Un tren hacia la guerra de Ucrania
24 de febrero de 2022. Vladimir Putin lanza una invasión relámpago para conquistar Kyiv y derrotar al estado ucraniano. En ese momento, el reportero Alberto Rojas se pone en marcha con su cuaderno y su cámara en lo que será un viaje de miles de kilómetros para hablar con los protagonistas del conflicto en todos los frentes de la guerra. El resultado de este «road trip» (que va desde las trincheras del Donbás a los campos de prisioneros rusos o el vacío de Chernóbil) es «Vivir la guerra. La guerra de Ucrania desde las trincheras» (Ediciones B), una impactante crónica en primera persona desde una Ucrania invadida. Con la contienda lejos de llegar a su fin (Putin acaba de aprobar una doctrina que permite responder con armas nucleares a un ataque convencional contra Rusia), en LENGUA ofrecemos contexto y perspectiva regresando hoy (finales de 2024) a aquellos primeros días de invasión a través del extracto del libro en el que Rojas narra cómo logró entrar en un país asediado por el miedo y el caos.
Por Alberto Rojas
Un voluntario entrega peluches a los niños ucranianos recién evacuados en la frontera con Polonia. Crédito: Alberto Rojas.
No es fácil entrar en un país en guerra que está siendo atacado por una potencia nuclear.
Tardamos tres horas en subir al tren, que es el tiempo que lleva a los aduaneros polacos desalojar a cientos, quizá miles, de mujeres, niños, perros y gatos que han viajado en el convoy, huyendo, desde Ucrania hasta la frontera con Polonia. Muchas bajan de los vagones en shock, llorando, cansadas, con bolsas en los ojos. A los que esperamos, la nevada de finales de febrero nos deja con las piernas paralizadas, casi sin poder hablar unos con otros por el frío. Intento comprar un billete en las taquillas, pero no los venden: el viaje es gratis mientras dure la guerra.
De nueve vagones que han llegado a Polonia, solo vuelven tres y los ocuparemos un puñado de periodistas y decenas de hombres ucranianos, algunos de poco más de veinte años que vienen a unirse a la lucha con equipos de paintball colgados de la mochila, como unos hermanos recién llegados de Toronto, que hablan a voces con otros procedentes de Alemania o de los países bálticos. Hay más, tipos mayores y más curtidos que se han presentado con un viejo macuto militar soviético. Tienen barba de varios días, manos nudosas de cáñamo y aspecto de trabajar en el campo. Son obreros ucranianos que trabajaban, por miles, en el este de Europa. Todos hicieron la mili en la antigua URSS y, por tanto, son de un valor incalculable para su país en estos momentos. Apenas dicen nada, como si de golpe comprendieran a lo que van a enfrentarse.
Tras mostrar los documentos, acreditaciones y demás, accedemos a las vías. Pillamos un bocadillo y un café caliente en un tenderete de voluntarios y subimos con las maletas. Es un viejo tren soviético de asientos de madera, tosco y robusto, como si estuviera blindado. Ya dentro, el vagón está caldeado gracias a unos cuantos radiadores. Me cruzo con unos portugueses de la agencia Lusa con los que coincidí unas semanas antes cubriendo las elecciones presidenciales en Lisboa, comiendo y bebiendo como príncipes, ignorantes de lo que se le venía encima a Europa.
Después de un buen rato, se cierran las puertas y el tren se pone en marcha de forma perezosa. Para mi sorpresa, las dos mujeres que viajan junto a mí, Lidia y Alina, hablan español. Van a reunirse con su familia y a presentarse como voluntarias para cocinar para los refugiados que aumentan por decenas de miles cada día. Unos minutos más tarde, el móvil se queda sin cobertura. Estamos en Ucrania.
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No tardaremos en detenernos de nuevo en una estación que parece un enorme cuartel militar soviético, ya con el nombre escrito en cirílico. Allí suben unos soldados con su camuflaje pixelado y sus AK-47 que recogen todos nuestros pasaportes, nos preguntan qué vamos a hacer allí y desaparecen para comprobar nuestros datos. En ese momento, varios hombres adultos que viajaban en el tren abren una puerta en el lado izquierdo, bajan y empiezan a caminar entre las vías camino de un bosque cercano. Los soldados los ven y les dan el alto. Tres son detenidos al instante, pero uno consigue esconderse en unos vagones de mercancía y escapar por entre los árboles. Lidia tiene una teoría:
—Son agentes rusos que tratan de infiltrarse.
—Pero ¿no tiene el presidente Putin información de sobra sobre lo que pasa en Ucrania?
—No. Él creía que Ucrania no se defendería, pero los estamos combatiendo. No sabe nada de nosotros.
Después de una hora y media, los militares regresan al tren, ya con cuatro viajeros menos, y nos devuelven nuestros pasaportes. La locomotora diésel reanuda su marcha cuando cae la noche. Lidia y Alina comparten su deliciosa comida ucraniana: salo (grasa de cerdo), varenyky (pasta rellena con carne y verduras) y unos deruny (panqueques de patata) que pasan de mano en mano en el vagón y levantan el ánimo al instante. El convoy avanza muy despacio. Para cubrir una distancia de ochenta kilómetros necesitaremos seis horas en total.
Cuando vemos las primeras luces de Lviv ya son las siete de la tarde. Lidia llama por teléfono a alguien y se asegura de que un conductor de confianza me espere fuera. Entramos en una estación casi a oscuras, pero con andenes rebosantes de gente; de nuevo, miles de mujeres esperan para subir al tren del que nosotros tratamos de bajar. Familias de Odesa, Mikoláyev, Jarkiv, Zaporiyia o Mariúpol buscan algún tren que se dirija a la misma frontera de la que venimos. Un grupo de militares intenta poner orden en el caos, pero bajar la maleta con decenas de mujeres y niños empujando resulta complicado. Varias personas sufren ataques de ansiedad. Lidia me da su teléfono por si necesito algo y nos dirigimos a la salida, pero es tan difícil avanzar que tardamos más de media hora en llegar. En la calle, el frío duele. Miles de niños tendrán que dormir tres noches al raso antes de atravesar a pie la frontera en el mayor éxodo visto en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Militares ucranianos comprueban la identidad de los pasajeros en un tren procedente de Polonia durante los primeros días de la guerra. Crédito: Alberto Rojas.
La primera impresión es esta: farolas apagadas, los focos de los vehículos y los semáforos como única iluminación, muchedumbres en movimiento cargadas con maletas, policías pidiendo la documentación y atasco de coches. Uno de ellos espera por mí. El conductor es un ucraniano de unos treinta y cinco años que no habla ni una palabra de inglés. Lidia le da instrucciones y yo le enseño la dirección del apartamento que reservé el día anterior en el centro de la ciudad. El tipo me indica en ucraniano que me suba. Durante el trayecto, dialoga con otro hombre que va en el asiento del copiloto. Solo me preguntan de dónde vengo. El vehículo se detiene en una calle y el que no conduce baja conmigo, me acompaña por las calles desiertas y oscuras hasta una plaza y me indica el portal.
A lo lejos veo un garito con luz que se llama Fast Fish. Subo las cosas y descubro una casa agradable y con la calefacción encendida. Antes de que comience el toque de queda, bajo a por algo de comer al bar, el único que está abierto. Unos soldados me paran. Muestro la documentación y me dicen que adelante, «Dabai, dabai». El tipo del bar habla español porque trabajó un tiempo en Argentina. Con la cena en mi poder, subo al apartamento y, nada más cerrar, suena la primera alarma antiaérea que escucharé en Ucrania. La primera de muchas. Una voz se alterna con el aullido de la sirena. Como no sé dónde está el refugio al que tengo que acudir, me meto en el baño, que no tiene ventanas.
Hasta la mañana del día siguiente, ya con la luz del día, no me doy cuenta de que Lviv es una de las ciudades más bonitas de Europa. Su plaza Rinok mezcla edificios zaristas con otros del imperio austrohúngaro al que pertenecía esta región. De clara influencia polaca, es la capital cultural de Ucrania y el epicentro de su identidad.
Muchos embajadores se trasladan hasta aquí desde Kyiv y montan la embajada en sus habitaciones del Grand Hotel, un establecimiento clásico y decadente, propio de una novela de Stefan Zweig, con mesas de mármol y sillas de madera de caoba con acolchado de terciopelo oscuro. En teoría, solo pueden entrar los clientes, pero cuando el botones se acerca para recibir a otro embajador, aprovecho para colarme en el salón a desayunar con media diplomacia europea a mi alrededor. Pongo la oreja y detecto la mesa de los italianos, de los franceses y de los británicos, que se reúnen con un equipo de la BBC. Trato de imaginar cuáles, de entre todos los residentes en el hotel, son en realidad espías o informantes rusos.
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