«Leo y Ernest»: la vida secreta de Hemingway en Cuba por Wendy Guerra
En los años cuarenta, Ernest Hemingway estableció su segundo hogar en La Vigía, una finca en las afueras de La Habana en la que vivió durante dos décadas, entre idas y vueltas, con su segunda y tercera mujer, y donde escribió dos de sus novelas más célebres, Por quién doblan las campanas (Lumen) y El viejo y el mar (Debolsillo). Más de una noche, y con el consentimiento de su esposa, el escritor recibió allí la visita de una mujer cubana de la que solo recientemente se conoció la identidad: Leopoldina Rodríguez, mestiza, criada en un hogar de la burguesía habanera donde trabajaba su madre, examante del líder falangista José Antonio Primo de Rivera y prostituta en el bar El Floridita, donde se conocieron. Aquella relación fue un secreto a voces durante diez años: Hemingway pagaba su vivienda, le daba a leer sus manuscritos y se hizo cargo de su tratamiento cuando Leopoldina enfermó de cáncer primero y finalmente de su funeral. Con esa historia se encontró la escritora y poeta cubana Wendy Guerra —autora de las novelas Posar desnuda en La Habana, Nunca fui Primera Dama y El mercenario que coleccionaba obras de arte (Alfaguara)— y la recrea en este cuento inédito que publicamos a continuación.
Por Wendy Guerra

Crédito: Getty Images.
Fue una extraña noche de ciclón cuando Leopoldina hizo su entrada triunfal en El Floridita y se hizo la luz. Sus pequeñas manos, pobladas de venas profundas como ríos, acariciaban la barra pulida por el ron; la transparencia de sus ojos sedientos de mundo se llevaba a todos consigo. Conocidos y desconocidos se la quedaban mirando extasiados.
¿Qué diablos tenía esta mujer?, se preguntó Fernando G. Campoamor cuando la vio por primera vez en el lobby del Liceo de La Habana. «Tenía una linda sonrisa, unos maravillosos ojos oscuros y un espléndido pelo negro. Su piel era suave como el marfil de color aceituna, si es que hubiera marfil color aceituna, con un ligero tinte rosa». Así la describió Hemingway en Islas en el Golfo, Lil la honesta («Honest Lil»), la única mujer a la que Hemingway amó profundamente en toda su vida.
Quizá por error, Constantino Ribalaigua abrió las puertas del restaurante cuando ya se sentían los primeros embates de la tormenta, iluminados únicamente con velas, entre la penumbra y el desconcierto, los camareros corrían de un lado para otro, informando a los clientes que, de no regresar la electricidad, sería imposible continuar con el servicio. La puerta de la calle se abrió de golpe, una ráfaga de viento lanzó a Leopoldina contra las cortinas de terciopelo rojo. Fue solo poner sus tacones sobre la alfombra y se produjo el milagro. ¡Llegó la luz! Todos aplaudieron a la hermosa muchacha, quien, sin entender absolutamente nada, hizo una graciosa reverencia agradeciendo semejante bienvenida.
Hemingway se quedó plantado en la barra, intentando recordar un bolero en español, siguiendo con su mirada a esa mujer esplendida que saludaba con entusiasmo a cada uno de los adictos al daiquirí de El Floridita.
Hemingway le preguntó a Fernando Campoamor quién era aquella criatura, y Fernando, risueño, como si esperara que un día esto pudiera suceder, contestó:
—Es la dama más bella y honesta de la ciudad, no dice malas palabras, lee a Faulkner, ama la ópera, compra su ropa en París, no usa perfumes caros porque huele a paloma de río y desconoce la fidelidad pero sí la lealtad. Pero ¡cuidado con ella, maestro! Suele ser adictiva y hay un personaje de mucho poder que no le pierde ni pie ni pisada.
Ernest se adelantó a quienes esa noche de tormenta pensaban pasar un buen rato con Leopoldina Rodríguez, pidió una botella de champán, despidió a Campoamor y la invitó a viajar con él sentados en esa «primera clase» que significaba la esquina derecha de la barra, el lugar más oscuro del restaurante. Los primeros instantes de la conversación estuvieron saturados de miradas y silencios, interrogantes y respuestas a media lengua, un brindis, otro, risas e interrupciones a su alrededor, cierto déjà vu flotaba en el aire, entre la voz de Cotán y las guitarras del trío Floridita y los gritos de los turistas, casi todos americanos hacinados allí por el aguacero, Hemingway preguntó a la muchacha si se conocían de alguna parte. Su respuesta logró inquietarlo:
—Del futuro.
Para cuando cerraron el restaurante, Ernest y Leo no habían terminado de charlar; tenían tantas cosas que decirse que a las seis y treinta de la mañana salieron a la calle agarrados de la mano. La tormenta había pasado y sendas mangueras lanzaban chorros de agua a presión para limpiar la calle Monserrate poblada de ramas caídas, piedras, lodo, tejas y muchísima basura, una vecina gritaba «¡Agua va!» mostrando su reluciente palangana, advirtiendo que lanzaba sus desechos nocturnos del balcón a la calle, mientras, Juan López, el chófer de Hemingway, dormía a pierna suelta dentro del automóvil. Para no despertarlo, la pareja decidió caminar.
Atravesaron la calle Obispo hasta llegar a la plaza de Armas, y allí, junto a la Ceiba de El Templete, se sentaron a desayunar juntos, mientras Leopoldina, con las primeras luces del día, ante la pureza que trae el amanecer siguiente a los ciclones, decidió tirarle las cartas al escritor.
—Deja de beber como lo haces, deja de escribir cuentos cortos, intenta una novela grande, amplia como este mar, que recorra contigo este lugar… ¡pero de verdad! Explicó apuntando a la bahía. Aquí te sale mucho dinero, muchísima fama y… dos premios muy importantes, uno para tu país, otro para el mundo.
Ernest sonrió, tal vez aquellos comentarios dichos por otra persona hubiesen causado molestia e incluso ira en el americano.
—¿Premios? ¡Será el Pulitzer! —gritó Hemingway tirándose para atrás en la pequeña silla de madera que crujía soportando su peso.
—¡Uno para tu país y otro para el mundo! —afirmó la cubana poniendo la baraja del Mundo sobre la mesa—. ¡Serán dos!
Era muy difícil no tomarla en serio: el verdadero fenómeno, el ciclón del Caribe era ella, una navaja de seda que cortaba todo a su paso, dejando en pie solo la verdad y la transparencia. Hemingway la leyó muy bien, la detalló de arriba abajo e incluso dio un paso más, intentó elevarse y verse a su lado años más tarde, como quien mira a distancia un cuadro en un museo, a vuelo de pájaro, presintió con vértigo todo lo que pasaría. O se escapaba ahora mismo o la amaría para siempre. Leopoldina Rodríguez no sabía mentir, y a Hemingway le gustaban sus verdades.
—¿Traficaste algo por mar?
Leopoldina asintió.
—Aquí lo dice.
Ernest la miró sorprendido y comenzó a reír a carcajadas.
—¿Armas o…?
—¡Alcohol! —dijo Ernest apurando un trago de whisky que acompañaba con un café con leche y pan con mantequilla—. Llegué aquí por primera vez en abril del 28, en el vapor Orita, camino a Key West. El barco hizo una breve parada justo allí, frente al astillero, yo me bajé, caminé unos pasos, los suficientes para saber que este era mi paraíso. Seguí viniendo, me llevaba ron cubano a todas partes pero… en realidad, a eso no le llamaría traficar.
—¿Y cómo lo llamarías tú? Aquí lo dice clarito —corrigió Leo con una amplia sonrisa bailando sobre sus labios. Un pequeño estrabismo asomaba a sus ojos cuando el deseo y el goce aparecía en su vida, de eso también Ernest se percató cuando rozó sus dedos por primera vez.
La brisa del amanecer despeinó a Leopoldina, dos de sus barajas sobrevolaron la plaza, el loco y el ahorcado salieron volando y Hemingway fue tras ellos, Leopoldina se agachó para recuperar otras seis que se fueron derramando sobre los adoquines de madera empapados de brea. Hemingway regresó y la tomó en brazos, como a una niña pequeña la elevó del suelo a sus labios y la besó hasta asfixiarla.
Es ahora o nunca, pensó el americano. ¡Dame una señal para salir corriendo!, pensó el escritor que combatía con la polifonía de sus pensamientos.
La muchacha siguió barajando sus cartas. Ernest la miró y quiso averiguar por su pasado, por su vida, y aunque no deseaba molestarla, el periodista amordazado lo traicionaba.
—Estás cansada de recibir halagos, te imagino colmada de… llena de admiradores —lanzó Hemingway buscando aunque fuera una pequeña pista de su situación sentimental y de la que ella no había dejado nada en claro.
—«Ahora estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida…» —recitó la cubana asombrando al americano con su cita de Las Nieves del Kilimanjaro.
—¿Cómo dices? —exclamó el escritor pensando que lo que escuchaba se lo estaba inventando en su mente, abarrotada de voces y miedos a esas mismas voces.
—«Uno deja de pensar y todo es maravilloso» —remató ella lanzando otro pedazo de Las Nieves y la carta de la luna sobre el mármol de Carrara.
Ahí estaba la señal, Ernest tomó de la mano a Leopoldina y se la llevó, casi a rastras hacia la avenida del Puerto, sacó su mano, tomó un taxi cualquiera y la acomodó, como a una reina, en la parte trasera del Chevrolet, luego se fue adelante, junto al chófer y le ordenó, con una rara certeza y en perfecto «cubano»:
—A San Francisco de Paula, rápido, por favor.
Quería estar lejos, bien lejos de todo lo que pudiera interrumpirlos, no deseaba que amantes ni testigos les arrancaran ese momento.
El cuerpo de la isla y el cuerpo de Leopoldina se fundieron en él bajo las sábanas almidonadas de la finca de La Vigía, el sexo embrujado y sublime de esta mujer no permitió al escritor salir de la cama durante todo el fin de semana. Apenas comían, lograban sostener breves charlas, entrecortadas por gemidos y carcajadas que terminaban en lágrimas de placer y citas memorables de cualquier poeta conocido y hasta desconocido. La tórrida amazona comenzó a domar la bestia sedienta que había dentro de Hemingway, y tal como le había advertido Campoamor, aquello se volvió adictivo. El origen del mundo: las piernas de Leopoldina, ese profundo delta salado y acuoso, las aguas territoriales de un país sentimental que chorreaba de placer y embarraba de Cuba la boca del escritor más descarnado del universo.
—A tus plantas rendido este mortal —dijo Hemingway a Leopoldina besando sus pequeños pies, el lunes al amanecer, descalzo y a medio vestir, con un lápiz colgando de su oreja y una fuente de frutas preparada especialmente para su desayuno.
Los empleados de la finca comenzaron a preocuparse, la esposa de Hemingway estaría por llegar, faltaban apenas unos días para que Martha Gellhorn hiciera su entrada triunfal en San Francisco de Paula. Debían enviar las invitaciones para su cena de cumpleaños, organizar el menú, la lista de invitados, pero a estas alturas Ernest no se acordaba de nada y se entregó en cuerpo y alma a la deliciosa deriva que le proponía Leopoldina Rodríguez. La Habana parecía otro lugar, el sexo asomaba en todas partes, sobre el banco de un parque, en los cines de barrio, en su antigua habitación del hotel Ambos Mundos, en el bote, y hasta en el fondo del mar, probar un mango en medio de la bahía, combinar su dulce sabor con el salado del mar, chuparlo hasta sacar de la semilla todo el jugo que le ofrecía con lujuria esta criatura, este demonio, este diablo que se había convertido en la única, sublime obsesión del americano.
Leopoldina ha encontrado un lugar maravilloso para anclar El Pilar, el embarcadero de Cojímar. Es allí, junto a los pescadores, donde pasan las noches, en el restaurante La Terraza, charlando frente al voluble y poderoso mar, mientras Samuel, un pescador disfrazado de chef, fríe los plátanos verdes y prepara los «animales», como diría Ernest, que atrapan juntos durante el día, explorando los territorios de agua clara por los que viajan, intentando conocer al detalle la costa norte de Cuba. Abrazados, insolados y sedientos, sin hacerse demasiadas preguntas, interrogan las cartas españolas. Leopoldina no puede ocultar que le gusta el americano. Lo toca, lo acaricia, lo pellizca y saborea mientras lee su suerte que al mismo tiempo, es la suya.
—¿Otra vez cuentos cortos? Pero, Ernesto, así no vamos a avanzar. Tienes que escribir algo que se relacione con todo esto. La mar… la mar es tu pasión… ¿por qué cambiar el tema? Yo no te entiendo, de verdad.
Hemingway no podía creer lo que escuchaba. La frescura con la que Leo metía las manos en el cartucho de su vida era impactante, pero lo mejor era que lograba hacerlo sin lastimarlo, sin crearle ruidos en su cabeza llena de temores. Necesitaba robársela, llevarla consigo antes de que uno de esos mafiosos se la arrebatara. Eso debo hacer, pensó, regalarnos un viaje por Europa, presentarla a mis amigos, mostrarle el mundo, y a la vez, volver a mí. Ernest quería sentirse amado en lugares que nunca había recorrido con nadie, mucho menos con alguien tan original y memorable. Solo pensaba en lo que dirían sus amigos, incluso su editor, quien coincidía con ella en tantas cosas…
—Mi editor piensa…
—¡Date prisa! Este año morirá, y será así, en un pestañear, no dará tiempo a nada —soltó la cubana estrujando el seño y revisando cuidadosamente sus cartas.
—¿Quién?
—Tu editor, despídete, resuelve los asuntos pendientes que tienes con él. Debes buscarte a otro y ese otro si no te aguantará tus perretas, eh.
Hemingway balbucea otras preguntas, intenta averiguar un poco más, pero no sabe, siquiera, si tomar en serio lo que Leopoldina le comenta.
—¿Max, Max Perkins? —pregunta Ernest.
—Así es, querido —confirma la cubana agitando la carta de La Torre entre sus manos.
Pasaron semanas conociendo la isla desde el mar, y en su bojeo exploratorio el sexo y las confesiones los acompañaron noche y día, pero Leopoldina quería mucho más para Ernest, al rompecabezas le faltaba una pieza. Necesitaba dejar a un lado El Pilar, y aventurarse a salir de pesca en las pequeñas embarcaciones, debiluchas e inestables, desvencijadas y sucias en las que los cubanos acostumbran a pescar, a pulmón y a mar abierto.
Leopoldina recordó al pescador que les llevaba camarones, parguitos escamados, filetes de emperador, enormes cabezas de cherna y hasta langostas pintas a la casa de la familia Pedroso donde ella pasara su primera infancia. Anselmo Hernández se había hecho muy amigo de su madre, e incluso, en una de sus escapadas de domingo, la escuchó declinar la propuesta de matrimonio del cojimero. ¿Dónde estará Anselmo?, pensó.
Ernest y Leopoldina se presentaron en la vieja choza de madera levantada en pilotes en la que solía perderse los veranos para robarle ostiones a la costa. Leo posó su mirada sobre el ventanal abierto de par en par, los mismos muebles, las mismas flores de papel detenidas en el tiempo desafiaban al mar de invierno que parecía robarse la casa con el oleaje. Un temblor se apoderó de Leo, quien, apretando la mano de Ernest, susurró:
—Vámonos, algo me dice que Anselmo no está aquí. Se lo llevaron y… murió en un hospital. Murió solo, pobre hombre. —adivinó Leopoldina emocionada.
En efecto, solo de pisar el amplio portalón apareció Anselmito, el flaco y desvencijado muchachón que solía jugar de niño con Leopoldina. El chico parecía un anciano, el mar lo había arrugado como una pasa, de él solo quedaban sus ojos grises, profundos y sublimes, pero comidos por la sal.
—Buenas tardes —dijo Leo desde el portal.
Pero Anselmito apenas alcanzaba a reconocer las dos figuras a contraluz.
—¡No hay pescado, hoy es lunes y descanso!—gritó el nuevo «viejo Anselmo».
Leopoldina puso en el cuello de Ernest su medalla de oro con la imagen de la Virgen de La Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Le pidió al pescador que lo llevara con él en su barquito a pescar durante la semana, y a cambio, le comprarían todo el pescado del mes. Le juró que Hemingway conocía las leyes del mar y le encargó que lo cuidara y protegiera como a su propia vida.
—Aquí duermes hoy —dijo Leopoldina extendiendo una sábana percudida en la antigua cama de Anselmo.
Ernest no lo podía creer.
—¿A dónde vas? —La detuvo sosteniéndola por la cintura, mientras ella intentaba avanzar rumbo a la calle.
—Voy a ver a mi hijo, te dejo en manos de Anselmito.
—Pero… ¿y por qué debo quedarme aquí? ¿Y sin ti?
—Esto es cosa de hombres, para los pescadores las mujeres sobran en alta mar. No querrás que me tiren por la borda ¿no? —dijo Leopoldina, fingiendo que le gustaba abandonarlo.
Ernest se quedó pasmado pero la dejó ir, la siguió con sus ojos por la pequeña playa sembrada de barquitos, algunos flotando en el veril, y otros, anclados en el fango. Con los tacones en la mano, la falda blandiendo en el soberano aire de Cojímar y su contoneo acostumbrado, se le fue Leopoldina como arena entre las manos, ella, que más que caminar, bailaba, que más que pisar, volaba, desapareció mirando para atrás de vez en cuando. No la veré nunca más, pensó el escritor sin ánimo para decirle adiós.
—¡Lo que suceda ya está escrito! —gritó Leo a Yemayá, lanzándole sus argollas de oro blanco como ofrenda para abrirle camino al escritor.
Al llegar a la finca de La Vigía, solo y cansado de navegar, Hemingway mira cómo ha florecido todo y se percata del tiempo que ha pasado sin ir a su casa, ¡casi un mes! Su esposa está de cumpleaños y él ni siquiera la ha felicitado. En medio de la celebración, con el patio engalanado de luces, repleto de invitados, y un olor a carne de cerdo tostada levitando sobre el humo de los Habanos, Ernest reaparece en finca La Vigía. Campoamor le acompaña al estudio, y es en ese momento que el cronista le pide que se vista elegante para la fiesta, pero Ernest lo mira con sorna y lanza una sola frase:
—¡Es adictiva!
Campoamor comprende que no hay nada que hacer. Hemingway ha sido hechizado por Leopoldina y, en adelante, sacarlo de ese mundo sería un verdadero castigo.
—¿No piensas salir a saludar? —sugiere Campoamor con discreción.
—Claro, solo necesito hacer una llamada —contestó Ernest tomando el auricular, marcando frenéticamente los números, insultando a la operadora, quien se disculpaba con humildad por no lograr el resultado que él esperaba. ¡Localizar a Leopoldina!
A las cuatro de la madrugada, después de interrogar a la madre de Leo en los enormes jardines de la Casa Pedroso, en El Vedado, y usando como pretexto el extravío de su cámara fotográfica en El Floridita, Campoamor logra, por fin, dar con el paradero de Leopoldina. Regresa a su flamante Cadillac descapotable y se dispone a localizarla en el hotel Nacional. El aire del Malecón desordena aún más sus ideas: ¿cuáles serán las consecuencias de este desliz?, ¿debe o no debe informar de esto a Ernest? Es mejor no despertar la fiera que duerme dentro del escritor, piensa mientras parquea y se peina ante el espejo retrovisor en los jardines del Nacional.
¿Qué hacía Leo allí?, se preguntaba Campoamor apurando su paso por la piscina. ¿Acaso el amor de Ernest no le era suficiente como para quemar sus naves? Cuántas veces ella se había quejado del indelicado modo en el que los mafiosos trataban a las cubanas, cuando, borrachos, intentaban «ir al grano» desnudándolas delante de los guardaespaldas, violentándolas, abochornándolas de un modo tan bajo e hiriente que Leopoldina se negaba a tolerar. ¿Qué diablos haces ahí, Leopoldina Rodríguez?, se preguntaba Fernando Campoamor, mientras a distancia la veía conversar, comerse las uñas, fumar, e intercambiar risas y palabras en el bar de la piscina, vistiendo un soberbio traje de noche, color granate, que la hacía lucir como una diosa ante el peor de todos los italianos escondidos en Cuba, Jake, el terrible hermano de Meyer Lansky.
Fernando Campoamor era un caballero, un hombre culto y sin prejuicios, pero, en esta vida todo tiene un límite, y no estaba dispuesto a permitir que Leopoldina se burlara de su mejor amigo, así que decidió volver sobre sus pasos. Abandonó el hotel y a pesar del cansancio decidió conducir hasta La Vigía para contarle todo al escritor. Necesitaba poner punto final a una pesadilla que, sin querer, él mismo había propiciado. Mientras Fernando salía del hotel, Ernest entraba. Había decidido buscar en las todas zonas que ella un día, le confesara, solía merodear.
Amanecía, un señor encorvado pero muy ágil subía a los faroles para apagar las luces que iluminan el malecón, La Habana se va apagando lentamente, el mar se va tragando los destellos como cuentas de vidrio, y a las seis de la mañana, un tiroteo entre cubanos e italianos despierta a los turistas que dormían plácidamente en las habitaciones del hotel. Ernest había intentado rescatar a Leopoldina de las manos de Jake, quien insistía en hacerla viajar a Nueva York esa misma tarde, pues la cubana era el perfecto regalo de cumpleaños que el entonces director del hotel deseaba enviarle a su hermano Meyer Lansky. La joven solo había ido a despedirse, y, tomando su primer café con leche del día, declinó la propuesta con elegancia, le dijo que había encontrado una pareja, un hombre que amaba y que la amaba, pero mientras más explicaciones daba peor se ponían las cosas.
La seguridad del hotel reconoció y siguió a Ernest Hemingway, quien, como un loco gritaba el nombre de Leopoldina, su vozarrón amplificado en la compleja acústica del edificio. El americano tocaba y abría puertas sin percatarse de la hora y el lugar donde se encontraba, y completamente fuera de sí, avanzaba armado de un revólver. Por fin llegó a la piscina, Leopoldina estaba de espaldas, su cuerpo bronceado, perfectamente esculpido, el pelo recogido dejaba ver su cuello de garza, y el escote del mismo vestido que noches atrás lució para él en El Floridita la hacían inconfundible. Hemingway avanzó con agilidad hacia el mafioso, quien a esas alturas había mandado a dormir a sus guardaespaldas. Ernest apuntó directamente a la nuca de Jake, y sin permitirle hacer ningún movimiento, le arrebató a Leopoldina. Los camareros, botones y hasta algunos clientes del hotel evitaron que corriera la sangre. A las siete en punto de la mañana, con ayuda de la policía, lograron sacar a la pareja del lugar sin dar a la «familia» de Jake tiempo a reaccionar.
Leopoldina y Ernest salieron a la calle. La Habana parecía una ciudad de juguete, el aire limpio de la bahía desató su pelo, la cubana miró a Hemingway y sonrió feliz y complacida. Ella siempre había buscado un héroe, ese hombre que se lo jugara todo por ella, en cambio él estaba rabioso y confundido.
—¿Por qué, Leopoldina Rodríguez? —le preguntó a la entrada del Ambos Mundos, el lugar más seguro de la ciudad después de la finca.
Leopoldina no supo responder, vio su vida pasar a la velocidad de un tren por su cabeza.
Hicieron el amor durante buena parte del día, cenaron juntos, tumbados en silencio mirando el techo. El americano había lanzado una pregunta que la cubana había decidido no contestar, tal vez, porque simplemente ella no tenía una respuesta.
Dos días más tarde Ernest recibió una nota de amenaza: «Ernest Hemingway, vete de Cuba cuanto antes o desaparecerás de los titulares y aparecerás en los obituarios».
Fernando Campoamor se hizo eco del asunto y publicó una crónica que blindó al escritor.
«Significa una vergüenza para los cubanos que el señor Ernest Hemingway, una verdadera gloria de la literatura universal, deba abandonar la isla a causa de ciertas leyes de gueto que insisten en imponernos algunos italianos asentados en Cuba, personas inescrupulosas que vienen aquí a intentar cambiar nuestras costumbres y apropiarse de nuestro patrimonio. ¿Qué harán las autoridades al respecto?».
Las autoridades, la prensa y la opinión pública reaccionaron a favor de Hemingway. Ahora faltaba averiguar qué haría Leopoldina. Detrás de su sensualidad, detrás de sus dedicación y buenas intenciones se escondía un demonio ilustrado, y nadie, ni el mismísimo Ernest, podía adivinar lo que les sucedería de ahora en adelante. Ante al paso irreflexivo y pasional de la cubana y las impulsivas reacciones del escritor, Fernando decidió escoltarlos por una Habana tan peligrosa como fascinante.
Leopoldina y Ernesto vivieron tiempos maravillosos, días y noches intensos, meses de solo separarse para que Hemingway escribiera. Si la pareja se hizo popular fue gracias a la memorable foto tomada por Campoamor, en el Salón Rojo de la cervecería La Tropical durante un partido de béisbol entre los equipos Almendrares y La Habana, pero esa imagen era solo el inicio de esos viajes frecuentes por una ruta habanera nocturna que ellos tres, el escritor, su amante y el cronista, se habían construido.
Según cuenta Campoamor: «Luego de esta foto en La Tropical, nos fuimos a El Floridita y al Donovan a ver a unos amigos. A veces, visitábamos la avenida del Puerto y los barrios más rudos que había cerca, ya que Hemingway buscaba a menudo la compañía de gente sencilla y noble. Siempre lo pasamos muy bien en estas salidas. Íbamos a ver peleas de gallos, al Casino de Montmartre, y al Sloppy Joe's, al hotel Plaza, al hotel Sevilla, al casino Sans Souci, y otros lugares de la ciudad».
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