«Navidad siniestra», de Jeanette Winterson
Ebenezer Scrooge antes de ser visitado por los fantasmas del Pasado, Presente y Futuro en «Canción de Navidad», el rey de los ratones de «El cascanueces» de Hoffmann, el viejo Potter de «It's a Wonderful Life» (Frank Capra, 1946), Hans Gruber en «Die Hard» («Duro de matar» en Hispanoamérica y «Jungla de cristal» en España), los Gremlins, el Grinch y el Krampus... La Navidad, época de alegría y buenas intenciones, también tiene sus propios villanos. Al hilo de esta idea -y para meterle un revolcón algo desvergonzado a estos días-, tenemos a bien compartir «Navidad siniestra», un relato firmado por Jeanette Winterson (incluido en «Días de Navidad», Lumen) que le da la vuelta a la imagen idílica de árbol, guirnaldas y luces de colores. Porque no todo iban a ser villancicos, brindis y comidas copiosas, ¿verdad?
Bad Santa. Crédito: Getty Images.
Nos había prestado la casa un amigo a quien por lo visto ninguno conocíamos. Highfallen House se alzaba en un promontorio sobre el mar. Era la sobria residencia victoriana de un caballero. Los grandes ventanales miraban a los pinos en dirección a la orilla. Seis escalones de piedra llevaban al visitante hasta la doble puerta principal donde un tirador gótico producía un sonoro y quejoso tañido a lo lejos en el interior de la casa.
Los laureles flanqueaban el camino de acceso. Las dependencias de los establos estaban en desuso. El jardín amurallado lo habían cerrado en 1914 cuando llamaron a filas a los jardineros. Solo había regresado uno. Me habían advertido de que la alta tapia de ladrillo no era muy segura. Al pasar por delante en el coche vi un cartel descolorido descolgado en la puerta oxidada: NO PASAR.
Llegué antes que nadie. Mis amigos iban a ir en tren y quedamos en que los recogería al día siguiente en la estación y luego nos instalaríamos para pasar la Navidad.
Había conducido desde Bristol y notaba el cansancio. Llevaba un árbol de Navidad atado en el techo de mi 4x4 y el maletero lleno de comida. No había pueblos cerca, pero el ama de llaves había dejado leña apilada para encender fuego y yo había llevado una empanada de carne y una botella de Rioja para la primera noche.
Después de encender el fuego y de poner en marcha la radio mientras desenvolvía nuestros suministros festivos, la cocina me pareció bastante alegre. Comprobé el teléfono: no había cobertura. Daba igual, tenía el horario del tren, y era un alivio saber que me hallaba lejos del mundanal ruido. Puse la comida a calentar en el horno, me serví una copa de vino y subí en busca de un dormitorio.
En la primera planta había tres. Todos tenían una alfombra apolillada, una cama metálica y una cómoda de caoba. Al fondo del rellano había otro tramo de escaleras que conducía al piso de arriba.
La habitación de la doncella y el cuarto de los niños no me inspiran novelerías, si bien ese segundo tramo de escaleras tenía un no sé qué que me hizo vacilar. El rellano estaba iluminado con el ocaso repentino de una tarde invernal. Pero la luz se interrumpía al pie de las escaleras como si no pudiera ir más allá. No me apeteció estar cerca de esas escaleras, así que escogí la habitación que daba a la parte delantera de la casa.
Mientras bajaba a por mi bolsa de viaje, empezó a sonar el timbre; su martilleo seco y metálico resonó en algún lugar en las entrañas de la casa. Me sorprendió, pero no me asusté. Había quedado con el ama de llaves. Abrí la puerta y no había nadie. Bajé los escalones y miré a mi alrededor. Admito que sentí un escalofrío. Hacía una noche silenciosa y despejada. No se veía ningún coche en la distancia. No oí pasos alejándose. Me obligué a controlar mi temor y me quedé fuera unos minutos. Luego, al volver a entrar, lo vi: el alambre del timbre iba a lo largo de la casa debajo de un tejadillo. Unos treinta o cuarenta murciélagos colgaban cabeza abajo del tembloroso alambre. Otros tantos revoloteaban en un negro amasijo. Evidentemente el movimiento en el alambre había hecho sonar el timbre. Me gustan los murciélagos. Son unos bichos muy listos. Bien. A cenar.
Cené. Bebí. Me pregunté por qué el amor es tan difícil y la vida tan corta. Me acosté. La habitación ahora estaba más caldeada y me dispuse a dormir. El ruido del mar se coló en el reflujo de mis sueños.
Desperté de un sueño muy profundo en la oscuridad al oír… ¿qué? ¿Qué pude oír? Era como un rodamiento de bolas o una canica que rodara en el suelo sobre mi cabeza. Rodaba y rodaba hasta chocar con la pared. Luego volvía a rodar en la dirección contraria. Eso podría no haber tenido importancia de no ser porque el suelo estaba en pendiente. Las cosas pueden soltarse y caer rodando, pero no pueden soltarse y rodar hacia arriba. A no ser que alguien…
La idea resultaba tan inquietante que la descarté junto a la ley de la gravedad. Fuera lo que fuese tendría una explicación natural. La casa llevaba mucho tiempo cerrada y había corrientes de aire. La techumbre del desván era de tejas y el viento podía colarse por debajo. El viento o cualquier animal. Recuerda los murciélagos. Me tapé hasta las cejas y fingí no oír nada.
Otra vez: rodaba, rodaba, chocaba con la pared, una pausa y rodaba.
Esperé a quedarme dormido, mientras esperaba a que se hiciese de día.
Hasta los peores tenemos suerte, porque se hace de día.
Ese 21 de diciembre amaneció un día triste. El día más corto del año. Café, el abrigo, las llaves del coche. «¿No debería subir a echarle un vistazo al desván?»
El segundo tramo de escaleras era estrecho, las escaleras de los criados. Conducían a un pasillo forrado de listones de madera y escayola poco más ancho que mis hombros. Empecé a toser. Me costaba respirar. La humedad había hecho que la escayola cayera en pedazos sobre los tablones del suelo. Igual que abajo, había tres puertas: dos estaban cerradas; la puerta del cuarto de encima del mío estaba abierta de par en par. Me obligué a entrar.
Tal y como había imaginado, la techumbre era de tejas. El suelo, tosco. No había ninguna cama, solo un lavabo y un perchero.
Lo que me sorprendió fue el belén del rincón.
Medía cerca de dos metros de altura y parecía más una casa de muñecas que un adorno navideño. Dentro del establo estaban los animales, los pastores, la cuna y José. Encima del tejado, sujeta con un poco de alambre, había una estrella abollada.
Era antiguo, hecho a mano de forma competente, pero no artesanal; la madera pintada ahora estaba pelada y descolorida como el pigmento del tiempo.
Pensé en bajarlo y ponerlo al lado del árbol de Navidad. Debían de haberlo hecho para los niños, cuando había niños en la casa. Me metí las figuras de los animales en los bolsillos y salí a toda prisa, dejando la puerta abierta. Tenía que ir a la estación. Stephen y Susie me ayudarían a bajar lo demás.
En cuanto salí de la casa volví a notar los pulmones despejados. Debía de ser el polvo de la escayola. La carretera a la estación discurría a lo largo de la costa. Solitaria e inflexible, se desviaba por caminos sin salida y serpenteaba en curvas muy cerradas. No me crucé con nadie ni vi a nadie. Las gaviotas describían círculos sobre el agua.
La estación era una marquesina al lado de la vía. No había tablón de anuncios. Comprobé el teléfono. No había cobertura.
Relatos muy sabrosos
Por fin el tren apareció a lo lejos por la vía. Me entusiasmé. Los recuerdos de los tiempos en que iba a visitar a mi padre cuando estaba en su base de las fuerzas aéreas me alegran siempre que viajo en tren o voy a recoger a alguien a la estación.
El tren aminoró la marcha y se detuvo. El revisor bajó un momento. Observé las puertas —era un tren de cercanías, no muy grande—, pero no se abrieron. Le hice un gesto al revisor, que se acercó.
—He venido a recoger a unos amigos.
Negó con la cabeza.
—El tren está vacío. La siguiente parada es la última de la línea. —Me quedé perplejo. ¿Se habrían apeado en la parada anterior? Se los describí. El revisor volvió a negar con la cabeza—. Siempre me fijo en los desconocidos. Habrían subido en Carlisle y me habrían preguntado dónde apearse… siempre lo hacen.
—¿Hay algún otro tren antes de mañana?
—Uno al día ya es más de lo necesario para un sitio como este. ¿Dónde se aloja?
—En Highfallen House. ¿La conoce?
—¡Oh, sí! Todos la conocemos. —Dio la impresión de ir a decir algo más. En vez de eso sopló su silbato.
El tren vacío se marchó y me dejó contemplando la vía y observando la luz roja como si fuese una advertencia.
Tenía que ir a un sitio donde hubiese cobertura.
Dejé atrás la estación y seguí pendiente arriba con la esperanza de que la altura me conectase con el resto de mundo. Al llegar a la cima, detuve el coche, me bajé y me subí el cuello del abrigo. Los primeros copos de nieve me golpearon la cara con insistencia de insectos. Punzantes y rencorosos como picaduras.
Miré hacia la bahía cada vez más blanca. Eso debe de ser Highfallen House. Pero ¿qué es eso? Dos figuras pasean por la playa. ¿Son Stephen y Susie? ¿Han venido en coche, después de todo? Luego, forcé la vista y reparé en que la segunda figura era mucho más pequeña que la primera. Iban muy decididas hacia la casa.
Cuando llegué casi era de noche.
Encendí la luz, reavivé el fuego hasta que ardió con fuerza. No había ni rastro de la misteriosa pareja que había visto desde la montaña. Tal vez fuesen el ama de llaves y su hija, que habían ido a comprobar que todo iba bien. Tenía el teléfono de la señora Wormwood, pero sin cobertura no podía llamarla.
La nieve se fue espesando en ventosos remolinos. Calma. Tómate un whisky.
Me apoyé en la encimera de la cocina con el whisky en la mano. Las figuras de madera que había bajado del desván estaban sobre la mesa. Debería subir a por el belén.
«No quiero.»
Subí dando zancadas el primer tramo de escaleras, usando esa energía para descartar mi desasosiego. Al llegar a mi dormitorio encendí la luz. Así me sentí mejor. El segundo tramo de escaleras estaba en sombras al final del largo rellano. Otra vez tuve la misma sensación de opresión en los pulmones. ¿Por qué me sujeto al pasamanos como un vejestorio?
La única luz del desván estaba en lo alto de las escaleras. Encontré el interruptor de baquelita marrón y redondeado. Bajé la pestaña. Una única bombilla se encendió a regañadientes. La habitación se hallaba justo delante. La puerta estaba cerrada. ¿No la había dejado abierta?
Giré el pomo y me quedé en el umbral, con la habitación tenuemente iluminada por la luz de las escaleras. Lavabo. Belén. Perchero. En el perchero había un vestido de niña. Antes no lo había visto. Supongo que debieron de ser las prisas. Descarté mis recelos, entré decidido y me agaché para coger el belén de madera. Era muy voluminoso y justo cuando acababa de cogerlo, la luz del rellano se apagó.
—¿Hola? ¿Quién está ahí?
Alguien respira como quien apenas puede respirar. No con languidez. Con esfuerzo. Más vale que no me vuelva porque quienquiera o lo que quiera que sea está justo detrás de mí.
Me quedé inmóvil un minuto, serenándome. Luego me adelanté arrastrando los pies hacia la luz que llegaba de las escaleras. A la altura de la puerta oí unos pasos detrás de mí, perdí el equilibrio y alargué el brazo para sujetarme. Mi mano tocó algo húmedo. El perchero. Tiene que ser el vestido.
El corazón me latía desbocado. «No te dejes llevar por el pánico.» El interruptor es de baquelita. Los cables son viejos. Es una casa desconocida. Oscuridad. Soledad.
«Pero no estás a solas, ¿o sí?» Ya en la cocina con un whisky, Radio 4 y un poco de pasta puesta a hervir miré el vestido. Era de una niña pequeña y estaba tejido a mano. La lana olía mal y estaba empapada. Lo lavé y lo colgué para que goteara encima del fregadero. Supuse que debía de haber un agujero en el tejado y que el vestido llevaba mucho tiempo expuesto a la lluvia.
Me comí la cena, intenté leer, me dije que no había sido nada. No eran más que las ocho. No quería irme a la cama, aunque fuera la nieve era como un edredón.
Decidí montar el belén. El burro, las ovejas, los camellos, los Reyes Magos, los pastores, la estrella, José. Había una cuna, pero estaba vacía. Faltaba el Niño Jesús. Y María. ¿Se me habrían caído en la habitación oscura? No había oído ningún ruido y las figuras de madera medían quince centímetros de alto.
José llevaba una túnica de lana, pero en las piernas de madera le habían pintado unas polainas. Le quité la túnica. Debajo, el José de madera llevaba un uniforme pintado. De la Primera Guerra Mundial.
Al darle la vuelta vi que tenía un tajo en la espalda como la herida de un cuchillo.
El teléfono sonó.
Solté a José, cogí el móvil. Era un mensaje de Susie: ESTAMOS INTENTANDO LLAMARTE. SALIMOS MAÑANA.
Apreté la tecla de llamada. Nada. Traté de enviar un mensaje. Nada. Pero ¿qué más daba? De pronto, sentí calma y alivio. Se habían retrasado. Nada más. Llegarían al día siguiente.
Volví a sentarme delante del belén. A lo mejor las figuras que faltaban estaban dentro. Metí la mano. Mis dedos se cerraron en torno a un objeto metálico. Era una llavecita de hierro con un aro en un extremo. Tal vez fuese la llave del desván.
Fuera había caído la nieve, nieve sobre nieve. El cielo se había despejado. La luna se alzaba sobre el mar.
Después de acostarme, cuando estaba en pleno sueño, lo oí con claridad. En el piso de arriba. Pasos. En la habitación. Dudaban. Daban media vuelta. Volvían.
Me quedé en la cama, mirando el techo sin verlo. ¿Por qué abrimos los ojos si no se puede ver nada? ¿Y qué quería ver? «No creo en los fantasmas.»
Quise encender la luz, pero ¿y si no se encendía? ¿Por qué iba a ser peor estar en la oscuridad sin querer que en la oscuridad queriendo? Me incorporé en la cama y descorrí un poco la cortina. La luna estaba muy luminosa esa noche, seguro que habría luz.
La había. Fuera de la casa, de la mano, vi las figuras calladas e inmóviles de una madre y una niña.
No me dormí hasta el amanecer y, cuando me dormí y volví a despertar, era más de mediodía y la luz empezaba ya a declinar.
Corrí a prepararme un café. Vi que el vestido había desaparecido. Lo había dejado goteando sobre el fregadero y había desaparecido. «Sal de la casa.»
Fui a la estación. Había caído una escarcha que había cubierto los árboles de un blanco reluciente. Era hermoso y mortífero. El mundo congelado.
En la carretera no había roderas de coches. Solo se oían el rugido y los golpes del mar.
Conduje despacio y no vi a nadie. En el paisaje blanco e inmóvil me pregunté si quedaría alguien con vida.
Esperé en la estación. Esperé un rato más de lo que debía esperar, hasta que el tren silbó. El tren se detuvo. El revisor se apeó y me vio. Negó con la cabeza.
—No hay nadie —dijo—. Nadie.
Estuve a punto de echarme a llorar. Cogí el teléfono. Le enseñé el mensaje: ESTAMOS INTENTANDO LLAMARTE. SALIMOS MAÑANA.
El revisor lo miró.
—A lo mejor quien debería irse es usted —dijo—. Hasta el 27 no habrá más trenes desde Carlisle. Mañana era el último y lo han cancelado. Por el tiempo.
Escribí un número de teléfono y se lo di al revisor.
—¿Le importa llamar a mis amigos y decirles que voy a volver a casa?
En el lento viaje de regreso a Highfallen House no hice más que pensar en el momento de marcharme. Viajar de noche sería lento y peligroso, pero no podía imaginar otra noche solo. O no solo.
Únicamente tenía que recorrer sesenta y seis kilómetros hasta Inchbarn. Había una taberna, una pensión y una vida lejana pero normal.
No dejaba de darle vueltas al mensaje de texto. ¿De verdad significaba que tenía que irme? ¿Y por qué? ¿Porque Stephen y Susie no habían podido venir? ¿Por el tiempo? ¿Por enfermedad? Vete a saber. Lo cierto es que tengo que irme.
La casa parecía adormecida cuando llegué. Había dejado las luces encendidas y fui directo al piso de arriba para hacer el equipaje. Enseguida vi que la luz del desván estaba encendida. Me detuve. Tomé aliento. Pues claro que está encendida. No la apagué al irme. Eso demuestra que es un problema de los cables eléctricos. Tengo que decírselo al ama de llaves.
Terminé de hacer la maleta, metí toda la comida en una caja y llevé todo al coche. Dejé el whisky en el asiento de delante, una manta que cogí de la cama y preparé una bolsa de agua caliente por si acaso.
Eran solo las cinco. En el peor de los casos llegaría a Inchbarn a las nueve.
Subí al coche y giré la llave. La radio se encendió un segundo, se apagó y cuando oí el ruido que hacía el motor supe que me había quedado sin batería. Dos horas antes, en la estación, el coche había arrancado a la primera. Aunque me hubiese dejado los faros encendidos… Pero no los había dejado encendidos. Me invadió un pánico frío. Tomé un trago de whisky. No podía dormir en el coche. Moriría.
«No quiero morir.»
De vuelta en la casa, me planteé qué iba a hacer toda la noche. Todo menos quedarme dormido. Había visto unos libros viejos mientras exploraba el piso de abajo el día anterior, libros de aventuras polvorientos e historias del imperio. Mientras rebuscaba entre ellos encontré un álbum de fotografías encuadernado en terciopelo descolorido. En la habitación fría y vacía empecé a descubrir el pasado.
Highfallen House en 1910. Mujeres con falda larga y talles increíbles. Hombres vestidos de tweed para cazar. Mozos de cuadra con chaleco, jardineros con gorra. Doncellas con mandiles almidonados. Y aquí están otra vez con sus mejores galas: una fotografía de boda. Joseph y Mary Lock. 1912. Él era jardinero. Ella, camarera. Al final del álbum, sueltas y sin ordenar, había más fotografías y recortes de periódico. 1914. Hombres de uniforme. Uno de ellos era Joseph.
Volví a llevar el álbum a la cocina y lo dejé junto a mi soldado de madera. Me había puesto la bufanda y el abrigo. Me instalé en dos sillas al lado de la chimenea y esperé y esperé adormilado.
Jeanette Winterson en una foto de archivo de abril de 1990. Crédito: Michel Delsol / Getty Images.
Serían las dos de la mañana cuando oí llorar a un niño. No a un niño que se ha arañado una rodilla, o ha perdido un juguete, sino a un niño abandonado. Un niño cuya voz es su último asidero a la vida. Un niño que llora y sabe que no acudirá nadie.
El llanto no llegaba de arriba, sino de más arriba que arriba. Supe de dónde procedía.
Me tapé los oídos con las manos y metí la cabeza entre las rodillas. No pude tapar el llanto; un niño encerrado, un niño hambriento, un niño que tiene frío, y está mojado y asustado.
Dos veces me levanté y fui a la puerta. Dos veces volví a sentarme.
El llanto cesó. Silencio. Un silencio espantoso.
Levanté la cabeza. Oí unos pasos que bajaban por las escaleras. No con un pie después del otro, sino con un pie que se arrastraba un poco y luego el otro le seguía, se paraban y volvía a avanzar.
Al final de las escaleras los pasos se detuvieron. Luego hicieron lo que sabía que harían, lo que todo el terror de mi cuerpo sabía que harían. Los pasos se encaminaron hacia la puerta de la cocina. Lo que quiera que hubiese allí estaba a unos cuatro metros de distancia, al otro lado de la puerta. Fui detrás de la mesa y cogí un cuchillo.
La puerta se abrió con tanta violencia que clavó el picaporte en el yeso de la pared. El viento y la niebla se colaron en la cocina y las fotografías y los recortes de periódico que había sobre la mesa salieron volando. Vi que la puerta principal estaba abierta de par en par y que el vestíbulo era como un túnel de viento.
Con el cuchillo en la mano, fui al vestíbulo para cerrar la puerta. El farol metálico que colgaba del techo se balanceaba en su larga cadena. Una racha repentina lo empujó hacia delante como a un niño que se columpia demasiado alto. Golpeó con fuerza el enorme montante semicircular que había sobre la puerta. El montante se hizo pedazos y cayó sobre mis hombros como una lluvia de agua sólida. Un parpadeo. Un zumbido. Oscuridad. Las luces de la casa se apagaron. El viento cesó. El llanto también. Otra vez silencio.
Cubierto de cristales en el vestíbulo iluminado por la nieve, salí a la noche. En el camino de entrada me desvié y las vi: la madre y la niña.
La niña llevaba el vestido de lana. No tenía zapatos. Alzaba lastimera los brazos hacia su madre que seguía en pie como si fuese de piedra.
Salí corriendo. Cogí a la niña en brazos.
No había ninguna niña. Caí de bruces en la nieve.
«¡Ayuda!» Esa no es mi voz.
Otra vez estoy de pie. La madre va por delante. La sigo. Va hacia el huerto. Parece atravesar la puerta, y me deja al otro lado.
NO PASAR
Tiré del aro oxidado y se desprendió junto con un trozo de madera. Di una patada a la puerta para abrirla. Se arrancó de los goznes. Tenía delante el huerto en ruinas y abandonado. Un huerto de media hectárea rodeado por una tapia y utilizado para alimentar a veinte personas. Pero de eso hacía ya mucho.
Había unas pisadas en la nieve. Las seguí. Me condujeron a la casa de los criados, cuyo techo habían reparado con planchas de uralita. No había puerta, pero el interior parecía seco y confortable. En la pared había un calendario con las hojas arrancadas: 22 de diciembre de 1916.
Metí la mano en el bolsillo y reparé en que llevaba la llave que había encontrado en el belén. Al mismo tiempo oí el chirrido de una silla en el suelo de la habitación de al lado. Ya no tenía miedo. Igual que el cuerpo al principio tiembla y luego se adormece por el frío, mis sentimientos se habían congelado. Me movía entre las sombras como si estuviese soñando.
En la habitación de al lado ardía un fuego en la minúscula chimenea. La madre y la niña estaban sentadas una a cada lado. La niña jugaba con una canica. Tenía azulados los pies descalzos, pero no parecía tener más frío que yo.
«Entonces ¿estamos muertos?»
La mujer se había cubierto la cabeza con el chal y me miró, o más bien me traspasó con la mirada, con ojos profundos e inexpresivos. La reconocí. Era Mary Lock. Miraba hacia un armario muy grande. Supe que la llave era de ese armario y que tenía que abrirlo.
Hay segundos que contienen una vida. Quién eras. En qué te convertirás. Gira la llave.
Un uniforme polvoriento cayó al suelo y se arrugó como una marioneta. El uniforme no estaba vacío. La parte de atrás de la chaqueta de lana tenía una cuchillada donde habrían estado los pulmones.
Miré el cuchillo que llevaba en la mano.
—¡Abra la puerta! ¿Está usted ahí? ¡Abra la puerta!
Me despertó un blanco cegador. ¿Dónde estoy? Algo se está zarandeando. Es el coche. Estoy en mi coche. Un grueso guante quitaba la nieve. Me senté, encontré las llaves, apreté el botón de apertura. Era por la mañana. Fuera estaban el revisor del tren y una mujer que dijo ser la señora Wormwood.
—Menudo desorden ha organizado —dijo ella.
Fuimos a la cocina. Yo temblaba tanto que la señora Wormwood se aplacó un poco y empezó a preparar café.
—Alfie fue a buscarme —dijo—, después de hablar con sus amigos.
—Hay un cadáver —dije—. En el huerto amurallado.
—¿Es ahí donde está? —dijo la señora Wormwood.
La Navidad de 1914 Joseph Lock se fue a la guerra. Antes de partir a Flandes había hecho el belén para su hija pequeña. Volvió en 1916 después de sobrevivir a un ataque con gas. Lo oían subir las escaleras, jadeando sin aliento con los pulmones destrozados.
Dijeron que había perdido la razón. De noche, en el desván donde dormía con su mujer y su hija, se apoyaba con la mirada perdida contra la pared y echaba a rodar una y otra vez las canicas de la niña, una y otra vez, andaba de aquí para allá. Una noche, justo antes de Navidad, estranguló a su mujer y su hija. Las dio por muertas y se marchó. Pero su mujer no estaba muerta. Lo siguió. Por la mañana la hallaron sentada al lado del belén, con el vestido manchado de sangre, las marcas de los dedos del marido en el cuello. Estaba cantando una nana mientras clavaba la punta del cuchillo en la espalda de la figura de madera. A Joseph nunca lo encontraron.
—¿Va a llamar a la policía? —pregunté.
—¿Para qué? —respondió la señora Wormwood—. Que los muertos entierren a los muertos.
Alfie salió a probar mi coche. Arrancó a la primera, el humo azulado del tubo de escape se alzó en el aire blanquecino. Los dejé limpiando la casa y estaba a punto de marcharme cuando recordé que me había dejado la radio en la cocina. Volví a entrar. La cocina estaba vacía. Los oí en el desván. Cogí la radio. El belén estaba encima de la mesa tal como lo había dejado.
Pero no estaba tal como lo había dejado.
Joseph seguía allí con los animales, los pastores y la estrella abollada. Y en el centro estaba la cuna. Al lado de la cuna vi las figuras de madera de la madre y el niño.