Vladímir Putin: año uno
Cuando el mundo observa con asombro el conato de motín por parte de los mercenarios paramilitares del grupo Wagner, una insurrección que podría darle un giro radical a la guerra en Ucrania e incluso conducir a un conflicto civil en Rusia que acabase con el régimen de Putin, en LENGUA echamos la vista atrás y viajamos hasta el 7 de mayo del año 2000, día en que Putin juró su cargo como presidente de Rusia. En el siguiente texto, un extracto breve del libro «El hombre sin rostro. El sorprendente ascenso de Vladímir Putin» (Debate), el periodista Masha Gessen recuerda cómo el político ruso dejó entrever cuáles serían los pilares de su proyecto imperialista desde el principio de su mandato: seis de los once decretos que Putin aprobó en sus dos primeros meses como presidente en funciones estaban relacionados con el ejército. De aquellos barros...
Por Masha Gessen
Moscú, 7 de mayo del año 2000. Durante la ceremonia en la que prestó juramento como el segundo presidente elegido democráticamente de Rusia, Putin evocó el pasado imperial del país y se comprometió a restaurar su estatus de gran potencia mundial. Crédito: Getty Images.
El 7 de mayo de 2000, Vladímir Putin tomó posesión como presidente de Rusia. En sentido estricto, era la primera ceremonia de este tipo en la historia; Yeltsin había sido elegido para su primer mandato cuando Rusia aún formaba parte de la Unión Soviética. Por lo tanto, Putin tenía la oportunidad de crear un nuevo ritual. Por iniciativa suya, la ceremonia, que originalmente iba a tener lugar en el modernista Palacio de Estado del Kremlin, donde el Partido Comunista había celebrado sus congresos y donde la administración de Yeltsin había organizado conferencias, se trasladó al histórico Gran Palacio del Kremlin, donde vivieron los zares. Putin atravesó el vestíbulo, sobre una larga alfombra roja, balanceando el brazo izquierdo y manteniendo el derecho extrañamente inmóvil, con el codo ligeramente flexionado; un modo de andar que pronto les resultaría familiar a los telespectadores rusos y que daría pie a que un observador estadounidense especulase con la idea de que Putin había sufrido daños en el parto o quizá una apoplejía antes de nacer. Yo me inclino más bien por pensar que los andares eran simplemente lo que parecían: las maneras de alguien que ejecuta todos sus actos públicos de forma mecánica y a regañadientes, proyectando al mismo tiempo en cada paso una imagen de alerta y agresividad extremas. Para los rusos, esta forma de andar también parecía un amaneramiento de adolescente, igual que su costumbre de llevar el reloj en la muñeca derecha (a pesar de que Putin es diestro); esta moda enseguida se extendió entre los burócratas de todos los niveles, y el principal fabricante de relojes del país, en Tartaristán, lanzó poco después un nuevo modelo, llamado «Reloj Kremlin para zurdos», y envió el primer ejemplar de la serie a Moscú como regalo para Putin. Nunca se le vio en público con ese reloj barato de fabricación nacional, pero sí hay fotos suyas de los años siguientes en las que lleva otros relojes, con frecuencia un Patek Philippe Perpetual Calendar de oro blanco valorado en 60.000 dólares.
En la ceremonia de toma de posesión hubo mil quinientos invitados, de los cuales un número exagerado iban de uniforme. Destacaba uno en particular: Vladímir Kriuchkov, antiguo director del KGB y uno de los organizadores del golpe de Estado de 1991. Un periodista allí presente lo describió como «un anciano de corta estatura al que le costaba mantenerse en pie y que se levantó solo una vez, cuando sonó el himno nacional». Era fácil distinguir a Kriuchkov porque se sentó aparte del resto de los invitados; no era precisamente un miembro de la élite política rusa del momento. A pesar de ello, nadie se atrevió a poner objeciones en público a la presencia de un hombre que había intentado utilizar las armas para aplastar la democracia rusa. Había pasado diecisiete meses en la cárcel y recibió el indulto del Parlamento en 1994. La mayoría de los artículos de prensa sobre la toma de posesión ignoraron completamente su presencia.
Kommersant, el principal diario económico, le dedicó el párrafo vigésimo de treinta y cuatro. Si los periodistas hubiesen tenido el don de predecir el futuro, probablemente le habrían dado mucha más relevancia, pues Rusia no solo estaba celebrando un cambio de líder sino también un cambio de régimen, al que Kriuchkov daba la bienvenida.
Apenas unos meses antes, el 18 de diciembre de 1999 —a dos semanas de convertirse en presidente en funciones—, Putin había hablado en un banquete para recordar el día de la fundación de la policía secreta soviética, una oscura fiesta profesional que adquiriría prominencia en los años venideros, con banderines conmemorativos en las calles y cobertura televisiva de las celebraciones. «Me gustaría informar —dijo Putin en el banquete— de que el grupo de oficiales del FSB enviados de incógnito a trabajar en el gobierno federal han cumplido su primer conjunto de objetivos». La sala, repleta de altos cargos de la policía secreta, estalló en una carcajada. Putin trató más tarde de presentarlo como una simple broma, pero ese mismo día había vuelto a colocar en el edificio del FSB una placa conmemorativa para recordar al mundo que Yuri Andrópov, el único jefe de la policía secreta que llegó a ser secretario general del Partido Comunista, había trabajado allí.
Rusia en el abismo
Como la campaña para su elección y el propio Putin parecían haber tenido existencias paralelas, él había asistido a pocos actos públicos más entre diciembre y la toma de posesión. Había elegido como primer ministro a un hombre cuya figura imponente, voz profunda y fuerte, aspecto de actor de Hollywood y sonrisa inmaculada contradecían su falta de ambición política. Mijaíl Kasiánov parecía que llevaba la burocracia en la sangre: había ido ascendiendo por diversos ministerios soviéticos; tras una suave transición, había pasado a trabajar para varios ministros de los gobiernos de Yeltsin, y recientemente había sido nombrado ministro de Finanzas.
«Me llamó a su despacho el 2 de enero», apenas tres días después de la dimisión de Yeltsin, me contó Kasiánov. «Me expuso sus condiciones para mi nombramiento. Dijo: "Mientras no te metas en mi terreno, nos llevaremos bien"». A Kasiánov, en absoluto acostumbrado al lenguaje de la calle, le sorprendieron mucho más las palabras que empleó Putin que la sustancia de lo que le estaba diciendo. La Constitución otorgaba al primer ministro una amplia autoridad sobre los cuerpos uniformados; Putin le estaba diciendo que tendría que renunciar a estos poderes si quería ser primer ministro. Kasiánov aceptó sin reservas, y a cambio le pidió que le permitiese impulsar las reformas económicas previstas. Putin aceptó y lo nombró viceprimer ministro, prometiendo ascenderlo a primer ministro en cuanto tomase posesión como presidente.
Moscú, 7 de mayo del año 2000. Boris Yeltsin, quien diseñó el colapso final de la Unión Soviética e impulsó a Rusia a abrazar la democracia y la economía de mercado, asiste a la reunión entre Vladimir Putin y el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Aleksey II. Crédito: Getty Images.
Kasiánov se encargaba de la gestión cotidiana del gobierno. Putin se dedicó a preparar lo que llamaba su «terreno». Su primer decreto como presidente en funciones otorgó inmunidad a Borís Yeltsin, y el segundo estableció una nueva doctrina militar para Rusia, abandonando la antigua política de «no asestar el primer golpe» respecto a las armas nucleares y haciendo hincapié en el derecho a utilizarlas contra agresores «si se han agotado otros medios de resolución de conflictos o estos se consideran ineficaces». Poco después, otro decreto volvió a establecer la obligatoriedad de que los reservistas realizasen maniobras (todos los hombres rusos sin discapacidades tenían la consideración de reservistas), algo que había sido suprimido, para alivio de las esposas y madres rusas, tras la retirada de Afganistán. Dos de los seis párrafos del decreto fueron clasificados como secretos, lo que hacía suponer que trataban sobre la posibilidad de que enviasen a los reservistas a Chechenia. Unos pocos días después, Putin aprobó una orden que otorgaba a cuarenta ministros y otros altos cargos la potestad de clasificar información como secreta, en violación directa de la Constitución. También restableció la formación militar obligatoria en la secundaria, tanto pública como privada, cosa que para los niños implicaba desmontar, limpiar y volver a montar un kaláshnikov, un ejercicio que se había suprimido durante la perestroika. En total, seis de los once decretos que Putin aprobó en sus dos primeros meses como presidente en funciones estaban relacionados con el ejército. El 27 de enero, Kasiánov anunció que el gasto en defensa se incrementaría un 50 por ciento, en un país que aún era incapaz de satisfacer sus obligaciones crediticias internacionales y que veía como la mayoría de su población se hundía cada vez más en la pobreza.
Para cualquiera que estuviese atento, dentro o fuera de Rusia, todos los indicios sobre la naturaleza del nuevo régimen eran claros pocas semanas después de la ascensión de Putin a su trono temporal. Pero el país estaba ocupado eligiendo a un presidente imaginario, y el resto del mundo occidental no empezaría a dudar de su opción hasta años después.
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