Anne Tyler: la escritora de la(s) familia(s)
Vuelve Anne Tyler (quien nunca se fue, aunque alguna vez haya anunciado su retiro); y volvemos a Anne Tyler (quienes nunca nos fuimos y tanto nos alegramos cuando no cumplió su promesa de decir adiós). De hecho, la octogenaria pero muy activa Tyler -desde su equívoco hasta nunca finalmente resultando en hasta luego- se ha vuelto más entregada y entregadora y prolífica que nunca en su ya larga y muy de fondo y en forma carrera. Y lo último suyo es «Tres días de junio» (Lumen, abril de 2025). Y es una maravilla. Porque es nada más y nada menos que otra novela de Anne Tyler: esa escritora que se ha convertido en el bardo femenino de la ciudad de Baltimore sin que esto le impida -oh... ah... eh... uh...- despreciar nada más y nada menos que a William Shakespeare.
Por Rodrigo Fresán

Anne Tyler en 2022. Crédito: Getty.
Antes que nada y después de nada más y nada menos que veinticinco novelas (por algún motivo jamás explicado nunca ha recopilado sus muchos cuentos) y a modo de introducción en la materia y en su material: hay un tono Anne Tyler, una cadencia tan suya, una manera muy personal e inconfundible de darnos la bienvenida a sus historias. Y esto es algo difícil de definir y de explicar y que -por lo tanto- exige invocación textual y fragmento como muestra definidora y definitiva de lo suyo. Y -lo siento aunque ustedes no vayan a sentirlo sino agradecerlo- va a ser una cita larga y no a ciegas y a leer con ojos bien abiertos. Pero, insisto, no van a lamentarlo y van a disfrutarlo y (si quienes leen estas líneas no son ya consumados seguidores suyos) enseguida dejar esta pantalla para salir a la busca y captura de, sin importar en qué mes lo lean, Tres días de junio, la nueva novela de Anne Tyler.
Que empieza así:
La gente ya no da golpecitos al reloj; curioso, ¿verdad?
Me refiero a los relojes de muñeca normales. ¿A que antes la gente siempre les daba golpecitos con los dedos?
Mi padre, por ejemplo. Tenía un reloj Timex con la esfera tan grande como una moneda de cincuenta centavos, y siempre que mi madre lo hacía esperar fruncía el entrecejo, miraba el reloj y le daba un toquecito. Ahora que lo pienso, supongo que quería decir: «¿Cómo es posible que sea esta hora? ¿En serio es tan tarde?». Pero cuando era pequeña, imaginaba que intentaba hacer que el tiempo transcurriera más rápido... para que mi madre apareciera delante de nosotros en ese mismo instante, ya con el abrigo puesto, como en una película a cámara rápida.
Me acordé de eso hace poco, un viernes por la mañana en que Marilee Burton, la directora del colegio donde trabajaba, me pidió que entrase en su despacho cuando pasaba por delante de su puerta.
—¿Por qué no entras un momento y hablamos? —me preguntó.
No era algo habitual. (Nuestra relación era bastante formal). Señaló con la mano la silla Windsor que había frente a su mesa, pero me quedé en el umbral y ladeé la cabeza.
—He pensado que debería contarte que el lunes no vendré a trabajar —dijo—. Tienen que hacerme una cardioversión.
—¿Una qué? —pregunté.
—Un tratamiento para el corazón. No late bien.
—Ah —contesté.
No podía fingir que me sorprendiera.
Era una de esas mujeres femeninas que llevan tacones en cualquier ocasión, la candidata perfecta para las enfermedades cardiacas.
—Vaya, lo siento mucho —añadí.
—Van a darme una descarga eléctrica para detenerlo y luego lo pondrán en marcha otra vez.
—Ajá. Como darle golpecitos a un reloj.
—¿Perdón?
—¿Es peligroso? —pregunté.
—No, qué va. En realidad ya me lo hicieron una vez. Pero fue durante las vacaciones de primavera, así que no vi la necesidad de comunicarlo.
—De acuerdo —le dije—. ¿Y cuánto tiempo te ausentarás?
—El martes ya estaré de vuelta, como nueva. No hace falta que modifiques tu rutina en absoluto. Aunque... —dijo, y entonces se sentó más erguida detrás de la mesa; carraspeó; alineó con brusquedad un taco de papeles que no era preciso recolocar—. Aunque eso me recuerda un asunto del que quería hablar contigo.
Yo también erguí un poco la columna. Siempre estoy muy alerta al tono de voz de la gente.
—Pronto cumpliré sesenta y seis años —dijo—, y Ralph ya tiene sesenta y ocho. Ha empezado a decir que le gustaría viajar un poco y ver más a nuestros nietos.
—Muy bien.
—Así que estaba pensando en jubilarme antes del comienzo del próximo curso.
El siguiente curso empezaría en septiembre. Ya estábamos a finales de junio.
—Entonces... ¿significa eso que yo pasaré a ser la directora?
Era una pregunta perfectamente lógica, ¿no? «Alguien» tenía que hacerlo. Y yo era la siguiente de la lista, desde luego. Había sido la ayudante de Marilee durante once años. Pero Marilee dejó que se prolongara el silencio, como si yo hubiera supuesto demasiadas cosas.
—Bueno, de eso quería hablar —dijo a continuación.
Y no, se los adelanto: la un tanto disfuncional Gail Baines -narradora protagonista de Tres días de junio- no va a ser la directora de ese colegio de señoritas. Y no va a serlo porque se la considera un tanto... bueno... rara: rara à la Anne Tyler.
«Asúmelo: este trabajo se basa en el don de gentes. ¡Y lo sabes! Y seguro que eres la primera en admitir que las habilidades sociales nunca han sido tu punto fuerte...», le explica enseguida Marilee, su superiora en retirada y con pocas ganas (y algo de comprensible temor) de soportar el ataque de Gail que se le viene encima.
Y (continuará...) en vuestra librería amiga.
Gracias (gracias, Anne Tyler).
De nada (por todo, Anne Tyler).
Ver mas
La persona
¿Y por qué es que Gail no va a ser la nueva directora? De nuevo y fácil de entender y a la vez complejo de explicar: no va a ser la directora porque Gail es uno de esos personajes de Anne Tyler. Alguien casi normal y, claro, aquí casi es la palabra clave. Porque los personajes de Anne Tyler -ya desde su debut en 1964 con Si llega a amanecer- parecen estar no siempre al borde de un ataque de nervios sino, ya nerviosos por naturaleza, listos para poner nerviosos a todos aquellos otros personajes de Tyler que los rodean y que no son protagónicos, pero que están allí para que las heroínas y los héroes de esta escritora hagan y deshagan lo suyo.
Y se sabe y se nos informa de la cuestión casi de inmediato y Marilee amplía su diagnóstico de Gail: «O sea, tienes muchas otras cualidades. Eres mucho más organizada que yo. Se te da mejor hablar en público. Pero fíjate, hace un momento por ejemplo... Te digo que tengo un problema de corazón y te limitas a decir "Ah" y automáticamente pasas a preguntarme si vas a ocupar mi puesto». A lo que Gail responde: «He dicho "Ah" y luego he dicho "Vaya, lo siento mucho". ¿Qué más querías que te dijera?».
Y Gail no dirá mucho más y renunciará ipso facto y esto es sólo el principio de Tres días de junio. Título que alude al antes y durante y después de la boda de Debbie, la hija de Gail. Tres días en los que sucederán cosas de insignificante significado y de trascendente intrascendencia (como la visita del ex marido permanente de Gail acompañado por un gato y de un antiguo y pasajero ex novio de Gail) trufados con pequeñas epifanías de gran alcance para que Gail nos las cuente todas al más perfecto y, en más de una ocasión, muy particular y bastante desconcertante detalle. Porque -sépanlo- conociéndola muy bien y sabiendo de quien se trata, alguna vez alguien le regaló a Gail un manual de etiqueta social y protocolo festivo titulado Modales para personas desorientadas. Y de un modo u otro, ese es un libro que le vendría muy bien a todos los personajes de novela de Anne Tyler: mujeres y hombres siempre perfectamente situados en su falta de orientación pero quienes saben perfectamente de dónde vienen y a dónde van y cómo empezar llegando y acabar partiendo de/a ese sitio al que jamás imaginaban y que, por lo general, no es otro que sus propias casas sólo que, de pronto, como con todos los muebles cambiados de lugar. Y no es que tiren la casa por la ventana; no: es que abren las ventanas para que todos y todo entre en la casa. Y como ejemplo ahí están los Leary en El turista accidental con su cocina ordenada por orden alfabético y su metodología para lavar la ropa y ese demencial/familiar juego de naipes apenas cubriendo la profunda tristeza de Macon. Ese nómade de lo sedentario que detesta viajar («París es terrible. Son todos unos maleducados») y alguna vez ejemplarmente interpretado por William Hurt en la muy buena versión fílmica de 1988 dirigida por Lawrence Kasdan y co-protagonizada por Geena Davis y Kathleen Turner. Y detalle más que importante y raro en su escasa frecuencia: Tyler es una gran creadora de personajes femeninos; pero descuella como casi ninguna en su comprensión de la condición masculina: hay algo muy impresionante en el modo y los modos en los que escribe/exhibe/percibe a los hombres (aunque algún crítico seguramente fan de Ernest Hemingway y Norman Mailer haya acusado a sus personajes masculinos de «un tanto faltos de testosterona»); de ahí que Tyler esté muy lejos de ser, pura y exclusivamente, una de esas escritoras que sólo leen las mujeres).
Y ellos y ellas son, de nuevo, gente raramente normal o normalmente rara y -sin que esto signifique que Tyler es una escritora muy realista- son gente fantástica en el sentido más mundano del término. Es decir: lo suyo no es realismo mágico pero sí realismo ilusionista o iluso. Sí: el mundo está lleno de personas como los personajes de Tyler. Sólo que cuesta verlos y apreciarlos. Por suerte, está Tyler para ponerlos por escrito y nosotros podamos leerlos. Y así, en más de una ocasión, frente al espejo de nuestras rarezas, nos digamos -entre el consuelo y el orgullo- «Ah, parezco un personaje de Anne Tyler».
«Tyler es una gran creadora de personajes femeninos; pero descuella como casi ninguna en su comprensión de la condición masculina: hay algo muy impresionante en el modo y los modos en los que escribe/exhibe/percibe a los hombres».
Los personajes
Son raros, ya se dijo. Y pasan buena parte de sus vidas (de sus novelas) modélicamente desorientados hasta que, por fin y al final, se encuentran. Pero -mientras tanto y hasta entonces- para Anne Tyler todo empieza y termina en ellos. Singulares pero a la vez plurales: porque se nos presentan, todos, bajo el techo de un apellido común. Son, sí, miembros de una familia. Los Tull, los Whitshank, los Leary, los Pauling, los Peck, los Meredith, los Moran, los Bedloe, los Grinstead, los Drake... y siguen las firmas. Y así habló la Anne de los Tyler de sus otros parientes por escrito: «Yo no pienso en lo mío en términos de temas. Lo único que quiero es contar una historia; y todos los grandes asuntos que puedan llegar a surgir en uno de mis libros es algo accidental. Nunca es un motivo para escribir la novela. Son, simplemente, (1) cuestiones que obsesionan a mis personajes y que no tienen que ver conmigo o con mis intereses; o (2) en ocasiones, cuestiones que tienen que ver con algo de mi vida aunque a veces yo no sea consciente de ello. Las respuestas a unas y otras situaciones vienen, si vienen, de parte de mis personajes y de sus experiencias, nunca de las mías. Y es muy frecuente el que me enfrente a sus respuestas con una suerte de distante y divertida sorpresa... De ahí que antes de empezar a escribir me preocupe mucho por conocer a quienes van a protagonizarlos para saber cómo reaccionarían ante determinadas situaciones y acontecimientos que, en ocasiones, ignoro que vaya a tener tiempo y lugar. Mis motivos por escribir pasan por vivir otras vidas que no son las mías hasta saber todo acerca de ellas, hasta alcanzar el centro de todas esas vidas... No creo que esto sea algo obligatorio para todos los escritores, pero en mi caso es una táctica que siempre me ha resultado: ser como una marciana que llega a este mundo sin saber mucho de él y, por lo tanto, teniendo un muy aguzado sentido de la observación sobre las cosas y las personas. Y los personajes. Hasta donde yo sé, lo único que sé es que el personaje lo es todo. La trama viene después y es algo secundario. El verdadero gozo de escribir es experimentar cómo pueden llegar a sorprenderte las personas. Mis personajes se la pasan dando vueltas por mi estudio hasta que yo termino con ellos y los despido como quien contempla alejarse un tren o un barco. Y me he olvidado de muchos, de qué tratan, de lo que les pasó. Pero lo que sí permanece en mí es una sensación de simpatía por todos y cada uno de ellos. De ahí que tenga mucho cuidado de escribir acerca de personas, de personajes, que no me caigan bien. Si de pronto alguien me cae mal, lo expulso sin miramientos ni retorno y ya no vuelve y yo no vuelvo a tratarlo».
Así -como bien apuntó alguien- la clave de la arquitectura de toda novela de Tyler es la de plantear un problema, ignorarlo todo lo que se pueda y que la vida siga su curso, hasta que sus personajes ya no pueden sino enfrentarse a él y a ver qué pasa y cómo pasó y qué y cómo pasará todo eso.
Así, los personajes de Tyler se dividen en dos grandes grupos: los que provocan problemas y los que los solucionan.
Seguro que conocen personas así pero mucho peor escritas.

Anne Tyler en 1994. Crédito: Getty Images.
La personalidad
Y muy bien lo explicó en su momento Ignacio Martínez de Pisón -fan confeso de la escritora- a propósito de esa magistral puesta en escena de la elipsis crono-geográfica que es El matrimonio amateur (2004), una de las mejores novelas de Tyler y donde triunfa en el difícil y arriesgado arte de invitar al lector a imaginar y llenar los espacios que nunca están en blanco ni vacío; porque esa es parte del genio de Tyler: es como si escribiese incluso todo aquello que no está en el libro; y como si el lector pudiese leerlo: «Como suele ocurrir con los grandes novelistas, hay en las obras de Anne Tyler algo que hace inconfundible su autoría, un toque personal que sólo ella es capaz de proporcionar. ¿En qué consiste ese toque? ¿En esa sabia mezcla de calor y escepticismo? ¿En el suave humor que tiñe su natural tendencia a comprender y disculpar a sus semejantes? ¿En la rara relación de familiaridad que inmediatamente se establece entre los personajes y el lector?... En un momento dado, uno de los protagonistas de se pregunta cómo puede su vida haberse convertido 'en algo tan extraño', y sin embargo no es cierto que la vida se vuelva repentinamente extraña: para los personajes de Anne Tyler siempre lo ha sido. Se diría que para sus criaturas la vida es un juego cuyas reglas nunca son desveladas por completo, un mecanismo cuyo funcionamiento jamás se acaba de entender: ¿por qué cuando nos dan la vida no se nos entrega también algo parecido a un manual de instrucciones? Ocurre además que el aprendizaje y la maduración sirven en realidad para bastante poco. Como en esos juegos electrónicos en los que, una vez dominado un nivel de habilidad, se accede a otro más complejo y luego a otro y a otro, cada destreza que se adquiere no es sino el anuncio de nuevas destrezas que deberán adquirirse en el futuro. El resultado es una colección de eternos aprendices de la vida que silenciosamente arrastran sus severas dificultades de adaptación, y lo que más llama la atención es que todos sin excepción pertenecen a la clase media norteamericana, con sus perfumados hábitos de clase media, sus sólidas creencias de clase media y sus pequeños o grandes problemas de clase media. Pero ¿los inadaptados no eran precisamente aquellos que no conseguían integrarse en esa clase, aquellos que no lograban ser aceptados por el vasto entramado socioeconómico de la clase acomodada? No para Anne Tyler, quien, tras décadas de carrera novelística, se mantiene fiel a su proyecto de explorar con sutileza y tesón las contradicciones endémicas de la clase media estadounidense».
Y, sí, leer y mirar a Anne Tyler es como descubrir que a una ilustración de Norman Rockwell alguien le ha hecho muy sutiles retoques. Y, en más de un momento/capítulo, ese alguien bien podría llamarse David Lynch en sus días más tiernos y conmovedores.
«La clave de la arquitectura de toda novela de Tyler es la de plantear un problema, ignorarlo todo lo que se pueda y que la vida siga su curso, hasta que sus personajes ya no pueden sino enfrentarse a él y a ver qué pasa y cómo pasó y qué y cómo pasará todo eso».
Prole Position
Y un pequeño pertinente matiz a lo de Pisón (matiz que el propio Pisón introduce en su reseña más adelante): Anne Tyler se dedica por entero a la clase media estadounidense, sí; pero más allá de ese envase, lo que más le interesa a Tyler es su contenido. Y el contenido es la familia. Eso: Anne Tyler es la gran escritora norteamericana de la familia. Anne Tyler es la escritora de las familias y casi todo lo suyo se sustenta y se erige sobre los ritos del clan. Lo suyo es la tribal y comedy of manners (más allá de su desprecio por Shakespeare, más detalles adelante) donde, finalmente, no todos terminan viviendo felices pero sí sobreviviendo con una cierta alegría y regocijándose con humor y buenos o malos modales. Esta pulsión/compulsión por lo familiero en lo suyo fue explicado por Tyler. Nacida en 1941 en Minneapolis, educada en ambiente cuáquero; estudiante dedicada de ruso para poder leer a Tolstoi y a Chejov en el idioma original; asistente a los talleres de Reynolds Price (quien pronto supo que no tenía demasiado para enseñarle); casada en 1963 y hasta su dolorosa viudez en 1997 con el psiquiatra y novelista iraní Taghi Mohammad Modarressi; madre de dos hijas y lectora de la familiar-celestial Mujercitas veintisiete veces y detractora de la que nunca pudo terminar, aunque lo intentó varias veces, infernal-familiar Cumbres borrascosas por considerarla «tonta». Alguien quien, también, siente un «profundo desagrado» por «ese cuarteto de novelas napolitanas de Elena Ferrante: todos me decían que me volverían loca, pero me parecen tan falsas. Llegué a decírselo a una amiga que adora a Ferrante y casi nos agarramos a golpes. Dicho esto, debo admitir que no me fascina en absoluto el tema de la amistad; no es para nada tan fascinante como el de la familia». Alguien quien en una de sus muy infrecuentes entrevista (en la que las fotografías la muestran con un aire de engañosa docilidad pero con un toque excéntrico, como de pasado psicodélico) se expresa con la imprevisible precisión de una de esas tías más o menos locas y menos o más geniales que todos tenemos en alguna parte de nuestros apellidos: «Me interesan las familias porque, por lo general, permanecen unidas. Puede haber divorcios, pero parece que los hijos y los padres simplemente tienen que estar juntos toda la vida. Es una situación fascinante para un novelista: ¿cómo van a afrontar esto? A veces son totalmente incompatibles, ¿cómo van a manejarlo?... Creo que en mi vida adulta siempre me preocupó el no repetir la monotonía de mi vida familiar. No pecados terribles, sino la preocupación de crecer y llevar la misma vida que ellos... No soy religiosa, pero las creencias de mis antepasados me han influido muchísimo, probablemente más de lo que pienso. Estas comunidades estaban muy aisladas, en medio de la naturaleza, y esto te enseña a sentirte fuera. Yo nunca había hablado por teléfono hasta que salí de allí. Pero eso de ser un extraño es algo muy útil para un escritor: porque miras al mundo con distancia y te sorprende un poco más que a los demás. Además, me ayudó a tener ese sentido de receptividad, esa actitud de que me quedo callada y dejo que la historia llegue cuando quiera y me hable... Así que, por eso, de vez en cuando di giros inesperados y muy radicales. Como el de decidir casarme con un iraní apenas lo conocí; lo cual resultó ser una muy buena decisión, pero sólo porque tuve suerte... Porque básicamente miraba a mi alrededor y me preguntaba: "¿Qué sería lo más diferente que yo podría hacer?". Simplemente pensaba en que yo sería diferente y que mi vida se distanciaría de cualquier patrón que mi familia pudiera estar siguiendo».
De ahí y por eso y entonces todas esas novelas modelo Anne Tyler en las familiares novelas de Anne Tyler. De ahí, así, también, el encantador final de Tres días de junio con una deslumbrante Gail casi encandilada por una súbita y, quién sabe -tal vez, ojalá- por fin permanente orientación: la de saberse y asumirse íntima y familiarmente rara; y a quién le importa lo que piensen o no piensen de ella los demás.

Anne Tyler en Baltimore en 2006. Crédito: Getty Images.
La rareza de la rara
Y la rareza de los personajes de Anne Tyler viene de la propia rareza de Anne Tyler dentro del panorama de las letras de su país. Una excepcional excepción. Una bendita aberración de la naturaleza. Una perfecta falla del sistema. Porque Tyler fue y sigue siendo un best-seller (pero, en su caso, además de más vendida, este término equivale a best y a seller: es decir, a lo mejor que puede llegar a venderse). Así, algunas de sus portadas en edición pocket anuncian que el título en cuestión fue número 1 en la lista de The New York Times pero también incluyen blurb de The Guardian donde se pregunta sin esperar respuesta un «Si Anne Tyler no es la mejor escritora del mundo, ¿entonces quién lo es?». Y es una pregunta/respuesta demasiado categórica pero perfectamente lógica acerca de quien ha ganado el Pulitzer y el National Book Circle Award y fue finalista del Booker y más que merecedora de un Nobel (mucho más, digámoslo y lo digo, que Alice Munro); y quien ha sido comparada con Charles Dickens y Flannery O'Connor e Iris Murdoch y reverenciada tanto por Nick Hornby y Joyce Carol Oates y Jonathan Franzen y quien supo ser, desde las páginas de The New Yorker, su más dedicado reseñista y paladín: el inmenso y hoy casi desaparecido por esas cosas de la vida/muerte John Updike.
Y, sí, en una ya añeja encuesta de Esquire a decenas de escritores, se les preguntaba acerca de cuál era su autor bestseller (y a menudo placer culposo) favorito. Y Updike -falsamente cándido- respondió: «Anne Tyler... Porque quiero suponer que a eso se refieren con bestseller, ¿no?». Y Updike -quien, a su manera, es muy tyleriano en Cásate conmigo y en Las brujas de Eastwick y en los cuentos del matrimonio Maple- siguió de cerca el tránsito de Tyler y apuntó cosas como: «Anne Tyler no sólo es buena. Es mordazmente buena... Porque su diversión con sus personajes conduce a la plena y muy seria consciencia de nuestros hechos y existencias».
Lo que no quita que tenga algún (mal) contado detractor que la haya definido, con cierta acidez, como a «nuestra más laureada novelista NutraSweet» (y la propia Tyler bromeó con el asunto: «Algo de razón tienen, no puedo negarlo: diría que pis y vinagre de parte Philip Roth y leche y galletas de parte Anne Tyler»). Pero -otra vez Updike, saliendo en su defensa- quienes la degustan así es «porque han perdido toda familiaridad con su espíritu cómico, con esa primaria fe en la resiliencia natural y en las fuerzas de la renovación. Tyler cree en el amor y el arte y en la utilidad del reinventarse».
Ditto.
Y Tyler cree en todo eso porque ya hace mucho que llegó y habita la más Prometida de sus Tierras. Y es una promesa cumplida y -lo definió muy bien un crítico- «uno, más que leer las novelas de Tyler, las visita».
Bienvenidos a Baltimore.
«Anne Tyler es la gran escritora norteamericana de la familia. Anne Tyler es la escritora de las familias y casi todo lo suyo se sustenta y se erige sobre los ritos del clan. Lo suyo es la tribal y comedy of manners donde, finalmente, no todos terminan viviendo felices pero sí sobreviviendo con una cierta alegría y regocijándose con humor y buenos o malos modales».
La ciudad, la ciudadana
Porque todas esas familias de Anne Tyler viven y perviven en Baltimore. Coordenadas 39°17′N 76°37′W. Alias: «La Ciudad Que Lee». Territorio que Tyler reclama para sí y hace suyo (aquí algunos de sus sitios característicos). Y que es una Baltimore muy diferente de la Baltimore transgresora en las películas de John Waters, o melancólica en los filmes de Barry Levinson (muy en especial el de Diner y esa maravilla casi secreta que es Avalon), o casi ruinosa en The Wire, o la Baltimore en la que vivía Hannibal Lecter y murió Edgar Allan Poe.
La Baltimore de Anne Tyler viene a ser algo así como algo que bien podría ser filmado por el Wes Anderson de sus inicios (el todavía no tan demasiado wesandersoniano de Bottle Rocket y Rushmore) y musicalizada por Mark Oliver Eels Everett o Belle and Sebastian o Randy Newman (quien, nada es casual, tiene una gran canción titulada Baltimore).
La Baltimore de Tyler es eufóricamente deprimente o depresivamente eufórica. Y por ahí van y vienen sus personajes quienes, en ocasiones, parecen como criaturas de Jane Austen (a quien admite haber descubierto muy tarde) un tanto intoxicadas descendiendo directamente de los Wapshot de John Irving, y que anteceden a los Garp y a los Berry de John Irving, y con tics y guiños que más tarde repetirían con talento propio escritoras como Ann Beattie y Lorrie Moore y Amy Hempel y Elizabeth McCracken (y escritores como Joe Meno) y quien probablemente sea su mejor alumna: Elizabeth Strout, quien es buenísima en lo suyo pero carece de ese punto deliciosamente freak y ese humor un poco de Hermana Marx de su maestra.
¿Transcurren las series Dos metros bajo tierra y Cómo conocí a vuestra madre en Baltimore? No: transcurren en Los Ángeles y New York respectivamente. Pero son una Los Ángeles y una Nueva York como la Baltimore de Anne Tyler. Pregunta: ¿Cómo se siente la Baltimore de Tyler para los lectores de Tyler? Respuesta: se siente y se disfruta como ese vintage pero insuperable sweater que jamás dejaremos de usar nos digan lo que digan.

Anne Tyler en 1985. Crédito: Getty Images.
Las vidas mismas y las mismas obras
«Como la vida misma», suele decirse de ciertas novelas a la hora de tentar con afectos y tristezas a flor de piel y de página. Y está claro que es mentira: la «vida misma» no tiene ese orden o disciplina o capacidad de estructurar y repartir sonrisas y lágrimas. Tampoco principios tan abiertos ni finales tan cerrados (o viceversa). Nada más irreal entonces que el supuesto realismo en la literatura. Y, a la hora de la verdad, poniéndonos extremistas, está más cerca de la realidad el delirio entrecortado y pegoteado de William S. Burroughs que las cadencias perfectamente arregladas y orquestadas en Anna Karenina o Madame Bovary (a cuyas protagonistas titulares, tan trágicamente desorientadas, el poder haber leído a Mrs. Tyler les hubiese solucionado muchos problemas).
Sin embargo, Anne Tyler alberga lo mejor de ambos mundos: lo clásico de sus motivos no está reñido con lo moderno de su proceder; con esa gracia y elegancia con la que avanza y retrocede y esconde y revela. Desde fuera lo suyo parece imposible en su puro acontecer y en su capacidad para la ocurrencia. Pero –he ahí su genio—una vez dentro se vuelve perfectamente indudable, cierto; y no nos queda más que el placer mayúsculo de creer en todas y cada una de sus pequeñas mentiras. Igual -de nuevo, insisto- que lo que sucede con nuestras vidas mismas.
Y, de acuerdo, admitámoslo: hay algún que otro pequeño agujero en el entretejido de lo que ha venido tejiendo. Pero pasa lo mismo que con Bob Dylan: por incomparable, a Tyler sólo se la puede criticar comparándola consigo misma sabiéndola por encima de los demás. Y lo confieso casi con algo de culpa: a mí me gustaron un poco menos la muy laureada Ejercicios respiratorios (1988), ¿Qué fue de Delia Gristead? (1995), Cuando éramos mayores (2001) y Propios y extraños (2006). Pero sólo me parecieron apenas inferiores en comparación a los greatest hits de su repertorio. Algo que se inicia con un período formativo pero no por eso no maduro con reminiscencias de Carson McCullers y J. D. Salinger y su muy admirada Eudora Welty quien, a su vez, supo declarar su admiración por Tyler (Si llega a amanecer de 1964, The Tin Can Tree de 1965, Cuesta abajo de 1970, y The Clock Winder de 1972). Algo que gana velocidad y seguridad y destreza y estilo propio con las primeras aproximaciones a la saga familiar en Celestial Navigation de 1974), Buscando a Caleb de 1975, Earthly Possessions de 1977, y El tránsito de Morgan de 1980. Y Tyler se consagra definitivamente con (primera suya que leí yo, luego fui para atrás y desde entonces derecho y adelante) esa obra maestra que es Reunión en el restaurante nostalgia en 1982. Título que luego -junto a El turista accidental en 1985 y Casi un santo en 1991- funcionará un poco como el aria y variaciones en blueprint de todo lo por venir y todo lo que vino y, hacia fin de milenio, Tyler ya es -y esto no es sencillo de lograr- tan respetada como querida. Y lo sigue siendo.
«Anne Tyler alberga lo mejor de ambos mundos: lo clásico de sus motivos no está reñido con lo moderno de su proceder; con esa gracia y elegancia con la que avanza y retrocede y esconde y revela».
Y en el siglo XXI Tyler pondrá en práctica y en teoría el siguiente método novelístico: novelas a dos marchas. Unas orquestales-sinfónicas y otras de-cámara. Así, por un lado las amplias en tiempo y espacios y aconteceres (maravillas como la ya citada El matrimonio amateur de 2004, El hilo azul de 2015 o Historia de una trenza de 2022). Y por otro y los casi divertimentos con ritmo de sitcom perfecta y reality show imprevisible abarcando unos pocos días en tiempo real y casi en plano secuencia con algún flashback más meditado que revivido (concisos a la vez que expansivos milagros de técnica y construcción como El baile del reloj de 2018 donde Tyler combina lo mejor de ambos mundos: una intro de larga data seguida de transcurrir y coda actual/futura, y Una sala llena de corazones rotos de 2020 y, sí, advirtiéndolo ya desde su mismo título-minimal, Tres días de junio de 2025).
En lo que hace a su método para conseguir lo que consigue, Tyler no ha abundado mucho (hasta dónde sé, hasta ahora no la han podido alcanzarla para hacerle una de esas entrevistas canónicas y más o menos reveladoras de The Paris Review); pero algún testigo cercano sí ha dado cuenta de que se levanta temprano y trabaja hasta las 2 de la tarde, y que le gusta escribir escuchando el sonido de los niños jugando y las aves cantando en el cercano Roland Park, que ocasionalmente anota alguna observación en una ficha que luego archiva en una caja, que empieza corrigiendo lo del día anterior hasta, como en un trance, caer en una suerte de «soñar despierta». Primero escribe a mano y sentada en un sofá, siempre en el mismo tipo de papel y con la misma lapicera Parker hasta que se pasó a las Uni-ball Signo, luego transcribe en ordenador, luego lee en voz alta y se graba y se escucha, y entonces vuelve a editarlo todo en pantalla. Cuando se bloquea, vuelve a teclear las últimas dos páginas hasta que descubre dónde se equivocó (generalmente algún personaje dice algo que jamás diría) y lo soluciona y sigue su camino sin saltos ni sobresaltas: comenzando con el comienzo y finalizando con el final. Se sabe, también, que no le gusta demasiado teorizar sobre su oficio, que hace mucho que no firma un artículo o reseña de libro ajeno, y que -puesta a conversar- sus temas favoritos son: maternidad, matrimonio, pelo, hoteles, hermanas, nietos, ir de compras, gatos, cocinar (en especial repollitos de Bruselas) y la escuela primaria en la que trabaja como voluntaria y en la que no todos saben quién es ella porque «¿A quién puede interesarle alguien que escribe y, después de todo, cuánta gente lee?... Cada vez que alguien me reconoce y me habla y le hablo noto de inmediato su decepción porque no digo nada de lo que dirían mis personajes... Además, he aprendido que no es bueno pensar en los lectores mientras escribes. Pero al final, inevitablemente, tengo que pensar como uno: porque yo misma me convierto en mi lectora cuando debo leer mi libro terminado. Hago un ejercicio de situarme fuera de todo. Y veo si me interesa y me divierte como lectora aquello que me divirtió e interesó como escritora».
Y todo lo suyo ha sido editado por y en la editorial Knopf (pero visitó sus oficinas apenas en dos oportunidades) y en su casa y estudio no tiene ningún ejemplar de sus libros que nunca tienen epígrafes ni dedicatorias (sólo en una ocasión, en 1998, en A Patchwork Planet, a su marido recién fallecido y cuya muerte y ausencia se le hizo a Tyler casi imposible de comprender: «No entendía a dónde se había ido esa persona a la que quería tanto. ¿Cómo fue? ¿Qué pasó? Entonces mi habilidad como escritora no me sirvió de nada, no pude reescribir eso»).
Y muy contadas entrevistas (se la ha definido como «la Greta Garbo de las literatura Made in USA» y no hace tours de promoción de sus libros de 1977 porque «son malos para mi escritura... y ¿no hay algo muy extraño en eso de hablar acerca de escribir en lugar de estar escribiendo?... Por otra parte, estoy segura de que mis lectores son gente brillante y no necesitan en absoluto que yo les explique las cosas que hago»).
Y cuando -con la publicación de El hilo azul, que pudo leerse como una summa de sus temas y habilidades; Tyler la considera por mucho la mejor entre sus novelas- trascendió que esta sería su última novela y que andaba con ganas de jubilarse como lo hizo Philip Roth, sus lectores contuvieron el aliento y soltaron desaliento. Pero, por suerte, nada que ver y mucho por leer aún. Y la propia Tyler explicó algo así como un malentendido muy propio de sus tramas enredadas: «Lo que yo dije fue que tenía ganas de escribir una saga que nunca se terminase -y entonces yo me sentía tan feliz a mitad de camino de El hilo azul- y que mis hijos publicasen o no luego de mi muerte».
Así que después del gran esfuerzo y recompensa que le supuso El hilo azul se puso a escribir otra cosa: Tyler -para distraerse, para renovar energías- se puso a reescribir a William Shakespeare.

Anne Tyler en 2022. Crédito: Getty Images.
Preguntas con/sin respuesta
¿De verdad es algo tan trascendente eso de ser o no ser? ¿Tiene sentido afirmar aquí que el primer capítulo de Historia de una trenza no sólo evoca sino que está a la altura del «Franny» de J. D. Salinger, a quien Tyler le disputa el sitial de más perfecto transcriptor de conversaciones telefónicas como recurso narrativo y ahí está ese primer capítulo a puro diálogo de El hilo azul? ¿O que en El baile del reloj la Cheryl -con sus nueve años y su manera de ser prodigio sin caer en excesos zen y sin por eso privarse de ser casi adicta a un extraño show televisivo- sea mejor que aquel Teddy en uno de aquellos Nueve cuentos? ¿Vale la pena señalar ese luminoso instante en Historia de una trenza en el que otro niño juega con sus soldaditos y los convierte en un escuadrón de veterinarios? ¿Estaba Noé al timón de su arca o, simplemente, se dejaba llevar por las corrientes del diluvio? (como se duda en La brújula de Noé, de 2009). ¿Será pertinente apuntar que Tyler es posiblemente la más grande creadora de «hombres buenos» de la literatura de su país? ¿Será correcto celebrar su feminismo clásico?
Sí.
O no.
Porque demorarse en esto retardaría el comenzar a leer «la nueva» de Anne Tyler a la que se agradece y a la que se le da la bienvenida como a una vieja y querida conocida que viene a recordarnos lo de siempre, lo inolvidable, lo que en un momento, en Historia de una trenza, David le dice a su esposa en cuanto a cómo funcionan las familias. Sí: uno cree que está libre de ellas, pero nunca se está verdaderamente liberado.
Lo mismo, por suerte y para bien, ocurre con las familiares novelas de la familiar Anne Tyler que, si no se cuentan entre las mejores del mundo, ¿entonces cuáles lo son?
Y otra pregunta, de nuevo, enfrentemos el asunto de una vez: ¿Cómo y por qué es que Anne Tyler detesta tanto a William Shakespeare?
«Mi primer y único gran Momento Shakespeare tuvo lugar un día en que un amigo me dijo que había leído uno de sus sonetos y que le había sido de gran consuelo. Así que en verdad ese momento epifánico mío fue de otro; pero al menos me ayudó a comprender que Shakespeare podía llegar a tener algún tipo de relevancia hoy en día».
Querer o no querer
Sí: Anne Tyler no respeta en absoluto a William Shakespeare. Lo considera aún por debajo de Emily Brontë y Elena Ferrante. Y no teme decirlo a todo aquel quien quiera escucharla. Lo que -otra vez- la convierte en alguien demasiado parecida a un personaje de Tyler. En una perfecta destinataria y lectora de ese Modales para personas desorientadas y en más que posible buena amiga de la Gail Baines de Tres días de junio. Y todo lo de su fobia se supo cuando -habiendo publicado la para ella muy esforzada y especial El hilo azul- decidió, para descomprimir, aceptar el encargo de la Hogarth Press para su Shakespeare Project. Idea consistente en encargar a autores de renombre y calidad -entre otros se apuntaron Jeanette Winterson con Cuento de invierno, Edward St. Aubyn con un Rey Lear, Margaret Atwood con La tempestad y Howard Jacobson con El mercader de Venecia, Tracy Chevalier con Otelo- revisitaciones a voluntad y sin condiciones de lo del Más Grande. Tyler se pidió La fierecilla domada. ¿Por qué? Porque siempre la había detestado por su misoginia y porque su trama -como todas los de Shakespeare según Tyler- «era tontítisima e inverosímil... ¡y los estúpidos argumentos de sus obras ni siquiera son suyos!». Y Tyler no se conformó con eso y siguió explicando: «Mi primer y único gran Momento Shakespeare tuvo lugar un día en que un amigo me dijo que había leído uno de sus sonetos y que le había sido de gran consuelo. Así que en verdad ese momento epifánico mío fue de otro; pero al menos me ayudó a comprender que Shakespeare podía llegar a tener algún tipo de relevancia hoy en día». La muy libre y personal y divertida versión de Tyler se tituló Corazón de vinagre: «Fue muy divertido escribir ese librito. Fue como preparar y comer merengue... Mis hijas me dijeron que aceptar el desafío del editor advirtiéndole de que Shakespeare me parecía alguien muy bobo probablemente había sido poco educado. Pero a él no pareció importarle y a mí me vino muy bien. Porque firmé el contrato a mitad de camino en El hilo azul y entonces me preguntaba qué sería lo siguiente. Y de pronto ahí me ofrecían pagarme por algo ya hecho para rehacer. Lo cierto es que me lo pasé muy bien. Y después de todo vivimos en la edad del reciclado. Y no, lo siento: el escribir Corazón de vinagre no modificó en absoluto mi opinión sobre Shakespeare».

Retrato Anne Tyler. Crédito: Michael Lionstar.
Arrivals & Departures
De igual modo, la lectura de Tres días de junio no alteró en nada mi opinión sobre Anne Tyler. Lo que no me sorprendió sin que eso me privase de la sorpresa que me ha deparado toda novela de Tyler. La compré en su edición inglesa y -tan breve, apenas 165 páginas, pero tan amplio en sus intenciones y alcance- la leí durante un breve vuelo de ida y otro breve vuelo de vuelta. Y allí arriba, entre las nubes, estuvo muy bien leer un libro tan terrestre y poblado por personajes tan terrenos. Porque lo de Tyler está siempre colmado por salidas y llegadas y sus bautizos y cumpleaños y bodas y funerales funcionan como puntos de partida o destinos nunca del todo conocidos para sus siempre movedizas criaturas por lo general con exceso de equipaje existencial y más que sometidas a turbulencias a lo largo de vuelos que a veces se retrasan y a veces acaban en catástrofe.
Sí: leer a Tyler es un poco como irse al cielo. Y allí mucha emoción y sonrisa y parrafadas de esas que, seguro, provienen de esas fichas que Tyler guarda y extrae de su cajita pandoriana. Cosas -en la voz de Gail- como «Pero nunca he sido de las personas que reviven escenas del pasado. Como mucho, una única imagen inesperada afloraba de vez en cuando —Debbie dando sus primeros pasos y luego dejando caer su trasero envuelto en el pañal; mi padre silbando "The Tennessee Waltz" mientras trasteaba con un grifo que perdía agua—, y yo pensaba: "¡Ay, eso!" o "¡Ay, aquello!", como si de verdad me pillara por sorpresa. Y entonces miraba hacia otro lado y pensaba en otra cosa». Cosas como: «Jamás había pensado que una hija mía tendría el aspecto de Debbie. Cuando descubrí que iba a tener una niña, imaginé... bueno, una criatura huesuda, pequeña y pálida, con una quietud observadora, que tal vez llevara gafas de moldura de pasta, saliera poco con chicos en la adolescencia, y a quien sus amigos llamarían "Deborah". Pero los hijos se alejan de sus padres como tantos exploradores que se pierden en la espesura, según he aprendido con el tiempo. No son duplicados de sus progenitores. Eso me fascinaba. Me fascinaba todo lo relativo a ella». Cosas como «La rabia sabe mucho mejor que la tristeza. Es más limpia, en cierto modo, y más definida. Pero luego, cuando la rabia se esfuma, la tristeza vuelve a ocupar su sitio, igual que siempre».
«Lo de Tyler está siempre colmado por salidas y llegadas y sus bautizos y cumpleaños y bodas y funerales funcionan como puntos de partida o destinos nunca del todo conocidos para sus siempre movedizas criaturas por lo general con exceso de equipaje existencial y más que sometidas a turbulencias a lo largo de vuelos que a veces se retrasan y a veces acaban en catástrofe. Sí: leer a Tyler es un poco como irse al cielo».
Y no hay tristeza como la de llegar al final de una novela de Anne Tyler luego de conocer el secreto de la indomable y feroz Gail y de haber superado el dilema de Debbie y querer a Max mucho más de lo que se pensaba (y, ah, la sorpresa de que en Tres días de junio Tyler, a diferencia de Updike, casi por primera vez explore el tema de la infidelidad).
Y de acuerdo con lo que se dice en cuanto a que Tyler es una formidable cronista del comportamiento humano porque siempre supo que cada parte de algo es siempre muy importante al menos para alguien.
Uno sale de Tres días de junio más sabio de lo que entró.
Una sale de Tres días de junio admirando más de lo que ya admiraba a Anne Tyler.
Y, seguro, mientras yo termino de escribir estas líneas, Tyler ya está en otro de sus libros, en más de lo mismo de lo suyo: «Me dio un poco de vergüenza cuando en la editorial me dijeron que Tres días de junio era mi novela número 25. Ni siquiera me había dado cuenta de ello. Y me da un poco de vergüenza... Porque si miras la obra de un escritor y ves tantos títulos seguramente pensarás que no puede ser algo muy en serio. Pero, bueno, así se han dado las cosas. Y cada vez que vuelvo a comenzar pienso lo mismo: no tengo nada que decir, quién me dijo que podía dedicarme a esto, por qué me suenan tan mecánicas esas primeras páginas en las que mis personajes van de aquí para allá moviéndose como marionetas... Pero entonces me digo que tengo que seguir en esto, tengo que seguir escribiendo porque nunca tuve un hobby. Siempre me digo que, cuando muera y me vaya al Cielo, el Paraíso será para mí tener una hija que siempre tenga once años y estar a mitad de camino en la escritura de una novela. Así que hago lo que hago -y espero que cuando parta no me queden demasiadas fichas en mi caja sin usar- para arribar allí, a eso. Soy consciente de que el mundo no necesita otro libro mío. Pero pareciera que yo sí lo necesito. Y cada vez que comienzo a escribir un nuevo libro pienso que, sí, éste va a ser por fin completamente distinto a los anteriores. Y entonces, de pronto, ya no lo es. Y no lo es porque estoy segura de que lo que acaba imponiéndose es que amo escribir acerca de familias: esos grupos de personas que a veces no se soportan y podrían dejar de relacionarse entre ellas, pero nunca lo hacen del todo. Y al no hacerlo, pero pensando en hacerlo, se muestran tal cual cómo son. De acuerdo: hay familias que se rompen; pero lo que a mí nunca dejará de interesarme son las muchas maneras en que no se rompen. Esa es la cualidad humana que más me interesa. Esa manera en que las personas afrontan sus vidas en relación a las vidas de otros. Ese -y por eso en mis novelas no hay demasiadas referencias a la actualidad o a cuestiones políticas- es Mi Tema. De ahí que, bueno, mi próximo libro vaya a ser el mismo libro de siempre».
No es ni será cierto, claro; pero, si es verdad, es una suerte el que así sea; que así sean todos y cada una de las dulcemente domésticas y ácidamente hogareñas y para nosotros muy formales y orientadoras novelas de Anne Tyler.
Una/otra familiar novela de Anne Tyler.
Hasta el Baltimore que viene y al que vamos, al que iremos.
Mientras tanto y hasta entonces ya estamos en Tres días de junio sin importar el mes que sea.