Arthur Rimbaud por Sylvain Tesson: el «azimut» y el meandro
En 2021, el aventurero y escritor Sylvain Tesson decidió seguir los pasos del poeta Arthur Rimbaud, quien no entendía la vida sin movimiento, tanto a nivel físico como emocional, cualidad que le proporcionó a su obra literaria un estilo feroz, excesivo y perdurable. El primer viaje de Tesson coincidía con la primera de las fugas de Rimbaud, en 1870, huyendo de su madre (después de aquello jamás dejaría de moverse: escapó de las Ardenas, pasó por salones parisinos de los que no quiso formar parte, persiguió el amor en Bélgica, vagó por Londres y se aventuró a morir en las pistas de tierra africanas). Aquella escapada es el punto de partida de una travesía que ha cristalizado en «Un verano con Rimbaud» (Taurus), un libro con el que Sylvain Tesson recorre paisajes reales e imaginarios de la mano del simbolista francés. En el siguiente texto, el prólogo del libro, el propio Tesson explica los motivos de esta travesía al tiempo que reflexiona sobre la importancia de un autor -y de una obra escasa, pero salvaje- que es puro antídoto contra el tedio.
Por Sylvain Tesson
Arthur Rimbaud a ojos del pintor cubista Fernand Léger. Crédito: Getty Images.
A principios del año 2021 podíamos movernos más o menos libremente por el territorio europeo siempre que demostráramos a la Administración un buen estado de salud física. Convencí a mi amigo Olivier Frébourg para emprender un viaje de cuatro días que repitiera a pie la fuga de Arthur Rimbaud en octubre de 1870. Un lunes nos subimos al tren de las ocho y veinte, de París a Charleville-Mézières. Después de hacernos la PCR en un laboratorio del centro, bastaba con que nos dirigiéramos a Bruselas por Charleroi basándonos en los pocos elementos biográficos de que disponíamos. Rimbaud viajó en tren a Fumay, luego pasó por Givet, cruzó la frontera discretamente, se detuvo en Charleroi y caminó hacia Bruselas. Teníamos poca información, pero con eso nos bastaba.
Leer a Rimbaud te condena a echar a andar un buen día. En el poeta de Iluminaciones y Una temporada en el infierno, toda la vida es puro movimiento. Huye de la Ardena, se escapa a la noche parisina, corre en pos del amor en Bélgica, se pasea por Londres y luego se aventura a muerte por los caminos de África.
La poesía es el movimiento de las cosas. Rimbaud se desplaza sin descanso, cambia de punto de vista. Sus poemas son proyectiles. Ciento cincuenta años después todavía nos alcanzan. Cuando el mundo se para es la muerte. Ninguna poesía sobrevive al formol. No hay más que ver las cuarentenas sanitarias.
Frébourg y yo, haciendo un esfuerzo de logística, habíamos metido algunas cosas en nuestras mochilas: habanos, dos paraguas. Y cada uno llevaba unos libros: él, de Verlaine, Pirotte y Cliff; yo, de Rimbaud y Lord Byron. Con las latas de sardinas y una linterna frontal sería suficiente para ciento treinta kilómetros.
Qué alegría caminar con un acompañante en plena congelación tecnosanitaria. Salimos por la mañana, caminamos sin detenernos, conversamos todo el día, comimos en un terraplén contemplando las aves zancudas, pasamos revista a los paisajes como si fueran cuadros de un museo y, al llegar la noche, habíamos descontado cuarenta kilómetros con la sensación de haber hecho algo. Entonces llegó el momento de parar en un hotel de una o dos estrellas, en la plaza de un pueblo. Tomamos un té en la habitación (llevar un hornillo) mientras escribíamos en un cuaderno los recuerdos del día. Es un placer modesto y total, alcanzable en todas partes, pues no importa la ruta que se haya seguido. ¡Lo raro es que todo el mundo no eche a andar por los caminos!
Versos contra el tedio
Al principio, para llegar a la frontera belga en Givet, seguimos el camino de sirga. Encontramos algunas referencias que recordaban a Arthur Rimbaud. En la estación, este cartel disparatado: «Rimbaud Tech, incubadora de empresas»; más allá, su retrato en la fachada del Hôtel de Paris; un poco más allá, una tasca con su efigie. Es legítimo, se menciona al ídolo para impulsar el negocio.
El primer día caminamos como condenados. Rimbaud:
Esperaba baños de sol, paseos infinitos, descanso, viajes, aventuras; en fin, cosas de bohemios.
Era un buen plan. Era lo que hacíamos nosotros.
El Mosa estaba caqui y las vertientes salpicadas de placas negras: afloramientos de esquisto. Yo, tan dado a los chistes malos, le decía a Frébourg: «La Ardena nos va a apuntar en la pizarra», y él, que es buen compañero de viaje, me reía la gracia. El Mosa se enroscaba entre las vertientes empinadas, salpicadas de abetos pelados. Había excavado la montaña y descansaba del esfuerzo en amplias curvas perezosas. «Mosa arrullador», había dicho Péguy (río arriba). «Mosa aburridor», pensó Rimbaud.
Era invierno. Nos adentrábamos en el paisaje de la infancia profunda. Los lugares esculpen a los hombres y yo estaba encantado de infiltrarme en ese campo frío. Explicaba al niño Rimbaud. Aquí, a comienzos de los años 1870, Arthur deambuló y compuso sus primeros versos, poemas de la escapada del colegio: Mi bohemia, Sensación. El sol brillaba.
Las fábricas en ruinas y las aldeas zombis pasaban de largo. A veces una granja fortificada, de cuando vivir consistía en defender tus posiciones, dominaba el desfiladero. Unas garzas lúgubres alzaban el vuelo desplegando su sotana sobre las cañas. En todo el camino no nos cruzamos con un alma. Un siglo había pasado por esas vaguadas. La industria estaba muerta, deslocalizada hacia pueblos más sufridos, en Polonia, en China. El virus había acabado de encerrar a la gente en su casa. Era el sueño del global network, de plantar a la humanidad delante de la pantalla, alimentada dos veces diarias a domicilio (además del café con leche en las tazas). Era la transición a una humanidad que funcionaba con batería. Qué tiempos aquellos de las posadas de carretera, en que unos colegiales escapados podían tomar una cerveza mientras sonreían a las valonas (dos poemas de Rimbaud sobre la alegría de las paradas en los mesones: La tunanta y Au Cabaret-Vert).
Arthur Rimbaud en un retrato de autor anónimo realizado en 1871, cuando el poeta tenía 17 años. Crédito: Getty Images.
Al principio, a Arthur Rimbaud le gustaba perderse por el campo. Luego huyó de allí, el Mosa era demasiado apacible, la vida demasiado lenta en «este agujero». De modo que la huida prodigiosa no cesó. El Mosa es una cinta de sombra, él buscaba el sol. El río corre por una garganta, él soñó con los horizontes de África. Aquí los inviernos se abaten como un ejército de conquista, él fue a tostarse a la orilla del mar Rojo.
El Mosa se arrastraba, nosotros apretábamos el paso. Cuando pronunciábamos su nombre (Meuse) recalcando la primera sílaba, sonaba como un mugido. Caía la tarde y, en el mapa IGN de 1:25 000 que desplegamos sobre un banco de madera, nos dimos cuenta, Frébourg y yo, de que no podíamos llegar a Fumay antes de la noche. Los meandros del río casi se enrollan sobre sí mismos. El Mosa ya fluía antes de que apareciera la Ardena, en la era terciaria. Cuando el macizo se alzó, el curso de agua surcó el levantamiento hundiéndose en su masa, lentamente, hasta formar unas serpentinas desmedidas. Para el caminante es desalentador. Si sigue los meandros del curso de agua, después de recorrer diez kilómetros ¡vuelve a estar casi en el punto de partida!
—Si queremos avanzar —le dije a Frébourg—, tenemos que atajar por la ladera. Subimos doscientos metros de desnivel por ella y volvemos a bajar a la orilla por la otra vertiente. Si lo hacemos así, ganaremos doce kilómetros.
De modo que, poco antes del pueblo de Joigny, echamos a andar cuesta arriba, monte a través o, como se dice en la Legión Extranjera, al azimut brutal*. Nos enredábamos en las zarzas, tropezábamos con las ramas y resbalábamos en la nieve. Resoplábamos como focas. ¡Ah! Lejos de las sutilezas de Mi bohemia, nada nos asemejaba a los vagabundos románticos de finales del siglo XIX. Pero teníamos que ganar nuestra carrera contra las circunvoluciones del río herciniano.
Sylvain Tesson. Crédito: Thomas Goisque.
La vida de Rimbaud se parece a la dialéctica del meandro y el azimut. Habría podido seguir el curso de una vida de literato, racional, aplicada, eficaz, totalmente consagrada a su posteridad. Verlaine lo habría apoyado, se habría codeado con sus pares, habría aquilatado su obra, habría conocido la gloria. Y, de meandro en meandro, habría pasado noches estudiosas, días serios, esculpiendo su estatua. Una vida como el Mosa: poderosa, lenta, profunda; útil, en definitiva.
Pero Rimbaud optó por cortar el camino y la lengua. Bruselas, Londres, París, Java, África: vida de escapada, correría por la poesía. Resultado: dos libros de poemas como explosiones, un silencio atronador, una vida como un reguero de pólvora y la muerte a los treinta y siete años con una pierna cortada y un nudo en la garganta.
La poesía de Rimbaud lanza bengalas. De ella no se extraen enseñanzas sobre la vida, la muerte, el amor ni el arte. Pinta imágenes, arroja sus visiones, que son secretos de iniciado. Es violento, nuevo, infranqueable. El Verbo es un enigma. Lo único que uno puede hacer es tratar de desvelar sus misterios. Los versos rasgan la niebla y revelan secretos nuevos. Son sublimes. Sin explicaciones, sin informaciones.
Rimbaud no alcanza nunca su meta porque siempre la está cruzando. Su vida no es un viejo río que socava lentamente la montaña.
Rimbaud, azimut brutal hacia la eternidad.
* Marcha a campo traviesa siguiendo una dirección sin desviarse. (N. del T.).