«El redactor estrella de "Rocketball Amazing Times"», de Laura Fernández
Después de «La señora Potter no es exactamente Santa Claus» (de 2021; un éxito editorial tan sorprendente como divertido), Laura Fernández regresa con su primer libro de relatos, «Damas, caballeros y planetas» (Random House), una compilación de cuentos escogidos que no son de este planeta. Lo decimos en sentido literal, pues todos están ambientados en absurdos rincones de la galaxia y narran historias de lo más estrafalarias. Como el que aquí sigue, titulado «El redactor estrella de "Rocketball Amazing Times"», un relato que, según explica la propia autora en el texto previo que lo contextualiza, oscila entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. ¿Es una alocada historia de fantasmas o una sátira salvaje sobre la precariedad del mundo del periodismo? Uhm, juzguen ustedes mismos. Y disfruten del viaje.
Por Laura Fernández
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Laura Fernández. Crédito: Noemí Elias.
Mi novela favorita de George Orwell es una especie de delirante Pregúntale al polvo, el clásico de John Fante, titulada ¡Venciste, Rosemary! Bueno, ese era el título que tenía cuando la traducción tenía el aspecto que acostumbran a tener las traducciones que me gustan. Es decir, cuando están formadas por montones de abigarradas cosas que se tienen a sí mismas por palabras pero son en realidad mucho más. Su título hoy es Que no muera la aspidistra. Pero es igualmente delirante y confortable. El protagonista es un escritor tan mediocremente iluso como Arturo Bandini, un tipo que escribe y publica libros horrendos y trabaja en una librería de viejo y hace lo imposible por vender alguno pero no los vende porque nadie los quiere. ¿He dicho ya que son horrendos? Es divertidísima. Lo que ocurre en «El redactor estrella de Rocketbol Amazing Times», relato que, por cierto, fue publicado por primera vez en el segundo número de ese milagro hecho revista llamado Presencia Humana –primavera de 2014–, y que luego ha formado parte de antologías como Insólitas (Páginas de Espuma, 2019), es que Gordon Comstock, el escritor protagonista de la novela de Orwell, se ha convertido en un engreído periodista insustituible. En realidad, lo único que uno y otro tienen en común es que ambos tratan de cuidar de una aspidistra, sin demasiado éxito, pese a lo fácil que debería resultarles. Sí, la aspidistra es la clase de planta de interior inmortal que difícilmente puede matarse. A diferencia de Comstock, que aún se malogra en el mundo de los vivos, Elwood Trivian, el periodista protagonista de esta historia, está muerto. Pero lo está como lo están los muertos en mis historias. Es decir, no exactamente muertos. En mis historias, la vida y la muerte sólo te lanzan a mundos distintos, que a menudo, como aquí, se cruzan. Instalado en la pensión para fantasmas de Dorrie Louis, Elwood llama a la revista de la que se considera el redactor estrella, sí, Rocketbol Amazing Times, para decirles que no piensa dejar de trabajar aunque esté muerto. ¿Sátira salvaje sobre la precariedad del mundo del periodismo? Uhm, juzguen ustedes mismos. Por entonces, mientras escribía ese relato y trataba de encontrarle sentido a terminar Connerland, era mayo de 2013, tenía treinta y un años, me ahogaba en un mar de facturas sin pagar, las colaboraciones menguaban, y estaba a punto de volver a ser madre. ¿Y de veras ese tipo pensaba seguir escribiendo estando muerto? ¿Por qué? Quiero decir, ¿no va a dejar que los demás puedan, oh, en realidad, podamos tratar de, no sé, sobrevivir? Sí, a veces un cuento es un grito de auxilio, pero siempre, en mi caso, es uno divertido, y que pasa por completo inadvertido a su autora hasta que ese tiempo, el que sea, ha pasado.
EL REDACTOR ESTRELLA DE ROCKETBOL AMAZING TIMES
Una semana después de su muerte, Elwood Trivian se instaló en la pensión para fantasmas de Dorrie Louis. Colocó una aspidistra junto a su ventana, enmarcó su fotografía favorita de Karen Silverman y le pidió a su intercomunicador espacial que le pusiera en contacto con la centralita de Rocketbol Amazing Times. Su intercomunicador espacial sonrió. Su intercomunicador espacial no era más que un teléfono intergaláctico llamado Ross, pero era un teléfono intergaláctico capaz de sonreír.
–¿Tengo que recordarle que está usted (EJEM) muerto, señor Trivian?
–No es necesario, Ross, lo único que quiero es que me pongas con Red Finenberg.
–¿Y luego qué? ¿Piensa ir a trabajar aunque esté (EJEM) muerto?
–Ponme con Red, Ross.
Ross permaneció en silencio un buen rato, rato que Elwood Trivian, el redactor estrella de Rocketbol Amazing Times, empleó en tratar de arrancarle una hoja a su aspidistra.
No lo consiguió. Lo único que hizo fue traspasarla limpiamente.
Tal vez aún no esté preparado, se dijo.
Red descolgó al fin.
–Rocketbol Amazing Times, ¿en qué puedo ayudarle?
–¿Red?
–Sí, ¿con quién hablo?
–Oh, Red. –Elwood reprimió un sollozo. Había pasado una semana en el Infierno, pero estaba de vuelta. Estaba definitivamente de vuelta.
–¿Elwood?
Elwood llenó sus inexistentes pulmones de aire, el aire viciado de aquella habitación de pensión para fantasmas, y dijo:
–He vuelto, Red.
–¿Cómo que ha vuelto? ¿No estaba muerto? –susurró Lisa Mae Helmetz, mordisqueando su emparedado de queso terrícola.
–El nuevo también está muerto, pequeña. Y eso no le impide teclear como un demonio –le contestó Vandie, Vandie Maloy, sin dejar de teclear.
–¿Creéis que está aquí ahora? ¿Creéis que puede estar escuchándonos? –preguntó Sarah Francis Drake, la cronista más leída de la revista, y, por extensión, del planeta.
–No –respondió Ronnie MacKenzie, visiblemente harto de la situación–. Ha salido en busca de una de sus exclusivas.
–No es justo, ¿creéis que es justo? ¿Acaso alguna vez podremos volver a conseguir una exclusiva si tenemos a dos muertos trabajando para nosotros? –se preguntaba Sarah Francis Drake–. Nadie puede competir con un muerto en cuestión de cotilleos.
–No, un momento, ¿quiere eso decir que Elwood Trivian, el GRAN Elwood Trivian, va a dedicarse a los cotilleos? –quiso saber Lisa Mae.
–Eso parece –dijo Vandie–. Conociéndole no tardará en iniciar una serie basada en los diarios íntimos de las jugadoras más famosas.
–No pueden readmitirle –sentenció Ronnie–. Está muerto.
–¿Y, Ron? –La impertinente voz de Sarah Francis atajó el
comentario de Ronnie–. ¿Acaso crees que ahora que Wicks ha descubierto lo rentable que puede resultar contratar a un muerto no va a readmitir a su querido Elwood?
Ronnie MacKenzie sacudió la cabeza, con sus tres ojos cerrados.
No, se dijo.
He esperado demasiado para esto, se dijo a continuación.
Elwood está muerto y los muertos no regresan, se añadió.
Tras la marcha de Elwood, Ronnie se había convertido en el nuevo redactor estrella de Rocketbol Amazing Times y así lo demostraba el hecho de que su fotografía hubiese sustituido a la de Elwood en el Pasillo de la Fama, el pasillo que conectaba la redacción con el despacho de Leyden Rockingham Wicks, el dueño de la revista. Pero los avances que en tan sólo una semana había hecho aquel condenado muerto y el posible regreso del maldito Elwood Trivian ponían en peligro el logro que le había permitido conseguir (POR FIN) una cita con Debra Brandywine, la estrella de los Debney Rhino Pigs.
–Por supuesto que lo readmitirá –dijo Vandie.
–¿Y qué será lo siguiente, sustituirnos a todos por muertos adiestrados? –se preguntó Lisa Mae.
–No –sentenció Ronnie, poniéndose en pie–. No pienso permitir que ese engreído del demonio acabe con nuestra profesión.
Las chicas le miraron sorprendidas. Era la primera vez que el orondo reportero levantaba la voz por encima del resto. Una de sus pequeñas antenas temblaba, la otra se mantenía firme, decidida a salir airosa de aquella ridícula situación.
Porque era una situación ridícula.
¿En qué clase de mundo viviríamos si los muertos pudieran sustituir a los vivos en sus puestos de trabajo? ¿En un mundo de redacciones vacías?
Humor e inteligencia
Leyden Rockingham Wicks era un terrickiano. Eso quería decir que su madre era terrícola y que tenía una única antena y dos ojos en vez de tres. Eso también quería decir que tenía nariz. De hecho, era su nariz lo que le había convertido en uno de los empresarios de mayor éxito de Rethrick. Su revista era la más vendida de todas cuantas se dedicaban a destripar el deporte estrella del planeta (el rocketbol) y a sus protagonistas (las jugadoras), precisamente porque, a diferencia del resto de propietarios de revistas por el estilo, Leyden Rockingham Wicks tenía nariz. Lo que demostraba que era prácticamente un terrícola. Y no hay nada que los rethrickianos y, sobre todo, las rethrickianas, adoren más que cualquier cosa que provenga de la Tierra. Y cualquier cosa incluye a tipos del tamaño de elefantes como Leyden Rockingham Wicks. Tipos que, cuando se reían, se reían así:
–JOU JOU JU JU, Ron, JOU JOU JU JU.
–No es divertido, señor Wicks.
–Ah, ¿no? ¿Y puede saberse por qué no, Ron?
–Porque Elwood está muerto.
–¡Claro que lo está! ¿Y no es eso estupendo! ¡Mira a ese tal Lummerland! ¡Nos está consiguiendo crónicas desde dentro! ¡Se sienta en el sofá junto a Karen Silverman y anota todo lo que ella hace! ¿Acaso tienes idea de cuántas revistas vamos a vender a partir de ahora? ¡CIENTOS DE MILES DE MILLONES, RON! ¡CIENTOS DE MILES DE…!
–¿De veras quiere ensuciarse las manos hasta ese punto, señor Wicks?
–¿Ensuciarme las… qué, señor MacKenzie? –Leyden se abalanzó hacia el reportero desde el otro lado de la mesa que les separaba, con sus afilados colmillos terrickianos listos para el ataque–. No soy yo quien va a salir esta noche con Debra Brandywine.
–No se le ocurra meter a Debra en esto.
–No he sido yo, ha sido mi nuevo redactor estrella. El chico muerto. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí. Merriwatter. Merriwatter Lummerland.
–Esto no es un juego, señor Wicks. La presidenta Grawk no lo permitirá.
–¿Cree que soy estúpido, señor MacKenzie?
El redactor sacudió la cabeza.
–No, señor Wicks.
Leyden Rockingham Wicks sonrió.
–La presidenta Grawk sabe en qué consiste el periodismo de investigación, ¿lo sabe usted, señor MacKenzie? –respondió, con malicia.
–¿Insinúa que cualquier muerto puede hacer mejor mi trabajo que yo, por el mero hecho de estar muerto?
La sonrisa del señor Wicks se ensanchó.
–No estamos hablando de cualquier muerto, Ron –dijo.
No, claro, pensó Ron.
Estamos hablando de Elwood.
El maldito Elwood Trivian.
Por indicación de Dorrie Louis, la propietaria de la pensión para fantasmas a la que había ido a parar Elwood Trivian una semana después de su muerte, Elwood no acudió solo a su cita con su ex jefe, sino que lo hizo acompañado de un visionario llamado Timothy Tox. Timothy Tox había superado con éxito todas las pruebas a las que el inspector jefe de la Agencia Para El Control Del Visionario le había sometido y, por lo tanto, podía acreditar oficialmente su condición de médium ante cualquiera, incluido, por supuesto, su ex jefe, Leyden Rockingham Wicks.
Fue Red Finenberg el primero en toparse con el decididamente siniestro Timothy Tox. No era sólo que el chico vistiera de negro, era que le faltaban un par de ojos (los tenía ocultos bajo dos parches, tan oscuros como su mirada de cíclope) y que, cuando sonreía, a menudo rasgaba parte de su labio inferior con su amarillento colmillo izquierdo.
–Uh, esto, ¿en qué puedo ayudarle, señor?
Timothy extendió sus pálidas manos de dedos interminables sobre el mostrador tras el que se escondía Red y dijo:
–Señor Wicks.
Lo dijo con una voz que parecía provenir de otro planeta. Un planeta muy lejano y muy oscuro. Su único ojo pestañeó.
–¿De parte de quién? –preguntó Red, alzando el auricular de su intercomunicador.
Timothy Tox sonrió. Cuando lo hizo, una gota de sangre brotó de su labio inferior.
–Dígale que el señor Trivian desea verle –dijo.
Leyden Rockingham Wicks despidió a Ronnie de su despacho con un encogimiento de hombros cuando Red Finenberg anunció la llegada de aquel condenado muerto. Ronnie salió y masculló un airado (DEBERÍAS ESTAR PUDRIÉNDOTE EN EL INFIERNO, ELWOOD) cuando se cruzó con Tox. Dedujo que debía tratarse de su intérprete, oh, bueno, ¿cómo los llamaban? Visionarios.
–El señor Trivian también se alegra de verle, señor MacKenzie –respondió Tox, dejando que una de aquellas sonrisas sangrientas iluminara su rostro pálido.
–Estúpido mayordomo –contraatacó el redactor, visiblemente malhumorado.
–Su ira no le deja pensar con claridad, señor MacKenzie.
No soy un mayordomo. Soy un visionario. Puede llamarme señor Tox.
Ronnie gruñó y regresó a su cubículo.
–¿Ha habido suerte? –preguntó Sarah Francis.
–No –susurró el redactor.
–Dice Red que Elwood está aquí. ¿Está aquí de verdad? –quiso saber Lisa Mae, que acababa de extraer de su envoltorio otro emparedado de queso.
Ronnie asintió.
Vandie le miró por encima de la pantalla de su microprocesador de textos y, sin dejar de teclear, dijo:
–Lo siento, Ron.
–Yo también lo siento, Van –dijo Ron.
–¿Por qué? ¿Ha muerto alguien más? –preguntó Lisa Mae.
–Todos nosotros, Lisa –respondió Ron–. Todos nosotros.
–¿Estamos muertos? –Lisa parecía realmente alterada.
–Un momento –atajó Sarah Francis–. ¿Y si hiciéramos un par de llamadas anónimas? ¿Y si avisáramos a Karen Silverman y al resto de las chicas? ¿Y si les aconsejáramos que contrataran a su propio visionario?
Ronnie sonrió.
Claro, se dijo.
Eso es.
–Yo llamaré a Debra.
Debra Brandywine acababa de tumbarse en el sofá y ordenar a su pequeño Lilistar, el Robot Limpia Azoteas al que había rescatado del despiece hacía tan sólo un año, que empezara a masajear con cuidado las plantas de sus maltratados pies, cuando su intercomunicador espacial (BRRRB) vibró.
–¿Quién es? –le preguntó, antes de descolgar.
–Ron –respondió su intercomunicador.
–Oh, descuelga –dijo Debra, y a continuación–: ¿Ron, eres tú?
–Deb –dijo Ron, en tono misterioso–, quiero que llames a Visionarios Armand y Louise Spark y hagas que te envíen un par de ejemplares a casa.
–¿Un par de ejemplares?
–Un par de visionarios.
–¿Cómo? ¿Uno de esos tipos que ven muertos?
–No uno, Deb, sino dos.
–Pero ¿por qué?
–Tienes a un muerto en casa.
Debra tragó saliva con un sonoro (GLUM).
–¿Es una broma, Ron?
–No. Desgraciadamente no lo es, Deb. Necesito que llames a tus compañeras de equipo y a la Federación. Es muy probable que la revista para la que trabajo empiece a publicar extractos de vuestros diarios personales a partir de la semana próxima si no lo hacéis. Elwood Trivian ha vuelto.
–¿Cómo? ¿Extractos de mi diario, Ron?
–Deb, Elwood Trivian ha vuelto.
–¿No estaba muerto?
–Lo estaba, pero ahora va a volver a escribir para nosotros.
–¿Estando muerto, Ron?
–Sí. Así que a menos que haya un visionario con nosotros esta noche, Deb, no estaremos solos.
–Oh –susurró la jugadora de los Debney Rhino Pigs y, mirando a su alrededor, incapaz de concentrarse en el cuidadoso masaje que le estaba dando su pequeño Lilistar, preguntó–: ¿Está él ahora aquí, Ron?
Tres días después de su millonaria readmisión, Elwood Trivian descubrió que el periodismo post-mortem no era, en absoluto, pan comido. En menos de una semana, su trabajo había vuelto a ser el mismo, sólo que sus fuentes habían dejado de ser entrenadores y ex parejas y habían pasado a ser otros muertos y visionarios, es decir, meros empleados y fantasmas que, como él, habían tratado alguna vez de arrancarle una hoja a la aspidistra que habían colocado junto a la ventana el día en que iniciaron su nueva vida.
Pero, pese a todo, lo que peor llevaba el (GRAN) Elwood Trivian era que su foto hubiese desaparecido para siempre de aquel condenado pasillo.