Ucrania, Putin y los limones de Stalin
La obsesión de Stalin por los limones frescos, el siniestro ascenso de Trofim Lysenko, el trágico destino de Nikolái Vavílov, un siniestro entramado de mentiras que fueron reemplazando a la verdad… En su original libro «Las rosas de Orwell» (Lumen), Rebecca Solnit no sólo aborda vida y obra del autor de «1984» desde su poco conocida devoción por las rosas, sino que despliega un universo de conexiones insospechadas entre la historia contemporánea y el cultivo –de los primeros movimientos feministas a la Guerra Civil Española, pasando por el colonialismo y la escala industrial de hoy en día. En este fragmento que LENGUA reproduce a continuación, la escritora norteamericana ilumina la Rusia de Putin a partir de una increíble historia sobre los limoneros de Stalin.
Por Rebecca Solnit
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6 de marzo de 2020. El presidente ruso Vladimir Putin y el gobernador del oblast de Ivanovo Stanislav Voskresensky miran la bandera con retratos de los líderes soviéticos Vladimir Lenin y Joseph Stalin mientras visitan la fábrica de paracaídas en Ivanovo, ciudad a 230 kilómetros al este de Moscú. Crédito: Getty Images.
En 1945, en Ucrania, en la Conferencia de Yalta, donde Stalin, Churchill y Roosevelt negociaron el nuevo orden tras la Segunda Guerra Mundial, el primer ministro británico o su hija comentó que quería limones —para las bebidas según una versión, y para el caviar según otra—, y al despertar descubrió que durante la larga noche de febrero había aparecido por arte de magia un limonero cargado de frutos en el palacio donde se alojaban. Tras la contienda, a Stalin le obsesionó durante años la idea de forzar los límites naturales de los limoneros. Al parecer estaba convencido de que era posible modificar por la fuerza la naturaleza fundamental de esos árboles, igual que la de las personas, igual que la del trigo, y quiso cultivarlos en su dacha de la península ucraniana de Crimea y en la que tenía en Kuntsevo, en las afueras de Moscú. Viacheslav Mólotov, un poderoso funcionario del régimen y uno de los pocos bolcheviques que sobrevivieron a las purgas, recordaba mucho después de la muerte de Stalin: «En su dacha se construyó un invernadero especial para los limoneros. Uno grande... Y cómo vagaba por ahí... Aunque yo no lo vi. Y todo el mundo: ¡oh!, ¡ah! Y puedo decir con toda sinceridad que de mí provenían menos "ohs" y "ahs" que del resto y lo que yo realmente pensaba era: ¡Que le den morcilla! ¡Un limonero en Moscú!». Otro funcionario de alto nivel contó que Stalin lo había llevado a pasear por ese jardín y le había dado una rodaja de limón tras otra para que se las comiera, con lo que lo obligaba a pronunciar elogios todo el rato.
La contrahistoria
Stalin tenía enormes jardines en sus diversas dachas y él mismo daba órdenes a los jardineros que los cuidaban. Proporcionaban comida en abundancia al dictador y su familia. Su hija, Svetlana, recordaba: «Mi padre no podía limitarse simplemente a contemplar la naturaleza. Necesitaba hacerla producir, transformar constantemente alguna cosa». Stalin tenía en Moscú invernaderos donde los limoneros pasaban los inviernos, pero dijo a sus jardineros: «Que se acostumbren al frío». Cabe imaginar que la selección artificial durante generaciones habría dado como resultado limoneros más resistentes, pero parecía que él intentaba curtir a cada uno de los ejemplares como si fuera un sargento de instrucción con sus reclutas. Su enorme limonar de Crimea se heló. A los limoneros de su nativa Georgia, con un clima templado, les fue mejor. Plantó algunos —o, mejor dicho, decretó que se plantaran; emitía a diario órdenes dirigidas a sus jardineros— en su dacha abjasia, donde solo sobrevivió uno al glacial invierno de 1947/1948. Quizá Stalin u otra persona mandara replantarlos, pues un artículo de viajes informa de que en la actualidad la dacha está rodeada de limoneros.
En una escena de Alicia en el país de las maravillas, unos sirvientes aterrorizados pintan de rojo unas rosas blancas porque se había ordenado que en el jardín hubiera rosas rojas y, si la reina descubría el error, «nos mandaría cortar a todos la cabeza». ¿Cómo percibió Stalin el hecho de que los limoneros no se adaptaran al frío? ¿Negó lo ocurrido y, como en el caso de los funcionarios del censo, buscó a alguien a quien castigar? ¿Crearon los jardineros el espejismo del éxito plantando nuevos limoneros y fingiendo que eran los de antes? En esta historia subyace la pregunta de cuánto se mintió Stalin a sí mismo mientras obligaba a los de su entorno a mentir acerca de todo. ¿Perdió de vista la falsedad mientras comandaba la nación para que obedeciera sus órdenes? ¿Qué significó ser el que imponía las mentiras, sustentar espejismos, esconder realidades brutales y exigir el sometimiento a una versión de la realidad que era el resultado de sus mandatos y ocultaciones más que de la información?
Sin embargo, ese poder no logró que el trigo obedeciera a una seudociencia ni que los limoneros sobrevivieran a inviernos rigurosos. El lamarckismo fue un error en su tiempo; en la época soviética fue una mentira. Las promesas del protegido Trofim Lysenko sobre que «el trigo de invierno puede convertirse en centeno» eran mentiras. La negación de la gran hambruna que produjo millones de muertes al principio de los años treinta del pasado siglo fue una mentira. Los delitos confesados mediante tortura en los simulacros de juicio fueron en su mayoría mentiras. La gente mintió para conservar la vida, murió por contar la verdad o mintió y aun así murió. Otros perdieron la noción de lo que era verdad. La historia se reescribió a menudo conforme los instigadores de la Revolución rusa eran ejecutados por sus camaradas revolucionarios. Se ejecutó a verdugos; a algunos interrogadores se los envió a gulags, donde coincidieron con aquellos a quienes habían interrogado. Se prohibieron los libros, se desautorizaron los hechos, se proscribió a los poetas, se proscribieron las ideas. Era el imperio de las mentiras. Las mentiras —el ataque al lenguaje— eran los cimientos necesarios para todos los demás ataques.
El actual dirigente autoritario de Rusia, Vladímir Putin, se ha dedicado a rehabilitar la reputación de Stalin. Lysenko parece beneficiarse de ese revisionismo y de algunas tergiversaciones del significado de la epigenética. Con todo, es la obra del perseguido, encarcelado, torturado y asesinado agrónomo Nikolái Vavílov la que ha perdurado a través de las semillas, las que encontró, reunió y cultivó.
En 1944, Orwell escribió: «Lo que de verdad aterra del totalitarismo no es que cometa "atrocidades", sino que ataque el concepto de verdad objetiva; exige controlar el pasado y el futuro», un marco de referencia que se transformaría en el «Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado», del Hermano Mayor. El ataque a la verdad y al lenguaje posibilita las atrocidades. Si alguien borra lo que ha ocurrido, silencia a los testigos, convence a las demás personas de las ventajas de apoyar una mentira; si mediante el terror impone el silencio, la obediencia y los embustes; si consigue que determinar lo que es verdad resulte tan imposible o peligroso que los demás desistan de intentarlo, ese alguien puede perpetuar sus crímenes. Suele decirse que la primera víctima de la guerra es la verdad, y una guerra perpetua contra la verdad afianza todos los autoritarismos, desde los nacionales hasta los mundiales. A fin de cuentas, el autoritarismo, al igual que la eugenesia, es en sí una clase de elitismo basado en la idea de que el poder debe distribuirse de manera desigual.
El actual dirigente autoritario de Rusia, Vladímir Putin, se ha dedicado a rehabilitar la reputación de Stalin. Lysenko parece beneficiarse de ese revisionismo y de algunas tergiversaciones del significado de la epigenética. Con todo, es la obra del perseguido, encarcelado, torturado y asesinado agrónomo Nikolái Vavílov la que ha perdurado a través de las semillas, las que encontró, reunió y cultivó. En palabras de Gary Paul Nabhan, etnobotánico contemporáneo suyo, Vavílov era «el único hombre sobre la tierra que había recogido semillas de plantas comestibles de los cinco continentes, el explorador que había organizado ciento quince expediciones en unos sesenta y cuatro países para encontrar formas nuevas de que la humanidad se alimentara» y un científico que había publicado más de cien trabajos de investigación. Fueron esas semillas las que sus partidarios protegieron en el banco de semillas durante el sitio de Leningrado. «Aproximadamente un cuarto de siglo después de su muerte en 1943 —escribe Nabhan—, cuatrocientas variedades nuevas seleccionadas de las semillas que él recogió alimentaban a un porcentaje tan grande de ciudadanos soviéticos que la frecuencia de las hambrunas cayó en picado».
Los limoneros de Stalin se malograron, y aunque un árbol individual —un olivo, un tejo, una velintonia, una higuera sagrada— sea capaz de vivir mil años o más, las semillas de las plantas anuales o ciertas prácticas como la agricultura pueden sobrevivir a un régimen político, un dictador, una sarta de mentiras y una guerra contra la ciencia. Las mentiras mutan más libremente que las semillas y ahora existen nuevos cultivos de ellas.
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