginas. Lo leí, en todo caso, como leía tantas cosas en esos tiempos, vorazmente, sin distinguir, o distinguiendo apenas, lo que era real y lo que era ficción. El gobierno unipartidista y autoritario, que mantenía a raya a sindicatos y estudiantes por igual, era realidad. Como realidad era el aburrimiento de los días, que se sucedían unos a otros sin variar: la devaluación del peso, la falta de empleo, la ausencia total de seguridad social. Pero el viejo líder sindicalista de lentes oscuros que daba entrevistas para la televisión matutina sin apenas abrir la boca, ¿era realidad o ficción? Las corretizas en la calle. Las persecuciones a mansalva. Los cadáveres después de las marchas, ¿ficción? El temblor que sacudió a la ciudad como a un trapo sucio, dejándola tirada después, ¿realidad? Tal vez por eso pasábamos tanto tiempo discutiendo sobre revoluciones posibles e imposibles en la universidad, dando de vueltas alrededor de luchas de liberación nacional en países lejanos, sin imaginar siquiera que las filas del Ejército Zapatista estaban creciendo en el sur del país, en el estado de Chiapas. Las bombas del ira, de las que sólo nos alcanzaban algunos ecos bajo las lluvias exactas de la Ciudad de México, nos parecían libertarias y encantadas, señales de otros mundos por venir. Si sólo pudiéramos hacer algo así, decía alguno o alguna con añoranza mientras la ceniza se desprendía del cigarrillo a medio fumar, confundiéndose con el polvo que cubría el cofre de los autos. Si pudiéramos quitarle la careta de normalidad a todo esto. Las frases entraban por los oídos como si fueran plegarias suspendidas en el aire, listas para ser atendidas. Bernadette Devlin. Repetí su nombre varias veces, como si no lo hubiera olvidado por años enteros y la conociera bien.
Hubo trombas. Hubo truenos que recorrían los rincones del cielo, despertándonos a su paso. Hubo relámpagos. Algunas tardes fue difícil distinguir si las gotas deagua caían del cielo o si se detenían, suspendidas, en la orilla de la atmósfera.
El Museo de Ulster dedicaba una de sus salas a la cronología política y la cultura material de los años de «The Troubles», exponiendo la dimensión nacionalista de un conflicto que enfrentó a protestantes contra católicos por 30 años sin ser nunca en realidad de naturaleza puramente religiosa. Aunque el análisis de la Partición de 1921 había quedado en otra sala, resultaba claro que la división de la isla en la República irlandesa, por un lado, e Irlanda del Norte bajo el dominio británico, por otro, sentó las aristas básicas de la conflagración. En las distintas mamparas de la sala, que juntas moldeaban un pequeño laberinto, sobresalían primero las imágenes de la batalla de Bogside con la que se desataron, entre el 12 y 14 de agosto de 1969, tanto las revueltas armadas de los activistas republicanos como la consecuente incursión del ejército británico. Otras mamparas mostraban las noticias del Domingo Sangriento de 1972, en el que se enfrentaron los activistas católicos y los militares británicos que abrieron fuego contra ellos, asesinando a 13 e hiriendo a 14 participantes. Sunday, Bloody Sunday. Había fotografías y carteles y portadas de discos y boletos de autobús que recordaban la dimensión más cotidiana de un conflicto que contrapuso predominantemente a miembros del IRA (Irish Republican Army) o el INLA (Irish National Liberation Army) contra integrantes del UVF (Ulster Volunteer Force) y el UDA (Ulster Defence Association), pero que explotaba en barrios concretos y contiguos, dentro del seno de familias específicas y, a veces, relacionadas. Finalmente, ya rumbo a la salida del laberinto, se anunciaba el Acuerdo de 1998 con el que se puso un término a la guerra de baja intensidad que cobró la vida de al menos 3500 irlandeses haría exactamente 25 años. Cuando pasé por el buzón donde se nos invitaba a dejar nuestros comentarios no pude dejar de pensar en Julia O'Bradeigh. ¿Así que ella había pasado por todo eso antes de llegar a la Ciudad de México sinfamilia ni amigos, apoyada por anónimos contribuyentes a causas de liberación internacional? ¿Por eso había salido corriendo, presurosa y confiada, aquella tarde de inicios de verano detrás de Xian dentro de las páginas de un cuento?
The Druthaib’s Ball, la exhibición temporal en el quinto piso del museo de Ulster, era una pieza del Colectivo Array, ganador del prestigioso premio Turner en 2021. La instalación, que utilizaba unos 250 objetos distintos, obras de arte y muebles para reconstruir la atmósfera del síbin irlandés (una larga tradición de bares comunitarios ilegales), invitaba al cotilleo y la aproximación, la risa, el abrazo. Era fácil arrellanarse ahí por un momento y sentirse, de repente, en otro lugar, hacía años. La pantalla, que nos recordaba el presente con las imágenes de activistas y músicos, artistas y comediantes, no se despegaba por completo de un pasado de violencia al que también se atendía como el origen de la reflexión y la posibilidad. Tenía apenas unos minutos sentada cuando empezó a sonar la alarma. Al principio pensé que era parte de la instalación, y por eso continué examinando las imágenes de la pantalla, pero pronto se apareció el guardia que, con una batería en la mano, nos conminó a despejar el espaciocon apremio. Todos obedecimos en el acto, uniéndonos a los grupos de niños de primaria que bajaban los numerosos escalones de manera veloz y ordenada. ¿Querían que compartiéramos el sentido de peligro e incertidumbre de esos años en los que las bombas explotaban en cualquier lado? No me entretuve en buscar una respuesta y, como todos los otros, me apresté a cruzar las puertas del museo sin mirar atrás. Caminé más y, luego, un poco más. ¿Qué había pasado en realidad? Pronto me encontré afuera, caminando deprisa sobre banquetas llenas de cuarteaduras, hasta que me detuve frente a las puertas cerradas de un cementerio. Del otro lado de la verja de hierro las lápidas se inclinaban sobre veredas sinuosas, cubiertas de un pasto muy verde, que crecía en desorden. No había nadie dentro, ni nadie detrás de mí. Estuve a punto de manipular la cerradura para abrir la reja pero, en el último momento, dudé. ¿No sería mejor dejar a los muertos descansar con los muertos? Cuando pasé frente al museo una vez más, ya habían vuelto a abrir las puertas al público y, cuando subí al quinto piso para reanudar mi recorrido de la exhibición temporal, me encontré con los mismos visitantes que habían sido expulsados con anterioridad.
Qué cosa tan rara es el tiempo.

Tropas británicas hacen guardia durante un altercado en Falls Road, Belfast, en agosto de 1969. Crédito: Getty Images.
Necesitaba descansar. Seguramente fue la lluvia o tal vez el acoso de los fantasmas, pero pronto me empezaron a doler las anginas. De regreso en el cuarto del hotel, comprobé que lo que había parecido ser apenas una molestia en el ojo izquierdo se había convertido ya en una hinchazón considerable. ¿Alergia? Me volví a examinar la habitación oscura y mal ventilada, cuyos muros, cubiertos de papel tapiz, reproducían la figura de pequeñas flores de un leve color rosa con ecos del art déco. La multiplicación vertiginosa de las imágenes me produjo un leve mareo. El encierro. Me senté sobre la cama y, frente a la ventana, me entretuve tratando de distinguir el origen de un leve ruido que no me dejaba concentrarme en nada. A ratos parecía un rasguño, la queja sorda de un perro herido, una lija volviendo una y otra vez sobre el lomo de la madera podrida. Los estertores de una sierra circular. Volvía la mirada al techo, tapizado también. Había algo ahí dentro, algo malsano y minúsculo, algo esperando por salir. La mano sobre mi pecho me decía que la presión había regresado de nuevo. Por eso decidí bajar al bar del hotel, a esa hora medio vacío. Me senté a la barra y pedí un vaso de agua. Luego, antes del que el cantinero me diera la espalda, opté por una cerveza oscura. Un hombre y una mujer parecían discutir, aunque en voz muy baja, en una de las mesas del restaurante, y una muchacha de cabellos cortos se entretenía con su teléfono mientras le daba sorbos distraídos a una bebida de colores estridentes no muy lejos de mí. Los techos altos y el ventanal que daba a la calle creaban la impresión de amplitud interior: una cierta sensación de eternidad. Respiré hondo. El cuerpo se fue acomodando con algo de dificultad de regreso a sí mismo, estirando una piel que, de repente, parecía haberle quedado un par de tallas más chica. Poco a poco, la presión cedió y el compás de la exhalación e inhalación regresó a su ritmo habitual. Me pregunté, justo entonces, si esto era en verdad envejecer. Temblar a cada rato. Quedarse sin aire. Trastabillar y dudar. Apretar las mandíbulas con discreción, como si las muelas estuvieran pegadas con un pegamento antiguo. Coleccionar datos y enumerar minucias a la menor provocación. La hipocondría, me dije, nunca es una buena consejera, y di un ligero manotazo sobre la barra. Antes de partir, me volví a ver la noche a través del ventanal: las gotas de la lluvia resbalaban una tras otra, formando presurosos cauces de agua, angostos y brillantes. Las luces del alumbrado público atravesaban los vidrios con sus cruentas espadas amarillas. Por un instante no supe si aquello era Belfast al inicio de la primavera de 2023 o si estaba ya en la Ciudad de México, muchos años antes, tratando de entender.
La opresión en el pecho me despertó temprano la mañana siguiente, pero ahora la atribuí, casi de inmediato, a un fulminante ataque al corazón o a un nuevo caso de covid. Pensé en llamar al lobby y pedir auxilio. Pensé en la posibilidad de perecer ahí, sola, en un cuarto de hotel acosado por innumerables flores idénticas en el norte de una isla donde, muchos años atrás, había nacido un personaje que, con el tiempo, había tomado la vida en sus propias manos, envalentonada y voraz, quizá sólo descreída. Pero mejor bebí un poco de agua y me calmé. ¿Qué les iba a decir? Me duele el pecho. Desde que llegué a Belfast cada cosa que acontece me produce la sensación de este peso, aquí, encima del esternón. Una piedra que cae en el centro de un pozo de aguas quietas. Me olvidó, ¿no lo ven? La muy canalla se olvidó de mí. Me dejó atrás. ¿Les iba a decir eso? Me reí de mí misma. Por si las dudas, bajé a desayunar temprano. Por si las dudas, pedí un decadente desayuno local, rico en grasas y carbohidratos, temiendo que fuera el último.
No tardó mucho en presentarse el taxista que dirigiría el tour político del conflicto. ¿Primera vez en Belfast? Preguntó cuando me acomodaba en la amplia sección trasera del auto y, para mi sorpresa, él hacía lo mismo. El discurso, que se parecía bastante al texto de sala del museo de Ulster, brotó de su boca de labios delgados y dientes amarillentos a ritmo pausado. A la introducción la siguió una muestra de fotografías, impresas todas en blanco y negro en un papel tamaño carta ya bastante manoseado. Ésta es mi ciudad, dijo en algún momento, mientras se inclinaba hacia el frente con una cierta exagerada vehemencia. El aroma del alcohol en su aliento matutino terminó de despabilarme. Luego, arrancó. Luego, mirando a través del espejo retrovisor, preguntó: ¿Tiene conocidos por acá? Cuando nos adentramos en Shankill Road primero y en el Falls Road, después, me sobé distraídamente el esternón, tratando de convencerme de que no me dolía. Los murales, coloridos todos, muchos de ellos con trazos cercanos al cómic, conmemoraban a protestantes patriotas en unos barrios, y a activistas tanto irlandeses como internacionales en la parte católica de la ciudad. Expuestas así, las cicatrices, que eran tantas, no dejaban de causar desasosiego, una complicada sensación de zozobra turística. Aunque el taxista había asegurado que contestaría a todas las preguntas, se negó a revelar su religión, aduciendo que eso quedaría claro durante el recorrido. En algunas paradas, se servía de viejas fotografías tanto impresas en papel como digitales para contrastar la violencia del pasado con la aparente calma del presente. Cuando llegamos a uno de los 27 muros de la paz, que separan con sus siete metros de altura regiones de tensión entre barrios católicos y protestantes, me ofreció un plumón de tinta indeleble para añadir otro mensaje en esa pared ya llena de palabras. Es para el futuro, me advirtió. ¿Pero qué tal si es en realidad para el pasado?, le pregunté a mi vez. Y, entonces, a escondidas de su mirada, garabateé tu nombre, Julia. Escribí, sobre el muro de la paz en Cupar Way, cerca de las puertas metálicas, tu nombre completo. Un conjuro tal vez; o un reproche. Quizá una provocación.
Al adentrarnos en las calles por donde ondeaban banderas irlandesas me restregué el ojo izquierdo sin fijarme y recordé que la inflamación no había cedido del todo. Ahí nos apeamos y, luego de tomar fotografías del mural conmemorativo de la vida de Bobby Sands, el legendario miembro del ira que murió luego de sostener una larga huelga de hambre mientras estaba encarcelado en la infame prisión de Maze, continuamos a pie. Nuestra venganza será la risa de nuestros niños, decía el texto a un lado de su larga cabellera oscura, a la derecha de su propia sonrisa. Si un par de gaviotas apesadumbradas, definitivamente roncas, no hubieran sobrevolado esta parte de la ciudad, si no se hubieran posado de cuando en cuando sobre los techos inmóviles o las cúpulas de las iglesias, habría sido fácil confundir estas calles con las calles de la Ciudad de México, y a esas casas de apretados ladrillos rojos con los conjuntos habitacionales que agencias del Estado, como el Fovissste o el Infonavit, habían puesto a disposición de generaciones enteras de las clases trabajadoras desde mediados del siglo xx. Me detuve frente a algunas de las edificaciones, a medias asombrada y a medias en estado de alerta. Luego, oí sus risas. Y escuché la lenta aproximación de sus pasos. Era un par de muchachas que avanzaban sin ton ni son en plena calle. Algo se decían. Y algo se contestaban. Lo importante no eran las palabras sino esa manera suya de caminar a la par, de seguirse el paso de cerca, sin reparar en nadie más. Pronto me rebasaron y, pronto también, una de ellas, se detuvo en seco. Iba a volver la vista atrás. Sí, tomaba el codo de la otra para sostenerse un poco, para afianzarse sobre su raíz mientras se preparaba para virar el tronco y la cabeza, y así observar lo que apartaban de sí. ¿Se había dado cuenta de súbito de que olvidaba algo? ¿Partían para siempre de este lugar y, como la mujer de Lot, no podían evitar un último vistazo? Cuando viró por completo pude contemplar por fin ese rostro abierto y dañado bajo la gorra negra, y la mirada a la vez retraída y escrutadora que me sujetó al suelo: ellas se iban. Yo me quedaba atrás. Ya en el taxi, la presión en el pecho me obligó a pedirle al hombre que bajara las ventanillas a pesar del frío. Necesitaba respirar aire fresco. Necesitaba dejar de recriminarle su olvido a Julia O'Bradeigh.
Hubo nubes grises, granizadas inclementes, chorros de agua que caían sobre el pavimento formando ríos, fuentes.

Belfast, año 1954. Crédito: Getty Images.
En agosto de 1981, apenas unos meses antes de que los partidos de izquierda se fusionaran en el Partido Socialista Unificado de México, se estrenó La amante del teniente francés, una película dirigida por Karel Reisz, basada en la novela homónima de John Fowles, con guion de Harold Pinter. Meryl Streep le daba vida y temblor y hondura a Sarah Woodruff, el personaje de esa institutriz independiente y contradictoria que, obligada por las restricciones de la época, se había casado con su propia "vergüenza" luego de haber mantenido (supuestamente) una relación ilegítima con un soldado francés. En las escenas del tráiler con el que promocionaban la película, Sarah Woodruff aparecía primero de espaldas, arropada por un sobretodo oscuro, peligrosamente inmóvil sobre el muelle de la bahía de Lyme al que amenazaban las olas cada vez más violentas de un mar arisco y gris en un día de tormenta. De repente, respondiendo al grito de Charles Smithson, el paleontólogo amateur que terminaría bajo su yugo, Sarah se volvía poco a poco hacia la cámara, hacia nosotros, hacia nuestros ojos ávidos que miraban, desde los inicios de una década atroz, embobados y sorprendidos a la vez, hechizados de antemano, los rizos pelirrojos asomándose apenas bajo la caperuza negra. Su rostro era un estudio de contrastes —frágil y desafiante, enfermo, victorioso, contrito— y era tu rostro, Julia. Su rostro era este otro rostro que divisaba desde la ventanilla de un taxi.
Hubo tormentas y hubo rayos. Los rayos caían sobre las antenas de los rascacielos, iluminando el desastre a su alrededor. Hubo cielos perennemente encapotados.
Ya en la noche, cuando trataba de cerrar los ojos sin conseguirlo del todo, volvió el ruido. Una lija, pensé. Un pedazo de tela que se rompe en dos, muy lentamente. ¿El aullido lejano de un perro? Salí de las colchasy me preparé un té y, con la taza humeante entre las manos, me aposté frente a la ventana sin prender la luz del cuarto. Abajo, la ciudad, intacta; y arriba ese cielo borroso, imposible de interpretar. Un puro presentimiento las estrellas. El sonido de los zapatos presurosos irrumpió un poco antes que los cuerpos. Eran un par de muchachas de largos abrigos negros que avanzaban a toda velocidad por la acera de enfrente, donde se detuvieron de súbito. Viraban las cabezas hacia la izquierda y hacia la derecha, urgentemente, tratando de decidir hacia dónde dirigirse, pero permanecían paralizadas e inquietas, con las manos temblorosas, en el mismo sitio. Tal vez los árboles se sienten así al presentir la cercanía del hacha. Su filo. Aproximé la frente al vidrio de la ventana, tratando de ver si alguien las perseguía, pero ambos extremos de la calle continuaban vacíos. La luz de un celular iluminó sus cabelleras largas y empapadas, las siluetas de sus rostros, el desvarío de los ojos. Luego, en un instante apenas, la luz desapareció. Quise abrir la ventana entonces, ofrecerles ayuda. ¿Por qué me había tardado tanto? Le marcaría a la policía. Bajaré a avisarle al personal del hotel, dije en voz baja, dudando entre emprender el camino hacia el lobby y dejar de verlas. Se abrazaban ahora, temblorosas y felices, como si juntas hubieran librado algún peligro mortal. Como si eso que las atormentaba o de lo que huían hubiera quedado atrás de alguna manera definitiva. Ese abrazo es la adolescencia, me dije, nostálgica y resentida a la vez. Sólo para desdecirme de inmediato con una convicción inusual: la adolescencia es lo que ocurrió antes del abrazo, me corregí. El horror o el vacío, la rabia. La pena. Iba a continuar con la lista de palabras pero, cuando las chicas elevaron las cabezas y divisaron mi figura tras la ventana, me sonrieron. Luego arrojaron sus manos al aire, en señal de despedida. La adolescencia es este irse, rectifiqué al final. Y cerré los ojos. El ruido insistía. Una lija, sin duda. El rasguño taciturno de un monstruo solitario sobre la corteza terrestre. La queja de un perro. La taza de té se había enfriado ya cuando pasaron corriendo los tres muchachos. Algo se decían entre ellos. De algo se reían a carcajadas. Se detuvieron a encender cigarrillos en el mismo sitio donde las chicas habían intentado utilizar su teléfono unos momentos antes. Uno de ellos se abrió la bragueta y orinó contra el muro.
A veces cuesta mucho partir. A veces uno sale a caminar en la madrugada sólo para tener el privilegio de escuchar el eco de los zapatos sobre el pavimento encharcado. Tenía mucho tiempo sin pensar en ti, Julia O'Bradeigh, le dije en silencio cuando me alejaba de Belfast, cuando Belfast y la Ciudad de México desfilaban ya con toda su tristeza y su similitud frente a las ventanillas por las que escurrían insistentes, avasallantes, las gotas de una lluvia que se confirmaba a sí misma en su propio caer, en su incesante caer, en su caer de siglos. No quisiera que lloviera, empecé a rezar, porque la poesía es, a veces, una plegaria, te lo juro, no quisiera que lloviera en esta ciudad, sin ti, y escuchar los ruidos del agua, al bajar, y pensar que allí donde estás viviendo, sin mí, llueve sobre la misma ciudad. Las palabras de Cristina Peri Rossi y la opresión en el pecho se volvieron suaves al mismo tiempo: Quizá tengas el cabello mojado, el teléfono a mano, Julia, querida Julia O'Bradeigh, el teléfono que no usas para llamarme, para decirme, con tus cabellos rojizos bajo la caperuza negra, esta noche te amo, me inundan los recuerdos de ti, discúlpame, la literatura me mató, pero te le parecías tanto.
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