«El pacto», un relato de la colección particular de Juan Marsé
Íntimo, mordaz, duro y entrañable, Juan Marsé nos hizo sonreír, emocionarnos, reflexionar y recordar. El libro «Colección particular» (Lumen, 2024) conecta con el Marsé del formato breve, ya que se trata de la edición definitiva de los relatos más queridos por el añorado autor barcelonés, una colección de nueve piezas que han marcado la trayectoria del gran escritor a lo largo de los años: entre sus páginas están las palabras, frases e historias que definen su mundo narrativo, un prodigio de memoria y criterio. Bajo estas líneas, LENGUA reproduce íntegramente uno de esos textos, «El pacto», un relato publicado en 1977 que cuestiona los acuerdos a los que se llegaron en la Transición española.
Por Juan Marsé
Retrato del escritor Juan Marsé en su casa de Barcelona en el año 2007. Crédito: Getty Images.
Hay otros mundos, pero están en este.
PAUL ÉLUARD
Antón Batallé no sabía hacerse el nudo de la corbata mirándose en el espejo. Trastocaba las coordenadas, invertía los puntos de referencia y los gestos y extraviaba el tacto. Según sus compañeros del Partido Comunista, templados, como él, en los duros años de clandestinidad, esa desmañada e infructuosa relación con los espejos honraba a un dirigente obrero. Según su mujer, era una forma sutil de coquetería.
Por fin, con la jocosa ayuda de todos, terminó el nudo de la corbata, abultado y tedioso. Estaba listo para acudir a la cena.
—No pidas habas a la catalana —le recomendó Madrona al darle la americana—, piensa en tu úlcera.
—Comerá bien —dijo el mayor de los hermanos Banau, con cara preocupada—. Es una cena política…
—Para mí todas las cenas son políticas, por eso tengo el estómago fastidiado.
—Ten cuidado con ese tipo —dijo el otro Banau.
—Sólo quiere proponerme un pacto de cara a las elecciones.
—Pues procura llevar tú la voz pactante.
—Debería acompañarte alguien, que sepas al menos que estamos cerca —añadió el primer Banau.
—He dicho que no quiero escolta.
Su mujer, mientras le sacudía unas motas de polvo en los hombros, le quitó del bolsillo superior de la americana una docena o más de palillos. Cuándo perderás esos hábitos carcelarios, Antón, murmuró. Batallé consintió una vez más ese expolio doméstico y cotidiano. Pero poco después, ya en la calle, cuando se despedía de los hermanos Banau, la mano se le fue instintivamente hacia el bolsillo en busca del palillo. El gesto era un hábito mental más que físico, un complemento de la reflexión que precedía siempre a sus decisiones más importantes.
Los hermanos Banau se despidieron de él para ir a las oficinas del partido y esperar allí sus noticias. Si necesitaba algo, no tenía más que llamar. Antón Batallé caminó por la acera de su casa en dirección al restaurante, que estaba en la próxima esquina. Cojeaba esa noche menos de lo normal, quizá porque había menos humedad. Vivía en Travesera de Gracia, en un viejo edificio de cuatro pisos que había resistido los mil embates de una inmobiliaria gracias a la contundente dialéctica de su mujer, que le había hecho frente.
Llegó al restaurante antes que su rival político y llamó por teléfono a su hijo. Quería preguntarle el título de cierto libro de Laureyanu de la Mora, por si el tema surgía en la conversación durante la cena. Mis conversaciones pescando con Franco o el crepúsculo de los salmones, era el título olvidado —y olvidable.
—Espero que tu editor y tú os forréis con eso.
—No fue idea mía publicarlo, papá, si eso te tranquiliza…. —dijo Jaime Batallé—. A propósito, ¿es cierto que hoy cenas con un representante de Alianza Popular?
—Lo sabrás en su momento, si considero que debe saberse. Recuerdos a la graciosa y pesada anarcosindicalista de tu mujer y a los niños.
Nada ni nadie le impedía matar la espera con un whisky, tal vez con almendritas saladas. Ya estaba la mesa preparada, en un reservado de olorosa penumbra y floralmente complicado. El restaurante, profundo y laberíntico, emitía un sedoso murmullo de lujo y de volátil música de avión, de esa que no pertenece al cielo ni a la tierra, y la calefacción era excesiva.
Laureyanu de la Mora entró sonriente y con la mano tendida, desplegando una pistonuda actividad verbal y también manual, excusándose por el retraso mientras se desprendía de guantes, abrigo negro, sombrero y un fajo de periódicos. El camarero se lo llevó todo al guardarropa y él se sentó a la mesa. Era un hombre recio, investido de una elegancia sospechosa, o tal vez simplemente madrileña; una prestancia untuosa y decididamente pectoral ofreciéndose de medio perfil, con repeinados cabellos negros, compactas mejillas sombrías y diríase mal afeitadas, tabernarias o abyectas.
—Ostras —dijo Batallé.
—Buena idea. Yo también.
La cena terminaría con altos y complicados helados, pero fue chata y quisquillosa, con intocables salsas de reconocida malignidad y pescados de dudosa tradición literaria —para Batallé, al menos—, regados con excelente vino blanco, eso sí.
—Ya veo que entiende usted mucho de pescados —exclamó el dirigente del PSUC—. Se nota leyendo su libro Con Franco picaban todos. ¿O es Con Franco pescábamos más? Siempre me confundo…
—¡Ja, ja, ja! ¡Muy bueno, amigo Batallé! —dijo el dirigente de Alianza Popular—. Creía que los comunistas no tenían sentido del humor.
—Nos queda un poco, ex ministro.
Laureyanu de la Mora observó unos segundos a su rival por debajo de las espesas cejas negras, recelando algo.
—¿Y recuerdos, malos recuerdos, también le quedan?
—A quién no.
—Ajá. A quién no le quedan malos recuerdos. En España hay mucho que olvidar.
Y a continuación, doblando ceremoniosamente la servilleta, como si celebrara misa, el ex ministro De la Mora pasó al tema que le había traído a esta cita. Por encima de incertidumbres diversas, recelos y escrúpulos de la memoria, corrompida por el ejercicio de la política y la impunidad moral, el político mesetario planteó la conveniencia de un pacto aparentemente trivial. No necesitaban explicarse las razones, pues ambos las sabían de sobra, ni entrar en detalles acerca de la urgencia del mutuo olvido y de sus ventajas.
Se trataba, en resumen, de que Antón Batallé se aviniera a olvidar una fecha comprometida en la vida de Laureyanu de la Mora y a cambio de ello, éste olvidaría otra fecha comprometida de la vida de Batallé.
—Enfundemos la memoria, nos conviene a los dos —dijo el representante de la derecha—. Es la hora de pactar. Por el bien de todos.
—¿Sabe una cosa, ex ministro? Nunca pensé aprovecharme de aquel error suyo.
—Por supuesto, claro. Lo mismo digo. Pero ya sabe que en política conviene atarlo todo…
—Páseme la mostaza, haga el favor.
—¿Cuál? ¿Ésta?
—Cualquiera.
Sus dedos, antes de rozar los del otro captaron en el aire quieto y musical, mohoso, la condición nociva que destilaba el gesto, el pálpito de la amenaza. Los hechos eran remotos y muy banales: el 7 de mayo de 1937, Antón Batallé fue visto por su rival en cierto lugar y en circunstancias que hoy preferiría olvidar, no por escrúpulos de moral personal, sino de conveniencia política. El 13 de abril de 1942, el entonces ministro Laureyanu de la Mora fue visto a su vez por Batallé, en París, secundando ciertas actividades pronazis igualmente necesitadas hoy de piadoso olvido político.
Convinieron en que esas dos fechas habría que borrarlas del calendario vital de ambos, tacharlas, dejarlas en blanco.
—Por suerte —dijo Laureyanu de Mora— yo soy el único testigo de su error y usted del mío. La solución es fácil.
—No crea usted que me avergüenzo…
—¡Naturalmente, naturalmente! Su trayectoria es intachable, querido amigo, lo mismo que la mía, si me permite esa falta de modestia… Pero ya sabemos que en política la verdad no siempre es oportuna o, digamos, necesaria.
Carcomida por la retórica, su voz crujía como un vetusto y prestigioso mueble.
—Hablemos claro —dijo Batallé—. Usted teme que yo pueda esgrimir este recuerdo si así conviene a los intereses de mi partido. Y me amenaza, si lo hago, con esgrimir usted el suyo.
—Amenaza es una palabra que no me gusta. Digamos que le prevengo…
—Déjese de virguerías, ex ministro. Acepto.
Tiene gracia, pensó: olvidar aquel día, suprimirlo de mi pasado, aniquilarlo, tirarlo por inservible, relegarlo al viejo desván de la desmemoria. Como si nunca hubiese existido. No resistió la tentación de contárselo al político rival; precisamente ese día me gané dos cosas, dijo con nostalgia, que han de acompañarme hasta que muera: esta leve cojera, al disparárseme la pistola antes de tiempo, y a la mujer que había de ser mi esposa, a Madrona, que entonces era enfermera. Vaya, vaya, añadió con un deje de nostalgia, y su mano buscó instintivamente un palillo en el bolsillo interior de la americana. Y allí estaba el palillo, junto con una docena o más, como siempre. Miró el palillo en su mano, blanco, un poco áspero al tacto y levemente arqueado, lo miró sorprendido (¿no le había quitado Madrona todos los palillos, antes de salir de casa?) lo miró atentamente pero sin percibir aún sus efluvios vengativos, su vibrátil desquite.
La voz de Laureyanu de la Mora lo distrajo.
—Lo que son las cosas, la fecha que me afecta a mí también encierra recuerdos importantes en mi vida. Precisamente ese día lo tenía destinado para venir a Barcelona a operarme de cataratas en la clínica Barraquer y romper definitivamente mi noviazgo con una joven, una burgalesa que aquel año veraneaba en S’Agaró…
—Tiene gracia, sí —rió Batallé, aliviado, tirando el palillo—. Si no hubiese ido usted a París en tal fecha, ¡quizás aún estaría soltero! O tal vez se habría casado con otra.
Prosiguió el juego de lo que pudo haber sido y no fue con algunos licores y el aroma de los habanos. Y el trato, finalmente, quedó cerrado. Laureyanu de la Mora debía regresar a Madrid esta misma noche y se fue directamente al aeropuerto, donde le esperaban dos de sus más íntimos colaboradores.
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Antón Batallé, con las manos en los bolsillos, enfiló la acera en dirección a su casa. A los dos pasos notó un cambio de ritmo en el andar, como si de pronto hubiese ganado peso, lo hubiesen lastrado. No cojeaba en absoluto. Antes de llegar a su casa, antes de alzar los ojos a la gris fachada familiar, pudo imaginar que allí cerca, en las sombras, algún confuso elemento cuajaba.
Primero pensó que había errado el camino, que estaba en la otra acera. Pero no: reconoció la farmacia y el garaje. Sin embargo, en medio, donde debía estar el edificio de vetustos balcones que albergaba su vivienda y donde su mujer lo esperaba ya seguramente en la cama, sólo se alzaba un altísimo esqueleto metálico que emitía una roja fosforescencia en la noche, como si aún perdurase allí el insumiso polvo de las batallas; una obra en construcción. No cabía la menor duda: su casa no estaba donde siempre había estado.
Fue hacia la cabina del teléfono y marcó el número de su hijo.
—Jaime, ven enseguida… Creo que no me encuentro bien…
—¿Cómo dice? ¿Quién es usted?
Era una voz de mujer, su nuera, la veleidosa anarquista. No, allí no había ningún Jaime Batallé, sí, el número era ése y el abonado trabajaba en Ediciones Unión y era hijo de Madrona Foix, sí, pero, ¿oiga…? ¿Qué le pasa, se siente usted mal?
Bañado en un sudor frío, buscaba más monedas en el bolsillo. Marcó otro número, el de la sede del partido, pero le contestó el dueño de una tienda de ultramarinos, en Sants, con voz de fastidio. Aquí no es el pa amb suc y el pa amb oli oiga, menos coña. Llamó luego a los hermanos Banau al semanario Arreu, pero le dijeron que qué broma era ésa, que estos señores trabajaban en el diario El Alcázar y vivían en Madrid desde hacía muchos años. Cuando quiso darse a conocer, colgaron.
Salió de la cabina a trompicones, buscó más monedas en el bolsillo, se le cayeron, gateó por el suelo recogiéndolas, perdió la agenda y la volvió a encontrar, nuevamente en la cabina marcó el número de un periodista de El Correo Catalán.
—Martí, estic fotut! —clamó—. Me estoy volviendo loco. Escúchame y calla. En primer lugar, creo, supongo que soy Antón Batallé…
—Hombre, señor Batallé. ¿Qué hace usted por Barcelona? ¿Preparando su campañita, eh? Je, je. ¿Qué tal por Madrid…?
Empezó a intuir la magnitud del desastre cuando gritó que él vivía en Barcelona desde siempre, desde que volvió del exilio, y el sagaz periodista le respondió ¿usted en el exilio?, esto tiene gracia, oiga, ustedes los ex franquistas son la pera, je, je, no tienen remedio.
Consiguió Batallé que dejara de reír y contestara a sus desesperadas preguntas. Sí, el periodista sabía que Antón Batallé era un dirigente de Alianza Popular y había escrito un librote de éxito titulado Mis tardes de pesca con Franco o algo así, y que estaba casado con una Villajoyosa y tenía ocho hijos y vivía en Madrid y…
Sin capacidad de reacción, sin sangre casi en las venas, él mismo fue reconstruyendo el resto sin ayuda del periodista. Era, en realidad, la mar de simple: aquel famoso día que el pacto con la derecha acababa de borrar de la agenda de la Transición, jamás existió en su vida y en consecuencia no se hirió en la pierna fortuitamente y por eso ahora no cojeaba y por lo tanto no fue al hospital y nunca conoció allí a la enfermera Madrona ni se casó con ella ni tuvo un hijo ni ingresó en el partido ni habitó jamás esta casa que, sin la resistencia de su mujer, acabó en manos de la inmobiliaria y fue destinada al derribo, y por eso ahora, en el solar, construían un nuevo edificio. Pero eso no era todo, lo intuía, lo sabía (y Martí se lo confirmó): Laureyanu de la Mora no recordaría tampoco haber vivido cierto día, años atrás, no fue a París para asistir a ninguna reunión, en vez de ello vino a Barcelona a la clínica del doctor Barraquer y se operó de cataratas y riñó con su prometida burgalesa de entonces y en la clínica conoció a una enfermera llamada Madrona Foix, adscrita al PSUC, con la cual casó y tuvo un hijo que hoy era el director literario de Ediciones Unión, donde el propio Batallé había publicado su libro Mis tiros al pichón con Franco o algo así…
—Es usted muy de la broma, oiga —dijo Martí—. Va, ex ministro, que es tarde y tengo sueño…
Batallé dejó caer el auricular, ya no le quedaban monedas. Así pues, era miembro de Alianza Popular, y Laureyanu de la Mora, donde quiera que estuviese, era miembro del PSUC. Sin capacidad de asombro vio entonces llegar a sus dos colaboradores, que le habían estado esperando en el aeropuerto, y sin oponer resistencia se dejó sacar de la cabina y meter en el coche y llevar hasta El Prat, donde fue literalmente izado al avión para volar luego hacia Madrid, hacia un despacho y unas responsabilidades y una mujer y unos hijos que no conocía. ¿O sí los conocía? Identificó, en un fugaz parpadeo de lucidez, a sus dos solícitos colaboradores que le atiborraban de café: los hermanos Banau, fúnebres periodistas de El Alcázar. Le quedaba el consuelo de pensar, mientras se amodorraba planeando sobre la capital del reino, que Laureyanu de la Mora aún salía peor parado con el pacto, ya que le esperaban grotescos y abultados nudos de corbata y espantos de incompetencia en el espejo, una cojera para toda la vida, una úlcera, una mujer insoportable y una nuera ácrata.
En cuanto a él, lo más humillante, lo más insufrible y cretino, era —lo estaba leyendo en la agenda— una cena para mañana mismo con el beatorro de don Santiago Udina Martorell.
Dos años después volvería a encontrarse con Laureyanu de la Mora en una estrambótica y soñolienta coalición gubernamental, e intercambiaron fatigas reumáticas y oculares, recuerdos y mentiras. Bien mirado, no había gran cosa que lamentar: habían hecho con el pasado lo que buenamente habían podido, puesto que poco o nada habían sabido hacer con el porvenir.